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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (2 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Luego, hacia un año, el enano que ahora yacía a su lado había llevado a Paras Derval las noticias del grave delito cometido: Kaen y Blod, incapaces de hallar por si mismos la Caldera y prácticamente enloquecidos por un fracaso de cuarenta años, habían establecido una alianza sacrílega. Con la ayuda de Metran, el mago traidor, habían descubierto por fin la Caldera de los gigantes y habían pagado por ello un precio. Y ese precio había sido doble: los enanos habían roto el centinela de piedra de Eridu, quebrando así el vinculo de vigilancia de las cinco piedras, y habían entregado la Caldera a su nuevo dueño, Rakoth Maugrim, cuyo encarcelamiento bajo el Rangat debía ser garantizado por el vinculo de los centinelas de piedra.

Ella ya sabia toda esa historia. También sabia que Metran había utilizado la Caldera para controlar el invierno asesino que había terminado hacia cinco meses, después de la noche en que Kevin Lame se había autoinmolado para ponerle fin. Lo que no sabía era lo que había ocurrido después. Y ahora lo leía en el rostro de Faebur y lo escuchaba de su boca, mientras las imágenes le sacudían el alma como latigazos.

La lluvia mortal de Eridu.

-Cuando la nieve comenzó a derretirse -estaba diciendo en ese momento Faebur-, todos nos llenamos de alegría. Oí que tañían las campanas de la amurallada Larak, aunque no podía regresar allá. Exiliado por mi padre en las colinas, yo también di gracias por el fin de aquel frío mortal.

También, recordó Kim, ella lo había hecho. Había dado gracias y llorado a un tiempo al oír al amanecer el lamento de las sacerdotisas junto a la cueva oscura de Dun Maura.

«Oh, querido amigo»

-Durante tres días -seguía contando Faebur con el mismo tono impasible y monótono-brilló el sol. La yerba y las flores brotaron de la noche a la mañana. Cuando al cuarto día comenzó a llover, también nos pareció un motivo natural de alegría. Pero al mirar hacia abajo desde las altas colinas al oeste de Larak, oí que comenzaban los lamentos. No llovía en las colinas, pero desde allí pude ver no muy lejos de las laderas los rebaños de cabras y keres de los pastores, los oí gritar cuando la lluvia los empapó y vi que se formaban en la piel de los animales y de los hombres unas negras y enormes ampollas que les causaban la muerte.

Las videntes podían atravesar -estaban por su don obligadas a hacerlo- las palabras para alcanzar las imágenes suspendidas en las espirales del tiempo. Por más que se esforzase, la segunda mirada interior de Kim no podía apartarse de las imágenes encerradas en las palabras de Faebur. Y por ser quien era, con dos almas y dos memorias, sabia incluso más de lo que sabia Faebur. En efecto, los recuerdos de infancia de Ysanne eran ahora suyos, con toda su nitidez, y sabía que la lluvia había sido desencadenada antes en otra ocasión, en un lejano tiempo perdido en la oscuridad, y que los muertos producían la muerte a quienes los tocaban y que por lo tanto no podían ser enterrados.

Eso significaba que sobrevendría una peste, incluso cuando la lluvia hubiera cesado.

-¿Cuánto duró la lluvia? -preguntó de pronto.

La cruel risa de Ceriog le hizo ver su error y abrió un nuevo y más profundo abismo de terror, antes incluso de que él hablara.

-¿Cuánto duró? -repitió él con voz insegura-. Los cabellos blancos deberían haberte proporcionado una sabiduría mayor. Mira hacia el este, mujer insensata, por encima del valle de Khan. Mira más allá de Khath Meigol y dime cuánto duró la lluvia.

Ella miró. El aire en la montaña era puro y cristalino, y el sol del verano brillaba en lo alto. Desde aquella alta meseta, la panorámica era amplísima; se podía ver casi Eridu.

Comprobó que nubes de lluvia se amontonaban al este de las montañas.

La lluvia no había cesado. Y supo, con más seguridad que ninguna otra cosa, que, si nada lo impedía, la lluvia seguiría avanzando: sobre la sierra de Carnevon y Skeledarak, luego sobre Brennin, Cathal, la vasta Llanura de los dalteis, y por fin sobre el lugar que con odio más imperecedero aborrecía el inmortal Rakorh: Daniloth, la tierra de los alfar.

Sus pensamientos, velados por el pavor, volaron hacia el oeste, más allá de los confines de la tierra, hacia el mar abierto, donde un barco navegaba hacia un lugar de muerte. Sabia que el barco se llamaba Ptydwen. Sabía los nombres de muchas cosas, pero el conocimiento no siempre significaba poder. Por lo menos, no para enfrentarse con aquello que estaba cayendo desde el oscuro cielo, allá en el este.

Con impotencia y miedo, Kim le dio la espalda a Ceriog. Mientras lo hacía, vio que el Baelrath comenzaba a encenderse en su mano. También entendía ese brillo: la lluvia que acababa de ver era una acción de guerra, y la Piedra de la Guerra estaba respondiendo.

Disimuladamente dio vuelta al anillo para que nadie lo viera.

-Querías saber lo que habían hecho los enanos; ahora ya lo sabes -le dijo Ceriog con voz baja y amenazadora.

-¡No todos los enanos! -dijo ella tratando de incorporarse y jadeando por el dolor que eso le causaba-. ¡Escúchame! Sé más que tú de todo este asunto. Yo…

-Desde luego debes de saber mucho, puesto que viajas con uno de ellos. Y me lo dirás todo cuando nos encarguemos de ti. Pero el enano está primero. Y estoy muy contento -dijo Ceriog- de que no haya muerto.

Kim movió la cabeza con celeridad. Un grito se escapó de su garganta. Brock se quejaba y movía un poco las manos. Sin preocuparse del peligro, se arrastró hacia él para ayudarlo.

-Necesito paños limpios y agua caliente -gritó-. ¡Rápido!

Nadie hizo el menor movimiento. Ceriog se echó a reír.

-Según parece -dijo-, no me has entendido en absoluto. Estoy muy contento de verlo con vida, porque tengo la intención de matarlo con especial cuidado.

Desde luego ella le había entendido perfectamente y, pese a entenderle, no podía odiarlo; según parecía, no le estaba permitido albergar deseos tan diáfanos y sencillos.

Cosa que no la sorprendía demasiado teniendo en cuenta quién era y qué tenía en su poder.

No podía odiar, ni siquiera dejar de sentir compasión por un hombre cuyo pueblo estaba siendo destruido. Pero tampoco podía permitirle que fuera más lejos. El se había acercado con la espada desenvainada. Oyó un suave y casi delicado murmullo de expectación entre los proscritos, que en su mayor parte eran de Eridu. No podía esperar de ellos indulgencia alguna.

Dio vuelta al anillo y alzó la mano.

-¡No te atrevas a hacerle el menor daño! -gritó tan fuerte como pudo-. Soy la vidente de Brennin. En mi mano llevo el Baelrath y en mi muñeca una piedra mágica de vellin.

Estaba endiabladamente débil, sentía un dolor brutal en el costado, y no tenía la menor idea de cómo podría detenerlos.

Ceriog parecía intuir que ella nada podía hacer, o por lo menos estaba tan indignado por la presencia del enano que no estaba dispuesto a dejarse amedrentar. Esbozó una sonrisa bajo los tatuajes y la barba.

-Me gusta -dijo mirando el Baelrath-. Será un bonito juguete para las horas que nos quedan de vida antes de que la lluvia avance hacia el oeste y todos muramos. Pero primero -murmuró- mataré al enano poco a poco mientras tú miras.

No iba a ser capaz de detenerlo. Era una vidente, una invocadora. Una tempestad en los vientos de la guerra. Podía despertar el poder, y reunirlo, y a veces podía arder con llama roja y volar de un lugar a otro, de un mundo a otro. Tenía en su interior dos almas, y llevaba la carga del Baelrath en su dedo y en su corazón. Pero no podía detener a un hombre con una espada, y mucho menos a cincuenta enloquecidos por el dolor, la furia y la certeza de que pronto morirían.

Brock emitió un gruñido. Kim sintió que la sangre le empapaba el vestido mientras le hacia apoyar la cabeza en su regazo. Miró con ferocidad a Ceriog y lo intentó por última vez.

-¡Escúchame…! -empezó a decir.

-Mientras tú miras -repitió él sin hacerle ningún caso.

-Creo que no debes hacerlo -dijo Dalreidan-. Déjalos en paz, Ceriog.

El jefe de los proscritos se volvió y un repentino regocijo iluminó su oscuro rostro.

-¿Es que vas a impedírmelo, anciano?

-No debería tener que hacerlo -dijo con calma el dalrei-. No eres ningún loco. Ya has oído lo que ha dicho: la vidente de Brennin. ¿Qué otra persona aparte de ella podría ayudarnos a evitar lo que se nos viene encima?

El otro hombre parecía no haberlo escuchado.

-¿Por un enano? -gruñó-. ¿Acaso vas a interceder ahora por un enano?

Se le había agudizado la voz, que expresaba una creciente incredulidad.

-Balreidan -añadió-, hace tiempo que ese peligro se cierne sobre nosotros.

-No tiene necesariamente que alcanzarnos. Sólo te pido que la escuches. No te lo estoy ordenando, Ceriog. Sólo…

-¡Sólo le dices al jefe lo que debe o no debe hacer! -lo interrumpió Ceriog con indignación.

Transcurrió medio segundo de helada y tensa tranquilidad; luego el brazo de Ceriog hizo un movimiento y disparó el puñal…, que pasó por encima del hombro de Dalreidan, un instante después de que éste se agachara en un movimiento que la Llanura había presenciado en sus jinetes durante más de mil años. Nadie vio cómo desenfundaba su daga ni cómo la arrojaba.

Pero todos vieron cómo se clavaba en el corazón de Ceriog. Y poco después, cuando hubo pasado la sorpresa, todos vieron también que el proscrito muerto estaba sonriendo como quien ha encontrado por fin el descanso de una pena insoportable.

De pronto, Kim fue consciente del silencio. Y también del sol que brillaba en lo alto, de la caricia de la brisa, del peso de la cabeza de Brock sobre su regazo, detalles espaciales y temporales que la explosión de violencia hizo inusitadamente vividos.

La violencia había explotado y se había esfumado dejando paralizados sobre aquella elevada meseta a cincuenta hombres. Dalreidan avanzó unos pasos para recuperar su arma. Sus pisadas resonaron sobre las rocas. Nadie decía nada. Dalreidan se arrodilló, extrajo el puñal y lo limpió en las ropas del muerto. Lentamente se levantó y miró los rostros que lo rodeaban.

-El arrojó su arma primero -dijo.

Hubo una cierta agitación, pero pronto la tensión se relajó como si los hombres hubieran estado conteniendo el aliento hasta ese momento.

-Así fue -dijo con calma otro proscrito de Eridu, mayor incluso que Dalreidan, con unos tatuajes verdes que se hundían en las profundas arrugas de su rostro-. La venganza no tiene cabida en este asunto, ni tampoco las leyes del León ni el código de las montañas.

Dalreidan hizo un gesto de asentimiento.

-No sé nada de aquéllas y sé demasiado de éste -dijo-, pero creo que sabes que no deseaba la muerte de Ceriog ni mucho menos usurpar su puesto. Me iré de inmediato de aquí, en menos de una hora.

Los hombres se agitaron de nuevo.

-¿Acaso eso tiene alguna importancia? -preguntó el joven Faebur-. No tienes por qué marcharte y mucho menos cuando se está acercando esa lluvia.

Kim se dio cuenta de que esas palabras la volvían a la realidad. Se había recuperado de la conmoción -al fin y al cabo, la de Ceriog no era la primera muerte violenta que presenciaba en Fionavar- y se sentía totalmente repuesta cuando las miradas de todos convergieron en ella.

-Puede que nunca llegue -dijo, mirando a Faebur. El Baelrath estaba todavía vivo, brillando, pero con menos intensidad.

-¿De verdad eres la vidente de Brennin? -le preguntó él.

Ella asintió con la cabeza.

-Viajo al servicio del soberano señor con este enano, Brock de Banir Tal, que llegó desde las montañas gemelas para comunicarnos la traición de los otros enanos.

-¿Un enano al servicio de Ailell? -preguntó Dalreidan.

Ella sacudió la cabeza.

-De su hijo. Ailell murió hace más de un año, el día en que la Montaña explotó. Aileron es quien gobierna en Paras Derval.

Dalteidan torció la boca con un gesto cargado de ironía.

-Las noticias -dijo- se entretejen muy despacio en las montañas.

-¿Aileron? -preguntó Faebur-. Oímos hablar de él en Larak. Era un proscrito, ¿verdad?

Kim se dio cuenta de que en su voz latía una esperanza, un pensamiento inconfesado.

Era muy joven, aunque la barba lo ocultaba en parte.

-Sí, lo era -contestó con amabilidad-. A veces los proscritos regresan a sus hogares.

-Si es que tienen algún hogar al que regresar -adujo el anciano de Eridu-. Vidente, ¿puedes detener la lluvia?

Ella dudó un momento y miró por encima de él hacia el este, donde se amontonaban las nubes.

-No puedo -dijo-, no de forma directa. Pero el soberano rey tiene a su servicio a otras personas, y por la visión que poseo sé que algunos de ellos en estos momentos se dirigen por mar hacia el lugar donde se está fabricando la lluvia mortal, como antes lo fue el invierno. Y si pudimos detener el invierno, entonces…

-… entonces podremos detener la lluvia -atronó una voz profunda y potente.

Kim bajó la vista y vio que Brock tenía los ojos abiertos.

-¡Oh, Brock! -exclamó.

-A bordo de ese barco -siguió explicando el enano con voz lenta y clara- viajan Loren Manto de Plata y mí señor, Matt Soren, el verdadero rey de los enanos. Si alguien puede salvarnos, son ellos dos.

Dejó de hablar, jadeante por el esfuerzo.

Kim lo abrazó abrumada por la sensación de alivio que experimentaba.

-Ten cuidado -dijo-. No te esfuerces en hablar.

-No te preocupes tanto -respondió el enano-. O se te arrugará la frente.

Ella rió débilmente.

-Cuesta mucho -siguió diciendo él- matar a un enano. Necesito un vendaje para que no se me llenen los ojos de sangre, y una buena cantidad de agua para beber. Si puedo descansar una hora a la sombra, podremos continuar la marcha.

Todavía sangraba. Kim se dio cuenta de que estaba llorando y de que apretaba con demasiada fuerza el robusto cuerpo del enano. Lo soltó y abrió la boca para decir algo.

-¿Adónde vais? -preguntó Faebur-. ¿Qué motivo te ha obligado a internarte en la sierra de Carnevon, vidente de Brennin?

Trataba de mantenerse sereno, pero no lo conseguía en absoluto.

Ella lo miró un buen rato, y luego, para ganar tiempo, le preguntó:

-Faebur, ¿por qué estás aquí?, ¿por qué te exiliaste?

El enano enrojeció, pero al cabo de un momento respondió en voz baja:

-Mi padre me expulsó de casa; todos los padres de Eridu tienen ese derecho.

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