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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (3 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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-¿Por qué? -preguntó ella-. ¿Por qué hizo tal cosa?

-Vidente… -comentó a decir Daireidan.

-No -dijo Faebur, interrumpiéndolo con un gesto-. Hace poco tú nos contaste las causas de tu exilio. Poco importa que se cuente alguna más. Responderé a la pregunta. En los entresijos del Telar, mi nombre no está manchado con sangre, sino con una traición a mi ciudad. En Eridu consideran que ese delito tiene en el Telar el color rojo, y por lo tanto el mismo que el de la sangre. Cuando hace un año tomaba parte del ta’sirona, los juegos de verano, en Teg Veirene, vi a una muchacha de la bien amurallada AkkaYze, en el norte, y me enamoré de ella; y ella… también se enamoró de mí. De vuelta en Larak, a finales de año, mi padre me comunicó el nombre de la mujer que me había elegido como esposa, y yo… rehusé y le expliqué por qué.

Kim oyó que entre los otros proscritos se levantaba un murmullo de simpatía y comprendió que hasta entonces no se habían enterado de por qué Faebur estaba en las montañas; ni tampoco de por qué lo estaba Dalreidan hasta que él mismo había confesado sus crímenes. Adivinó que aquél era el código de las montañas: nadie preguntaba nunca nada.

Pero ella si lo había hecho y Faebur le había respondido.

-Cuando lo hube hecho, mi padre se vistió de blanco y se dirigió a la Plaza del León de Larak, llamó a cuatro heraldos para que le sirvieran de testigos y me expulsó al oeste de Carnevon y Skeledarak, desterrándome de Eridu. Eso significa -añadió con voz preñada de amargura- que mi padre me salvó la vida. Siempre, claro, que tu mago y el rey de los enanos puedan detener la lluvia, ya que tú no puedes hacerlo, según nos has dicho. Y ahora permite que sea yo quien te pregunte: ¿adónde te diriges por las montañas?

Faebur le había respondido, y con toda la sinceridad de su corazón. Ella tenía razones para no hacerlo, pero ninguna parecía ser de peso en aquellos lares y con la amenaza de aquella lluvia que estaba cayendo en el este.

-Voy a Khath Meigol -dijo.

Vio que los proscritos de las montañas se estremecían en silencio. Algunos hicieron expresivos signos contra el mal de ojo.

Incluso Dalreidan parecía conmovido. Se dio cuenta de que había palidecido. Se agachó a su lado y se entretuvo unos instantes reuniendo y dispersando guijarros sobre la roca. Por fin dijo:

-Teniendo en cuenta quién eres, no debes de estar loca, por tanto no voy a decir lo que en un primer impulso se me ocurre, pero debo preguntarte algo.

Esperó a que ella hiciera una señal de asentimiento y luego continuó:

-¿Cómo vas a servir de algo en esta guerra, cómo vas a poder ayudar al soberano rey o a alguien más, si cae sobre ti la maldición de sangre de los paraikos?

De nuevo Kim vio cómo los hombres hacían la señal contra el mal de ojo. Incluso Brock tuvo que esforzarse para no hacerla.

-Es una buena pregunta… -empezó a decir.

-Escúchame -la interrumpió Dalreidan, sin paciencia para aguardar su respuesta-. La maldición de sangre no es ninguna leyenda infundada; sé que no lo es. Una vez, hace años, estaba cazando un kere salvaje al noroeste de aquí, y estaba tan absorto en la persecución que perdí la noción del espacio. Cuando se me echó encima el crepúsculo, me di cuenta de que estaba en los límites de Khath Meigol. Vidente de Brennin, ya no soy un hombre joven, ni tampoco un anciano narrador de cuentos que alarga sus historias junto al fuego como si de lana de mala calidad se tratasen: estuve allí y por eso puedo asegurarte que sobre todo aquel que penetra en ese lugar cae una maldición de desgracias, muerte y condenación eterna. Es cierto, vidente, no es una leyenda. Yo mismo la sentí en los límites de Khath Meigol.

Ella cerró los ojos.

Sálvanos, oyó decir. Ruana. Abrió los ojos y dijo:

-Sé que no es una leyenda. Existe una maldición. Pero no creo que consista en lo que tradicionalmente se cuenta.

-No lo crees. Vidente, ¿es que tienes alguna seguridad?

¿La tenía? A decir verdad, no. Los gigantes estaban más allá de las enseñanzas de Ysanne y de los conocimientos de Loren o de las sacerdotisas de Dana. Más allá incluso de la ciencia de los enanos o de los lios alfar. Lo único que tenía era su propia convicción, nacida en Gwen Ystrat durante aquel terrible viaje que ella había emprendido a través de los designios del Desenmarañador, protegida por los poderes de sus amigos.

Y cuando la protección de sus amigos había fallado, ella había seguido descendiendo, abrasándose; los había perdido a ellos y se había perdido a sí misma, hasta que alguien había acudido en su ayuda, allá abajo, en la Oscuridad, y la había protegido. Aquella mente se había identificado a si misma como Ruana de los paraikos y le había pedido socorro. Estaban vivos, no eran fantasmas; todavía no estaban muertos. Eso era lo que ella sabia, todo lo que sabía.

En la meseta, encaró la conturbada mirada de aquel hombre que decía llamarse Dalreidan.

-No -dijo ella-, no tengo ninguna seguridad, salvo una cosa que puedo decirte y otra que no puedo.

El permaneció expectante.

-Tengo que pagar una deuda -dijo ella.

-¿En Khath Meigol? -su voz estaba llena de angustia.

Ella asintió con la cabeza.

-¿Una deuda personal? -preguntó él haciendo un esfuerzo.

Kim pensó en la imagen de la Caldera que había encontrado con la ayuda de Ruana, la imagen que había revelado a Loren cuál era la fuente del invierno. Y ahora además la fuente de la lluvia mortal.

-No exactamente mía -contestó.

Él suspiró. Parecía que se relajaba su tensión.

-Muy bien -dijo-. Hablas como los chamanes de la Llanura. Creo que eres quien dices ser. Ya que tenemos que morir en el plazo de pocos días o pocas horas, preferiría hacerlo al servicio de la Luz. Ya sé que tienes quien te guíe, pero llevo diez años viviendo en las montañas y he estado en los límites del lugar que buscas. ¿Aceptarás a un proscrito como compañero de viaje?

La conmovió su timidez y además otra cosa: él había salvado sus vidas aun a riesgo de perder la suya.

-¿Eres consciente de adónde vas a meterte? ¿Sabes…? -se interrumpió al darse cuenta de la ironía de su pregunta. Ninguno de ellos era consciente de adónde iban a meterse, pero su ofrecimiento era generoso y libre. Por una vez no había tenido que obligar a nadie por el poder que llevaba. Disimuló las lágrimas.

-Me sentiría muy honrada -dijo.

-Los dos nos sentiríamos muy honrados -oyó que murmuraba Brock.

Una sombra se proyectó sobre la roca en que estaban, y los tres alzaron la mirada.

Faebur estaba ante ellos, muy pálido. Pero su voz era la de un hombre hecho y derecho:

-En el ra’sirona, los juegos de Teg Veirene, antes de que mi padre me desterrara, conseguí…, quedé el tercero en cada una de las pruebas de tiro al arco. ¿Podrías…, me permitiríais…? -se interrumpió.

Los nudillos de la mano que apretaba el arco estaban tan blancos como su rostro.

Ella sintió un nudo en la garganta y no pudo articular palabra alguna. Dejó que esta vez respondiera Brock.

-Si -dijo el enano con gentileza-. Si quieres venir con nosotros, te quedaremos muy agradecidos. Nunca debe desperdiciarse el hilo de un arquero.

Y así, al final, fueron cuatro los que reanudaron la marcha.

Más tarde, aquel mismo día, muy al oeste, Jennifer Lowell, que también era Ginebra, llegó a la torre de Anor a la caída del sol.

Con Brendel de los lios alfar como única compañía, se había hecho a la mar desde Taerlindel en un pequeño bote, poco después de que el Prydwen hubiera desaparecido en la vasta línea del horizonte.

Se había despedido de Aileron, el soberano rey, de Sharra de Cathal y de Jadle, la sacerdotisa. Se había puesto en camino con el lios alfar para llegar hasta la torre construida hacia mucho tiempo para Lisen; y, una vez allí, para ascender por la pétrea escalera de caracol hasta la alta cámara de amplia balconada sobre el mar, donde, como Lisen había hecho, otearía el mar a la espera de que su amado regresara.

Brendel manejaba hábilmente la embarcación sobre las apacibles aguas, mientras sobrepasaba la isla de Aeven, morada de las águilas, sintiéndose maravillado y a la vez compadecido del bello rostro sin expresión de su compañera. Era tan hermosa como los lios; tenía unos dedos largos y finos como los de ellos, y sabia que también sus recuerdos se remontaban muy, muy lejos. De no haber sido tan alta, ni sus ojos tan verdes, habría podido tomársela por uno de ellos.

Ese pensamiento lo llevó a una extraña reflexión, inspirada por el chapoteo de las olas y el ruido de la vela al hincharse con el viento. El no había construido ni hallado ese bote, lo cual seria un requisito indispensable cuando le llegara la hora, pero sin duda era una embarcación segura y primorosamente construida, no muy distinta de la que él mismo hubiera elegido. Por eso era fácil imaginar que habían zarpado, no desde Taerlindel sino desde la misma Daniloth, para navegar con rumbo oeste hacia más allá del oeste, hacia el lugar que el Tejedor había creado exclusivamente para los Hijos de la Luz.

Extraños pensamientos, lo sabía, nacidos del sol y del mar. Todavía no estaba preparado para su último viaje. Había hecho un juramento de venganza que lo ataba a la mujer que iba con él en el bote, que lo ataba a Fionavar y a la guerra contra Maugrim.

Todavía no había oído su canción.

No sabia la terrible verdad; nadie la sabia. El Prydwen acababa de zarpar. Todavía le faltaban dos noches y un amanecer para llegar hasta el lugar de los ecos de las canciones, en alta mar, el lugar donde no brillaban las estrellas del mar de Liranan, ni habían brillado desde el Bael Rangat.

El lugar del Traficante de Almas.

Mientras sobrevenía la oscuridad de la primera noche, Brendel guiaba el pequeño bote hacia la arenosa orilla al oeste de Aeven y las marismas de Llychlyn; desembarcaron en la playa en el apacible anochecer cuando aparecían en el cielo las primeras estrellas. Con las provisiones que les había dado el soberano rey, acamparon y cenaron. Luego extendieron los sacos de dormir y se acostaron muy cerca uno de otro entre el mar y el bosque.

Brendel no encendió fuego, pues era demasiado prudente como para atreverse a quemar aunque sólo fuera la leña esparcida del bosque de Pendaran. En realidad, no hacía frío. Hacía una hermosa noche en aquel verano recuperado por Kevir Lame.

Estuvieron hablando de él mientras la noche iba cayendo y las estrellas brillaban.

También hablaron en voz muy baja de las despedidas de aquella mañana y del lugar donde desembarcarían sus amigos la noche siguiente. Mirando al cielo de la noche y maravillándose de su belleza, él le habló de la hermosa paz de Daniloth y se lamentó de que el brillo de las estrellas hubiera enmudecido desde que Lathen el Tejedor de Sombras, para defender a su pueblo, la hubiera transformado en el País de las Sombras.

Luego permanecieron en silencio. Mientras la Luna se levantaba, ambos compartieron el recuerdo de la última vez en que habían dormido uno al lado del otro bajo la bóveda del cielo.

«¿Eres inmortal?», le había preguntado ella antes de quedarse dormida.

«No, señora», le había respondido él. Y la había mirado largo rato antes de caer dormido entre sus hermanos y hermanas. Se habían despertado en medio de lobos y svarts alfar, rodeados de una roja carnicería, ante la presencia de Galadan, señor de los Lobos de los andains. Tenebrosos pensamientos y un silencio demasiado insoportable para el plateado señor de la Marca de Kestereí. De nuevo elevó la voz para acunarla con su canto como se hace con un niño mimado. Cantaba una canción de marineros, una vieja canción que él mismo había compuesto y que hablaba de los árboles aum y de las sylvains que florecían en primavera. Y después, mientras la respiración de ella se regularizaba con el sueño, su voz la acunó con la canción que se entonaba siempre al final de la noche: el Lamento de Ra-Termaine por todos aquellos que habían desaparecido para siempre.

Cuando hubo acabado, ella dormía profundamente. Pero él permaneció despierto escuchando el flujo y reflujo de la marea. Nunca más volvería a quedarse dormido mientras ella estuviera bajo su protección, nunca más. Y permaneció toda la noche velándola.

Desde los confines de Pendaran otros velaban también: no con miradas de bienvenida, pero tampoco malevolentes, porque los dos que habían arribado a la playa no se habían internado en la arboleda, ni habían quemado leña del Bosque. Pero se habían acercado y por eso eran estrechamente observados, pues Pendaran se protegía a si mismo y alimentaba un odio muy antiguo.

También los oyeron hablar, aunque lo hacían en voz muy baja, porque sus oídos no eran humanos y podían distinguir las conversaciones incluso en el mismo límite de los inexpresados pensamientos. Por eso se enteraron de sus nombres. Y luego un tamborileo se extendió por aquella parte del Bosque, porque aquellos dos habían hablado del lugar adonde se dirigían, y aquel lugar había sido construido para el ser que había sido más amado y más amargamente llorado: Usen, que no habría muerto nunca si no se hubiera enamorado de un mortal y no hubiera sido arrastrada a la guerra lejos de la protección del Bosque.

Por doquier fue enviado un urgente mensaje a través del rumor sin palabras de las hojas, a través del ensombrecido parpadeo de las formas entrevistas, a través de la vibración, tan rápida como el pulso, del suelo del bosque.

Y el mensaje llegó, en el poco tiempo en que tales cosas pueden medirse, hasta los oídos de la única criatura entre todos los poderes del Bosque que podía comprender plenamente lo que estaba en juego, pues había viajado a través de muchos de los mundos del Tejedor y había formado parte del comienzo de aquella historia.

Reflexionó pensativa y sosegadamente -aunque las noticias habían acelerado su pulso y habían despertado su viejo deseo-, y respondió con otro mensaje que se extendió por todo el bosque a través de las hojas, los troncos y el latido que se entretejía entre las raíces de los árboles.

Tranquilizaos, dijo, procurando calmar la agitación del Bosque. La propia Lisen habría recibido a esa mujer en la torre, aunque con todo el dolor de su corazón. Se ha ganado un lugar en la balconada. El otro es un lios y no olvidéis que ellos fueron quienes edificaron el Anor.

No olvidamos nada.

Nada, murmuraron friamente las hojas.

Nada, vibraron las viejas raíces, sacudidas por el antiguo odio. Ella está muerta. Y no debió haber muerto nunca.

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