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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (9 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Hacia el Oeste, hacia donde brillaban las luces y alguien estaba en Anor, en la habitación que en otro tiempo había sido de Lisen.

Capítulo 3

Durante toda la mañana habían seguido subiendo, y la escabrosa pendiente le estaba resultando muy dura a Kim por el dolor que sentía en el costado, donde Ceriog la había golpeado. Sin embargo, seguía ascendiendo en silencio, con la cabeza baja, observando el camino y las largas piernas de Faebur, que iba delante de ella. Dalreidan abría la marcha; Brock, que debía de sufrir dolores más intensos que los de ella, iba el último.

Nadie hablaba. El sendero era ya bastante tortuoso para desperdiciar energía en palabras, y, por otra parte, no tenían demasiadas cosas que decir.

La noche anterior había vuelto a soñar, en el campamento de los proscritos, no muy lejos de la meseta donde habían sido capturados. Los cánticos de Ruana se habían deslizado en su sueño. Eran bellísimos, pero no podía encontrar alivio en su belleza, pues el dolor era demasiado insoportable. La torturaba, y, lo que era peor, parte de ese dolor procedía de sí misma. En el sueño volvieron a aparecer otra vez el humo y las cuevas. Se volvió a ver a sí misma con los brazos llenos de heridas de las que no brotaba sangre. En Khath Meigol no brotaba sangre. El humo se elevaba en la noche iluminada por las estrellas y las fogatas. Luego se encendió otra luz, pues el Baelrath empezaba a tomar vida. Sintió su luz como una herida, como una culpa, como un dolor, y entre la nebulosa de su resplandor se vio a si misma mirando al cielo que se cernía sobre las montañas y vio que de nuevo ascendía la luna roja al tiempo que oía un nombre.

Por la mañana, ensimismada en sus pensamientos, había dejado que Brock y Dalreidan hicieran los preparativos para la marcha; y, en silencio, durante toda la mañana y la tarde habían seguido la ascensión en dirección este, hacia el sol. Hacia el sol.

Se detuvo de pronto. Detrás, Brock casi tropezó con ella. Protegiéndose los ojos con la mano, Kim oteó más allá de las montañas tan lejos como pudo, y un grito de alegría se le escapó de la garganta. Dalreidan y Faebur se volvieron para mirarla. Sin decir palabra alguna, ella señaló un lugar con el dedo. Ellos se dieron de nuevo la vuelta para mirar hacia allí.

-Oh, mi rey y señor -exclamó Brock de Banir Tal-. Sabía que lo cqnseguirias.

Habían desaparecido las nubes de lluvia sobre Eridu. La luz del sol inundaba todo el cielo adornado tan sólo por los delicados y benevolentes cirros propios de un día de verano.

Lejos, hacia el oeste, en la construcción en espiral de Cader Sedat, la Caldera de Khath Meigol yacía hecha añicos y Metran de los Garantae acababa de morir.

Kim sintió que en su interior se diluían las sombras de su sueño al tiempo que la invadía una esperanza tan brillante como la luz del Sol. En ese instante se acordó de Kevin. En ese recuerdo se escondía una tremenda nostalgia que no se borraría jamás, pero ahora además latían la alegría y un reconfortante sentimiento de orgullo. Él les había hecho el presente del verano, de la verde yerba, de los cantos de los pájaros y de las apacibles aguas que habían hecho posible que el Prydwen se hiciera a la mar y que sus tripulantes tuvieran éxito en su misión.

El rostro de Dalreidan resplandecía cuando se volvió a mirarla.

-Perdóname por haber dudado -dijo.

-Yo también dudaba -respondió ella-. Tuve terribles sueños acerca del lugar adonde tenían que ir. Ha ocurrido un verdadero milagro. No sé cómo, pero ha ocurrido.

Brock estaba de pie junto a ella en aquel estrecho sendero. No decía nada, pero bajo el vendaje sus ojos relucían. Faebur, en cambio, seguía dándole la espalda oteando el horizonte. Al mirarlo, Kim se serenó de golpe.

Por fin, también él se volvió a mirarla con los ojos llenos de lágrimas.

-Vidente, dime una cosa -dijo con una voz que parecía la de un viejo-: si la familia de un exiliado muere, ¿el exilio acaba o se prolonga para siempre jamás?

Ella tragó saliva para articular alguna respuesta, pero no encontró ninguna. Fue Dalreidan quien contestó:

-No podemos negar que ha caído esa lluvia ni prolongar los hilos cortados de los que han muerto -dijo con dulzura-. Pero creo de todo corazón que ante lo que ha hecho Maugrim ningún hombre puede seguir siendo por más tiempo un exiliado. Todos los seres vivientes de este lado de las montañas acaban de recibir esta mañana el regalo de la vida. Debemos utilizar este regalo, hasta que llegue la hora que conoce nuestro nombre, para descargar tantos golpes como podamos contra la Oscuridad. Tienes flechas en tu aljaba, Faebur. Que ellas en su vuelo canten los nombres de tus seres queridos. Quizás no compensen su pérdida, pero es lo único que podemos hacer.

-Es lo que debemos hacer -dijo Brock con voz suave.

-¡Es muy fácil de decir para un enano! -gruñó Faebur volviéndose hacia él.

-Es más difícil de lo que puedes imaginar -replicó Brock-. Hasta el aire que respiro está cargado de la conciencia de lo que mi pueblo ha hecho. La lluvia no ha caído sobre las montañas gemelas, pero cayó sobre mi corazón y todavía sigue cayendo. Faebur, ¿dejarás que mi hacha entone con tus flechas el lamento por el pueblo del León de Eridu?

Las lágrimas se habían secado en el rostro de Faebur. Una profunda y recta línea le surcaba el mentón. A Kim le pareció que había envejecido. En un día, en menos de un día, parecía haber envejecido muchísimo. Durante un rato que a ella le pareció una eternidad permaneció inmóvil; luego, despacio y meditadamente, le alargó la mano al enano. Brock la cogió y la estrechó entre las suyas.

Kim se dio cuenta de que Dalreidan la estaba mirando.

-¿Continuamos? -le preguntó con aire serio.

-Continuemos -dijo ella, y al tiempo que hablaba vio de nuevo el sueño, con los cánticos y el humo, y el nombre escrito en la luna de Dana.

Allá lejos, en el sur, el río Kharn brillaba en su garganta con la luz del atardecer.

Estaban a tal altura que por debajo de ellos un águila sobrevolaba el río; sus alas resplandecían con la luz del sol que se escondía en el lado oeste de la garganta. En torno a ellos se alzaban las montañas de la sierra de Carnevon, con sus picos cubiertos de nieves perpetuas. Hacía frío en aquellas alturas mientras decaía el día; Kim agradecía la chaqueta que le habían dado en Gwen Ystrat. A pesar de su ligereza, el agradable calor que proporcionaba era testimonio de la perfección que habían alcanzado las artes del telar en el primero de los mundos del Tejedor.

Pese a ello, temblaba de frío.

-¿Ahora mismo? -preguntó Dalreidan con voz tranquila-. ¿O preferirías acampar aquí hasta mañana?

Los tres la miraron expectantes: a ella le correspondía decidir. Ellos la habían conducido hasta aquel lugar, la habían ayudado a escalar los tramos más difíciles, habían descansado cuando lo había necesitado, pero habían llegado a su destino y ahora la responsabilidad le correspondía a ella.

Miró hacia el este por encima de sus compañeros. A unos cincuenta pasos las rocas tenían el mismo aspecto que las que los rodeaban. La luz caía sobre ellas de la misma forma, con la suavidad típica de los atardeceres en las montañas. Había esperado algo diferente, algún tipo de cambio: un resplandor especial, algunas sombras, una intensidad mayor. Pero, aunque no vio nada de eso, enseguida supo, y los otros tres con ella, que en aquellas rocas que se alzaban a cincuenta metros comenzaba el territorio de Khath Meigol.

Ahora que se encontraba allí, deseaba con todo su corazón estar en cualquier otro lugar. Deseaba tener las alas del águila que le hubieran permitido deslizarse lejos, aprovechando la brisa del atardecer. No para alejarse de Fionavar o de la guerra, sino de aquel lugar de soledad al que la habían conducido sus sueños. Sondeó en su interior y encontró la tácita presencia de Ysanne. Se sintió reconfortada. En realidad, nunca estaba sola; en su interior tenía dos almas, ahora y para siempre jamas. En cambio sus compañeros no tenían ese consuelo, ni tampoco sueños o visiones que los guiaran.

Estaban allí por ella, sólo por ella, y estaban esperando que ahora ella los condujera.

Mientras permanecía inmóvil, dudando, las sombras fueron invadiendo las laderas del barranco.

Inspiró aire y lo exhaló poco a poco. Estaba allí para pagar una deuda, una deuda que no era solamente de ella. También estaba allí porque llevaba el Baelrath en aquellos días de guerra, y no había nadie más en ningún mundo que pudiera poner de manifiesto los sueños de la vidente, por tenebrosos que fueran.

Por muy tenebrosos que fueran. En el sueño era de noche y ardían fuegos frente a unas cuevas. Se miró la mano y vio que la piedra brillaba como una lengua de fuego.

-Ahora mismo -le dijo a los otros-. Sé que será duro en la oscuridad, pero a la luz del día no sería mucho más fácil, y no creo que podamos perder tiempo.

Los tres eran valientes. Sin decir palabra, le dejaron sitio a ella, que se colocó detrás de Faebur y delante de Brock, en tanto Dalreidan los precedía conduciéndolos hacia Khath Meigol.

Pese a la protección de la piedra de vellin, sintió el impacto del poder mágico en cuanto pisaron el país de los gigantes, un poder mágico que tomaba la apariencia del miedo. Se repetía una y otra vez que no eran fantasmas, que estaban vivos, que le habían salvado la vida.

Pese a todo, pese a la piedra de vellin, sintió que el terror barría todos sus pensamientos con las rápidas alas de las mariposas nocturnas. Los dos hombres y el enano que la acompañaban no tenían brazaletes con piedras de vellin que los protegieran, ni voces interiores que les infudieran confianza; sin embargo, ninguno emitía sonido alguno ni flaqueaba el paso. Humillada por el valor que demostraban, sintió que su corazón se colmaba de resolución, al tiempo que el Baelrath ardía en su mano con un fuego aún más vivo.

Aligeró el paso y adelantó a Dalreidan. Ella los había llevado hasta aquel lugar, un lugar que ningún hombre hubiera osado hollar. A ella le tocaba ahora guiarlos, pues el Baelrath sabía adónde tenían que ir.

Caminaron sin detenerse durante dos horas entre tinieblas. Era ya noche cerrada bajo las estrellas de verano cuando Kim distinguió el humo y el resplandor de las hogueras y oyó las estridentes carcajadas de los svarts alfar. Y ante la brutal burla de aquel sonido sintió de repente que se desvanecían los temores que había experimentado hasta entonces. Había llegado a su destino y el enemigo que tenía ante ella era conocido y odiado, y en las cuevas que se abrían más allá de los riscos los gigantes estaban prisioneros y estaban muriendo.

Se volvió y a la luz de las estrellas y del resplandor del anillo vio los rostros de sus compañeros ceñudos no por la tensión, sino por la prevención que sentían. En silencio, Brock blandió el hacha, en tanto Faebur colocaba una flecha en el arco. Miró a Dalreidan.

Todavía no había desenvainado la espada ni preparado el arco.

-Habrá tiempo -musité, respondiendo a la silenciosa interrogación-. ¿Quieres que busque un lugar desde donde podamos espiarlos?

Kim hizo un gesto de asentimiento. Calmosa y silenciosamente, Dalreidan la adelantó abriéndose paso entre los cantos rodados y las esparcidas rocas hacia donde resplandecían los fuegos y resonaban las risas. Poco después, los cuatro, boca abajo, se asomaban a una plataforma rocosa. Ocultos tras los agudos dientes de las rocas, miraron hacia abajo y se quedaron horrorizados de lo que vieron al resplandor de las hogueras.

En la montaña se abrían dos cuevas, con esbeltas entradas abovedadas e inscripciones grabadas en los arcos. El interior de las cuevas estaba muy oscuro y no se podía ver nada. Sin embargo, agudizando el oído por encima de las carcajadas de los svarts alfar, pudieron oír que de una de ellas salía el sonido de una voz profunda que cantaba débilmente.

La luz provenía de dos fuegos encendidos en la plataforma frente a la entrada misma de las cuevas, de forma que el humo penetraba en ellas. Otro fuego ardía sobre el risco que quedaba al este de donde ellos estaban, y Kim pudo divisar el resplandor y el humo de un cuarto fuego encendido a unos cuatrocientos metros hacia el nordeste. No se veían más. Había por tanto cuatro cuevas y cuatro grupos de prisioneros que morían de inanición y de asfixia.

Y cuatro bandas de svarts alfar. En torno a cada fogata se congregaban unos treinta svarts y también un puñado de los terroríficos urgachs. Eran por tanto unos ciento cincuenta contando a los de las fogatas encendidas al otro lado de los riscos. En realidad, no se trataba de un contingente numeroso, pero ella sabía que bastaban para dominar a los paraikos, cuya más profunda esencia se caracterizaba por el pacifismo. Todo lo que tenían que hacer los svarts bajo la dirección de los urgachs era alimentar las fogatas y abstenerse de derramar sangre. Luego podían disfrutar de la recompensa.

Y eso precisamente estaban haciendo mientras ellos los observaban. En cada una de las piras yacía el cuerpo chamuscado y ennegrecido de un paraiko. De vez en cuando, uno de los svarts se acercaba al fuego y cortaba con la espada un pedazo de carne para comersela.

Era su recompensa. El estómago de Kim se revolvió de asco y tuvo que cerrar los ojos.

Era una escena sacrílega, una profanación en el más profundo y peor sentido de la palabra. A su espalda oyó que Brock desde el fondo de su corazón soltaba una tremenda y amarga maldición.

Palabras sin sentido era todo el alivio que podían permitirse. Las maldiciones de los propios paraikos, que se hubieran desatado si tan sólo uno de ellos era matado con derramamiento de sangre, habían quedado invalidadas. Rakoth era demasiado sabio, demasiado prudente en sus malignos designios, y sus sirvientes estaban demasiado bien entrenados, para permitir que la maldición de la sangre surtiera efecto.

Eso significaba que había que recurrir a otra clase de poder. Y allí estaba ella, conducida por la canción de salvación y por la carga de sus sueños de vidente, y ¿qué debía hacer, en el nombre del Tejedor? Detrás de ella sólo había tres hombres, y, por muy valientes que fueran, sólo eran tres. Desde el momento en que en compañía de Brock había abandonado Morvran, su única meta había sido llegar hasta aquella plataforma, segura de que debía hacerlo, sin pensar ni por un momento lo que haría cuando llegara.

Dalreidan le tocó el codo.

-Mira -susurró.

Abrió los ojos. Él no estaba mirando ni las cuevas, ni las fogatas, ni el humo que se alzaba del otro lado de los riscos. Con aprensión, como siempre le sucedía, siguió su mirada y vio que el Baelrath ardía con una llama muy viva. Con profundo dolor vio que el fuego que ardía en el corazón de la Piedra de la Guerra tenía el mismo color que las repugnantes fogatas de allá abajo.

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