En los países subdesarrollados de Asia, África y América Latina se advierte esto aún más claramente que en los Estados de alto nivel industrial. También a escala internacional el amor está condicionado por las situaciones. Y las experiencias de un país o continente, aunque no se deben generalizar, pueden ser indirectamente útiles para otros países o continentes. La situación de
la «cristiana» América Latina
, donde no sólo grupos relativamente pequeños, sino pueblos enteros, subculturas y clases sociales viven en condiciones de miseria y explotación, casi privados de los más elementales derechos humanos, nos presenta un reto al compromiso cristiano activo. Problemas básicos de realización humana, que en Europa y Norteamérica son cada vez más raros, se plantean aquí con una urgencia muy distinta y ofrecen a los europeos y norteamericanos una ocasión muy seria para comprobar su humanidad y su cristianismo.
Desde 1968, año en que se reunió la Conferencia Episcopal Latinoamericana en Medellín —un hecho que tiene para el continente sudamericano una importancia comparable a la del Concilio Vaticano II—, la Iglesia y la teología latinoamericanas han adquirido una nueva conciencia de la situación social, política, cultura] y religiosa: «América Latina parece vivir todavía bajo el signo trágico del subdesarrollo, que priva a nuestros hermanos no sólo de disfrutar de los bienes materiales, sino incluso de su autorrealización como hombres. Pese a los esfuerzos que se están llevando a cabo, subsisten el hambre y la miseria, las epidemias y la mortalidad infantil, el analfabetismo y la marginación, diferencias radicales de renta y tensiones entre las clases sociales, explosiones de violencia y escasa participación del pueblo en la administración al servicio del bien común»
[21]
.
Ante semejante
inhumanidad y «violencia» estructural
, que algunos cristianos sudamericanos definen como situación de «pecado» colectivo y escándalo «que clama al cielo», no pueden callar los cristianos, ni menos aún las Iglesias, ignorando su corresponsabilidad y permaneciendo impasibles
[22]
. ¿No deberían ser ellos, con su propio programa, con la mirada puesta en Cristo Jesús y en los profetas del Antiguo Testamento, los primeros en elevar su protesta profética y comprometerse en la lucha contra toda opresión política, económica y cultural? Un
compromiso por la liberación
de todos aquellos a quienes se escamotea legalmente su humanidad y la posibilidad real de ser cristianos: los desamparados del continente, cuya pobreza no es una necesidad natural, sino el subproducto de un despiadado sistema social, y las clases populares más o menos abiertamente explotadas, las culturas menospreciadas, las razas discriminadas (indios). Un compromiso por la liberación para procurar a un pueblo subdesarrollado suficiente alimentación y cultura y para lograr la igualdad jurídica de los postergados; para abolir esa distribución unilateral del trabajo en el mundo, que crea continuamente nuevas dependencias de los pueblos subdesarrollados con respecto a las naciones industrializadas, y para eliminar las relaciones económicas injustas tanto dentro de cada país como en sus contactos con otros. Un compromiso por la liberación para que en todo esto sea posible una nueva manera de ser hombre y de ser cristiano: no simplemente una compasión ineficaz o unos grandilocuentes gestos de misericordia, ni tampoco unas reformas superficiales, sino un «hombre nuevo» en una nueva sociedad, realmente justa, fraternal y libre.
La
teología
tiene una función particular en ese contexto latinoamericano: no puede limitarse —aquí menos que en ninguna otra parte— a eruditos estudios sobre el pasado, a una repetición de antiguos dogmas y doctrinas o a una exégesis histórico-crítica de la Escritura. En esos países es tan grande el contraste entre el programa cristiano y las posibilidades humanas de amplias masas del pueblo que la teología no se encuentra tan sólo, como en otras partes, ante el problema de hablar de Dios y de su benevolencia a los no cristianos, sino de tocar estos temas ante un auditorio de no hombres o infrahombres en un mundo inhumano. Tal teología no puede partir simplemente de lo que los teólogos han dicho de la realidad, sino de lo que hoy dice inmediatamente la realidad del hombre y de la sociedad. No puede ser, como lo fue hace algún tiempo en Europa, una «teología de las realidades terrenas» ni una «teología de la pregunta», ni tampoco una forma de «teología política», que para los sudamericanos resulta demasiado académica, descomprometida, infecunda y anclada en una parte del mundo, sino que debe ser una «teología de la liberación», de gran profundidad espiritual y enraizada directamente en el evangelio: una reflexión coherente y crítica, centrada en los movimientos históricos de liberación y en una praxis liberadora, a la vez que confrontada con el mensaje cristiano en su realidad concreta
[23]
.
En tales circunstancias, la teología no será tanto una abstracta teología de la secularización cuanto «el esfuerzo por eliminar la actual situación de injusticia y crear otra sociedad más libre y humana», en la que «los hombres puedan vivir con dignidad y disponer de su propio destino»
[24]
. Será, pues, una teología de orientación ética y con la mirada puesta totalmente en la praxis o, para ser más exactos, en la «praxis de la liberación»; una teología que, en esos países, se revuelva contra las opresiones político-sociales (pobres, oprimidos, débiles), erótico-sexuales (la mujer como objeto sexual) y pedagógicas (niños domesticados en un sistema educativo de opresión oligárquica)
[25]
; una teología capaz de elaborar un proyecto histórico de liberación política, económica, cultural y sexual que sea signo real y anticipación del proyecto definitivo, escatológico, de la plena libertad del reino de Dios.
Pero no sólo la teología: tampoco la
Iglesia
, que tan a menudo traicionó su propio programa en la empresa varias veces secular —y no concluida hasta nuestro tiempo— de un cristianismo colonialista, debe recurrir al evangelio de Cristo para justificar una situación social que se opone manifiestamente a las exigencias del evangelio. ¿Qué decir de un evangelio que degenerase, con aprobación eclesiástica, en ideología de una minoría opulenta, en medio para satisfacer las necesidades religiosas de las masas y mantener así un orden social que, establecido y controlado por un reducido grupo, resulta efectivamente útil y beneficioso sólo para ese grupo? La Iglesia, para la cual la exigencia de liberación universal en Cristo no puede reducirse al plano religioso, debe cambiar de actitud e identificarse con la miseria de las grandes masas populares, con sus esperanzas y luchas en pro de una mejor existencia humana. Y no es posible ignorar que cada vez son más los cristianos —desde obreros hasta sacerdotes y obispos— que se van incorporando al proceso de liberación: «liberación
de
todo un sistema de convivencia opresivo y discriminante, y liberación
para
una autorrealización del pueblo, el cual puede determinar por sí mismo su destino político, económico y cultural»
[26]
.
Se trata de un «compromiso por la liberación» sin restricciones. Pero ¡cuidado con los tópicos! Esa expresión y una buena parte de lo que se dice y exige en tal contexto pertenecen al campo de lo
vago y ambiguo
. «Todavía hoy se la explota en Latinoamérica con un signo ideológico e incluso partidista»
[27]
. Esta «teología de la liberación» corre el riesgo de convertirse en un cajón de sastre que recoja los más opuestos contenidos políticos: desde teólogos relativamente conservadores hasta revolucionarios de tendencia claramente marxista
[28]
. La mayoría de los propulsores de la «teología de la liberación» advierten el peligro de que el mensaje cristiano, no identificable con ningún ordenamiento social presente o futuro, se reduzca a un programa o una acción de tipo político. Se reconoce que la participación de los cristianos en el proceso de liberación presenta «diversos grados de radicalidad» y se expresa en un lenguaje que, todavía en búsqueda, avanza «a tientas y no sin errores»
[29]
. Es preciso tener una actitud de apertura a «diversas opciones», no sólo para una actividad directamente política, sino también educativa, cultural, económica, profético-pastoral. El principal interés de esta teología, ajena a egoísmos partidistas, no es de tipo político y económico-social. Tampoco aquí vive el hombre sólo de pan, aunque muchos se contentarían con poder vivir simplemente de pan. Lo que se persigue decididamente y se intenta vivir es una síntesis de «compromiso militante» y «contemplación religiosa», de acción y oración, de mística y política
[30]
. Y precisamente el testimonio real de pobreza —como expresión del amor al prójimo y argumento contra la injusticia, no ya como ideal de vida justificado en sí mismo e incluso como glorificación de una realidad inhumana— adquiere un significado especial en la particular situación social de unos países pobres
[31]
.
En la práctica, la discusión sobre la realización político-social del ímpetu liberador culmina hoy para los cristianos latinoamericanos en esta pregunta: el compromiso por la liberación, ¿no implica necesariamente una opción política en favor del
socialismo
y en contra del
capitalismo?
En la exasperante situación producida en ese continente por el sistema económico capitalista (y también por otros factores, con frecuencia ignorados, como el clima, el desarrollo histórico-cultural, la mentalidad general, la actitud ante la vida y el trabajo, la tradición religiosa), situación que en Europa sólo puede compararse con la que creó durante el siglo pasado el expoliador liberalismo manchesteriano, la única salida política no suele ser otra que la simpatía por el socialismo que sienten muchos cristianos activos. Así se explica que el planteamiento teológico latinoamericano tenga también importancia y una gran actualidad para Asia, África e incluso Norteamérica
[32]
. En Europa so plantea la misma problemática, por más que ciertos representantes de la «teología política» procuren eludirla, cosa que les critican duramente sus colegas latinoamericanos.
Para poner freno a la confusión en el lenguaje y en los contenidos, también los teólogos deberán emplear con propiedad los términos que se barajan en la discusión. Si la «izquierda» se identificara con la permanente apertura de la sociedad a su propio futuro, y el «socialismo» con el esfuerzo por eliminar la pobreza, fomentar la democracia y una sociedad más justa, ¿qué persona razonable y honesta no sería partidaria de la «izquierda» y del «socialismo»? Pero tal lenguaje enmascara el fondo del asunto. «Socialismo» no significa, en rigor, cualquier tipo de democracia social, o socialdemocracia, contra la cual no tienen serios reparos las mismas conferencias episcopales europeas a pesar de su tono conservador, como no los tiene tampoco contra determinados partidos «cristianos» que preconizan una democracia social. «Socialismo» significa socialización, nacionalización de los medios de producción y, por tanto, abolición de la propiedad privada. Y éste es precisamente el socialismo que propugnan resueltamente muchos cristianos latinoamericanos.
Contra semejante socialismo —al menos mientras no atropelle los derechos humanos elementales (por ejemplo, la libertad de opinión y de religión)— no es posible formular graves objeciones basadas en el evangelio de Jesucristo. Pero ¿será posible tal vez por otros motivos de índole económica, social y política? La nacionalización de los medios de producción con todas sus consecuencias —poder ilimitado del Estado (o del partido único) y amenaza de la libertad del individuo—, ¿representa la gran solución para América Latina? Después de tantos decenios de sospechoso socialismo en Europa Oriental y después de las recientes experiencias socialistas de Cuba y Chile, este punto es objeto de acalorada discusión tanto entre los cristianos como entre los no cristianos del continente americano. Se está de acuerdo en el objetivo de una sociedad más justa, pero se discute sobre el método básico que conduce a esa sociedad. Es curioso que la teología de la liberación, pese a su énfasis en la vinculación a la realidad, apenas si alude a un modelo concreto de sociedad socialista: a lo sumo se postula, de manera vaga y genérica, una vía específicamente latinoamericana hacia el socialismo, siendo así que también en América Latina (Cuba, Chile) la realidad político-social exige una clara concreción so pena de que un sincero compromiso cristiano siga siendo atropellado por el comunismo o estrangulado por dictaduras militares. La programática referencia de esta teología a la praxis debería tener en cuenta un hecho que esbozábamos en nuestro capítulo introductorio: que el «capitalismo» (que para muchos teólogos, lo mismo que el «socialismo», es más bien una entidad mitológica) se ha revelado notablemente susceptible de reformas (una «economía social de mercado» con mayor control e intervención directiva del Estado). Además, ni en Oriente ni en Occidente, ni en el plano de la teoría científica ni en el de la praxis, se ha desarrollado otro sistema económico y social que evite los defectos de un sistema económico liberal sin causar otros males mayores y que sea capaz de salvaguardar mejor la libertad, la democracia, la justicia y el bienestar
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.
Con esto no se trata de utilizar el evangelio para defender de manera indiferenciada y acrítica la propiedad privada o el «sistema capitalista» ni de condenar la socialización y el socialismo como no cristianos. No sólo hemos reconocido la parte de verdad y el potencial liberador que tiene el socialismo y, en particular, el socialismo marxista, sino que hemos admitido de entrada que un cristiano puede ser en ocasiones «marxista» (crítico), es decir, socialista en sentido estricto
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. Pero con la limitación que entonces hicimos y ahora repetimos: que se puede ser cristiano no sólo como marxista o socialista. La fórmula «ni socialismo sin democracia ni democracia sin socialismo» (Rosa Luxemburg contra Lenin), entendida frecuentemente como indicativo y no como imperativo, no se mantiene ni en su primera parte (repúblicas populares socialistas desde Alemania Oriental hasta China) ni en su segunda parte (democracias occidentales no socialistas). Por su parte, la fórmula «cristianismo = socialismo» ignora que también hoy existen cristianos convencidos que no son socialistas, que existe un cristianismo práctico sin socialismo, lo mismo que existe un socialismo sin cristianismo. Por tanto, nuestra postura —pese a la impopularidad con que chocará a la derecha o la izquierda— es la siguiente: un
cristiano puede ser socialista
(con perdón de la «derecha»), pero
un cristiano no debe ser por fuerza socialista
(con perdón de la «izquierda»). Como decíamos al principio de esta sección, un cristiano puede tomar totalmente en serio su compromiso por la liberación, pero sin tener por qué ver una panacea en la socialización de la industria, de la producción agraria y, si llega el caso, de la educación y la cultura.