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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (106 page)

BOOK: Ser Cristiano
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¿Acaso no hace bien el hombre que recurre a las experiencias y máximas de una comunidad, a las grandes tradiciones humanas y religiosas, al acervo empírico de sus antepasados, para aclarar sus propios problemas, las cuestiones que afectan al planteamiento de su vida, las normas y las motivaciones? Claro que nadie puede zafarse a la responsabilidad personal de su propia conducta y de los principios que rigen su vida. Pero precisamente por eso tiene una importancia extraordinaria para el hombre decidir
a quién
permitirá que le diga algo, que le diga
lo decisivo
. De todo lo que precede se sigue claramente que el cristiano reconoce en
Cristo
a aquel que le dice lo decisivo, incluso en orden a las acciones concretas. Pero ¿se resuelven así todos los problemas en la praxis?

a) ¿Normas específicamente cristianas?

Como en el caso de la ambigüedad en la noción de Dios, también a propósito de la ambigüedad de las normas éticas se podría decir que éstas cobran claridad en el anuncio bíblico. Pensemos en el Antiguo Testamento, especialmente en los «diez mandamientos» (el decálogo), importantes también para la tradición cristiana: «Honrarás a tu padre y a tu madre, no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falsos testimonios…». Pero precisamente aquí se advierte algo que es preciso ilustrar, siquiera de modo sumario: también los preceptos y las prohibiciones de la Biblia están sujetos a una mediación humana. De lo dicho en general sobre las normas no hay que retirar nada.

1. El
elemento distintivo del ethos veterotestamentano
no son los preceptos y prohibiciones particulares, sino la
fe en Yahvé
, la cual ha subordinado todos los preceptos y prohibiciones a la voluntad del Dios de la alianza.

Si nos atenemos a los resultados de la investigación veterotestamentaria
[26]
, tampoco las exigencias éticas del Antiguo Testamento —ni por su contenido ni por su forma— cayeron del cielo. Las pruebas que se pueden aportar sobre el
ethos
de los profetas y de la literatura sapiencial valen, con mayor razón, para el precedente
ethos
de la Ley. El largo relato del Sinaí
[27]
contiene un conjunto de disposiciones divinas pertenecientes a diversos estratos y procedentes de diversas épocas. Los mismos diez mandamientos —«las diez palabras»
[28]
, que poseemos en dos redacciones
[29]
— han recorrido su propia trayectoria histórica. Las prescripciones de la «segunda tabla», relativas a las relaciones interhumanas, se remontan a las tradiciones morales y jurídicas de las tribus seminómadas preisraelitas y tienen numerosas analogías en el ámbito del Próximo Oriente. Hubo de transcurrir un largo período de prueba, afinamiento y aplicación antes que el decálogo adquiriese, en su fondo y forma, la universalidad y concisión que le permitieron aparecer como expresión suficiente de la voluntad de Yahvé.

Así, pues, estos preceptos fundamentales y mínimos, anteriores en su origen a la fe en Yahvé, no son específicamente israelitas. Lo específicamente israelita consiste en que tales preceptos quedan sometidos a la autoridad del Dios de la alianza, Yahvé, que es el «objeto» de la «primera tabla» (deberes para con Dios). La nueva fe en Yahvé
[30]
tiene consecuencias para el
ethos
vigente hasta entonces: estos preceptos, como también otras series de mandamientos en la medida en que son compatibles con la fe en Yahvé, expresan ahora con la máxima concisión la voluntad del mismo Yahvé hacia el hombre. Ahora es Yahvé quien vela en sus mandamientos por la humanidad elemental del hombre, tal como lo garantiza la «segunda tabla» con relación al respeto debido a los padres, a la protección de la vida, del matrimonio, de la propiedad y del honor del prójimo. Por tanto, lo peculiar de la moralidad del Antiguo Testamento no es el hallazgo de nuevas normas éticas, sino el hecho de que las prescripciones tradicionales queden enraizadas en la autoridad legitimante y protectora de Yahvé y de su alianza: el hecho de que el
ethos
previo se incorpore a la nueva relación con Dios. Esta teonomía presupone el desarrollo autónomo de unas normas autónomas, pero a la vez lo pone de nuevo en movimiento: a la luz de este Dios y de su alianza se llega a una transformación y corrección —aunque no muy coherente en todos los terrenos (matrimonio, posición de la mujer)— de las normas anteriores.

Las
repercusiones
de la integración religiosa del decálogo en la idea de alianza son muy claras
[31]
:

Se llega a una
nueva motivación del hecho moral
. El agradecimiento, el amor, el beneficio de la vida y el don de la libertad pasan a ser motivos determinantes.

Se llega a una
nueva dinamización del hecho moral
. Asistimos a una creciente, pero no completa, fusión de viejas normas preisraelitas y nuevas normas extraisraelitas en la nueva relación con Dios, al desarrollo de nuevas normas morales y jurídicas, a una significativa concentración y unificación, en cuanto que las «diez palabras» dejan de ser preceptos éticos mínimos para convertirse en enunciados lapidarios de la voluntad de Dios, dotados de validez absoluta y de una significación representativa para círculos más amplios. Se llega, finalmente, a una
nueva transparencia del hecho moral
.

Los mandamientos y las prohibiciones mantienen su sentido social y siguen siendo unos postulados irrenunciables de la humanidad. Pero, al mismo tiempo, adquieren una nueva transparencia religiosa, pues ahora aparece Yahvé mismo como abogado del hombre. La observancia de la Ley viene a ser así expresión del vínculo de fe y amor con el Dios de la alianza. Y aunque las normas surjan de manera autónoma, en virtud de experiencias humanas y a raíz de su verificación, esto no significa que en Israel haya una Ley impersonal; no hay más que los preceptos del Dios de la alianza, el cual habla y actúa en la historia. Lo mismo que el
ethos
de la Ley, el
ethos
anterior (ahora israelita) será asumido por los profetas en la espera del reino escatológico de Dios y por la literatura sapiencial en la noción teológica individualista de la sabiduría.

2. El
elemento distintivo del ethos cristiano
no son los preceptos y prohibiciones particulares, sino la
fe en Cristo
, para la cual están subordinados a Cristo Jesús y a su señorío todos los preceptos y prohibiciones.

Si nos atenemos a los resultados de la investigación neotestamentaria
[32]
. debemos decir que tampoco las exigencias éticas del Nuevo Testamento —ni por su contenido ni por su forma— han bajado del cielo. Y lo que vale para el
ethos
del Nuevo Testamento en general vale en particular para las exigencias éticas del apóstol Pablo. En rigor no se debería hablar de una «ética» paulina, pues Pablo no forjó un sistema moral ni una casuística, sino que tomó —y esto es importante— su exhortación (parénesis) de la tradición helenística y, sobre todo, de la judía.

Probablemente no se le pueden atribuir los códigos de moral familiar con sus recomendaciones para las diferentes categorías de personas —género usual en la ética popular grecorromana de la época (Epicteto, Séneca)—, tal como los que aparecen en la carta a los Colosenses
[33]
y en la carta a los Efesios (que depende de aquélla) o, más tarde, en las cartas pastorales y en los Padres Apostólicos. Pero es indudable que Pablo emplea términos y conceptos de la filosofía helenista popular de su tiempo. Si bien utiliza una sola vez (en la carta a los Filipenses) el término «virtud», que constituía uno de los puntos centrales de esa ética, lo rodea hasta tal punto de términos griegos, y en particular estoicos, que algunos han querido ver en ese pasaje una especie de síntesis de la ética griega entonces en boga: «Todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso tenedlo por nuestro»
[34]
. No obstante, en los demás catálogos de virtudes y vicios
[35]
se atiene Pablo más a la tradición judía que a la helenística.

Por tanto, el hecho de que se proponga tal o cual exigencia ética, por incomparable que sea en sí misma, no es algo específicamente cristiano
[36]
. Los preceptos que toma Pablo de la tradición judía o helenista podrían motivarse de otro modo. Pablo no sigue un determinado principio de síntesis o selección, sino que justifica sus exigencias éticas recurriendo a diversos motivos: el reino de Dios, el seguimiento de Cristo, el
kerigma
escatológico, el cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo, el amor, la libertad, el ser en Cristo. Incluso cuando emplea algunas palabras clave como obediencia o libertad, no está pensando en una serie de ideas sistemáticas, sino que se refiere sencillamente al conjunto indivisible del individuo y de la comunidad creyente frente a su Señor.

Lo específicamente cristiano es entender todas las exigencias éticas en el marco de la soberanía de Cristo Jesús crucificado. No se trata, pues, únicamente de la dimensión moral. Tanto el don como la tarea caen bajo el dominio del Señor Jesús; en el indicativo está contenido ya el imperativo. Jesús, a quien
quedamos
sometidos de una vez por todas en el bautismo por la fe,
debe
seguir siendo el Señor sobre nosotros: «se trata de proclamar la soberanía del Glorificado siguiendo al Crucificado. La rehabilitación y la santificación son inseparables porque ambas implican una configuración con Cristo. Pero se diferencian en cuanto que este proceso, iniciado en el bautismo, no se realiza de una vez por todas, sino que es preciso vivirlo y padecerlo continuamente en múltiples situaciones»
[37]
. Así, la ética paulina no es más que «el reverso antropológico de su cristología»
[38]
.

De este modo, al abordar las cuestiones fundamentales del comportamiento ético, vamos a dar de nuevo en lo que es el núcleo del presente libro: las palabras y las obras, la pasión, muerte y nueva vida de Cristo Jesús. Lo cual confirma a la vez retrospectivamente, a partir de la ética, que era correcto arrancar del Jesús concreto para determinar en qué consiste lo cristiano.

b) Una persona concreta en vez de un principio abstracto

La proclamación y la acción cristianas están vinculadas a la persona de Jesús no sólo en sentido histórico, sino también material. El platonismo como doctrina es separable de Platón y de su vida, lo mismo que el marxismo como sistema es separable de Marx y de su muerte. En cambio, por lo que se refiere a Jesús de Nazaret, como hemos ido viendo a lo largo de estas páginas, su doctrina forma una unidad tal como su vida y su muerte, con su destino, que unas ideas abstractas y generales no pueden decir de qué se trata realmente. Ya para el Jesús terreno, y con mayor razón para el que ha entrado en la vida divina y ha sido legitimado por Dios, se da una total coincidencia entre la persona y la causa. Si su predicación, su vida y su persona hubieran terminado en un fracaso, en la nada, en algo al margen de Dios, entonces su muerte habría sido la descalificación de su causa; ésta, que pretende ser la causa de Dios (y sólo así la causa del hombre), se habría desvanecido. Pero si su fin es la vida eterna con Dios, entonces él en persona sigue siendo el signo vivo de que también su causa tiene futuro, exige comprometerse con ella y merece adhesión. Y nadie podrá afirmar que cree en Jesús, el Viviente por excelencia, si no se declara con los hechos en favor de su causa. Ni, por el contrario, nadie podrá promover su causa si no entra de hecho en una relación de seguimiento y comunión con él.

El seguimiento y comunión es lo que distingue a los cristianos de los discípulos y partidarios de otros grandes hombres, puesto que los cristianos están vinculados a la persona de Cristo: no sólo a su doctrina, sino también a su vida, muerte y nueva vida. Ningún marxista o freudiano pretendería nada semejante en relación con su maestro. Aunque Marx y Freud hayan compuesto personalmente sus obras, es posible estudiarlas y aplicarlas sin una vinculación especial a la persona de sus autores. Sus obras, su doctrina, pueden ser radicalmente separadas de su persona. En cambio, los evangelios, la «doctrina» (mensaje) de Jesús, no son inteligibles en su auténtico significado si no se sitúan a la luz de su vida, de su muerte y de su nueva vida: su «doctrina» en el Nuevo Testamento no es separable de su persona. Para los cristianos, Jesús es indudablemente un maestro, pero es también mucho más que un maestro: es
la encarnación personal, viva y determinante de su causa
.

Y por ser su persona encarnación viva de su causa, Jesús no podrá jamás convertirse —como un Marx o un Engels en ciertos sistemas totalitarios— en un retrato vacío y desangelado, en una máscara sin vida, en el objeto domesticado de un culto a la personalidad. Este Cristo vivo es el mismo Jesús de Nazaret que vivió y predicó, actuó y padeció. Este Cristo vivo no invita a una adoración sin más ni a una unión mística. Tampoco invita a una copia servil, sino a un seguimiento práctico y personal.

«Seguir» a Cristo —es significativo que el Nuevo Testamento no utilice más que el verbo
[39]
— significa «ir detrás de él», no ya materialmente como cuando Jesús recorría los caminos de su tierra, pero sí entrando en relación con él bajo el mismo signo de seguimiento y discipulado, uniéndose a él perdurablemente y orientando la vida de acuerdo con su modelo. Seguir a Cristo quiere decir
adherirse a él y a su camino y recorrer el propio camino
(cada cual tiene el suyo)
siguiendo sus indicaciones
. Esta posibilidad fue considerada desde el principio como la gran ocasión: no se trata de un deber, sino de un poder, de una auténtica vocación a seguir esa forma de vida, de una verdadera gracia que no presupone más que la voluntad de apropiársela fielmente y
plantear la propia vida
en consecuencia.

Lo que importa es el
planteamiento de la vida
. Con frecuencia resulta difícil justificar racionalmente una determinada decisión. ¿Por qué? Porque una decisión no se explica simplemente a partir de las disposiciones y motivaciones inmediatas, sino que radica en un planteamiento de fondo, en una actitud y orientación fundamental. Para justificar plena y racionalmente una decisión no basta exponer todos los principios en que se funda, sino que es preciso exponer también las consecuencias que de ella se pueden derivar. Esto quiere decir que sería necesario hacer una descripción detallada del planteamiento de la propia vida (su estilo y trayectoria), del cual forma parte esa decisión. Pero ¿cómo hacer esto en la práctica? «Es prácticamente imposible hacer tal descripción. Los intentos que más se le aproximan se dan en las grandes religiones, especialmente en las que cuentan con figuras históricas que han realizado en la práctica esa forma de vida»
[40]
. La fe cristiana es una de esas grandes «religiones» cuya fuerza consiste en que pueden remitir a una figura histórica concreta y determinante para justificar y motivar detalladamente un planteamiento, una trayectoria y un estilo de vida: poniendo la mirada en Cristo Jesús es posible —con pleno fundamento, como hemos visto— describir, de manera tan amplia como concreta, el planteamiento y orientación fundamental de la vida de un hombre, su forma, su estilo y trayectoria. Es evidente que todo el mensaje cristiano apunta no sólo a determinadas decisiones, acciones, motivaciones y disposiciones, sino también a un planteamiento absolutamente nuevo; a una conciencia profundamente transformada, a una nueva actitud fundamental, a una nueva escala de valores, a un radical cambio de pensamiento y a una conversión del hombre entero (
metánoia
[41]
). Y es claro que una figura histórica es más convincente que una idea impersonal, un principio abstracto, una norma general o un sistema puramente conceptual. Jesús de Nazaret es la encarnación de ese nuevo modo de vida.

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