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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (47 page)

BOOK: Ser Cristiano
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Que el mensaje de Jesús nada tiene que ver con esa debilidad decadente que tanto detestaba Nietzsche se pondrá de manifiesto en seguida, en cuanto introduzcamos esa palabra (para Nietzsche igualmente sospechosa) que hasta ahora —conscientes de que con ello concordábamos plenamente con el Jesús de la historia— hemos tratado con gran circunspección, por haber sido objeto de muchos abusos por parte de cristianos y no cristianos y haber llegado a ser instrumento de discriminación entre piadosos y no piadosos: el amor.

2. ACCIÓN

Las palabras «amor» y «amar» en el sentido de amor al prójimo, así como la misma palabra «prójimo», si se exceptúa la formulación del mandamiento principal tomada del Antiguo Testamento, aparecen muy contadas veces en boca de Jesús en los evangelios sinópticos. No obstante, el amor al prójimo está continuamente presente en el mensaje de Jesús. Es evidente que en el amor es más importante el obrar que el simple decir. No son las palabras, son las acciones las que muestran lo que es el amor. El criterio es la praxis. Y ¿qué es, según Jesús, el amor?

a) Dios y el hombre a un tiempo

La
primera
respuesta es ésta: según Jesús, el amor es esencialmente
amor a Dios y al hombre al mismo tiempo
. Jesús vino a cumplir la Ley y puso de relieve la voluntad de Dios, que tiende al bien del hombre. Por eso pudo decir que todos los mandamientos se encierran en el doble mandamiento del amor. También el judaísmo habla esporádicamente del amor en una doble dimensión. Jesús, sin embargo, logra una originalísima, simplicísima y concreta
reducción
y
concentración
de todos los mandamientos en ese doble mandamiento, asociando el amor a Dios y el amor al hombre en unidad indisoluble. Desde entonces es imposible jugar la carta de Dios en contra del hombre, y viceversa. El amor se convierte en una exigencia absoluta, que determina la vida entera del hombre como totalidad y es aplicable al mismo tiempo a sus más concretas circunstancias. Esto es lo característico de Jesús, que el amor se constituye en criterio de religiosidad y del total comportamiento.

Para Jesús, evidentemente, el amor a Dios y el amor al hombre
no
son
la misma cosa
, por la sencilla razón de que Dios y el hombre para Jesús no son lo mismo. La humanización de Dios y la divinización del hombre no corren a expensas de Dios, sino del hombre. Dios permanece Dios. Dios sigue siendo el único Señor del mundo y del hombre. No puede ser reemplazado por la confraternidad humana. ¿Qué hombre habría tan exento de limitaciones y defectos que pudiera llegar a ser para mí el Dios, objeto de mi amor total, incondicionado? Un romanticismo o una mística del amor pueden evocar mágicamente una imagen idealizada del otro, pueden encubrir o demorar conflictos, pero no eliminarlos. Sin embargo, partiendo del amor incondicionado a Dios, que todo lo engloba, se puede también amar radicalmente al prójimo como es, con todos sus defectos y limitaciones. Está fuera de duda que para Jesús, y esto otra vez en interés del hombre,
Dios
ostenta
el primado absoluto
. Por eso reclama la totalidad del hombre: toda la voluntad, el corazón, el núcleo más íntimo, el hombre mismo. Y también por eso espera del hombre vuelto a casa, convertido a él en fe confiada, nada más y nada menos que amor, amor total, indiviso: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente; éste es el mandamiento principal y el primero»
[1]
.

No significa este amor una unión mística con Dios, en la cual el hombre intente evadirse del mundo, solitario entre los hombres, hecho uno con Dios. Un amor a Dios sin amor al hombre, a fin de cuentas nada tiene de amor. Y si es verdad que Dios debe conservar su irreemplazable primado y el amor a Dios jamás debe convertirse en instrumento y clave del amor al hombre, también vale lo contrario: el
amor al hombre jamás
debe convertirse en instrumento y
clave del amor a Dios
. Yo debo amar al prójimo por sí mismo, no sólo por Dios. Cuando yo me vuelvo hacia el prójimo no tengo que mirar de reojo a Dios; cuando se trata de ayudarlo, no tengo que hacer discursos piadosos. El samaritano presta auxilio sin andar buscando motivos religiosos; le basta la necesidad del asaltado por los bandidos; en ese momento su pensamiento se centra totalmente en él
[2]
. Los benditos del juicio final no tienen ni idea de haberse encontrado con el Señor en la persona de aquellos a quienes dieron de comer o de beber, a quienes recogieron, vistieron o visitaron. Y, a la inversa, los malditos replican que, de haber sabido que se trataba del Señor, habrían dispensado amor al prójimo
[3]
. Este no es sólo el falso amor a Dios, sino el falso amor al hombre.

Amor al hombre: pero esto es aún demasiado genérico. Humanidad universal, sí, pero es preciso hablar con mayor precisión. En los discursos de Jesús no se encuentra ni el más mínimo indicio de lo que Schiller y Beethoven cantan en el gran himno a la alegría: «Abrazaos, millones, este beso del mundo entero…». Semejante beso, a diferencia del beso a este enfermo concreto, a este encarcelado, a este desposeído de sus derechos, a este hambriento, nada cuesta. Tanto más barato resulta vivir el humanismo cuanto más se le extiende a la humanidad entera y menos se atiende al hombre individual y sus necesidades concretas. Es más fácil hablar de la paz en el Lejano Oriente que pacificar la propia familia o el propio campo de acción. Más fácil resulta para el «humano» europeo solidarizarse con los negros de Norteamérica o Sudáfrica que con los trabajadores extranjeros de su propio país. Cuanto más lejos está el prójimo, tanto más fácil resulta pronunciar palabras de amor.

b) Quién me necesita

No propugna Jesús un amor genérico, teórico o poético. Para él el amor no significa primeramente palabras, sensaciones, sentimientos, sino acción vigorosa, valiente. Lo que él quiere es el amor práctico, concreto. Así, la
segunda
respuesta a la pregunta qué sea el amor, no puede ser otra que ésta: según Jesús, el amor es
esencialmente no sólo amor al hombre, sino amor al prójimo
. No amor al hombre en general, lejano, distante, sino amor al prójimo, cercano, concreto. En el amor al prójimo se prueba el amor a Dios; el amor al prójimo es el barómetro exacto del amor a Dios: tanto amo a Dios cuanto amo a mi prójimo.

Y
¿cuánto
debo amar a mi prójimo? Jesús, recogiendo una formulación aislada del Antiguo Testamento
[4]
(por cierto, referida exclusivamente a los compatriotas), da una respuesta lapidaria y absoluta:
como a ti mismo
[5]
. Una respuesta evidente, que en la mente de Jesús apunta de inmediato a la totalidad, no da lugar a justificaciones o escapatorias y señala simultáneamente la dirección y medida del amor. Se da por supuesto que el hombre se ame a sí mismo. Así, pues, esta actitud connatural del hombre para consigo mismo, y no otra, ha de ser la medida práctica y definitiva del amor. Bien sé yo lo que me debo a mí mismo, y otro tanto lo que me deben los demás. En todo lo que pensamos, decimos y sentimos, hacemos y sufrimos, tendemos naturalmente a conservarnos, defendernos y favorecernos, a cuidar y cultivar nuestro propio yo. Y ahora se pide de nosotros que empleemos justamente con el prójimo el mismo cuidado y solicitud. ¡Todas las barreras se derrumban! Para nosotros, egoístas por naturaleza, esto significa un giro radical: asumir el punto de vista del otro, dar al otro exactamente lo que creemos debernos a nosotros, tratar al prójimo como quisiéramos ser tratados por él
[6]
. Sin duda no se trata, como muestra el mismo Jesús, de flaqueza o debilidad, de renunciar a la conciencia de sí mismo, de borrar el propio yo mediante devota extinción en sentido budista o intensiva ascesis en sentido «cristiano». Se trata, ante todo, de enderezar el propio yo hacia el otro, de estar vigilante, abierto y dispuesto a favor del prójimo, de estar pronto a ayudarle sin condición de ningún tipo. No vivir para sí, sino para los demás: en eso consiste, desde la perspectiva del hombre que ama, la unidad indisoluble del amor integral a Dios y el amor incondicionado al prójimo.

El
denominador común
del amor a Dios y el amor al prójimo es, por tanto, el
abandono del egoísmo
y la
voluntad de entrega
. Sólo si yo no vivo para mí puedo estar del todo abierto a Dios e ilimitadamente abierto al prójimo, al cual, lo mismo que a mí, Dios también da su sí. Pues en el amor, Dios no se agota en el prójimo. Yo sigo siendo inmediatamente responsable ante Dios, y ningún prójimo puede eximirme de esta responsabilidad. Pero Dios sale a mi encuentro (no exclusivamente, pero sí primeramente, puesto que yo mismo soy hombre) en el prójimo, y ahí espera mi entrega. No me llama de las nubes, ni sólo directamente en mi propia conciencia, sino ante todo a través del prójimo: es una llamada que nunca enmudece, que cada día me llega nueva en medio de mi vida corriente dentro del mundo.

Pero,
¿quién
es mi prójimo? Jesús no responde con una definición, con una clasificación precisa, y mucho menos con una ley, sino, como a menudo ocurre, con una historia, con una parábola. No es mi prójimo solamente quien está desde un principio más cerca de mí: los miembros de mi familia, de mi círculo de amigos, de mi clase social, de mi partido, de mi país. Prójimo puede serlo también el extraño, el más extraño de todos, todo el que llega. No se puede prever quién es el prójimo. Bien claro lo dice el relato del buen samaritano: prójimo es
todo él que en este momento me necesita
[7]
. La pregunta inicial de la parábola reza así: ¿quién es mi prójimo? Pero al final, en un significativo cambio de perspectiva, se pregunta: ¿para quién soy yo prójimo? En la parábola no se intenta siquiera una definición del prójimo, sólo se insiste en la urgencia con que de mí se espera el amor en el caso concreto, en la necesidad del momento, más allá de las reglas convencionales de la moral. Y las necesidades no escasean. Cuatro veces repite Mateo en el discurso del juicio seis de las más importantes obras del amor, no menos actuales hoy que en aquel tiempo
[8]
. En ningún caso pretende establecer con ello un nuevo orden legal. Más bien reclama, como en el caso del samaritano, un comportamiento activo y creador, una fantasía productiva y una acción decidida, particular para el caso y acorde con la situación.

De esta manera, en el amor se manifiesta claramente lo que Dios quiere, lo esencial de los mandamientos: que en todo caso no es simplemente, como en el Islam, una obediente «sumisión» (= «islam») a la voluntad de Dios expresada en la Ley. Bajo el prisma del amor, los
mandamientos
cobran
un sentido unitario
, mas también resultan, por otra parte,
limitados
y, en circunstancias, incluso
anulados
. Quien entiende los mandamientos desde la Ley y no desde el amor cae continuamente en conflictos de colisión de deberes. El amor, por el contrario, pone fin a la casuística: el hombre ya no se orienta mecánicamente según el mandamiento o la prohibición particular, sino según lo que la realidad concreta exige o permite. Cada mandamiento y cada prohibición tiene su medida interior en el amor al prójimo. Aquí está basado el atrevido dicho agustiniano: «Ama y haz lo que quieras». Sí, tan lejos llega el amor al prójimo.

c) Incluso los enemigos

¿No será ir demasiado lejos? Si el prójimo es todo aquel que en el momento me necesita, ¿por qué no voy a poder hacer alto ahí? Según Jesús, no puedo pararme en absoluto. Tanto es así que, después de haber dado dos primeras respuestas a la cuestión del amor, vamos a formular ahora, sin miedo a llegar a las últimas consecuencias, la
tercera
y definitiva respuesta: según Jesús, el amor no es amor al prójimo solamente, lo decisivo es el
amor al enemigo
. Ni el amor al hombre ni el amor al prójimo; el amor al enemigo es lo
característico de Jesús
.

El mandato programático de amar a los enemigos lo hallamos exclusivamente en Jesús. Aunque no propiamente del «amor al prójimo», también Confucio habla del «amor al hombre», entendido como respeto, magnanimidad, lealtad, diligencia, bondad. En el Antiguo Testamento, como ya hemos podido observar, se habla igualmente del amor al prójimo una vez, esporádicamente. Como en la mayoría de las grandes religiones, también en el judaísmo se conocía, probablemente por influjo del paganismo grecorromano, la famosa «regla de oro» tanto en su formulación negativa como (y éste es el caso de la diáspora judía) en su formulación positiva: tratar al prójimo como cada cual quiere que le traten a él. El gran rabbí Hillel (hacia el 20 a. C.) había definido esta regla de oro, por cierto en su formulación negativa, como la «summa» de la Ley escrita.

Tal regla, sin embargo, llegó a sufrir una acomodación tan egoísta como astuta, y el prójimo vino a reducirse al compatriota o miembro del mismo partido y el amor al prójimo a uno más del sinnúmero de preceptos religiosos, morales y rituales. El propio Confucio, que conocía la regla en su forma negativa, rechazó expresamente el amor al enemigo como injusto: la bondad ha de ser recompensada con la bondad, mas la injusticia no con la bondad, sino con la justicia. También en el judaísmo, el odio al enemigo era relativamente lícito; el enemigo personal estaba excluido del precepto del amor. Y entre los piadosos monjes de Qumrán era hasta preceptivo odiar a los que estaban fuera de la comunidad, los hijos de las tinieblas. Con todo esto se pone de manifiesto una vez más que los numerosos paralelos existentes entre los dichos de Jesús y las sentencias de la Literatura sapiencial judaica y rabínica no pueden ser contemplados más que en el contexto total de lo que el uno y los otros respectivamente entienden por Ley y salvación, hombre y prójimo. La superioridad de Jesús no se evidencia en la frase concreta, que pocas veces excluye la analogía, sino en el todo, en su totalidad inconfundible. El programático «amad a vuestros enemigos» es exclusivo de Jesús, caracteriza el amor al prójimo del mismo Jesús, que en este punto, realmente, no conoce ningún límite
[9]
.

Es típico de Jesús no reconocer la inveterada discriminación entre correligionarios y no correligionarios.

Es cierto que Jesús, según noticias, limitó su misión a los judíos solamente
[10]
; de otra manera no habrían tenido lugar en la comunidad primitiva tantas y tales polémicas en torno a la misión entre los paganos. Pero Jesús da muestras de una apertura que hace saltar las barreras, de hecho infranqueables, de la pertenencia a un pueblo o a una religión. La condición de compatriota o correligionario deja de ser para él determinante. Lo decisivo es el prójimo, que puede salir a nuestro encuentro en cada hombre, es decir, también en el adversario político y religioso, en el rival, en el oponente, en el antagonista, en el enemigo. Este es el particular
universalismo fáctico
de Jesús: no una apertura reducida a los miembros del propio grupo social, de la propia estirpe, del propio pueblo, de la propia raza, clase, partido o Iglesia, con exclusión de todos los demás; sino una apertura ilimitada, una superación de todas las limitaciones dondequiera que éstas se encuentren. Es ante todo a la ruptura fáctica de todas las fronteras establecidas (entre judíos y no judíos, próximos y lejanos, buenos y malos, fariseos y publicanos), y no a los méritos especiales, a los actos caritativos, a las «acciones samaritanas», a lo que tiende esa historia del buen samaritano, que, después de constatar el fracaso del sacerdote y el levita, la clase dirigente judía, pone como ejemplo no precisamente al judío laico (como hubieran esperado los oyentes de Jesús), sino al odiado enemigo del pueblo, al bastardo y herético samaritano. Judíos y samaritanos se maldecían públicamente en los servicios religiosos y no aceptaban unos de otros ayuda alguna
[11]
.

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