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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (22 page)

BOOK: Ser Cristiano
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Y no menos distintas son las
teologías
que se esconden tras las diversas iconografías. ¿Qué cristología es la verdadera? En la
Antigüedad
: ¿es el Cristo de Ireneo, obispo de Lyon, o el de su discípulo Hipólito, antipapa de Calixto; el del genial griego Orígenes o el del elocuente jurista latino Tertuliano? ¿Es el Cristo del historiador Eusebio, obispo de la corte de Constantino o el del monje Antonio, padre de los eremitas egipcios; el de Agustín, el mayor de los teólogos de Occidente, o el de León, el papa más representativo de los cinco primeros siglos? ¿Es el Cristo de los alejandrinos o el de los antioquenos; el de los capadocios o el de los monjes egipcios?

En la
Edad Media
: ¿es el Cristo de Juan Escoto Eriúgena, neo-platónico especulativo, o el de Abelardo, agudo dialéctico; el de las tan comentadas
Sentencias
, de Pedro Lombardo, o el de los
Sermones sobre el Cantar de los cantares
, de Bernardo de Claraval? ¿Es el Cristo de Tomás de Aquino o el de Francisco de Asís; el del poderoso Inocencio III o el de los heréticos valdenses y albigenses a quienes combatió? ¿Es el Cristo del caviloso y apocalíptico Joaquín de Fiore o el del audaz pensador y cardenal Nicolás de Cusa; el de los canonistas romanos o el de los místicos alemanes?

En la
Edad Moderna
: ¿es el Cristo de los Reformadores o el de los papas romanos; el de Erasmo de Rotterdam o el de Ignacio de Loyola; el de los inquisidores españoles o el de los místicos compatriotas a quienes persiguieron? ¿Es el Cristo de los teólogos de la Sorbona y los juristas de la corona francesa o el Cristo de Pascal; el de los escolásticos del Barroco español o el de los teólogos de la Ilustración alemana; el de la ortodoxia luterana y reformada o el de las antiguas y nuevas Iglesias libres protestantes? ¿Es el Cristo de los filósofo-teólogos del idealismo alemán, de Fichte, Schelling, Hegel, o del teólogo antifilósofo Kierkegaard? ¿Es el de la escuela católica, histórico-especulativa, de Tubinga o el de los teólogos neoescolásticos jesuitas del Vaticano I; el del despertar religioso protestante del siglo XIX o el de la exégesis liberal de los siglos XIX y XX; el de Romano Guardini o el de Karl Adam, el de Karl Barth o el de Rudolf Bultmann, el de Paul Tillich y Teilhard de Chardin o el de Billy Graham?

Cada cual ofrece su propia imagen de Cristo. También la piedad actual sigue respondiendo de las más diversas formas a la pregunta: ¿qué Cristo?, ¿qué significa él para mí? Muy recientes encuestas
[14]
, realizadas en todos los niveles sociales, profesiones y confesiones, arrojan los siguientes resultados: unos lo reconocen en el ámbito de la Iglesia, en la plegaria y la aclamación, en los sacramentos y la liturgia, como Hijo de Dios, Redentor, constituido en Señor y Fundador de la Iglesia. Otros lo encuentran «fuera», en la fraternidad humana, en la vida de cada día, como amigo,, hermano mayor, pionero y sembrador de inquietud, de entusiasmo y verdadera humanidad. Frente a experiencias personales de conversión y adhesiones espontáneas a su persona, también hay fórmulas dogmáticas y artículos de fe de pura repetición, nociones de catecismo, estaticidad. Para unos, Cristo significa amor, sentido, apoyo, razón de vivir; encarna la felicidad, la paz y el consuelo hasta en las frustraciones, la desesperanza y el dolor. Para otros es más bien anodino, significa poco, nada puede ayudar. Mientras los unos se sienten impulsados por él a la reflexión, la meditación y la veneración, los otros reaccionan tajantemente, irritados a veces, con evasivas, como sin saber a qué atenerse.

b) ¿El Cristo del dogma?

No debe sacarse la impresión de que en estas imágenes, teologías, concepciones y experiencias de Jesús todo es igualmente importante o igualmente correcto, o que nada es correcto o importante. Lo que sí debe quedar claro es que, al parecer, no se puede presuponer tan simple e ingenuamente que por la piedad, la literatura, el arte y la tradición cristiana se conoce lo que se oculta tras el nombre de Cristo. Demasiadas fotografías de la misma persona, todas tan diversas y quizá retocadas, dificultan el trabajo de cualquier detective. Y labor de detective (apasionante trabajo de investigación, tan tenso como extenso) es siempre, en buena parte, la teología cristiana.

Pero habrá algún teólogo que no esté de acuerdo con lo que acabamos de decir. Lo que hubiera que descubrir con respecto a esta persona se descubrió de una vez para siempre; aquí no se necesitan detectives privados. Aquí está en juego algo más que la piedad, la experiencia, la literatura, el arte y la tradición cristianas: está en juego la
doctrina de la Iglesia
; más exactamente: la doctrina oficial del magisterio eclesiástico
[15]
. El verdadero Cristo es el Cristo de la Iglesia. Aquí vale, si no el
Roma locuta
, sí el
Conciliis locutis
; es decir, lo que las asambleas ecuménicas de la Iglesia entre los siglos IV y VIII han declarado, definido y delimitado contra las herejías de derecha o de izquierda. ¿Cuál sería, a tenor de esto, el Cristo verdadero?

En todo caso, según los mismos concilios, no simplemente «Dios». Sin duda, la identificación «Jesús-Dios» ha sido y es, por desgracia, debido a una enseñanza superficial y antipedagógica de la religión y a una liturgia y un arte desorbitados, la respuesta más frecuente de los creyentes y (en consecuencia) de los no creyentes. Cuántas veces oímos todavía decir a un niño cuando señala al crucifijo: «¡Mira, el buen Dios colgado en la cruz!» Por más que esta afirmación constituye un eco de las definiciones del magisterio eclesiástico que acentúan la divinidad de Jesús, hay malentendidos: la doctrina ponderada y segura de los antiguos concilios viene a ser atenuada, recortada y reducida a una irresponsable simplificación, a una unilateralidad herética. «Dios en figura humana» y esto es monofisismo. «Dios sufriendo en la cruz»: esto es patripasianismo. Ninguno de los antiguos concilios identificó sin más a Jesús con Dios, como hicieron poco después los germanos al convertirse del dios Wotan al dios Jesús; por esa misma razón no aparece Jesús en el
Confíteor
franco-romano y por ese mismo motivo se le invoca en otras plegarias directamente, sin referencia al Padre.

Según el primer Concilio Ecuménico de Nicea (el año 325, en la residencia estival del emperador), Jesús es solamente «de la misma naturaleza que el Padre»
[16]
, y según el Concilio de Calcedonia (el año 451, junto a Constantinopla), que trata de restablecer el equilibrio, es «de la misma naturaleza que nosotros los hombres»: una persona (= una hipóstasis divina), en la cual están unidas —sin confusión ni mutación y, a la vez, sin división ni separación— dos naturalezas, una divina y otra humana
[17]
. Esta es la clásica respuesta de la «unión hipostática», del «hombre-Dios», que desde entonces se repite en incontables textos teológicos y catecismos de las distintas Iglesias de Oriente y Occidente.

Sin embargo, ¿es todo esto así de sencillo? Al principio, como testimonia Atanasio, cabeza rectora de Nicea, los concilios ecuménicos no tuvieron la pretensión de que sus
frases
fueran infalibles
[18]
. Toda esta venerable historia conciliar no está exenta de oscilaciones y, en parte, hasta de contradicciones. Por lo menos cuando se conoce la historia de los Concilios I y II de Nicea, I y II de Efeso y I, II, III y IV de Constantinopla por fuentes más serias que los manuales de teología escolar
[19]
. Fue precisamente el gran Concilio de Calcedonia el que dio ocasión al primer gran cisma duradero de la Iglesia, tan duradero que todavía no ha sido superado (la separación entre las Iglesias calcedonenses y las otras, que se apoyaban en el precedente concilio de Efeso). Porque tampoco Calcedonia había zanjado la cuestión para siempre. Pocos años después se desencadenó una disputa de inusitada violencia en torno al problema central, eludido en Calcedonia: si Cristo o el mismo Dios pueden sufrir realmente. A partir de entonces, la «disputa patripasianista y teopasquista» imperó durante todo el siglo VI y desembocó, ya en el siglo VII, en la «disputa monoteleta» (una voluntad o dos voluntades, una divina y otra humana, en Cristo)
[20]
.

Para nosotros, hoy, el problema es mucho más hondo. Con demasiada frecuencia, tras la imagen del Cristo de los concilios se adivina el rostro inamovible e imperturbable del Dios de Platón, un Dios que no puede sufrir, retocado con algunos trazos de ética estoica. Los mismos nombres de aquellos Concilios indican que se trata de asambleas exclusivamente griegas. Cristo, sin embargo, no había nacido en Grecia. Así, pues, tanto en estos Concilios como en la teología que está detrás, no se trata de otra cosa que de un continuado trabajo de traducción: toda la llamada «doctrina de las dos naturalezas» no es más que una interpretación de cuño helenístico, en lenguaje y conceptos, de lo que este Jesucristo verdaderamente significa. Mas no se ha de minimizar la importancia de esta doctrina, que ha hecho historia. Es, además, claro exponente de una auténtica continuidad de la fe cristiana y proporciona unas directrices interesantes para toda esta discusión y hasta para cualquier otra interpretación futura. Pero, por otra parte, no es legítimo concluir de todo ello que el mensaje de Cristo, hoy, no se pueda o no se deba expresar más que con la ayuda de esas categorías griegas, entonces inevitables pero ahora insuficientes, más que con la ayuda de la doctrina calcedonense de las dos naturalezas, más que con la ayuda, en fin, de la llamada cristología clásica. ¿De qué le sirve a un judío, a un chino, a un japonés o a un africano, de qué le sirve incluso al actual europeo o americano medio semejante lenguaje cifrado en griego? Los recientes intentos de solución, tanto en la cristología católica como en la evangélica, apuntan mucho más allá de Calcedonia
[21]
. Y el mismo Nuevo Testamento es infinitamente más rico.

Según esto, y recogiendo una conocida expresión de Karl Rahner, la fórmula calcedonense ha de tomarse más como principio que como fin
[22]
. Enumeremos aquí, aunque sea muy resumidamente, qué raíces tienen las distintas
objeciones
contra la solución tradicional de la cuestión cristológica: dos naturalezas en una (divina) persona
[23]
:

La doctrina de las dos naturalezas, con sus términos y categorías procedentes de la lengua y mentalidad helenistas, ya no se entiende, al menos
hoy
. De ahí que en la predicación práctica se prescinda de ella en la medida de lo posible.

La doctrina de las dos naturalezas, según los datos de la historia de los dogmas poscalcedonense, ni siquiera
entonces
solucionó las dificultades. Más bien llevó incesantemente a nuevas aporías lógicas.

La doctrina de las dos naturalezas, en opinión de muchos exégetas, no se identifica en modo alguno con el mensaje
originario
del Nuevo Testamento sobre Cristo. Algunos la consideran como trasposición o, en parte, falsificación del auténtico mensaje de Cristo; otros piensan que, por lo menos, no es la única interpretación posible del mismo y, quizá, tampoco la mejor.

Análogas objeciones se pueden presentar, naturalmente, contra la tradicional doctrina protestante de las «tres funciones» formulada por Calvino y recogida más tarde por la teología católica. Que Jesús sea a un tiempo profeta, sacerdote y rey, en tan resumida síntesis, ¿está fundamentado en el Nuevo Testamento? Y ¿son estos tres títulos inteligibles para el hombre de nuestra secularizada sociedad?
[24]
.

Es cierto que la tradición cristiana, en la piedad, la literatura, el arte, la teología y el dogma, ha mantenido vivo el recuerdo de este Cristo y que, gracias a él, el mismo Cristo no se ha convertido en un monumento del pasado, sino que ha reaparecido en todo momento como factor del presente. Sin la continuidad de una comunidad de fieles —por ejemplo, sólo con un libro— no habría un mensaje vivo de Cristo ni una fe viva en su persona. Cada generación se ha apropiado de forma nueva el antiguo recuerdo de Cristo. Y ningún teólogo podrá descuidar impunemente esta gran tradición. No deja de tener sentido que hoy se sigan venerando las profesiones de fe de los antiguos Concilios, a un.tiempo síntesis breves y precisiones defensivas. No se trata sólo de antigüedades o curiosidades históricas. Son sobre todo muestras de la vitalidad de la fe cristiana, que ha ido evolucionando a través de los siglos. Volveremos a hablar de ello más adelante.

Pero tampoco se puede negar que esta gran tradición es extremadamente compleja. Los testimonios de ese mismo y único Cristo están enormemente diferenciados y contrastados, a menudo son dispares y hasta contradictorios. Para precisar en este punto lo que es verdad y lo que es poesía, es menester un minucioso examen teológico. Incluso los teólogos tradicionalistas tienen que reconocer que en esta tradición no puede ser todo igualmente verdadero, ni puede serlo al mismo tiempo.

También la gran tradición conciliar suscita, pues, el mismo interrogante: ¿qué Cristo es el verdadero Cristo? Y quien cultive, en la teología y en la piedad, esa tradición cristológica considerada como la única ortodoxa, tendrá que preguntarse también si ese Cristo «ortodoxo», domesticado, hospitalizado y alojado tal vez en una bellísima iglesia, es el verdadero Cristo. Porque no es sólo el polvo, sino también el exceso de oro lo que puede encubrir la verdadera figura.

El mensaje cristiano quiere hacer comprender lo que Cristo significa, lo que Cristo es para el hombre de hoy. Mas este Cristo, ¿llegará hoy a ser realmente comprendido por los hombres, si se toma como único punto de partida el dogma, la doctrina establecida de la trinidad?, ¿si se presupone sin más la divinidad de Jesús, una preexistencia del Hijo, para preguntarse después solamente cómo este Hijo de Dios pudo unir consigo, asumir una naturaleza humana, hasta tal punto que la cruz y la resurrección llegan a aparecer muchas veces como meras consecuencias resultantes de la «encarnación»?, ¿si se subraya unilateralmente el título de Hijo de Dios, y se despoja a Jesús, en lo posible, de su humanidad y se le niega su realidad personal de hombre?, ¿si más bien se adora a Jesús como divinidad en lugar de imitarlo en cuanto hombre terreno? ¿Acaso no se ajustaría más a los testimonios neotestamentarios y al pensamiento marcadamente histórico del hombre contemporáneo partir, como los primeros discípulos, del verdadero hombre Jesús, de su mensaje y de su aparición histórica, de su vida y su destino, de su realidad temporal y de su incidencia en la historia, para preguntar por la relación de este Jesús hombre con Dios, por su unidad con el Padre? En una palabra: menos cristología especulativa o dogmática «desde arriba», a la manera clásica, y más cristología histórica «desde abajo», es decir, desde el Jesús histórico concreto, como corresponde a la mentalidad del hombre actual, sin negar por supuesto la legitimidad de la cristología antigua
[25]
.

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