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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (32 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—Pero me gustaría que me lo dierais cuando ya no lo necesitéis. Ya es hora de que la pobre descanse en tierra consagrada.

—¿La pobre? —repitió Elinborg.

—Sí. La pobre; era una niña —dijo Mikkelína.

Sigurdur Óli informó a Elsa de lo que había descubierto el médico de distrito. El cuerpo de la tumba no podía ser de Sólveig, la novia de Benjamín. Elinborg telefoneó a Bára, la hermana de Sólveig, con la misma noticia.

Cuando Erlendur y Elinborg se dirigían a casa de Mikkelína, Hunter llamó al móvil de Erlendur para informarle de que todavía no había conseguido averiguar qué había sido de David Welch; no sabía si le habían enviado fuera del país, ni, en caso de que así fuera, cuándo había sido. Seguiría con las averiguaciones.

Por la mañana temprano, Erlendur volvió a la UCI a visitar a su hija. Su estado no había cambiado y se sentó a su lado un buen rato y siguió hablándole de su hermano, perdido en los páramos cerca del Eskifjördur, en el extremo oriental de la isla, cuando él tenía diez años de edad. Habían ido a acompañar a su padre a recoger las ovejas cuando se desató la tormenta. Los dos hermanos se separaron de su padre y al poco el uno del otro. Su padre corrió desesperado a las zonas pobladas. Enviaron equipos de búsqueda.

—A mí me encontraron por un azar del destino —dijo Erlendur—. No sé por qué. Me enterré en la nieve; era lo mejor que se podía hacer en esos casos. Estaba más muerto que vivo cuando metieron un palo y me dieron en el hombro. Nos fuimos de allí. No podíamos seguir viviendo allí, sabiendo que él estaba muerto en algún sitio del páramo. Intentamos construir una nueva vida en Reykjavik. Sin éxito.

En ese momento entró un médico en la habitación y se dirigió a Erlendur. Se saludaron y hablaron del estado de Eva Lind. Ningún cambio, dijo el médico. Ninguna señal de mejoría, ni de que fuera a volver en sí. Callaron. Se despidieron. El médico se volvió hacia la puerta.

—No esperes ningún milagro —dijo, y se extrañó de verle sonreír con ironía.

Erlendur estaba sentado enfrente de Mikkelína pensando en su hija, acostada en la cama del hospital, y en su hermano muerto en la nieve, y las palabras de Mikkelína se filtraban hasta su inconsciente.

—Mi madre no era una asesina —dijo ella.

Erlendur la miró.

—No era ninguna asesina —repitió Mikkelína—. Creía que así podría salvar al niño. Temía por su hijo.

Dirigió la mirada hacia Elinborg.

—Y a fin de cuentas, no le mató ella —añadió—. No murió por el veneno.

—Pero dijiste que él no había sospechado nada hasta que fue demasiado tarde —repuso Elinborg.

—Sí —respondió Mikkelína—. Ya era demasiado tarde.

La tarde en que sucedió, parecía que Grímur se encontraba algo mejor; se había pasado la mañana en la cama con un gran malestar.

La madre sintió dolores en el vientre y a lo largo de la tarde empezó a tener contracciones muy seguidas. Pero era demasiado pronto. El niño iba a nacer antes de tiempo. Mandó a buscar a los niños los colchones de su habitación y el de Mikkelína y en el suelo de la cocina preparó una cama donde se tumbó poco antes de la hora de cenar.

Mandó a Símon y a Mikkelína que trajeran sábanas limpias y agua caliente para lavar al niño. Había parido tres hijos en casa y sabía lo que tenía que hacer.

Aún era oscuro invierno, pero la temperatura era insólitamente templada y había llovido durante el día; pronto llegaría la primavera. La madre se había acercado hasta los groselleros para limpiarlos y cortar las ramas muertas. Dijo que darían buenas grosellas en otoño, y con ellas haría mermelada. Símon no se separaba de ella y la acompañó a ver los arbustos, pero ella intentó tranquilizarle y le dijo que todo iría bien.

—No irá nada bien —dijo Símon, y lo repitió—. No irá nada bien. No puedes tener el niño. No puedes. Lo está diciendo todo el rato, dice que matará al niño. Lo dice. ¿Cuándo vendrá?

—No te preocupes tanto —dijo su madre—. Cuando nazca el niño lo llevaré a la ciudad y él no lo verá nunca. Está débil y no puede hacer nada. Se pasa los días en la cama y no puede hacer nada.

—Pero ¿cuándo vendrá el niño?

—Puede ser en cualquier momento —dijo su madre, tranquilizándole—. Esperemos que cuanto antes mejor, así habrá pasado ya todo enseguida. No tengas miedo, Símon. Tienes que ser fuerte. Hazlo por mí, Símon.

—¿Por qué no vas al hospital? ¿Por qué no te marchas y tienes allí el niño?

—No me lo permitiría —dijo ella—. Vendría a buscarme otra vez y me obligaría a tener al niño en casa. No quiere que nadie sepa nada. Diremos que nos lo hemos encontrado. Lo pondremos en manos de buenas personas. Eso es lo que él quiere. Todo irá bien.

—Pero dice que lo piensa matar.

—No lo hará.

—Tengo mucho miedo —dijo Símon—. ¿Por qué tiene que ser todo así? No sé lo que tengo que hacer. No sé lo que tengo que hacer —repitió.

Ella notó que estaba destrozado por la preocupación.

Y ahora observaba a su madre en la cocina, tumbada sobre los colchones, porque era la única estancia suficientemente grande, aparte del dormitorio de matrimonio; ella empezó a empujar sin hacer el más mínimo ruido. Tómas estaba con Grímur. Símon había ido hasta allí sin que le vieran y había cerrado la puerta.

Mikkelína estaba tumbada al lado de su madre, que procuraba hacer el mínimo ruido posible. La puerta del dormitorio de matrimonio se abrió de pronto y en el pasillo apareció Tómas, que entró en la cocina. Grímur estaba sentado en el borde de la cama, gimiendo. Había mandado a Tómas que le llevara un plato de gachas de avena que había en la cocina, y que él también comiera.

Tómas pasó por delante de su madre, de Símon y Mikkelína; miró hacia el suelo y vio que la cabeza del bebé ya había salido, y que la madre tiraba de él con todas sus fuerzas hasta que aparecieron los hombros.

Tómas cogió el cuenco de gachas y una cuchara, y se la llevó a la boca.

Su madre se dio cuenta.

—¡Tómas! ¡Por el amor de Dios, no toques esas gachas! —le gritó desesperada.

Un silencio mortal se adueñó de la casa, y los niños clavaron los ojos en su madre, que se incorporó con el niño recién nacido en las manos, mirando fijamente a Tómas, que se había asustado de tal manera que se le cayó al suelo el cuenco de gachas y se hizo pedazos.

Se oyó un crujido en la cama.

Grímur salió al pasillo y entró en la cocina. Miró a la madre, que tenía el niño recién nacido en las manos, y una expresión de repulsión se dibujó en su rostro. Miró a Tómas y las gachas esparcidas por el suelo.

—¿Es posible? —dijo en voz baja, asombrado, como si por fin hubiera hallado la respuesta al enigma en el que llevaba debatiéndose tanto tiempo. Volvió a mirar a la madre, en el suelo—. ¿Me estás envenenando? —bramó.

La madre le miró. Mikkelína y Símon no se atrevían a alzar la vista. Tómas estaba inmóvil junto a las gachas del suelo.

—¡Maldita sea si no había sospechado ya algo así! Esta debilidad. Estos dolores. La flojera...

Recorrió con los ojos la cocina de un lado a otro. Fue hasta los armarios y sacó los cajones. Estaba invadido por la furia. Arrojó al suelo el contenido de los armarios. Sacó una vieja bolsa de harina y la arrojó contra la pared, donde se rompió, y entonces se oyó caer al suelo un frasco de cristal.

—¿Es esto? —gritó levantando el frasco.

Se inclinó de nuevo hacia la madre.

—¿Desde cuándo me haces esto? —bramó, babeante de furia.

La madre le miró fijamente a los ojos. Una vela ardía en el suelo a su lado, y a toda prisa cogió unas tijeras grandes, las calentó a la llama de la vela, cortó el cordón umbilical y lo ató con manos temblorosas, mientras él buscaba el veneno.

—¡Respóndeme! —gritó Grímur.

Ella no necesitaba responder. Él vio la respuesta en sus ojos. En su gesto. En su orgullo. De qué manera siempre, en lo más profundo, le había desafiado, indoblegable; daban igual las palizas, lo fuertes que fueran los golpes; lo vio en su callada protesta, en la mirada de desafío que le lanzaba sin apartar los ojos con el bastardo del soldado en los brazos.

Lo vio en el niño que tenía en sus brazos.

—Deja a mamá en paz —dijo Símon en voz baja.

—¡Dámelo! —gritó Grímur—. ¡Dame ese niño, maldita víbora!

La madre sacudió la cabeza.

—No te lo daré —respondió en voz baja.

—Deja a mamá —dijo Símon en voz más alta.

—¡Dámelo —gritó Grímur— u os mato a los dos! ¡Os mataré a todos! ¡Os mataré! ¡A todos! —Babeaba de rabia—. ¡Puta de mierda! ¡Querías matarme! ¡Te crees que podrías matarme a mí!

—¡Basta ya! —gritó Símon.

La madre apretaba al niño contra su pecho con una mano, y con la otra buscaba las tijeras grandes, pero no las encontraba. Apartó los ojos de Grímur y miró a su alrededor, despavorida, ampliando su búsqueda, pero ya no estaban.

Erlendur miró a Mikkelína.

—¿Quién cogió las tijeras?

Mikkelína se había puesto en pie y estaba delante de la ventana del salón. Erlendur y Elinborg intercambiaron miradas. Los dos pensaban lo mismo.

—¿Eres tú la única que puede contar lo que sucedió? —preguntó Erlendur.

—Sí —dijo Mikkelína—. No hay nadie más.

—¿Quién cogió las tijeras? —preguntó Elinborg.

Capítulo 28

—¿No os apetece conocer a Símon? —preguntó Mikkelína. Sus ojos estaban empañados de lágrimas.

—¿A Símon? —dijo Erlendur, que no sabía de qué les estaba hablando. Entonces se acordó. Recordó al hombre que había ido a recogerla a la colina—. ¿Te refieres a tu hijo?

—No, a mi hijo no, a mi hermano —precisó Mikkelína—. A mi hermano Símon.

—¿Vive?

—Sí. Vive.

—Entonces tendremos que hablar con él —dijo Erlendur.

—No servirá de mucho —dijo Mikkelína con una sonrisa—. Pero iremos a verle. Le gustan las visitas.

—Pero ¿no piensas seguir con lo que nos estabas contando? —preguntó Elinborg—. ¿Qué clase de bestia era ese hombre? No puedo creer que alguien sea capaz de comportarse así.

Erlendur la miró

Mikkelína se levantó.

—Os lo contaré por el camino. Vamos a ver a Símon.

—¡Símon! —gritó la madre.

—Deja a mamá en paz —chilló Símon con voz temblorosa, y antes de que pudieran darse cuenta le había clavado la tijera hasta el fondo a Grímur en el pecho.

Símon retiró la mano. El mango de las tijeras sobresalía del pecho. Grímur miró a su hijo con ojos de asombro, como si no acabara de entender lo que había sucedido. Se fijó en las tijeras y pareció incapaz de moverse. Miró de nuevo a Símon.

—¿Me matas tú? —gimió, cayendo de rodillas.

La sangre empezó a salir por la herida y alcanzó el suelo, y él fue cayendo poco a poco hacia atrás hasta quedar tendido.

La madre apretaba al niño contra su pecho llena de silencioso espanto. Mikkelína estaba inmóvil a su lado. Tómas seguía quieto en el mismo sitio en que se le había caído el plato. Símon empezó a temblar, en pie al lado de su madre. Grímur no se movía.

Un silencio sepulcral se adueñó de la casa.

Hasta que la madre dejó escapar un lacerante grito de agonía.

Mikkelína calló.

—No sé si el niño nació muerto o si mamá lo había apretado con tanta fuerza que se asfixió en sus brazos. Lo parió mucho antes de que hubiera llegado a término. Lo esperaba para la primavera pero era todavía invierno. No le oímos hacer ruido alguno. Mamá no llegó a limpiarle la boca y la nariz y le enterró el rostro en su ropa manteniéndole abrazado, por miedo a que se lo quitara.

Erlendur torció hacia la entrada de una casa unifamiliar normal y corriente, siguiendo las indicaciones de Mikkelína.

—¿No habría sobrevivido al invierno? —preguntó Erlendur—. Me refiero a su marido. ¿Ésos eran los planes que se había hecho ella?

—Quizá —dijo Mikkelína—. Llevaba tres meses envenenándole. No era suficiente.

Erlendur se detuvo en la entrada de la casa y apagó el motor.

—¿Habéis oído hablar de la hebefrenia? —preguntó abriendo la puerta.

La madre miraba fijamente al niño muerto en sus brazos, meciéndose adelante y atrás con fuertes gemidos.

Símon no parecía darse cuenta de su presencia y tenía clavados los ojos en el cuerpo de su padre, incapaz de creer lo que estaba viendo. Un gran charco de sangre había empezado a formarse debajo de él. Símon temblaba como una hoja.

Mikkelína intentaba consolar a su madre, pero era de todo punto imposible. Tómas pasó por delante de ellos y entró en el dormitorio y cerró la puerta, todo sin decir una sola palabra. Sin mostrar reacción alguna.

Así pasó un buen rato.

Mikkelína consiguió calmar a su madre. Ésta volvió en sí, calló y miró a su alrededor. Vio a Grímur tumbado en medio de su sangre, junto a ella, a Símon, temblando como una hoja, y el gesto de angustia de Mikkelína. Entonces se puso a lavar al niño con el agua caliente a fondo, con mucho cuidado, con movimientos lentos y delicados, como si supiese lo que había que hacer sin necesidad de pensar en los detalles. Dejó al niño en el colchón, se puso en pie y abrazó a Símon, que seguía sin moverse del sitio, y el niño cesó de temblar y se echó a llorar con profundos sollozos. Lo llevó hasta una silla y le hizo sentarse de espaldas al cadáver. Fue hacia Grímur y sacó las tijeras de la herida y las echó al fregadero.

Luego se sentó en una silla, exhausta tras el parto.

Les explicó lo que tenían que hacer. Dieron la vuelta a Grímur, lo colocaron sobre una manta y arrastraron el cuerpo hacia la entrada. Se alejaron un buen trecho de la casa y Símon se aprestó a excavar un hoyo. Durante el día había aclarado el tiempo, pero ahora volvía a llover, una fría y espesa lluvia de invierno. La tierra no estaba demasiado helada. Símon utilizó un hacha para romper el hielo y a las dos horas de cavar arrastraron el cadáver hasta allí y lo dejaron al borde del agujero. Pasaron la manta por encima de la fosa, dejaron caer el cuerpo y tiraron de la manta. El cuerpo cayó en el agujero de tal forma que el brazo izquierdo se quedó levantado, pero ni Símon ni su madre tuvieron valor para tocarlo.

La madre regresó a la casa arrastrando los pies y cogió al niño, lo sacó a la fría lluvia y lo puso encima del cadáver.

Estaba a punto de hacer la señal de la cruz sobre la tumba, pero se detuvo.

—No existe —dijo.

Luego empezó a echar paletadas de tierra al agujero. Símon estaba al lado de la tumba viendo caer la húmeda tierra negra sobre los cuerpos, que desaparecían poco a poco. Mikkelína se había puesto a ordenar la cocina. A Tómas no se le veía por ningún sitio.

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