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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (33 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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Había ya una gruesa capa de tierra en la tumba cuando Símon creyó ver, de pronto, que Grímur se movía. Se sobresaltó y miró a su madre, que no se había percatado de nada, y luego miró fijamente la tumba y vio con insoportable espanto que él, con el rostro medio cubierto de tierra, se movía.

Abrió los ojos.

Símon era incapaz de moverse.

Grímur le miraba fijamente desde la tumba.

Símon gritó tan fuerte que su madre dejó de echar tierra. Miró a Símon y luego a la tumba, y vio que Grímur seguía con vida. Estaba en el borde mismo de la fosa. La lluvia caía sobre ellos con violencia y le limpiaba a Grímur la tierra del rostro. Las miradas de ambos se cruzaron por un instante, hasta que Grímur movió los labios.

—¡Hazlo!

Y volvió a cerrar los ojos.

La madre miró a Símon, luego a la tumba. Cogió la pala y siguió echando tierra como si nada hubiera pasado.

—Mamá —gimió Símon.

—Vete a casa, Símon —dijo la madre—. Ya se acabó. Vete a casa a ayudar a Mikkelína. Por favor, Símon. Vete a casa.

Símon miró a su madre doblada sobre la pala, empapada de la fría lluvia, acabando de llenar la fosa. Y se dirigió a la casa en silencio.

—Es posible que Tómas pensara que todo era culpa suya —dijo Mikkelína—. Nunca habló de ello, no quiso hablar con nosotros. Se encerró en sí mismo por completo. En el momento en que mamá le gritó y él dejó caer el cuenco al suelo, se puso en marcha una serie de acontecimientos que transformó nuestra vida y causó la muerte de su padre.

Estaban sentados en una limpia salita aguardando a Símon. Les habían dicho que estaba dando un paseo por el barrio pero le esperaban de un momento a otro.

—Una gente de lo más amable —dijo Mikkelína—. No podría estar en un sitio mejor.

—¿Nadie echó de menos a Grímur, o...? —dijo Elinborg.

—Mamá limpió la casa de arriba abajo y cuatro días después denunció que su marido se había ido a pie a Selfoss, por el páramo de Hellisheidi, y no había vuelto a saber nada de él desde entonces. Nadie sabía de su embarazo, o al menos nunca le preguntaron. Enviaron equipos de búsqueda al páramo pero, naturalmente, no le encontraron.

—¿Qué iba a hacer él en Selfoss?

—Mamá nunca tuvo que dar más explicaciones —dijo Mikkelína—. Nadie pidió que explicara el motivo de los viajes de su marido. Era un ex presidiario. Un ladrón. ¿Qué les importaba lo que fuera a hacer en Selfoss? A nadie le importaba lo más mínimo. Ni lo más mínimo. Había muchas otras cosas en las que pensar. El mismo día que mamá denunció la desaparición, los soldados americanos mataron a un islandés a tiros.

Mikkelína sonrió débilmente.

—Pasaron varios días. Luego, semanas. Nunca apareció. Se le declaró muerto. Perdido. Una desaparición de lo más habitual en Islandia.

Suspiró.

—Fue por Símon por quien más lloró mamá.

Cuando todo hubo terminado, en la casa reinaba un silencio extraño.

La madre estaba sentada a la mesa de la cocina, aún empapada por aquel diluvio, con los ojos perdidos en el infinito, las manos llenas de tierra sobre la mesa, sin prestar atención alguna a los niños. Mikkelína estaba sentada junto a ella y le acariciaba los brazos. Tómas seguía en el dormitorio y no apareció. Símon estaba en mitad de la cocina mirando hacia la lluvia, y las lágrimas le corrían por las mejillas. Miró luego a su madre y a Mikkelína y de nuevo por la ventana, desde donde se veían los groselleros. Luego salió.

Estaba mojado y helado y temblando en medio de la lluvia cuando llegó hasta el arbusto, se detuvo a su lado y acarició sus ramas desnudas. Después miró hacia el cielo, enfrentándose a la lluvia. El firmamento estaba negro y en la distancia se oían truenos.

—Lo sé —dijo Símon—. No se podía hacer otra cosa.

Calló y bajó la cabeza y la lluvia chorreó sobre él.

—Ha sido tan difícil. Ha sido tan difícil y tan horrible, tanto tiempo. No sé por qué era así. No sé por qué tuve que matarle.

—¿Con quién hablas, Símon? —preguntó su madre, que había salido y había llegado hasta él y le abrazaba.

—Soy un asesino —dijo Símon—. Yo le maté.

—No a mis ojos, Símon. Tú nunca podrás ser un asesino a mis ojos. No más que yo. A lo mejor se trata del destino que se labró él mismo. Lo peor que puede suceder es que te eches la culpa a ti en su lugar, una vez que está muerto.

—Pero yo le maté, mamá.

—Porque no podías hacer ninguna otra cosa. Tienes que entenderlo, Símon.

—Pero me siento tan mal.

—Lo sé, Símon. Lo sé.

—Me siento tan mal.

Ella miró los arbustos.

—En otoño, estos arbustos volverán a dar grosellas, y todo irá bien. Créeme, Símon. Todo irá bien.

Capítulo 29

Miraron hacia la entrada cuando se abrió la puerta, y entró un hombre de unos setenta años, de hombros caídos, ralos cabellos blancos y rostro afable y sonriente, vestido con un bonito jersey grueso y pantalones grises. Le acompañaba un empleado al que habían informado de que el paciente tenía visita. Le condujeron a la salita.

Erlendur y Elinborg se pusieron en pie. Mikkelína fue hacia él y le abrazó, y el hombre le sonrió, su rostro se puso radiante como el de un niño.

—Mikkelína —dijo el hombre con una voz extrañamente juvenil.

—Hola, Símon —dijo Mikkelína—. He venido de visita con unas personas que querían conocerte. Ésta es Elinborg y este señor se llama Erlendur.

—Me llamo Símon —dijo el hombre, dándoles la mano—. Mikkelína es mi hermana.

Erlendur y Elinborg asintieron con la cabeza.

—Símon es de lo más feliz —dijo Mikkelína—. Aunque nosotros no lo seamos ni lo hayamos sido nunca, Símon es feliz, y eso es muy importante.

Símon se sentó junto a ellos, tomó de la mano a Mikkelína y le sonrió, le acarició la cara y sonrió a Erlendur y Elinborg.

—¿Quién es esta gente? —preguntó.

—Amigos míos —dijo Mikkelína.

—¿Te encuentras bien aquí? —preguntó Erlendur.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Símon.

—Me llamo Erlendur.

Símon reflexionó un momento.

—¿Eres extranjero? —preguntó.

—No, soy islandés —respondió Erlendur.

Símon sonrió.

—Soy el hermano de Mikkelína.

Mikkelína le acarició la mano.

—Son policías, Símon.

Símon miró a Erlendur y luego a Elinborg.

—Saben todo lo que pasó —dijo Mikkelína.

—Mamá está muerta —dijo Símon.

—Sí, mamá está muerta —dijo Mikkelína.

—Habla tú —dijo Símon con gesto de súplica—. Habla tú con ellos.

Miró a su hermana y evitó mirarles a ellos.

—Todo está bien, Símon —dijo Mikkelína—. Vendré a verte otro rato.

Símon sonrió y se puso en pie, fue hacia la puerta y desapareció con pasitos cortos por el pasillo al que se abrían las habitaciones.

—Hebefrenia —dijo Mikkelína.

—¿Hebefrenia? —preguntó Erlendur con extrañeza.

—No sabíamos lo que era —respondió Mikkelína—. De alguna forma, dejó de madurar. Siguió siendo el mismo chico alegre y bueno, pero la maduración psicológica no iba al mismo ritmo que la física. La hebefrenia es un tipo de esquizofrenia. Símon es una especie de Peter Pan. A veces tiene que ver con la adolescencia. A lo mejor estaba ya predestinado a la enfermedad. Siempre había sido muy sensible, y cuando tuvieron lugar estos espantosos sucesos, fue como si perdiera totalmente el control. Siempre había vivido con miedo y sintiéndose responsable. Pensaba que le tocaba a él defender a nuestra madre, sencillamente porque no había nadie más que pudiera hacerlo. Era el mayor y el más fuerte, aunque quizá fuera en realidad el más pequeño y más débil.

—¿Y ha vivido en una institución desde joven? —preguntó Elinborg.

—No, vivió con mamá y conmigo hasta que murió mamá. Hace veintiséis años. Los enfermos como Símon son muy dóciles, normalmente afables y de trato agradable, pero necesitan atención constante y mamá se la dio hasta que murió. Él trabajaba en el equipo de limpieza del Ayuntamiento, cuando había trabajo. Recogía basura con un palo de aguijón. Iba arriba y abajo por Reykjavik recogiendo desperdicios.

Siguieron sentados en silencio.

—¿Nunca volvisteis a tener contacto con David Welch? —preguntó Elinborg.

Mikkelína la miró.

—Mamá le estuvo esperando hasta que murió —respondió—. Nunca regresó.

Calló entonces.

—Mamá le llamó desde Gufunes la mañana en que volvió mi padrastro —dijo al fin—. Y habló con él.

—Pero —dijo Erlendur— ¿por qué no fue entonces a la colina?

Mikkelína sonrió.

—Se habían estado despidiendo —dijo ella—. Él iba camino de Europa. Su barco zarpaba aquella misma mañana y ella no le llamó para hablarle del peligro que corría, sino para despedirse. Él dijo que volvería. Probablemente murió en la guerra. Ella no volvió a tener noticias suyas, pero al ver que no regresaba después de la guerra...

—Pero ¿por qué...?

—Pensaba que Grímur le mataría. Por eso volvió sola a la colina. No quería que él la ayudara. Era sólo asunto suyo.

—Pero él debía de saber que tu padrastro había salido de la cárcel y que se había enterado de todo —dijo Erlendur—. Tu padre lo sabía, algo había oído.

—En realidad no podía saberlo. Su relación amorosa se mantuvo en secreto. No tenemos ni idea de cómo se enteró mi padrastro.

—¿Y el niño...?

—Dave tampoco sabía que estaba embarazada.

Erlendur y Elinborg callaron un buen rato mientras reflexionaban sobre las palabras de Mikkelína.

—¿Y Tómas? —preguntó Erlendur—. ¿Qué fue de él?

—Murió. No llegó más que a los cincuenta y dos años de edad. Se divorció dos veces. Tuvo tres hijos, varones. No tengo trato alguno con ellos.

—¿Por qué no? —preguntó Erlendur.

—Era igual que su padre.

—¿Qué quieres decir?

—Tuvo una vida miserable.

—¿Y?

—Era como su padre.

—¿Quieres decir que...? —Elinborg se interrumpió mirando confusa a Mikkelína.

—Maltratador. Golpeaba a sus mujeres. Golpeaba a sus hijos. Bebía.

—Su relación con tu padrastro, ¿era...?

—No lo sabemos —dijo Mikkelína—. No creo. Espero que no. Intento no pensar en ello.

—¿Qué quiso decir tu padrastro con esa palabra que pronunció en la fosa? «¡Hazlo!» ¿Le estaba pidiendo a tu madre que le ayudara? ¿Le estaba pidiendo clemencia?

—Mamá y yo hablamos mucho de ello, pero ella se lo explicaba a sí misma a su manera.

—¿Y cuál era?

—Él sabía quién era.

—No te comprendo —dijo Erlendur.

—Él sabía quién era y creo que en el fondo sabía también por qué era así, aunque no lo admitiera. Sabíamos que había tenido una infancia muy difícil. Pero hubo un tiempo en que era un simple niño, y tuvo que haber conservado alguna relación con aquel niño, algo que le advirtiera su alma, incluso cuando estaba en los momentos más terribles y no perdonaba a nadie; aquel niño le tenía que gritar que se detuviera.

—Tu madre debió de ser una mujer muy valiente —dijo Elinborg.

—¿Puedo hablar con él? —preguntó Erlendur tras un silencio.

—¿Con Símon, dices? —preguntó Mikkelína.

—¿Hay algún problema si voy a su cuarto, solo?

—Nunca ha hablado de lo que pasó. En todo este tiempo, nunca. Mamá pensaba que lo mejor sería que hiciéramos como si nunca hubiera sucedido. Después de su muerte, yo intenté que Símon se abriera, pero enseguida me percaté de que era inútil. Es como si solamente tuviese recuerdos a partir de entonces y lo que vivió con anterioridad hubiera desaparecido. Aunque a veces, si le presiono mucho, pronuncia alguna frase aislada. En general está completamente cerrado. Vive inmerso en otro mundo distinto y más pacífico que él mismo se ha construido.

—¿No te importa? —dijo Erlendur.

—Por mí no hay inconveniente —dijo Mikkelína.

Erlendur se puso en pie, ganó la puerta y salió al pasillo. La mayoría de las habitaciones estaban abiertas. Encontró a Símon sentado en el borde de la cama, en su habitación, mirando por la ventana. Erlendur llamó a la puerta y Símon volvió la cabeza.

—¿Puedo sentarme un momento contigo? —preguntó Erlendur, esperando su permiso.

Símon le miró, asintió con la cabeza, volvió a dirigir la vista hacia la ventana y siguió mirando fuera.

Había una silla al lado del pequeño escritorio de la habitación, pero Erlendur se sentó al lado de Símon, en la cama. Sobre el escritorio había algunas fotos. Erlendur reconoció a Mikkelína y supuso que la mujer mayor que había en una foto debía de ser la madre. Alargó el brazo para coger la foto. La mujer estaba sentada en una silla al lado de una mesa de cocina, vestida con lo que Erlendur recordó que en tiempos se llamaba «bata de Hagkaup», una fina bata de nailon con un estampado multicolor, y sonreía a la cámara con una débil sonrisa indecisa. Símon estaba sentado a su lado, riendo a carcajadas. Erlendur pensó en la cocina de casa de Mikkelína.

—¿Es ésta tu madre? —le preguntó a Símon.

Símon miró la foto.

—Sí, es mamá. Está muerta.

—Lo sé.

Símon se puso a mirar otra vez por la ventana y Erlendur puso la foto sobre la mesa. Estuvieron un buen rato sentados en silencio.

—¿Qué estás mirando? —preguntó Erlendur.

—Mamá me dijo que todo iría bien —dijo Símon mirando por la ventana.

—Todo va bien —dijo Erlendur.

—¿No me vas a llevar?

—No, no pienso llevarte a ningún sitio. Sólo quería conocerte.

—A lo mejor podríamos ser amigos.

—Naturalmente —dijo Erlendur.

Estuvieron sentados en silencio, mirando los dos por la ventana.

—¿Tu padre era bueno? —preguntó Símon de repente.

—Sí —dijo Erlendur—. Era un buen hombre.

Callaron.

—¿Quieres hablarme de él? —dijo Símon finalmente.

—Sí, un día te hablaré de él —dijo Erlendur—. Perdió...

Erlendur calló.

—¿Qué?

—Perdió a un hijo.

Miraron por la ventana.

—Sólo hay una cosa que quiero saber —dijo Erlendur.

—¿Qué? —preguntó Símon.

—¿Cómo se llamaba?

—¿Quién?

—Tu madre.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Mikkelína me ha hablado de ella pero no me ha dicho cómo se llamaba.

—Se llamaba Margrét.

—Margrét.

En aquel momento apareció Mikkelína en la puerta de la habitación, y cuando Símon la vio se puso en pie y se dirigió hacia ella.

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