Authors: Jordi Sierra i Fabra
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Viernes. Un anochecer con visos de tormenta.
Marcó el número sin esperanzas, más cansado que temeroso. Ella debÃa de estar con sus amigos, aquella loca de Elisabet o el guaperas del músico, Gonzalo. No iba a esperarlo dÃas tras dÃa, hora tras hora. Ni se atrevÃa a telefonearla.
Quizá lo estuviera poniendo a prueba.
Quizá toda aquella inocencia fuese a fin de cuentas el mayor de los frenos.
Lo único que sabÃa él era que no podÃa más.
Ni un minuto más.
âHola. âLo envolvió la dulce cadencia de la palabra, surgida del fondo de una emoción incandescente.
âBeatriz... âsuspiró.
âCreÃa que te habÃas olvidado de mÃ.
âNo digas eso.
â¿Cómo está tu padre?
âMejor. âSe relajó dejándose caer hacia atrás en la butacaâ. Ha superado la crisis y ya no está en la UCI. Mi hermano se queda esta noche con él, y mañana lo hará mi hermana.
âMe alegro.
âY yo.
âDebes de estar agotado.
âQuiero verte.
âYo también.
âNecesito verte.
âY yo a ti.
â¿Puedes salir?
âClaro, vaya pregunta. No soy una crÃa.
âPerdona. Aún no sé...
âSuelo pasar los viernes por la noche de marcha, hasta el amanecer.
âBien. Es que... Hace una eternidad desde lo del parque, ¿verdad?
âUna eternidad, sÃ.
âMe cambio y te recojo donde me digas.
âVa a caer una buena, lo han dicho âle informó ellaâ. No quiero esperarte en la calle, ni que nos abracemos dentro de un coche, que me parece un lugar de lo más sórdido para abrazarse, y menos, bajo la lluvia. Tampoco me apetece meterme en un cine, ni en una discoteca, ni en un bar lleno de gente que nos impida hablar.
âPues no quedan muchos sitios.
âMe gustarÃa ver tu casa.
Su sinceridad lo abrumó, le dejó el alma en carne viva.
Tanto que tardó demasiado en responder.
â¿Puedo? âpreguntó Beatriz.
âPor Dios, claro. Me parece tan increÃble que...
â¿Por qué tiene que serlo? âSu voz era muy naturalâ. A mà me gustarÃa que vieras mi habitación. Es importante situar a la otra persona en su marco, su ambiente. No quiero imaginarte, quiero saberte. Dame tu dirección.
Se la dio.
QuerÃa «saberlo». Una dulce forma de decirlo.
âNi siquiera queda lejos âmanifestó ella al otro lado del hilo telefónicoâ. Puedo estar ahà en quince minutos.
âEntonces ven en diez.
âDéjame que me vista.
No le preguntó si estaba desnuda o si es que llevaba ropa informal, de estar por casa.
Sólo se despidió.
âHasta ahora.
EMOCIONES
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La tormenta era de tal intensidad que le sorprendió oÃr el timbre anunciando su llegada. No el de la calle, sino el de la misma puerta del piso. Esperaba oÃr de un momento a otro la llamada telefónica diciéndole que se habÃa refugiado en alguna parte para aguardar a que amainara la descarga de los cielos.
Y de pronto estaba allÃ.
Corrió desde la sala, vÃctima de su propia agitación, y no se detuvo hasta que se sintió ridÃculo y nervioso en el último momento, el decisivo.
Luego abrió la puerta y se encontró con Beatriz.
Calada hasta los huesos.
â¡Pero...! âse alarmó.
âHola âlo saludó ella.
TenÃa el pelo mojado y pegado a la cabeza, la blusa como una segunda piel sobre su cuerpo, los vaqueros brillantes por la humedad. Una imagen que la acercaba más a la adolescencia que a la juventud, a la inocencia que a la madurez de una mujer enamorada. Ãl se quedó casi paralizado.
â¡Estás empapada, por Dios!
âMe pilló casi al final. Pensé que podrÃa llegar bien pero...
âVamos, pasa.
Cerró la puerta.
Y entonces tanto dio que estuviera mojada.
Se abrazaron.
Fuerte, muy fuerte. Y se besaron.
Apenas un momento.
Hasta que Beatriz lo apartó con suave firmeza.
âNo, espera âdijo.
â¿Por qué?
âDeja que te mire.
âDe acuerdo.
Fue algo más que una mirada. Primero sÃ, lo cubrió y lo bañó con sus ojos deliciosamente lánguidos. Después alzó la mano derecha y siguió las lÃneas secretas de su rostro. Deslizó las yemas de sus dedos por la frente, los arcos ciliares, la nariz, las mejillas, los labios. Rogelio se quedó quieto. Continuaba abrazándola, porque pensaba que si la soltaba, ella se desvanecerÃa, pero la dejó jugar con su piel hasta hacerlo estremecer. El rostro de Beatriz se le antojó lo más puro y limpio que jamás hubiera tenido delante en una circunstancia como aquélla.
âHe tenido que mirar tus fotos para recordar tu cara âsusurró envuelta en cadenciasâ. Se me habÃa desvanecido de la memoria.
âSigo siendo yo.
âNo âsonrióâ. El amor es como un amanecer. Cada dÃa es distinto siendo igual.
Rogelio volvió a inclinarse sobre ella y, esta vez, Beatriz ya no rehuyó el beso, intenso, fuerte, prolongado.
Los dos se olvidaron de lo empapada que estaba.
Se apretaron, se dieron, se penetraron con sus lenguas, como si cada cual buscara ocupar el espacio del otro, y acompasaron sus respiraciones cuando, tras la primera oleada de turbulencia, sus corazones marcharon al unÃsono, siguiendo un camino común marcado por la ansiedad saciada. Rogelio recordó el texto de Julio Cortázar leÃdo en el blog de Beatriz. Algunas de sus frases: «Las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos», «Nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores, o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura», «Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mà como una luna en el agua»...
La suerte de los escritores era que ellos podÃan expresar con palabras las emociones que para otros eran sólo eso, emociones sentidas, imposibles de ser contadas.
Mucho después, se impuso el sentido común cuando Beatriz se estremeció.
âVas a pillar algo. âÃl se separó apenas unos milÃmetros de su boca para poder hablar.
âNo he temblado de frÃo, sino de placer.
âAun asÃ... âÃl acabó de separarseâ. Vamos, tienes que quitarte esa ropa mojada.
â¿Tan rápido? âSonrió todavÃa más.
âNo seas mala.
âVale. âPuso cara de niña buena.
âVen. âRogelio la tomó de la manoâ. Te daré una camiseta y unos pantalones cortos, aunque te vendrán muy grandes.
Fue muy rápido. La condujo hasta el cuarto de baño y la dejó allÃ. Luego se metió en su habitación y apenas si tardó medio minuto en salir de nuevo con una camiseta de un grupo de rock, rabiosamente roja, y los pantalones prometidos, una suerte de prenda deportiva horriblemente blanca. Beatriz seguÃa en la puerta del baño.
â¡Venga, métete dentro y sécate, por Dios!
Se abrazó a él y le dio otro beso, más rápido.
âTú también tendrÃas que ponerte algo seco. Te he mojado.
No quiso decirle cuánto.
âPuedes ducharte si quieres. âLogró apartarse de su tentadora imagen.
Beatriz cerró la puerta y se quedó frente al espejo.
Sola.
TodavÃa estremecida.
Comenzó a desnudarse, despacio, sin querer pensar en nada, pero con la mente llena de ideas, sueños, fantasÃas. Primero los zapatos, a continuación la camiseta, luego los vaqueros, finalmente el sujetador y las braguitas. Sus braguitas más hermosas, del color de la carne, con unos lacitos en la parte superior. Se habÃa vestido en su casa pensando que no pasarÃa nada, y también pensando que sucederÃa todo. Una parte de sà misma lo anhelaba, la otra lo temÃa. Una esperaba, otra no querÃa hacerlo. Cuando estuvo desnuda, se miró otra vez.
Era alta, tenÃa un bello cuerpo y lo sabÃa, un precioso cabello, unos pechos medidos, una cintura delicada, unas nalgas redondas, unos muslos perfectos y unos pies hermosos.
Se sentÃa bonita.
Una sensación nueva que sólo el amor podÃa dar.
Adiós a las inseguridades propias de la adolescencia, los temores, las comidas de coco, las depresiones, los malos rollos. Adiós a todo.
âSigues estando loca âle dijo su otro yo desde el espejo.
âSÃ, ¿y qué? âle respondió ella.
â¿Qué esperas?
âQue se porte bien. Que se porte mal. Todo. No sé.
âSÃ sabes.
âEntonces bien, de acuerdo. âSe encogió de hombros.
No querÃa ser racional.
Miró sus labios, su pecho, su sexo.
Aquel triángulo oscuro y desconocido que sólo conocÃa ella.
Cerró los ojos, suspiró, y cuando volvió a abrirlos buscó un secador para no quedarse con el pelo mojado. Lo encontró en un armarito, bajo el lavamanos. Los siguientes cinco minutos los empleó en devolver a su masa capilar un aspecto más natural. De todas formas, no quiso pasarse más tiempo del necesario arreglándose.
Necesitaba salir de allÃ.
Volver a él.
TodavÃa tenÃa el pelo ligeramente húmedo, sobre todo en las puntas, cuando dio por finalizada su vuelta a la normalidad.
Se puso la camiseta roja con el anagrama del grupo de rock. Le llegaba hasta casi las rodillas. Cuando lo intentó con los pantalones blancos descubrió que se le caÃan sin remisión, asà que pasó de ellos.
No llevaba nada más encima.
Salió del cuarto de baño.
Descalza.
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Rogelio también se habÃa cambiado, de camisa y de pantalones. La esperaba en la sala, inmóvil, de pie. Al verla aparecer, en silencio, como si flotara, supo que jamás iba a olvidar esa imagen ni ese momento. La camiseta roja le conferÃa un hálito de llamarada viva. El largo cabello negro, desbocado por encima de los hombros, la hacÃa sensual y exuberante aun sin ser una mujer en la plenitud. Sus piernas eran exquisitas.
Pero de lo que se quedó colgado fue de sus pies.
Quiso tocarlos, besarlos...
âNo lo digas âle suplicó Beatriz acercándose a él para fundirse en sus brazos.
â¿Que no diga qué?
âQue soy preciosa.
âLo eres. Me acabas de dejar...
âParece como si nunca hubieras visto a una mujer.
Una mujer.
âNo como tú.
âCómo sois los tÃos.
â¿Cómo somos?
âCállate.
Hundió la boca en la suya.
Al otro lado de los ventanales, la tromba de agua arreciaba. Era algo más que un murmullo. Era una catarsis. El estruendo, sin embargo, era incapaz de ahogar sus gritos. Gritos del corazón y la mente. Gritos de caricias y jadeos. Gritos del cuerpo en la crecida de la pasión.
Por primera vez en su vida, Rogelio no supo qué hacer.
No era la primera mujer que estaba allÃ, antes y después de Pilar. Pero sà la primera que era diferente.
La voz lo martilleó.
«Diecisiete años, diecisiete años, diecisiete años.»
¿Y qué?
¿SerÃa distinto en el caso de tener dieciocho?
La estrechó más contra sÃ, como si quisiera fundirse con ella. Beatriz se dejó, hasta que echó la cabeza hacia atrás y entonces él buscó su cuello, su hombro, apartando la generosa camiseta mientras sus labios seguÃan los inexplorados caminos de su carne. Deshizo el camino para alcanzar el lóbulo de su oreja, la mejilla, y nuevamente halló aquella boca cálida y húmeda entreabierta para su deseo.
Un rayo retumbó en el cielo, los iluminó de refilón.
Toda la casa tembló con él.
âNoche de perros âmusitó ella.
âDe ángeles.
âNo vamos a poder salir.
âNo.
â¿Te importa?
âNo.
âRogelio...
â¿Qué?
âNo, nada. Sólo querÃa decir tu nombre.
âBeatriz...
Dejaron de besarse y se quedaron inmóviles, abrazados. Rogelio sentÃa su desnudez bajo la camiseta. La excitación era mucho más que imparable. Era lujuriosa. PodÃa bajar la mano y alcanzar sus nalgas hechas de carne viva. Se contuvo porque no querÃa perder el escaso dominio de sus emociones que le quedaba. SentÃa los pechos de Beatriz, duros como manzanas, pegados a su cuerpo. Cerró los ojos. QuerÃa explorarla hasta el último lÃmite, acariciar cada pliegue de su piel, besar cada hueco o promontorio, llenarse de su sabor.
De alguna forma imposible consiguió decir:
â¿Tienes hambre?
âNo.
â¿Qué quieres...?
No le dejó terminar la pregunta.
âEnséñame tu casa âle pidió ella.
âBien.
Por una parte, se alegró de poder hacer algo. Por la otra, se sintió desnudo. Más de lo que estaba ella. SentÃa dos fuerzas poderosas y muy opuestas luchando dentro de sÃ.
La querÃa.
Se habÃa enamorado de un ángel.
Y eso implicaba respeto.
Pero ¿cómo anteponerlo al deseo?
âÃsta es la sala. âLa abarcó con su mano libre, mientras con la otra la retenÃa suavemente.
HabÃa quitado la fotografÃa de Pilar.
Y ahora se arrepentÃa.
âVen.
La condujo hasta el despacho que utilizaba para trabajar, con el ordenador, los discos, su pequeño universo personal. Luego pasaron por dos habitaciones pequeñas, una llena de trastos, maletas y cosas en desuso metidas en cajas, ordenadas, y otra con una cama individual. Lo penúltimo fue la cocina. Lo último el dormitorio principal, con la cama grande y arreglada.
Beatriz la miró.
Su rostro era indefinible.
SabÃa que si la besaba allÃ, su mundo sucumbirÃa, no habrÃa vuelta atrás.
Apretó las mandÃbulas.
âVolvamos a la sala âle pidió.
Lo hicieron, cogidos de la mano, él delante, ella detrás. Los ventanales ejercieron de espejo y reflejaron su imagen envuelta en aquel halo de provocadora sensualidad. Los pechos de Beatriz parecÃan querer taladrar la camiseta. Dos montañas circulares, dos promontorios puntiagudos, dos botones erectos. Rogelio volvió a mirarle los pies.
SucumbÃa.
Asà que, de alguna forma, quiso castigarse.
âHe quitado la fotografÃa de Pilar antes de que llegaras âle confesó.
No le preguntó por qué lo habÃa hecho.
Sólo le dijo:
â¿Puedo verla?
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Abrió el mueble situado entre las dos butacas y extrajo el marco con la fotografÃa de Pilar. La foto que siempre sostenÃa entre las manos. La foto con la que hablaba tan y tan a menudo. La foto que lo unÃa al pasado mientras buscaba la forma de proyectarse hacia el futuro.
Se la tendió a Beatriz.
Durante unos segundos, diez, quizá quince, ella la contempló, mitad seria, mitad apacible. Cuando acabó, lo miró, y sin devolvérsela, comentó:
âEra muy guapa.
âSà âmanifestó él.
âTuvo que ser duro, ¿verdad?
âAquel maldito loco borracho y sin carné... âChasqueó la lenguaâ. Murió al instante. No pude hacer nada, ni siquiera consolarla, ni decirle..., no sé, algo, lo que fuera. Creo que ni se enteró, lo cual no deja de ser un consuelo.