Sólo tú (22 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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—Es su vida.

—Es nuestro grupo. Hemos apostado por ellos con todo lo que teníamos.

Marcelo Novoa hizo una mueca con los labios sin dejar de mirarlo.

—Eres raro.

—¿Yo?

—Llevas en esto un montón de años y... ¿Nunca te has drogado?

—He pillado algún pedo, como todos, pero drogas no. ¿Las has probado tú?

—No es lo mío, pero yo soy mayor. Tú, en cambio...

—¿Yo qué?

—A las chicas les gusta, y en cualquier fiesta... —Soltó un bufido y agregó—: ¡Bah, a la mierda! ¿Qué habría pasado si le haces daño?

—No le pegué.

—Lo empujaste y lo tiraste al suelo.

—O sea que aún cree que me metí en donde no debía.

—Sí. ZQ está furioso.

—¿Y los otros?

—Hay disparidad de opiniones. Ellos te aprecian. Saben que si no fuera por ti...

—Entonces que respeten mis decisiones, y que sepan que si vuelvo a ver a uno fuera de lugar, haré lo mismo.

El dueño de Discos Karma sostuvo la mirada.

Se levantó cinco segundos después.

—Voy a ver si el concierto ha disparado las cifras de ventas esta mañana —se despidió de Rogelio.

 

 

Elisabet no podía creerlo.

—¿Me lo dices en serio?

—Sí.

—¿En pleno parque?

—Sí.

—¿Y así, sin más, de repente?

—Sí.

—¡Ay, la leche! —Tuvo que dejarse caer sobre la cama, como si sus piernas, de pronto, fueran incapaces de sostenerla.

Beatriz ocupó la silla.

—Tía, tía... —Su amiga empezó a reaccionar—. Esto es lo más fuerte que... Joder, joder...

—Tú misma me dijiste el sábado, después de que quedara con él, que había rollo.

—Ya, pero tan rápido... ¡Te has colgado de él!

—Y él de mí.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Te lo dijo?

—Le vi la cara y los ojos, y sobre todo, lo sentí al besarme.

—¡Mira la experta! ¿A cuántos tíos te has morreado tú, eh? ¿Y a cuántos has seducido o te han echado los tejos?

—Una sabe cuándo pasa algo.

—¡Yo me lo hice con aquel cretino, Germán!, ¿y qué? ¿Crees que vi la luz o algo así?

—Era distinto. Tú misma lo has dicho: un cretino.

—¡Pero esa noche no me lo pareció, y perdí el culo!

—Perdiste algo más que el culo —le recordó Beatriz.

—¡No me lo recuerdes! —se estremeció su amiga—. Cada vez que pienso en ello...

Había muchos fantasmas en torno a «la primera vez».

El más usual solía ser el rechazo, el dolor, el mal sabor de boca...

—Bueno, ¿vas a ser positiva o qué? —dijo Beatriz.

—¡Yo soy positiva!

—Pues dime algo agradable.

—¿No me ves la cara? ¡Me corroe la envida! ¡Tu Rogelio está inmenso! ¿Qué quieres más agradable que eso? ¡Te has enrollado con un tío de verdad!

—No me he «enrollado» con él.

—No, a ver. Os comisteis a besos por pasar el rato.

—Nadie se ha enrollado con nadie. Nos hemos... —Buscó la palabra adecuada, porque «enamorado», de pronto, se le antojó fuerte e inapropiada—. Nos hemos gustado el uno al otro y ya está.

—¿Ya está? Sabes lo que viene ahora, ¿no?

—Pues... sí.

—Llamadas, quedadas, decisiones...

—¿Qué decisiones?

—¿Crees que un tipo de treinta y ocho años se lo toma con calma? Querrá cama, rollo, y tú en eso...

—¿Por qué siempre corres tanto?

—¡Porque es lo que hay, tía! ¿Qué piensas hacer?

—Ver qué pasa.

—Si toma la iniciativa, te llevará a su terreno.

—No quiero pensar en nada, por favor. —Hizo un gesto de fastidio—. Déjame que lo disfrute tal cual, día a día.

—Por lo menos, un tío así sabe lo que quiere —ponderó Elisabet—. No es un niñato inseguro y tocapelotas.

—Yo no estoy tan segura —objetó ella.

—¿Qué quieres decir?

—Que en el fondo es un crío... Bueno, estaba más alucinado que yo. Ha debido de follar mucho, sí, ¿y qué? De sentimientos va perdido, y más conmigo.

—Te tendrá pánico.

—Más o menos. —Se echó a reír.

Tan feliz que Elisabet se lo notó.

—Mírala ella. —Levantó las dos manos, con las palmas hacia arriba, para mostrársela a un invisible testigo de su conversación—. ¡La mujer madura!

—Elisabet —calmó sus expansivos ataques de apasionada verborrea—, es sólo que me parece que ha ido un tanto perdido en estos últimos tiempos, o años, o meses, no sé. Es la impresión que da y la sensación que tengo. Su trabajo, su vida... Como si se hubiera movido en el vacío. No creo que lea nada, ni ame de verdad lo que hace, y quizá sí esté en esa crisis de los cuarenta que dicen. Me parece que tiene un enorme agujero en la cabeza y en el alma.

—¿Y tú vas a llenarlo?

—Lo llenará él solito. Si yo estoy a su lado y formo parte de eso, mejor. Mira —su tono se hizo dulce, lo mismo que su mirada—, lo único que sé es que desde el primer momento nos pasó, a los dos. En el parque, luego el sábado en el concierto, y finalmente, ayer de nuevo en el Turó. Esas cosas no pueden detenerse, ni razonarse, ni... ¡Pasó y ya está! ¡Y está pasando ahora! ¿Qué quieres que te diga, que estoy alucinada? ¡Lo estoy! ¿Y en una nube? ¡Pues sí! ¡Sólo quiero estar con él, verlo, oír su voz, besarlo y que me bese! No voy a pensar en nada más porque no quiero pensar en nada más. ¡Me siento viva!

Elisabet se incorporó.

Llegó hasta ella y la rodeó con los brazos.

—Entonces, adelante —musitó cerca de su cabeza, porque ella estaba de pie y Beatriz sentada—. Adelante y a por él.
Take no prisoners!

Tampoco era necesario que se lo dijera.

 

 

La llamada telefónica lo pilló concentrado escribiendo el modelo de correo electrónico de agradecimiento a todos los críticos por haber asistido al concierto del sábado. Y no importaba el trato dado al grupo. Sólo la cortesía. Comprobó el número y se encontró con el de su hermana Martina.

Le vino a la cabeza de golpe algo que tenía olvidado por completo: que Martina había llevado a Miguel a casa la noche pasada, mientras él flotaba en su nube personal, para presentarlo a sus padres.

Contestó de inmediato.

—¿Sí?

—Rogelio, soy yo.

—Ya, dime.

—Fue mejor de lo que esperaba.

—¿Cómo de mejor?

—Papá estuvo correcto y mamá muy en su sitio. No hubo cohetes, pero tampoco frialdad o mal ambiente.

Suspiró, aliviado, quitándose un inesperado peso de encima. Había temido que su padre gritara, la llamara loca, o se pasara con Miguel hasta el punto de humillarlo o...

Era capaz de eso y más.

—Cuéntame.

—Nada, llegamos y, de entrada, mamá se quedó muy impresionada, porque no la había avisado ni nada. Eso la desconcertó. Digamos que la obligué a comportarse como una señora y que se mantuviera en su papel. No tuvo tiempo de prepararse, ¿entiendes? Con esa pequeña batalla ganada, llegó el momento. Pasado lo inesperado de su presencia, le dije a papá que Miguel y yo estábamos saliendo juntos desde hacía un tiempo, y naturalmente captó la idea. Hablamos un rato, hizo de «padre de la novia», lo llenó de preguntas acerca de su trabajo, qué hacía, quién era... ¡Sólo le faltó preguntarle a quién votaba! Y así, de la manera más sencilla posible, Miguel sacó el tema de sus hijos. Hasta les mostró una fotografía. La niña de diez años es un ángel, y el chico de siete es guapísimo, ¿sabes? Mamá se enterneció. Papá mantuvo la seriedad, sin dejar de mirarme a mí. Pero entre mi cara de felicidad y la seriedad y el aplomo de Miguel creo que... En fin, que no hubo temporal ni tormenta. Acabamos hablando de su ex mujer y de la situación de sus hijos. ¡Lo impensado! Mi miedo se desvaneció por completo.

—Me alegro, de verdad.

—Puede que por dentro mamá siga pensando que me conformo con eso que me dijo, lo de ser «plato de segunda mesa», y que papá crea que me equivoco, ¡y hasta que haga investigar a Miguel, porque es capaz! Pero de momento, la corrección ha imperado y las aguas están tranquilas, lo cual, para mí, es más de lo que habría soñado.

—Y cuando se marchó él, ¿qué te dijeron?

—Era el segundo momento crucial de la noche, pero tres cuartos de lo mismo. Mamá, correctísima, me dijo que «parecía un buen hombre» y hasta agregó que, si era como él decía, «había tenido muy mala suerte en su matrimonio». Ya ves. Desde luego, la ex de Miguel es una especie de arpía, interesada, egoísta, a la que sólo mueve su propio beneficio y seguridad... En cuanto a papá... Me preguntó si era feliz, le dije que sí, y asintió con la cabeza. Tuve ganas de abrazarlo y darle un beso.

—¿No lo hiciste?

—Papá es un témpano.

Rogelio no pudo contener una risita.

—¿Ninguna referencia a la diferencia de edad?

—No.

Ni siquiera supo cómo dijo aquello.

—¿Qué dirían si yo me presentara con una chica de dieciocho años?

—¿Estás de broma? —dijo Martina—. Tendría la edad de María.

María.

No había pensado en ella. Una muerte a los tres años de edad, y de eso hacía quince, era tan sólo un recuerdo doloroso, lejano, cada vez más impreciso en el tiempo, aunque para sus padres siempre estaría presente, viva, mucho más que Marcos, Martina o él.

—Tú eres la hija predilecta, y yo, la oveja negra, recuerda —bromeó sin ganas.

—Porque siempre has estado en guerra con papá.

Era un tema a discutir.

Se quedó con la pregunta que Martina no había llegado a responder completamente, salvo por su comentario.

—Tengo que dejarte —se despidió ella—. Sólo quería decírtelo, y darte las gracias por comer ayer con nosotros. Fue muy importante para los dos.

—Cuídate.

—Claro.

Los dos colgaron al mismo tiempo.

Capítulo 14

IMÁGENES

 

 

 

El zumbido de su móvil la alertó más o menos a la misma hora que el día anterior había estado en el parque con él.

Llevaba mucho rato deseando llamarlo, pero había preferido esperar.

Esperar.

Tomó aire, intentó relajarse y cerró los ojos al descolgar, para concentrarse mejor en su imagen y su recuerdo.

—Hola.

—Hola.

Hubo una primera pausa, breve, como si de pronto tocara ordenar, o reordenar las ideas y las palabras.

—¿Qué tal?

—Bien.

—¿Tu examen...?

—Mejor no hablar de eso.

—¿Te ha ido mal? —La voz tuvo un deje de alarma.

—No, me ha ido bien, pero quieren que repita el de lengua dentro de un par de días.

—¿Por qué?

—Menos guapo, le dije de todo al imbécil que me da clase.

—Pero ¿repetir un examen...?

—O me suspendían, o me expedientaban, o... qué sé yo. Ahora para mí es una cuestión de orgullo, ¿sabes? Ese cabrón no me conoce. Aunque me deje las pestañas, voy a sacar nota.

—Entonces ¿no podremos vernos?

—Lo siento.

—Una escapada. Al parque.

—No seas malo.

—Necesito... —No supo cómo terminar su urgencia—. Bueno, es que no sé si sucedió de verdad, ¿entiendes?

—Sucedió.

—¿Estás segura?

—Ya lo creo. De los sueños te despiertas. Esto, en cambio...

Se produjo una segunda pausa, ésta más larga que la primera, y también más llena de evocaciones.

Algo muy lánguido flotó a través de la línea telefónica.

Hasta que Rogelio tomó la iniciativa.

—¿Estás bien?

—Sí, mucho. ¿Y tú?

—También.

—¿Sigue el shock?

—Claro.

—Fuerte.

—Muy fuerte.

—Te estoy grabando unas canciones para ponerte al día.

—Oh.

—Ya tengo unas cuantas escogidas, y muy variadas:
California
de John Mayall,
Both sides now
de Joni Mitchell,
Madman across the water
de Elton John,
Gypsy
y
Sara
de Fleetwood Mac,
Somebody to love
de Jefferson Airplane,
Avalon
de Roxy Music,
Find the cost of freedom
de Crosby, Stills & Nash,
Black water
de Doobie Brothers,
Running up that hill
de Kate Bush,
Solsbury Hill
de Peter Gabriel,
Babe I'm gonna leave you
de Led Zeppelin,
Do it again
de Steely Dan,
Blue lines
de Massive Attack,
Rooms on fire
de Stevie Nicks,
Layla
de Eric Clapton,
As the years go passing by
de Eric Burdon,
Like a rolling stone
de Bob Dylan,
Suzanne
de Leonard Cohen,
Magic bus
de los Who,
Nights in white satin
de Moody Blues,
A whiter shade of pale
de Procol Harum,
John Barleycorn must die
de Traffic,
The sun ain't gonna shine anymore
de Walker Brothers,
I'm not in love
de 10 C.C...

Finalmente, Rogelio no pudo evitar una limpia carcajada.

—¿Qué? —preguntó extrañada Beatriz.

—¿Me vas a pasar toda la historia de la música? —continuó alucinado.

—¡Son sólo unas canciones! ¡Tengo más de mil que considero básicas!

—¿Pretendes que haga un cursillo acelerado?

—No sé lo que va a durar esto, así que es mejor no dejarlo para después.

La tercera pausa.

—¿Por qué dices que no sabes cuánto durará esto?

—Porque no lo sé. —Fue sincera.

—¿No crees en el amor eterno y esas cosas?

—No.

—Muy dura.

—El amor es lo que tienes aquí y ahora. Lo importante es aprovecharlo. Si el aquí y ahora dura cuarenta años, perfecto. Si dura cuarenta días, lo mismo.

—Tú me pondrás al día en música, y yo a ti, en cuestiones vitales.

—¿Como cuáles?

—No sé, la vida, la experiencia, la necesidad de creer y apoyarte en algo...

—Entonces empieza.

—¿Por teléfono?

—Cuéntame cosas. —La voz de Beatriz se convirtió en un susurro.

—¿Qué clase de cosas?

—Tú sabrás. Las parejas se pasan horas hablando por teléfono.

—O en silencio, sin decir nada.

—Bueno.

Otra pausa, la más larga.

—Quiero besarte —dijo Rogelio.

—Hazlo.

—¿Así?

—Sí.

—¿Más?

—Más.

—Ayer fue muy... especial.

—Ya.

—Nunca...

—No lo digas.

—¿El qué?

—Que jamás habías besado de esa forma.

—Es cierto.

—No me mientas nunca, por favor.

—No tengo por qué hacerlo.

—Recuérdalo —dijo con el mismo tono susurrante.

—¿Por eso quieres que te cuente cosas?

—Quiero saber todas tus verdades.

—¿Qué clase de verdades?

—De ti, de tus amores...

—¿De mis amores?

—Por lo menos de uno, del que te marcó la vida y te dejó así.

Rogelio se sintió como si hubiera sido atravesado por una descarga eléctrica.

Beatriz lo comprendió.

Se aferró al teléfono, como si se hundiera y él fuese su único punto de contacto con la realidad, su tabla de salvación.

Quería salir corriendo, olvidarse de su examen y encontrarse con él.

—Murió —dijo entonces Rogelio.

 

 

No era necesario que pasara por el parque al salir del instituto, pero siempre lo hacía, dando un pequeño rodeo, para cruzar aquel territorio en el que se sentía unas veces pequeña, lo mismo que una planta o un insecto, y otras, como si fuera la dueña de su espacio.

La primavera todo lo sublimaba.

Y el inminente verano lo reafirmaba.

Llevaba la cámara en la mano, dispuesta, y a los pocos pasos ya disparó la primera instantánea. Una parejita de jóvenes que no llegaba a los veinte, con sus caritas de susto ocultas bajo la pátina de su desafío amoroso. A la segunda la pilló caminando, ejecutivo con corbata él, veintimuchos, enfermera de bata blanca ella, veintipocos. Quizá no tuvieran más que una hora para verse, sin siquiera comer, alimentándose de besos. Suficiente para ambos. A la tercera pareja la fotografió con el zoom, porque estaba sentada en uno de los bancos que flanqueaban el estanque. De nuevo jóvenes, mucho, tal vez demasiado, una quinceañera y un quinceañero. Hablaban como cotorras, y le habría encantado grabarlos.

¿De qué hablaban los enamorados de quince años?

¿Decían las mismas bobadas que los de veinte, treinta o cincuenta?

Lo extraordinario era que siempre hubiera alguien nuevo, más y más parejas. Sólo de vez en cuando, y a determinadas horas, algunas se repetían. Sólo muy de tarde en tarde veía a un hombre o a una mujer caminando solos por los caminos que antes habían compartido unidos. Y sólo una vez había fotografiado a un chico con dos parejas distintas con tres meses de diferencia.

No se detuvo para quemar ninguna foto.

Eso debería esperar.

Los tres lugares en los que se había besado con Rogelio, de pronto se le antojaban puertas del paraíso, escenarios únicos e irrepetibles. Una especie de cápsulas protegidas en las que todo era ya posible. Y el último, el contiguo a la salida, la hizo estremecer de pies a cabeza.

Salió del parque y apretó el paso.

No huía, aunque ahora comenzaba a sentir el dolor del amor, el de la ausencia, el de los pequeños recuerdos amontonados, el de la opresión en el pecho.

El primer miedo ante la propia vida.

 

 

Odiaba a Cervantes. Y menos mal que había sido manco, porque de lo contrario... ¿cuántas páginas habría tenido el dichoso
Quijote
?

Le costaba concentrarse, le costaba estudiar, pero ahora la motivación era muy fuerte. Nunca había sido excesivamente peleona. Tozuda, sí. Pero peleona hasta el punto de sentirse rabiosa... Quería ganar al maldito Buendía. Quería demostrarle quién era. Quería que se acordara de ella para los restos.

Iría a machacarla.

Dependía de sí misma que lo lograra o no.

Era su última contribución a la larga etapa escolar...

En cuanto oyó el primer zumbido del móvil, sin embargo, Cervantes, Buendía, la rabia..., todo desapareció de su mente.

Luego se calmó.

No era Rogelio. Era Gonzalo.

—Hola —dijo alargando la «a» con cansancio.

—Hola, Beatriz —cantó la voz de su amigo.

—Estoy estudiando. —La suya fue de fatiga.

—¿Te llamo el mes que viene?

—No, pero al menos dime algo agradable —continuó poniendo voz de dormida y de dolor de cabeza.

—Para mí lo es.

—¿Qué? —se animó.

—Nos besamos.

—¿En serio? —se despejó del todo.

—¡Sí!

—¿Con... Carlos?

—¿Con quién si no? ¿Crees que cambio de gusto de un día para otro?

—Pero ¿cómo fue? Pensaba que...

—El día que le dije que me gustaba, que estaba enamorado de él, lo dejé muy confundido. Me contestó que no era gay, que tal y cual, y como ya te dije, el único que tal vez no se diese cuenta de sus inclinaciones era él mismo. Sabes que me dejó muy mal sabor de boca. Pensaba que lo había perdido... No sé, han sido unos días muy raros. Pero finalmente, ayer vino a verme.

—¿Él a ti?

—Me dijo que estaba hecho un lío, que siempre había creído que le gustaban las chicas. Yo le dije que tal vez fuera bisexual, y se lo dije con toda naturalidad porque... bueno, estábamos serenos, calmados, hablando... Entonces me preguntó cómo lo había sabido yo, y le conté mis reacciones en la niñez, en la adolescencia, y que una vez, al besar a una chica, me quedé tan frío que... En fin, no quería que pensara que buscaba una excusa.

—Claro.

—Pero es que es la verdad. El primer beso con el que sentí algo fue... muy fuerte, ¿entiendes? Y era un chico. Se llamaba Sebastián.

—¿Entonces...?

—Me pidió que lo besara.

—¿Y?

—Le dije que si no ponía algo de su parte, no resultaría, porque un beso es algo compartido. No funciona si uno besa y el otro se deja besar. Así que me prometió entregarse.

—Lo hizo. —No fue una pregunta, sino una afirmación categórica.

—Beatriz... ¿que si lo hizo? Fue increíble.

—¿Qué dijo al separaros?

—Nada, pero por la cara vi que le había gustado. Estaba demasiado asustado para reconocerlo o echarse en mis brazos o pedirme otro. Respiró a fondo, asintió con la cabeza, despacio, un par de veces, y me dijo que necesitaba pensar en ello, y mucho. Así que me dio las gracias y se marchó.

—¿Así, sin más?

—¿Qué querías, que le pidiera ya un compromiso? Parecía muy emocionado. Tenía que digerirlo.

Beatriz se imaginó a Gonzalo, radiante, capaz de escribir una docena de canciones de amor, letra y música.

—Supongo que es un primer paso.

—Total.

No era amanerado. Nunca lo había sido. Nadie, salvo quizá otro gay, lo habría reconocido como tal. Pero esa última palabra le salió del alma con toda la ternura de su condición.

Ella sonrió.

—Parece que la primavera nos ha alterado la sangre a todos este año —aseguró.

—A Elisabet no.

—No seas malo.

—¿Has vuelto a verlo?

—Aún no.

—Si yo estoy cagadito de miedo, tú has de estar...

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