Sólo tú (24 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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—Del medio hacia adelante.

—Tendremos que pactar eso.

—¿Veremos la película?

—Por supuesto que la veremos. Yo no pago la pasta que vale una entrada para hacer en el cine lo que puedo hacer fuera.

—¿Qué más te gustaría hacer conmigo? —la provocó.

—Aún no lo he pensado. Te lo diré cuando te vea.

—Mañana por la tarde, después de tu examen.

—Sí.

—¿En el parque?

—Sí, a la misma hora.

—Tengo muchas ganas.

—Yo también. —La voz casi desapareció al hacerse más y más tenue.

Rogelio no quiso excitarse más.

—¿Y tu madre?

—Viendo la tele.

—¿No pueden oírte?

—No.

—¿Y tu hermana?

—Tampoco. ¿Tienes miedo?

—No.

—Sólo lo saben Elisabet y Gonzalo.

El nombre de su amigo lo hizo reaccionar.

—He visto lo que colgaste de él en YouTube.

—¿Y qué tal? —se animó ella volviendo a su tono más natural.

—Es muy bueno.

—Sí, ¿verdad?

—Más que bueno, es genial. ¿Tiene más canciones como ésa?

—La tira. —Parecía que acababa de hacerla muy feliz—. Bueno, menos mal que no se te ha estropeado el gusto con Brainglobalnoise y cosas así. ¡Podríais hacerle una prueba para tu compañía!

—Discos Karma no es ahora mismo lo mejor, ni edita ese tipo de música, y tampoco es cosa de que se precipite él o nos precipitemos nosotros, créeme.

—Pero si dices que es genial...

—Dame tiempo, ¿de acuerdo?

—Vale —pareció resignarse.

Otro silencio. La noche. La calma.

—Rogelio. —Beatriz recuperó su íntima dulzura.

—¿Qué?

—No te lo dije pero... gracias por hablarme de Pilar.

Ni siquiera sabía por qué lo había hecho.

Por más que ella le preguntara.

Pero se sentía libre después de ello.

—¿Tienes una foto suya en tu habitación? —musitó Beatriz a través del teléfono, envuelta en aquella inocencia que convertía todo, hasta lo más delicado, en algo natural.

 

 

Acababa de cortar la comunicación, después de casi una hora de charla telefónica con ella, cuando el nuevo zumbido lo sobresaltó por lo inesperado y por la hora. El amable letargo en el que se había sumido desapareció de golpe y fue substituido por la sombra de la sospecha. Sin saber el motivo, pensó en Amalia. La conversación de la tarde había sido todo menos tranquilizadora o cordial. Le daba miedo.

Demasiado miedo ahora que era feliz.

Comprobó el número.

Martina.

Su hermana llamándolo casi a medianoche, cuando ella era de las que se acostaba como mucho a las once porque madrugaba.

—¿Sí?

La andanada verbal lo asustó aún más.

—¡Rogelio, por Dios, llevas una hora al teléfono! ¿Dónde estás?

—En casa.

—¡Pero si ni siquiera has cogido el fijo!

—Estoy en mi habitación, y desde aquí ya sabes que no lo oigo... —Se dio cuenta del estado de excitación y desasosiego de su hermana y se olvidó de las explicaciones para preguntar—: ¿Qué pasa?

—Es papá... —Vaciló.

Pensó en ella y en Miguel, en una pelea, en un cambio de actitud respecto a su relación.

No en aquello.

—Ha tenido un infarto, Rogelio. Ven cuanto antes, por favor. Estamos en el Hospital de Barcelona...

Capítulo 16

CITAS

 

 

 

Se encontró a su padre en la calle, cuando iba a entrar en el edificio.

—¡Papá!

—Hola, tesoro. —El hombre le pasó un brazo por encima de los hombros, la besó en la mejilla y la atrajo contra sí unos segundos, hasta que la soltó para que ambos pudieran caminar libremente en dirección al ascensor—. ¿Qué tal ese dichoso examen?

—Bien, muy bien —proclamó con orgullo—. Se la he metido con vaselina al cabrón ese.

—Beatriz...

—¿Qué? Es la verdad. A ver cómo se lo monta para no ponerme algo más que nota. He estado brillante.

—Faltaría más —se burló él mientras miraba hacia arriba calculando lo que tardaría el aparato en llegar abajo.

—Oye, ¿tú de qué parte estás?

—Siempre de la tuya. —Puso las dos manos por delante, a modo de pantalla protectora—. Pero es que a veces olvido que eres Leo.

—Cállate, Escorpión.

El ascensor llegó al vestíbulo, entraron en él y subieron a su piso. Su padre sonreía de una forma especial, diferente, y lo notó.

—¿Qué te pasa?

—Te lo cuento en casa.

—Huy. —Puso cara de escepticismo.

—Tranquila.

Llegaron al rellano, abandonaron el camarín y él abrió la puerta. Mati todavía no había llegado. De la habitación de Teresa llegó una música atronadora, así que su dueña no se enteró de su presencia en la casa. Su padre la cogió entonces de la mano.

—Ven.

La condujo hasta la sala, y la hizo sentar en una de las butacas. Beatriz se sentía expectante, aunque no asustada ni con incertidumbres, porque su padre continuaba sonriendo y en sus ojos centelleaba una luz hermosa.

Dulce.

—¿Qué, qué? —lo apremió al ver que no decía nada.

—Mati está embarazada.

No fue un golpe, fue algo muy distinto, pero lo acusó igual.

Una maravillosa noticia que, sin embargo, implicaba muchas cosas.

De entrada, que iba a tener... un hermanastro.

De salida, que su madre, tal y como estaba, podía reaccionar de manera imprevisible.

—¿No dices nada?

—¿Qué quieres que diga? —Se sobrepuso.

—No sé, «enhorabuena, papá», «qué bien», «¿estáis contentos?», o... todo lo contrario, «estás loco», «a tus años», «¿cómo se te ocurre?»...

—¿Lo queríais?

—Lo queremos ahora. Antes ni lo pensábamos. Nos ha pillado por sorpresa.

—Entonces bien, ¿no?

—Cariño, esto no es algo que nos afecte sólo a Mati y a mí.

—¿Lo dices por mamá?

—No, por ella no, lo siento. —Fue tan sincero como categórico—. Lo digo por ti, por tus hermanas, y por la hija de Mati. Tu madre y yo nos divorciamos y eso acabó. En cambio, todas vosotras...

—Espero que esta vez hagas un chico —quiso bromear sintiéndose apurada.

Su padre la miró con algo más de gravedad.

Hasta que ella se puso en pie y lo abrazó fuerte, muy fuerte.

—Perdona, es que me has dejado...

—Es natural. Imagínate cómo estoy yo.

—Todo irá bien —suspiró ella.

—Me asusta mucho pensar en Luisa y en Carlota; sobre todo, en Carlota.

Beatriz se separó de él, pero no volvió a sentarse.

—Tarde o temprano reaccionará —dijo—. Cuando lo digiera.

—Han pasado muchos años. Tendría que haberlo hecho ya. —Su tono se hizo crepuscular—. Si supiera cuánto la echo de menos...

—Yo seré Leo y tú Escorpio, pero es que Carlota es Acuario, tozuda como una mula.

—Ésa era la noticia. —Hizo entrechocar sus manos—. Esperaba que vinieras para dártela en persona.

—Llama a mamá.

—No, díselo tú.

—Papá, al menos le debes eso. No hagas que se entere por mí, y menos, por cualquier otra persona.

—No puedo, Beatriz.

—No puedes pero debes hacerlo.

—¿Por qué?

—¡No lo sé, pero tienes que hacerlo! Ella sigue encerrada en casa, pensando en ti, como si fueras a volver.

—¿Por qué no lo pensó antes de perderme?

—No quiero hablar de eso. —Se estremeció con desagrado.

—La llamaré —se lo prometió.

—Bien.

Se quedaron unos segundos en silencio. La música continuaba inundando el ambiente, una especie de banda sonora procedente del excesivo volumen que emergía de la habitación de Teresa. Con toda seguridad, la chica seguía creyendo que aún estaba sola en casa.

—¿Cómo se lo ha tomado ella? —Beatriz movió la cabeza en dirección al pasillo.

—No estoy muy seguro. Por un lado, bien, pero me cuesta imaginar lo que pasa por su cabeza. Ya sabes cómo es la adolescencia.

—¡Oh, sí! —Asintió con la cabeza como si fuera una experta en el tema en lugar de alguien recién salido de esa etapa—. Voy a verla.

—Vale.

Abandonó la sala y fue hasta la puerta de la habitación de Teresa. Tuvo que golpearla un par de veces antes de que la música se apagara por completo.

—¡Pasa!

Metió la cabeza por el hueco. La cara de la chica cambió al verla. Parecía haber estado bailando desaforadamente, al ritmo de la música, porque estaba jadeando y sudada. O eso o hacía gimnasia.

—Ah, eres tú.

—Hola.

—Cierra, cierra —la apremió para que acabase de entrar—. Como me pille una corriente de aire sudando, me resfrío. ¿Qué hay?

—Acabo de saber la noticia. —Movió la cabeza en dirección a la sala.

—¿Han llegado?

—Mi padre sí, tu madre todavía no. —Aún se le hacía raro hablar así.

—Fuerte, ¿verdad?

—Yo he alucinado.

—Pues anda que yo... Porque, a fin de cuentas, será tan hermanastro tuyo como mío, pero donde vivirá será aquí. Imagínate. ¡Un crío en casa, lloreras, sarampiones, pañales...! —Se estremeció vivamente y sin ambages—. Me tocará pringar, seguro.

—No seas egoísta.

—Ya. Cuando me pidan que haga de canguro ya te llamaré para que me sustituyas o me vengas a ayudar, ¿vale?

—Hoy tengo un poco de prisa. Sólo quería ver cómo estabas.

—¡Con ganas de pillar una playa en vacaciones y olvidarme del mundo...!

Carlota y Teresa habrían sido amigas. Se parecían. Lástima que los abismos que impedían a su hermana pequeña perdonar a su padre no pudieran ser salvados.

—Cuida a tu madre —le dijo—. Los embarazos a ciertas edades suelen ser delicados.

—¡Encima! —Teresa se puso brazos en jarra.

 

 

Llegaba a su casa cuando sonó el móvil.

Rogelio.

Se detuvo en la calle, a menos de diez metros de la entrada, y tras mirar a su alrededor, para ver si estaba sola, contestó sintiendo un zumbido muy intenso en las sienes.

—Hola.

—Hola, cariño.

Cariño.

La primera vez que lo escuchaba de sus labios.

—Vaya —suspiró.

—Escucha, ha sucedido algo... —Él pasó por alto el comentario—. Esta tarde no podremos vernos.

Sintió que se quedaba sin aliento.

—¿Por qué?

—Anoche mi padre sufrió un infarto —se apresuró a tranquilizarla—. Parece estabilizado, fuera de peligro, pero han de pasar entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas para que estén seguros. Hemos ido toda la noche y lo que va de día de puto culo.

—Lo lamento.

—Lo sé, y también yo. Ha sido un aviso muy serio.

—¿Estás bien?

—Salvo por no haber dormido, sí.

—¿Vas a quedarte a su lado?

—También están mi hermano mayor y mi hermana, pero sí, supongo que me toca. Y no hago más que pensar en ti. Esto me ha dejado...

—No te sentirías cómodo estando conmigo con tu padre en el hospital.

—Claro, pero...

Calló de improviso, sin llegar a exteriorizar sus sentimientos. Beatriz se apartó un poco más de la puerta del edificio al ver salir a una de sus vecinas. Por suerte, enfiló calle arriba. No valía la pena hablarle de su examen. Ahora el mundo quedaba reducido a su pequeña y amarga realidad.

—Beatriz.

—Sí.

—Me gustas mucho.

—Bueno —susurró invadida por una oleada de calor.

—Te quiero.

El calor se hizo explosión solar.

Tuvo ganas de llorar.

Era la primera vez que alguien profería estas palabras refiriéndose a ella. La primera vez que recibía un impacto semejante. Jamás habría creído que le sucedería a ella, y menos tan pronto. Creía que, pese a su romanticismo, el amor le quedaba muy lejos, en mitad de un universo todavía por vislumbrar, por intuir.

Rogelio se desmenuzaba a través del teléfono.

—Sé que te parecerá extraño, precipitado, absurdo... pero te quiero, y necesitaba decírtelo.

—No me parece extraño. Aunque...

—¿Qué? —la apremió al ver que se detenía.

—Eres un antiguo. —Forzó una sonrisa que intentó ser firme.

—Supongo que sí.

—Y estás bajo el influjo de lo de tu padre.

—No es sólo por eso.

—Como diría el mío, «no la cagues».

Rogelio lo asimiló.

—No pienso hacerlo —dijo.

—¿Me llamarás?

—Esta tarde o esta noche. Si no, mañana.

—Podría llamarte yo, pero me da miedo pillarte en mal momento.

—Lo del parque parece tan lejano...

—Sí.

—Necesito...

—Yo también.

—¿Te molesta que te haya dicho que te quiero?

—No.

—Entonces te lo diré otra vez: te quiero.

—Quiero que me lo digas mirándome a los ojos.

—Lo haré. —Su respiración cambió de intensidad—. Tengo que dejarte. He salido un momento para llamarte porque en la habitación no podía y en los pasillos está prohibido.

—Vale.

—Te quiero —le dijo por tercera vez.

Se lo pensó un momento.

Breve.

Hasta que se rindió.

—Yo también, cariño.

 

 

El teléfono sonó no mucho después de que acabaran de comer.

Beatriz no quiso cogerlo. Sabía que era su padre. Temía tanto el momento como lo esperaba. Lo temía por ella, por su madre, por el golpe definitivo que la noticia le asestaría. Pero lo esperaba porque quizá reaccionase y se enfrentase a la vida de una vez. Casi era mejor que lo odiara, con todas sus fuerzas, a que se consumiera en aquel dolor eterno y más y más amargo.

—¡Beatriz! —la oyó llamar.

Corrió sin hacer ruido y sólo pudo meterse en el cuarto de baño. Con la puerta entornada, mientras el timbre desgranaba su tercera llamada, le respondió:

—¡Estoy en el lavabo, no puedo!

Contuvo la respiración.

Cuarto tono.

Quinto.

Su madre descolgó el inalámbrico antes de que estallara el sexto.

Entonces cerró la puerta y ya no quiso escuchar nada más.

Se sentó en la taza y se dobló sobre sí misma hasta taparse los oídos con las manos. Para aislarse aún más, canturreó una canción. Se preguntó cómo se lo diría él, cómo lo recibiría ella, si discutirían por teléfono, si se pelearían, si habría lágrimas... Su padre no era como otros, se portaba bien, les pasaba el dinero prometido, cumplía.

Las quería, por más que Luisa se mantuviera a la defensiva y Carlota lo rechazara visceralmente.

—Papá, por favor... —suplicó—. Por favor...

Apartó las manos de los oídos. Hasta ella no llegó el menor sonido. Por si acaso, pulsó el vaciador de la cisterna. La caída del agua primero, y el siseo de la misma al volver a llenarse, ocuparon su entorno durante los siguientes quince segundos. Se puso en pie y se lavó las manos. Todo impulsivo. Todo mecánico.

Ni siquiera se lo había dicho a Carlota, porque tal y como estaban las cosas, era asunto de su madre.

Cuando ya no pudo más, tres o cuatro minutos después, entreabrió la puerta del cuarto de baño.

Nada.

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