Sólo tú (28 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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Cuarta parte

LAS CONSECUENCIAS

 

 

 

El amor necesita un corazón

y yo necesito saber

si el amor necesita un corazón

como el mío.

 

Love needs a heart
, J
ACKSON
B
ROWNE

Capítulo 19

ECOS

 

 

 

No detuvo la moto delante de su casa. Lo hizo en la esquina, en la parada de taxis de la plaza, vacía a aquella hora. Cuando se quitaron los cascos, ella agitó la cabeza y liberó el pelo. Dejó su casco en el asiento de atrás, y antes de que él hiciera lo mismo, lo abrazó y lo besó.

La claridad del día era hermosa.

Un día cálido, presidido por un radiante cielo azul que de momento aún era cárdeno.

—No digas nada —le susurró al oído.

—Yo...

—Sssh... —Le tapó la boca con la suya.

El último beso fue el de la entrega.

La rendición.

Luego ella se separó de él y echó a correr, dobló la esquina y se perdió calle Johann Sebastian Bach arriba.

No volvió la vista atrás ni se detuvo. Corrió y corrió hasta alcanzar el portal. Todavía sentía la ropa ligeramente húmeda. Pero más lo estaba su cuerpo. Húmedo y al mismo tiempo sediento. Cada vez que lo tocaba, experimentaba aquella sensación, como si pudiera derretirse. De pronto era como una ciega que abría los ojos y veía por primera vez la luz, los colores.

Quería más.

Insaciable.

Subió en el ascensor, llegó a su rellano y abrió la puerta con sumo cuidado. Una vez dentro, se dirigió a su habitación. Volvió a sentir aquel miedo irracional, casi convertido en culpa, como si realmente llevara escrito en el rostro lo que acababa de hacer. Iba a meterse en su cuarto cuando la alcanzó la voz de su madre.

Sólo la voz.

—¿Beatriz?

—Sí, mamá. —Se resignó a lo inevitable.

Una pausa.

Un lamento.

—Vaya horas, por Dios...

—Tranquila.

No hubo más. Logró sentirse a salvo. Se desnudó lo más rápido que pudo y renunció a ir al cuarto de baño. Había orinado en casa de Rogelio, y desde luego no quería lavarse, ni tan sólo los dientes. Necesitaba sentirse impregnada de él, y notarlo en su boca.

Se acostó desnuda.

Ni siquiera habría soportado un pijama.

Desnuda para cerrar los ojos e imaginarse en su cama, o a Rogelio a su lado allí.

Había salido de su casa hacía mil años, y ahora ya nada era como antes, se trataba de otro tiempo, y tampoco era la misma. Al igual que el día del parque, el de los tres besos, el de la revelación y el descubrimiento, estaba ante un nuevo amanecer. No tenía sueño, estaba desvelada, ansiosa, nerviosa, pero aunque lo hubiera tenido, no habría dormido. Quería recordar cada detalle para hacerlo inmortal y eterno. Quería gritar y llorar.

Quería...

Todo.

Sonrió y estiró su cuerpo con pereza.

Luego susurró su nombre:

—Rogelio.

 

 

Beatriz se había ido hacía no menos de cinco minutos y Rogelio todavía seguía allí.

En la esquina de Johann Sebastian Bach, mirando la calle, mirando el portal por el que ella había desaparecido, imaginándosela en su pequeño mundo, desnudándose, acostándose.

Su mente era un torbellino.

Si echaba la vista atrás, en las últimas horas, desde el instante en que ella le había sugerido ir a su casa hasta este momento, lo sucedido se le antojaba tan mágico como irreal, porque Beatriz seguía resultándole irreal, demasiado buena para ser verdad, demasiado increíble para imaginar que aquello le estuviese sucediendo a él, demasiado perfecta para una vida imperfecta como la suya.

Había hecho el amor con una adolescente.

Se lo repetía una y otra vez, y el susto aumentaba.

La sensación se apoderaba de él.

Su fortaleza naufragó.

—Estás colado —se dijo—. Y ella también.

Colado.

Se había resistido. Le ganó una primera batalla al deseo. Casi lo había logrado.

Casi.

Después...

—No es la edad —se repitió en voz alta—. Es algo más. Está viva y es auténtica.

Si vivía, se lo debería a Beatriz. Si caía, la arrastraría.

Y eso sí sería imperdonable.

—Respira. —Llevó aire a sus pulmones—. Calma. Ahora no pienses, porque no puedes ser ecuánime estando tan lleno de ella. Respira...

Y respiró.

Más y más.

El amanecer brillaba. En un día normal y corriente, el tráfico ya sería implacable, sobre todo la corriente que subía por Ganduxer. En sábado, en cambio, no circulaba ningún coche, nada alteraba aquella paz casi idílica. Ningún caminante se dirigía a su trabajo. Ninguna tienda subía prematuramente la persiana.

Era el único habitante de aquel reino.

Volvió a la moto.

Si iba a su casa y se acostaba, aunque no durmiera, quizá recuperase los olores, los sabores, las sensaciones.

Quizá la sábana todavía retuviera el calor de Beatriz.

Guardó en el maletero de la poderosa moto el casco que ella había utilizado. Se encasquetó el suyo. Luego la puso en marcha y el motor tronó emitiendo un poderoso rugido.

Enfiló Johann Sebastian Bach arriba.

Pasó por delante de la casa del oscuro objeto de su deseo.

Pronunció cuatro palabras:

—Buenos días, mi amor.

Y se alejó igual que un ladrón, hasta acelerar Calvet abajo hecho una furia.

 

 

Elisabet la metió en su habitación a empellones. Más que eso: la empujó sobre la cama, como si temiera que ella se escapara. Podían haber hablado en la calle, con mayor libertad, pero su amiga no quiso perder ni un segundo. Faltaba demasiado poco para la hora de sus respectivas comidas. Su rostro estaba atravesado por una suerte de expectativas marcadas por la avidez y la fascinación.

—¿Qué? ¿Qué? —Aumentó el tono con la segunda palabra.

—Bien. —No sabía de qué manera contárselo Beatriz.

—¿Sólo bien? ¡No jorobes, tía! ¡Venga, suéltalo ya! ¿Lo hicisteis?

—¿Por qué tenía que hacerlo?

—¡Fuiste a su casa, y llegaste empapada, acabas de decírmelo! ¡No me vengas con chorradas ni te hagas la interesante!, ¿vale?

—No me hago la interesante, pero es que aún me cuesta hablar de según qué cosas.

—¡Eh, eh! —Se le puso delante, en una postura muy ridícula, con las rodillas dobladas y el cuerpo ladeado, y agitó las dos manos en alto—. ¡Soy-yo-o, tuam-mi-ga!

Beatriz se rindió.

Era cierto, no quería hacerse la interesante, es que todavía sentía aquel pudor.

Contar lo más íntimo de una vida siempre resultaba delicado.

—Lo hicimos.

—¿Sí? —Elisabet abrió unos ojos como platos.

—¡Sí, lo hicimos! ¡Tres veces!

Las pupilas casi se le cayeron de las órbitas.

—¡Ay, la leche! —Tuvo que dejarse caer de rodillas al suelo, delante de ella—. Tía, tía, tía... ¿En serio? —La miró con el mayor de los respetos y mucha envidia.

—Sí.

Soltó una bocanada de aire.

—Detalles —pidió.

—¡Venga ya!

—¡No vas a dejarme a medias! ¿Qué te hizo? ¿Qué le hiciste?

—Pero ¿estás loca?

—¡Joder, tiene treinta y ocho años, no es un pardillo, seguro que sabe la tira!

—Fue genial. —Abrió las manos como si eso fuera todo.

—¿Tuviste un orgasmo?

—¡Hala!

—¿Lo tuviste o no?

—Sí. —Se puso un poco roja.

—¿En serio?

—La tercera vez, esta mañana.

—Dios, Dios, Dios... ¿Te lo hizo con la boca?

—Sí. Me corrí..., bueno, ha sido cuando..., y luego lo ha hecho él.

—¿Es bueno?

—¡Y yo qué sé!

—Has flipado, ¿no?

—Mucho.

—Entonces es bueno. —Cerró los puños como si se dispusiese a animar a su equipo para ayudarlo a marcar o celebrara ya el gol—. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

—También es muy dulce, Elisabet. Dulce y tierno. Cuando me mira con esa carita de no creérselo...

—Hostia, lo colada que estás —suspiró su amiga.

—Es que lo que siento es muy fuerte.

—No irá de listo, ni de ligón, ni...

—No.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo veo en sus ojos. Estaba tan muerto de miedo como yo. O más. Cuando le dije que era virgen, casi no lo hace.

—¿Se lo dijiste?

—Sí.

—O sea que volvió a salir el tema de la edad.

—Para él aún soy menor de edad.

—Serás menor de edad, pero eres una tía de pies a cabeza, y centrada. Rogelio ha tenido suerte de pillarte. Bueno, y tú también de pillarlo a él.

—No hables de suerte. Es amor. El sexo necesita amor.

—¡No seas tan romántica!

Elisabet se detuvo al ver la humedad en sus ojos.

—¡Eh, eh! ¿Qué pasa? —Se incorporó y se sentó en la cama, a su lado, para abrazarla.

—Es que casi no puedo ni respirar —le confesó Beatriz.

—¡No puedo respirar yo, y sólo me lo estás contando!

La hizo reír. Un poco. Lo suficiente para que no naufragara en mitad de sus emociones.

—Ha sido todo muy repentino, y muy fuerte, ¿entiendes? Ni yo puedo creer lo que me está pasando, y mucho menos lo que he hecho. No me reconozco. De repente, soy como dos personas, una que mira a la otra desde el exterior, y la que está dentro, aturdida, sin entender demasiado...

—Sí que lo entiendes.

Beatriz unió los labios formando una O y expulsó una larga bocanada de aire, igual que si estuviera hiperventilando. Elisabet continuó pasándole un brazo por encima de los hombros. Con la otra mano le sujetó las suyas, que las tenía unidas en su regazo.

—¿Es tan cariñoso y dulce como dices o le ves todas las cualidades habidas y por haber?

—Lo es. Me lo ha hecho como... como si temiera que yo fuera a romperme.

—¿Y tú?

—Yo he hecho cosas que jamás habría imaginado, que no sé ni de dónde las he sacado o cómo he podido... Me sentía tan libre... Tan entregada y libre...

—Ese tipo te quiere —asintió Elisabet—. Otro habría ido a saco, pasando de todo. Te quiere y seguro que está como tú de asustado.

—Quizá eso es lo que me aterra.

—No te entiendo.

—Que siga viéndome como una adolescente, no como una mujer.

—Se le pasará en dos días. Dale tiempo.

—La duda se domina y se vence actuando. La culpa no. La culpa tiene que ver con muchas cosas, y todas son malas si no se apartan de uno y se superan. —Hizo un gesto de impotencia—. Dios..., cuando estamos juntos es todo tan... intenso, tan fuerte... —Volvió a soltar una bocanada de aire aprisionado en su pecho—. Esta mañana yo flotaba. En cambio ahora...

—Aceptar lo que te está pasando no es fácil. Te acaba de cambiar toda la vida.

—¿Y si hemos ido demasiado de prisa?

—Una no va de prisa o despacio. Simplemente va de acuerdo a las circunstancias. Anoche todo te fue de cara, para bien o para mal. La lluvia, su casa... Yo diría que fue inevitable. Y tal vez sea mejor así. No has tenido tiempo de pensar. Ni él tampoco. Ahora ya sabéis dónde estáis.

—¿Y dónde estamos?

—Viviendo un sueño.

—Los sueños siempre son efímeros. Uno acaba despertándose.

—Pero sin sueños nadie podría vivir, ni dormir. Todo el mundo quiere soñar, de una forma u otra.

Beatriz se apoyó en la pared.

Les sobrevino un breve silencio.

—Vas a tener que ser muy fuerte —lo interrumpió Elisabet.

—¿Por qué? —la miró dudosa su amiga.

—Porque me parece que de los dos, tú eres la que realmente sabe lo que quiere, aunque lo dudes —aseguró Elisabet haciendo gala de gran serenidad.

 

 

La comida del sábado era distinta, por un lado silenciosa, por el otro, triste. No habían querido anularla, aunque tampoco se celebraba en casa, sino en el comedor del hospital. Su madre se había empeñado en mantener la costumbre de comer todos juntos en honor al cabeza de familia, que aguardaba en una de las habitaciones del edificio. En un par de días ya estaría en casa.

Aunque ya nada fuese lo mismo.

No había ninguna silla vacía, pero eso era lo de menos. El recuerdo del que faltaba seguía muy vivo, muy presente.

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