Authors: Jordi Sierra i Fabra
LAS CONSECUENCIAS
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El amor necesita un corazón
y yo necesito saber
si el amor necesita un corazón
como el mÃo.
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Love needs a heart
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ACKSON
B
ROWNE
ECOS
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No detuvo la moto delante de su casa. Lo hizo en la esquina, en la parada de taxis de la plaza, vacÃa a aquella hora. Cuando se quitaron los cascos, ella agitó la cabeza y liberó el pelo. Dejó su casco en el asiento de atrás, y antes de que él hiciera lo mismo, lo abrazó y lo besó.
La claridad del dÃa era hermosa.
Un dÃa cálido, presidido por un radiante cielo azul que de momento aún era cárdeno.
âNo digas nada âle susurró al oÃdo.
âYo...
âSssh... âLe tapó la boca con la suya.
El último beso fue el de la entrega.
La rendición.
Luego ella se separó de él y echó a correr, dobló la esquina y se perdió calle Johann Sebastian Bach arriba.
No volvió la vista atrás ni se detuvo. Corrió y corrió hasta alcanzar el portal. TodavÃa sentÃa la ropa ligeramente húmeda. Pero más lo estaba su cuerpo. Húmedo y al mismo tiempo sediento. Cada vez que lo tocaba, experimentaba aquella sensación, como si pudiera derretirse. De pronto era como una ciega que abrÃa los ojos y veÃa por primera vez la luz, los colores.
QuerÃa más.
Insaciable.
Subió en el ascensor, llegó a su rellano y abrió la puerta con sumo cuidado. Una vez dentro, se dirigió a su habitación. Volvió a sentir aquel miedo irracional, casi convertido en culpa, como si realmente llevara escrito en el rostro lo que acababa de hacer. Iba a meterse en su cuarto cuando la alcanzó la voz de su madre.
Sólo la voz.
â¿Beatriz?
âSÃ, mamá. âSe resignó a lo inevitable.
Una pausa.
Un lamento.
âVaya horas, por Dios...
âTranquila.
No hubo más. Logró sentirse a salvo. Se desnudó lo más rápido que pudo y renunció a ir al cuarto de baño. HabÃa orinado en casa de Rogelio, y desde luego no querÃa lavarse, ni tan sólo los dientes. Necesitaba sentirse impregnada de él, y notarlo en su boca.
Se acostó desnuda.
Ni siquiera habrÃa soportado un pijama.
Desnuda para cerrar los ojos e imaginarse en su cama, o a Rogelio a su lado allÃ.
HabÃa salido de su casa hacÃa mil años, y ahora ya nada era como antes, se trataba de otro tiempo, y tampoco era la misma. Al igual que el dÃa del parque, el de los tres besos, el de la revelación y el descubrimiento, estaba ante un nuevo amanecer. No tenÃa sueño, estaba desvelada, ansiosa, nerviosa, pero aunque lo hubiera tenido, no habrÃa dormido. QuerÃa recordar cada detalle para hacerlo inmortal y eterno. QuerÃa gritar y llorar.
QuerÃa...
Todo.
Sonrió y estiró su cuerpo con pereza.
Luego susurró su nombre:
âRogelio.
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Beatriz se habÃa ido hacÃa no menos de cinco minutos y Rogelio todavÃa seguÃa allÃ.
En la esquina de Johann Sebastian Bach, mirando la calle, mirando el portal por el que ella habÃa desaparecido, imaginándosela en su pequeño mundo, desnudándose, acostándose.
Su mente era un torbellino.
Si echaba la vista atrás, en las últimas horas, desde el instante en que ella le habÃa sugerido ir a su casa hasta este momento, lo sucedido se le antojaba tan mágico como irreal, porque Beatriz seguÃa resultándole irreal, demasiado buena para ser verdad, demasiado increÃble para imaginar que aquello le estuviese sucediendo a él, demasiado perfecta para una vida imperfecta como la suya.
HabÃa hecho el amor con una adolescente.
Se lo repetÃa una y otra vez, y el susto aumentaba.
La sensación se apoderaba de él.
Su fortaleza naufragó.
âEstás colado âse dijoâ. Y ella también.
Colado.
Se habÃa resistido. Le ganó una primera batalla al deseo. Casi lo habÃa logrado.
Casi.
Después...
âNo es la edad âse repitió en voz altaâ. Es algo más. Está viva y es auténtica.
Si vivÃa, se lo deberÃa a Beatriz. Si caÃa, la arrastrarÃa.
Y eso sà serÃa imperdonable.
âRespira. âLlevó aire a sus pulmonesâ. Calma. Ahora no pienses, porque no puedes ser ecuánime estando tan lleno de ella. Respira...
Y respiró.
Más y más.
El amanecer brillaba. En un dÃa normal y corriente, el tráfico ya serÃa implacable, sobre todo la corriente que subÃa por Ganduxer. En sábado, en cambio, no circulaba ningún coche, nada alteraba aquella paz casi idÃlica. Ningún caminante se dirigÃa a su trabajo. Ninguna tienda subÃa prematuramente la persiana.
Era el único habitante de aquel reino.
Volvió a la moto.
Si iba a su casa y se acostaba, aunque no durmiera, quizá recuperase los olores, los sabores, las sensaciones.
Quizá la sábana todavÃa retuviera el calor de Beatriz.
Guardó en el maletero de la poderosa moto el casco que ella habÃa utilizado. Se encasquetó el suyo. Luego la puso en marcha y el motor tronó emitiendo un poderoso rugido.
Enfiló Johann Sebastian Bach arriba.
Pasó por delante de la casa del oscuro objeto de su deseo.
Pronunció cuatro palabras:
âBuenos dÃas, mi amor.
Y se alejó igual que un ladrón, hasta acelerar Calvet abajo hecho una furia.
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Elisabet la metió en su habitación a empellones. Más que eso: la empujó sobre la cama, como si temiera que ella se escapara. PodÃan haber hablado en la calle, con mayor libertad, pero su amiga no quiso perder ni un segundo. Faltaba demasiado poco para la hora de sus respectivas comidas. Su rostro estaba atravesado por una suerte de expectativas marcadas por la avidez y la fascinación.
â¿Qué? ¿Qué? âAumentó el tono con la segunda palabra.
âBien. âNo sabÃa de qué manera contárselo Beatriz.
â¿Sólo bien? ¡No jorobes, tÃa! ¡Venga, suéltalo ya! ¿Lo hicisteis?
â¿Por qué tenÃa que hacerlo?
â¡Fuiste a su casa, y llegaste empapada, acabas de decÃrmelo! ¡No me vengas con chorradas ni te hagas la interesante!, ¿vale?
âNo me hago la interesante, pero es que aún me cuesta hablar de según qué cosas.
â¡Eh, eh! âSe le puso delante, en una postura muy ridÃcula, con las rodillas dobladas y el cuerpo ladeado, y agitó las dos manos en altoâ. ¡Soy-yo-o, tuam-mi-ga!
Beatriz se rindió.
Era cierto, no querÃa hacerse la interesante, es que todavÃa sentÃa aquel pudor.
Contar lo más Ãntimo de una vida siempre resultaba delicado.
âLo hicimos.
â¿SÃ? âElisabet abrió unos ojos como platos.
â¡SÃ, lo hicimos! ¡Tres veces!
Las pupilas casi se le cayeron de las órbitas.
â¡Ay, la leche! âTuvo que dejarse caer de rodillas al suelo, delante de ellaâ. TÃa, tÃa, tÃa... ¿En serio? âLa miró con el mayor de los respetos y mucha envidia.
âSÃ.
Soltó una bocanada de aire.
âDetalles âpidió.
â¡Venga ya!
â¡No vas a dejarme a medias! ¿Qué te hizo? ¿Qué le hiciste?
âPero ¿estás loca?
â¡Joder, tiene treinta y ocho años, no es un pardillo, seguro que sabe la tira!
âFue genial. âAbrió las manos como si eso fuera todo.
â¿Tuviste un orgasmo?
â¡Hala!
â¿Lo tuviste o no?
âSÃ. âSe puso un poco roja.
â¿En serio?
âLa tercera vez, esta mañana.
âDios, Dios, Dios... ¿Te lo hizo con la boca?
âSÃ. Me corrÃ..., bueno, ha sido cuando..., y luego lo ha hecho él.
â¿Es bueno?
â¡Y yo qué sé!
âHas flipado, ¿no?
âMucho.
âEntonces es bueno. âCerró los puños como si se dispusiese a animar a su equipo para ayudarlo a marcar o celebrara ya el golâ. ¡Lo sabÃa! ¡Lo sabÃa!
âTambién es muy dulce, Elisabet. Dulce y tierno. Cuando me mira con esa carita de no creérselo...
âHostia, lo colada que estás âsuspiró su amiga.
âEs que lo que siento es muy fuerte.
âNo irá de listo, ni de ligón, ni...
âNo.
â¿Cómo lo sabes?
âLo veo en sus ojos. Estaba tan muerto de miedo como yo. O más. Cuando le dije que era virgen, casi no lo hace.
â¿Se lo dijiste?
âSÃ.
âO sea que volvió a salir el tema de la edad.
âPara él aún soy menor de edad.
âSerás menor de edad, pero eres una tÃa de pies a cabeza, y centrada. Rogelio ha tenido suerte de pillarte. Bueno, y tú también de pillarlo a él.
âNo hables de suerte. Es amor. El sexo necesita amor.
â¡No seas tan romántica!
Elisabet se detuvo al ver la humedad en sus ojos.
â¡Eh, eh! ¿Qué pasa? âSe incorporó y se sentó en la cama, a su lado, para abrazarla.
âEs que casi no puedo ni respirar âle confesó Beatriz.
â¡No puedo respirar yo, y sólo me lo estás contando!
La hizo reÃr. Un poco. Lo suficiente para que no naufragara en mitad de sus emociones.
âHa sido todo muy repentino, y muy fuerte, ¿entiendes? Ni yo puedo creer lo que me está pasando, y mucho menos lo que he hecho. No me reconozco. De repente, soy como dos personas, una que mira a la otra desde el exterior, y la que está dentro, aturdida, sin entender demasiado...
âSÃ que lo entiendes.
Beatriz unió los labios formando una O y expulsó una larga bocanada de aire, igual que si estuviera hiperventilando. Elisabet continuó pasándole un brazo por encima de los hombros. Con la otra mano le sujetó las suyas, que las tenÃa unidas en su regazo.
â¿Es tan cariñoso y dulce como dices o le ves todas las cualidades habidas y por haber?
âLo es. Me lo ha hecho como... como si temiera que yo fuera a romperme.
â¿Y tú?
âYo he hecho cosas que jamás habrÃa imaginado, que no sé ni de dónde las he sacado o cómo he podido... Me sentÃa tan libre... Tan entregada y libre...
âEse tipo te quiere âasintió Elisabetâ. Otro habrÃa ido a saco, pasando de todo. Te quiere y seguro que está como tú de asustado.
âQuizá eso es lo que me aterra.
âNo te entiendo.
âQue siga viéndome como una adolescente, no como una mujer.
âSe le pasará en dos dÃas. Dale tiempo.
âLa duda se domina y se vence actuando. La culpa no. La culpa tiene que ver con muchas cosas, y todas son malas si no se apartan de uno y se superan. âHizo un gesto de impotenciaâ. Dios..., cuando estamos juntos es todo tan... intenso, tan fuerte... âVolvió a soltar una bocanada de aire aprisionado en su pechoâ. Esta mañana yo flotaba. En cambio ahora...
âAceptar lo que te está pasando no es fácil. Te acaba de cambiar toda la vida.
â¿Y si hemos ido demasiado de prisa?
âUna no va de prisa o despacio. Simplemente va de acuerdo a las circunstancias. Anoche todo te fue de cara, para bien o para mal. La lluvia, su casa... Yo dirÃa que fue inevitable. Y tal vez sea mejor asÃ. No has tenido tiempo de pensar. Ni él tampoco. Ahora ya sabéis dónde estáis.
â¿Y dónde estamos?
âViviendo un sueño.
âLos sueños siempre son efÃmeros. Uno acaba despertándose.
âPero sin sueños nadie podrÃa vivir, ni dormir. Todo el mundo quiere soñar, de una forma u otra.
Beatriz se apoyó en la pared.
Les sobrevino un breve silencio.
âVas a tener que ser muy fuerte âlo interrumpió Elisabet.
â¿Por qué? âla miró dudosa su amiga.
âPorque me parece que de los dos, tú eres la que realmente sabe lo que quiere, aunque lo dudes âaseguró Elisabet haciendo gala de gran serenidad.
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La comida del sábado era distinta, por un lado silenciosa, por el otro, triste. No habÃan querido anularla, aunque tampoco se celebraba en casa, sino en el comedor del hospital. Su madre se habÃa empeñado en mantener la costumbre de comer todos juntos en honor al cabeza de familia, que aguardaba en una de las habitaciones del edificio. En un par de dÃas ya estarÃa en casa.
Aunque ya nada fuese lo mismo.
No habÃa ninguna silla vacÃa, pero eso era lo de menos. El recuerdo del que faltaba seguÃa muy vivo, muy presente.