Sólo tú (30 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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—Que no.

—Rogelio... —Volvió a enfocarlo.

—¡Que no!

—¿Crees que las colgaré en Internet o algo así?

—No, pero...

Beatriz seguía de pie. Desde abajo, Rogelio la contempló como si fuera una diosa repentinamente perversa. Ella lo descubrió frágil.

—A mí no me importa que el hombre que amo me fotografíe desnuda.

—Entonces dame la cámara.

—¿Quieres?

—Sí.

—Vale. —Se la tendió—. Si te portas bien, te las mandaré por mail.

—¿No tienes miedo?

—¿De ti? No. ¿Por qué iba a tenerlo?

—Puedo ser malo.

—Todos podemos ser malos. En la medida que resistamos podremos descubrir que somos mejores.

Le tomó una primera foto desde abajo.

—Tiéndete —le pidió.

Beatriz lo obedeció. Ni siquiera posó o pretendió ser voluptuosa. Sólo se quedó quieta, dejándose acariciar por la cámara y por la mirada de Rogelio. De repente necesitaba sentirse libre, y aquellas fotografías marcaban un nuevo límite de esa libertad. Rogelio le tomó imágenes de su rostro, su cuerpo, su sexo...

Hasta que ella le cogió de nuevo la cámara de entre las manos.

Y lo enfocó.

De medio cuerpo para arriba.

Rogelio se inclinó para besarla y ella lo recibió con avidez.

Dejó la cámara a un lado para poder abrazarlo.

—Me has dado la vida —le susurró él al oído.

—Y tú a mí.

—No, tú ya estabas viva antes.

Beatriz le acarició la mejilla, le pasó una mano por el pelo, hundió los dedos en su nuca.

—A veces, uno está muerto sin saberlo —musitó—. Yo lo estaba hasta que te conocí. Muerta y perdida. No sé por qué, ni la razón, ni si son las personas o nuestras químicas que de pronto se disparan. No tengo ni idea, pero ahora me siento viva, y tan fuerte... El amor es una completa locura.

—Yo me estaba acartonando. Me sentía perdido. Ya ni siquiera me reía.

—Bueno, dame tu seriedad y yo a cambio te daré mi risa.

—Eres tan inocente...

—¿Y tú?

—Yo siempre he sido un egoísta.

—Entonces es hora de que empieces a compartir. —Una vez más se incorporó de la cama—. Vamos, ven.

—¿Adónde?

—Me apetece bailar.

 

 

Al concluir el apoteósico final de
Want to know what love is
, con sus coros llenos de contagiosa energía, se hizo el silencio en la noche.

Pero ellos continuaron bailando.

Abrazados.

Desnudos.

—Cada vez que oiga estas canciones tendré una erección —suspiró Rogelio.

—Es lo menos.

—Hablo en serio.

—Yo también.

Sentían sus labios enormes, grandes, hinchados. Labios cargados de besos. Labios más y más ávidos de los labios del otro. Beatriz se los entregó una vez más.

—¿Quién cantaba esto último? —Se los rozó con los suyos.

—Foreigner.

—Me sonaba.

—Es de 1984.

—Claro.

—Tu época adolescente.

—¡Huy, sí!

—Un día tienes que enseñarme fotos de tu vida.

—Puedo enseñártelas ahora.

—No, me tengo que ir.

—¿Ya?

—Sí, lo siento.

—Falta mucho para que amanezca. —Intentó un conato de protesta.

—Ya me las tuve con mi madre por lo de anoche y fue suficiente. No quiero líos ni peleas en casa estos días.

—Quédate.

Beatriz sonrió ante su cara de súplica.

—No seas malo.

—Quiero que seas lo primero que vea al despertar mañana.

—¿Crees que no me gustaría que tú fueras lo primero que viera yo?

Se apartó de su lado y él quiso retenerla sin éxito, porque ella se zafó con agilidad de su mano. La ropa estaba caída por la sala, allá donde se la habían quitado sin esperar a llegar a la habitación. Reunió todas sus prendas bajo la atenta mirada de Rogelio, que buscaba la forma de retener cada instante de su visión.

Beatriz se puso las braguitas, del revés, para que la parte usada quedara abajo, y el sujetador.

Entonces Rogelio comenzó a recoger su propia ropa.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Te acompaño.

—No seas bobo. Sé ir sola.

—Entonces coge un taxi. Ahí tienes mi cartera.

—Que no. Me gusta caminar.

—No pienso dejarte ir así, sin más, a estas horas, con la de colgados que hay por todas partes.

—No seas crío —se disgustó.

—Antes lo llamaban ser caballeroso.

—Voy sola.

—No. —Empezó a vestirse lo más rápido que pudo para que ella no tomara la iniciativa y se marchara escaleras abajo sin darle tiempo a terminar.

—Vale —se rindió.

—En la moto vamos y vuelvo en cinco minutos. Así llegas antes y tu madre no te monta el pollo.

Beatriz se sentó para calzarse sus zapatillas deportivas. Rogelio salió de la sala para ir al cuarto de baño y a su habitación a por unos calcetines limpios. Al terminar, ella apoyó la espalda en la butaca. Las luces seguían amortiguadas. Los dígitos del reproductor de música iluminaban con sus tonos verdes lo que había sido su pista de baile. Rogelio tal vez tuviese una erección cada vez que escuchase aquellas canciones, pero en su caso, lo más probable es que acabase mojada.

Mojada como lo estaba a cada momento, al pensar en él, al tocarlo, al mirarlo, al escuchar su voz.

Quizá todo era demasiado rápido.

Aquel vértigo...

Movió la cabeza hacia la izquierda y se encontró con la fotografía de Pilar.

Toda una mujer.

Y tan guapa.

A veces se puede luchar contra una persona viva, pero contra el recuerdo y el fantasma de una persona muerta...

La muerte inmortaliza.

Idealiza.

Se sintió incómoda por primera vez a causa de sus propios pensamientos. Habían bailado allí mismo, desnudos, besándose, envueltos en abrazos densos y jadeos cargados de deseo. Habían hecho el amor. Ni siquiera había mirado la foto hasta ese instante.

La sonrisa de Pilar, desde el más allá.

—El amor es un espejismo, ¿verdad? —le dijo—. No existe el siempre, ni el mañana, ni siquiera el hoy. Con suerte, existe el ahora, y lo más probable es que todo acabe en un tal vez, un quizá...

Rogelio reapareció en la sala.

—¿Nos vamos?

 

 

Salieron a la calle cogidos de la mano, pegados el uno al otro. La noche era hermosa y muy agradable. La moto de Rogelio estaba en la acera, no en el garaje, justo frente a la puerta del edificio. Antes de que él abriera el maletero para extraer los cascos, se abrazaron y se besaron una vez más, como si ya se despidiesen, o como si acabasen de encontrarse. La clase de beso que los envolvía y los catapultaba hacia un estadio superior, con niveles de adrenalina desatados y cárdenos.

—Mi niña...

—Si vuelves a besarme, acabaremos otra vez arriba.

Volvió a besarla.

Beatriz gimió.

Luego lo apartó para que procediera con el ritual.

Rogelio abrió el maletero. Sólo entonces, mientras esperaba, reparó Beatriz en el coche aparcado al otro lado de la calle, y en la mujer que, en ese momento, salía de él y caminaba en dirección a ellos.

Una mujer muy atractiva, exuberante, que vestía con suma elegancia.

Toda una señora.

Aunque su paso, en cierta forma vacilante, indicara que tal vez no estuviese del todo sobria.

—Rogelio...

No pudo responderle. La mujer se detuvo a un metro de la moto y de ellos. Se cruzó de brazos. De cerca se le notaba la edad, los cuarenta y algunos años. Pero eso no menguaba ni su clase ni su belleza, la profundidad de los ojos, la fuerza de los labios. Tenía un cuerpo privilegiado, modelado en un gimnasio, cuidado o quizá operado. Tanto daba.

Beatriz supo que algo iba a suceder.

Mejor dicho, que algo estaba ya sucediendo.

Rogelio se quedó pálido al levantar la cabeza y encontrarse con ella.

Fue la primera en hablar.

—Así que ahora te gustan las niñas. —Miró con despreció en dirección a Beatriz.

El silencio fue amargo.

Como lágrimas caídas del alma.

—Amalia, por favor... —consiguió romperlo él con cansancio.

—Eres patético, ¿lo sabes? —farfulló la aparecida.

—Yo no soy la que está borracha a estas horas, delante de mi casa, espiándome.

Amalia se mordió el labio inferior. Sus ojos iban de Rogelio a Beatriz una y otra vez. A ella la miraba con desprecio. A él con amargura no exenta de odio.

—Mi marido está ahora mismo con una no mucho mayor que ésta —manifestó agotada.

—Lo siento.

—Él es un cerdo. Tú...

—Vete, por favor. No te hagas más daño.

—¿Daño? —Dio un paso más y quedó casi pegada a él—. Tú no sabes qué es el daño, querido. Daño y dolor son conceptos que te resbalan. —Hundió sus ojos rojizos y húmedos en Beatriz un segundo antes de volverlos a depositar en su ex amante—. ¿Folla bien? ¿Ya le has pedido que te haga todo lo que te hacía yo? ¿Has tenido que enseñarle o ya están preparadas? A esa edad no sé si aún se mean en la cama.

—¡Cállate, Amalia!

La mujer regresó a Beatriz.

—¿Y a ti, cielo? ¿Te ha follado bien? ¿Estás contentita?

Rogelio quiso dar por terminado el encuentro.

—Ya está bien, se acabó. Vete a casa, por favor.

Amalia no se movió.

—Estás montando el número por nada. —Intentó apartarla.

La bofetada estalló en mitad de la noche.

Seca.

Beatriz se llevó una mano a los labios. Rogelio se quedó muy quieto. La escena se congeló apenas tres segundos, hasta que él dio un paso atrás, cogió finalmente los cascos, le pasó uno a Beatriz y se colocó el otro. Acto seguido cabalgó su máquina y la puso en marcha.

—¡Eres un cabrón! —le gritó Amalia.

Rogelio miró a Beatriz. Ella parecía paralizada. Le bastó un movimiento de los ojos, visibles a través de la visera del casco, para hacerla reaccionar.

—¡Cabrón, hijo de puta...!

Ya con los dos encima de la moto, ésta en marcha y Beatriz agarrada a su cintura, Amalia intentó golpearlo por segunda vez.

Fracasó en el intento, trastabilló y cayó de rodillas al suelo.

Su último grito rasgó la noche.

—¡Rogelio!

Se confundió con el rugido de la BMW alejándose a toda velocidad.

 

 

Agarrada a él, asustada porque de pronto conducía como un loco, Beatriz ni siquiera pudo volver la vista atrás para ver a la mujer.

Rogelio pasó dos semáforos en ámbar y otro en rojo.

Se apretó un poco más contra él. Subió la mano derecha para presionarle el pecho, a la altura del corazón. Era la única forma que tenía de mandarle un mensaje.

«Estoy aquí.»

Rogelio redujo la velocidad.

No se detuvieron hasta llegar a la plaza San Gregorio Taumaturgo. La parada de taxis volvía a estar vacía, y las calles, desérticas, a excepción de la reducida intensidad de los que circulaban Ganduxer arriba. Algunos conserjes de los edificios de ambos lados de Johann Sebastian Bach conversaban en un reducido grupo a la altura de los números 3 y 3 bis.

Beatriz se quitó el casco y lo dejó directamente en el suelo, para poder abrazarse a él de inmediato.

Rogelio apenas si pudo quitarse el suyo.

—Lo siento —fue lo primero que dijo.

—No —le susurró ella al oído.

Tuvo que dejarlo a su espalda, en el asiento trasero, porque ella no le soltaba.

—Beatriz...

—No tienes que decirme nada.

—¿Cómo que no? —Logró apartarla lo justo para mirarla—. Aunque no se pueda matar el pasado, tienes derecho...

—Está bien, ¿quién era?

—Una estupidez.

—Una estupidez enamorada.

—No, no lo está —le negó—. Se ha querido asir a un clavo ardiendo, nada más. Y por supuesto yo la cagué. Te juro que únicamente...

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