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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (11 page)

BOOK: Superviviente
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—Y tenía dientes raros, no picados, sino pequeños y torcidos.

Podríais apuñalarme en medio del corazón, y llegaríais tarde.

—Y tiene unas manuchas repugnantes, de mono.

Que me mataran ahora mismo sería todo un alivio.

—En principio, eso quiere decir que tiene la picha muy chiquita.

Si Fertility sigue hablando, mi asistente social va a tener un cliente menos mañana.

—Y no está obeso —dice Fertility—, no está hecho una foca, pero es demasiado gordo para mí.

Descorro las cortinas y planto mi horrible y obeso corpachón frente a la ventana, por si hay algún francotirador. Por favor, alguien con un rifle y mira telescópica. Disparadme aquí. En medio de mi gordo corazón. Justo en mi picha chiquita.

—No es en absoluto como tú —dice Fertility.

Oh, se sorprendería de lo mucho que nos parecemos.

—Qué misterioso eres.

Le pregunto: si pudieras cambiar cualquier cosa del tío del mausoleo, ¿qué sería?

—Sólo para que me deje en paz —me dice—, le mataría.

Pues no es la única. Por mí... Pide la vez y a la cola.

—Olvídalo —me dice, y la voz se hunde en su garganta—. He llamado porque quiero ponerte cachondo. Dime qué quieres que haga. Oblígame a hacer algo horrible.

La ocasión la pintan calva.

Aquí llega la siguiente parte de mi plan.

Por esto seguro que voy al infierno, pero le digo: ¿sabes ese tío que no te gusta? Pues te lo vas a follar a muerte, y luego me contarás qué tal te ha ido.

Ella dice:

—Ni atada. Ni loca.

Pues cuelgo.

Ella dice:

—Espera. ¿Qué pasa si llamo y te miento? Podría inventarme una historia y tú nunca lo sabrías.

No, le digo, sí que lo sabría. Lo notaría.

—No pienso acostarme con ese anormal.

¿Qué tal si le besas?

Fertility dice:

—No.

¿Y si salierais juntos una noche? ¿Una cita? Bastaría con salir una vez por la tarde. Sácalo del depósito e igual tiene mejor aspecto. Llévatelo de picnic. Divertios.

Fertility dice:

—¿Y entonces saldrías conmigo?

Desde luego.

35

Cuando el sol me despierta estoy acurrucado contra la estufa con un cuchillo de carnicero en la mano. Tal y como me siento, la idea de morir no es tan mala. Me duele la espalda. Me siento como si me hubieran abierto los ojos con una cuchilla. Me visto y me voy a trabajar.

En el autobús me siento al fondo para que nadie se pueda sentar detrás de mí con un cuchillo, o con un dardo envenenado, o con una cuerda de piano.

En la casa en la que trabajo, el coche de la asistente está junto al porche. Sobre el césped hay unos cuantos pájaros rojizos de lo más corriente. El cielo es azul, como es de esperar. Nada parece fuera de lugar.

Dentro de la casa, la asistente está en cuclillas, fregando el gres de la cocina con una mezcla de blanqueador y amoníaco tan cargada que el aire a su alrededor se ha llenado de toxinas y me hace lagrimear.

Blanqueador más amoníaco igual a gases venenosos de cloro.

Con lágrimas corriéndome por las mejillas le pregunto si ha oído mis mensajes.

La asistente respira casi siempre a través de un cigarrillo. Los vapores no deben de ser nada para ella.

—No, llamé para decir que estaba enferma —me dice—. Esto de limpiar llena mucho. Hay algo de café y unas magdalenas recién hechas. ¿Por qué no te relajas?

Le pregunto si no quiere oír mis problemas. O tomar notas. El asesino me llamó anoche. He pasado la noche en vela. Me tiene en el punto de mira. Pero que Dios la libre de dejar de fregar el suelo para levantarse y llamar a la policía.

—No te preocupes —me dice. Sumerge el cepillo en el cubo de agua—. La tasa de suicidios se disparó anoche. Por eso no me atrevía a pasar por la oficina esta mañana.

Tal y como está limpiando el suelo, nunca volverá a estar limpio. Una vez le quitas con oxidante la capa de brillo a un suelo de vinilo, date por jodido. Cuando acabe, el suelo será tan poroso que todo dejará mancha. Dios me libre de intentar decírselo. Está convencida de estar haciendo un gran trabajo.

Le pregunto que cómo me va a mantener con vida una tasa alta de suicidios.

—¿No lo coges? Anoche perdimos once clientes más. La anterior, nueve. Y la anterior, otros doce. Las cosas se mueven deprisa.

¿Y qué?

—Con cifras así cada noche, si de verdad hay un asesino, no tiene que matar a nadie.

Se pone a cantar. Puede que los vapores de cloro estén surtiendo efecto. El fregoteo marca un ritmo de baile que acompaña su canción.

—No suena bien, pero felicidades.

Soy el último de la Iglesia del Credo.

—Eres casi el último superviviente.

—Le pregunto cuántos más.

En esta ciudad, uno. Cinco en todo el país.

Vamos a hacer como al principio, le digo. ¿Por qué no sacamos el viejo ejemplar de
Manual de diagnóstico y estadística de las enfermedades mentales
y escogemos otra forma de volverme loco? Venga, vamos a hacerlo. Por los viejos tiempos. Trae el libro.

La asistente suspira y me mira en el reflejo que forma mi cara cubierta de lágrimas en el charco de agua de fregar que hay en el suelo.

—Mira —me dice—. Aquí tengo trabajo de verdad que hacer. Además, he perdido el MDE. Hace dos días que no lo veo.

Frota y refrota el suelo, y dice:

—Tampoco es que lo eche de menos.

Vale, han sido diez años muy duros. Se te han muerto casi todos los clientes. Estás muy estresada. Quemada. No, incinerada. Calcinada. Crees que eres un fracaso.

Sufres de lo que se ha dado en llamar incompetencia adquirida.

—Además —dice sin dejar de fregotear aquí y allá los últimos vestigios de vinilo—, no puedo tenerte cogidito de la mano toda la vida. Si te vas a matar no puedo impedírtelo, y no será culpa mía. Según mis archivos, eres una persona contenta y cuerda. Tenemos los tests. Hay evidencia empírica que lo demuestra.

Los vapores de aquí dentro hacen que me tenga que sorber las lágrimas. Ella me dice:

—Suicídate, o no te suicides, pero deja de torturarme.

Quiero intentar hacer algo con mi vida.

Me dice:

—Cada día se mata mucha gente.

Que conozcas a la mayoría no quiere decir que sea peor.

Me dice:

—¿No crees que ya es hora de que aprendas a hacer las cosas solito?

34

El rumor que corría era que había que estrujar una rana con la mano hasta matarla. O había que comerse un gusano vivo. Para demostrar que sabías obedecer, igual que Abraham cuando intentó matar a su hijo para complacer a Dios, tenías que cortarte el meñique con un hacha. Ésos eran los rumores.

Luego era que le tenías que cortar el meñique a otro.

Ya no volvías a ver a nadie una vez habían sido bautizados, de manera que no había manera de saber si tenían aún el meñique. No podías preguntarles si habían tenido que estrujar una rana.

En cuanto estabas bautizado, te subían a un camión y te marchabas de la colonia. Ya nunca volverías a verla. El camión iba de camino al malvado mundo exterior, en el que ya tenían asignado para ti tu primer empleo. El mundo exterior, repleto de maravillosos pecados nuevos, y cuanto mejor hicieras las pruebas, tanto mejor empleo obtendrías.

Ya os podéis imaginar cuáles eran algunas de esas pruebas.

Los ancianos de la Iglesia te decían de entrada si eras delgaducho o gordo, o lo alto que eras. El año anterior a tu bautismo lo reservaban para ponerte en perfectas condiciones. Tenías bula en las labores caseras para poder asistir a clases especiales todo el día. Clases de doctrina. Clases de limpieza. De etiqueta, de cuidado de tejidos, y lo demás ya lo sabéis. Si estabas gordo comías para adelgazar, y si estabas delgaducho comías y punto.

El año previo al bautismo, cada árbol, cada amigo, cada cosa que veías tenía un aura especial que te recordaba que nunca volverías a verlo.

Por lo que estudiábamos podíamos saber de qué iban a ser los exámenes.

Pero aparte de eso, corría el rumor de que había algo más que no sabíamos que iba a suceder.

Sabíamos por los rumores que estaríamos descalzos buena parte del bautismo. Uno de los ancianos te pondría la mano en el pecho y te pediría que tosieses. Otro anciano te introduciría un dedo por el ano.

Otro anciano te acompañaría e iría escribiendo en una hoja lo bien o mal que iba todo.

Nadie sabía cómo se estudiaba para un examen de próstata.

Todos sabíamos que el bautismo tenía lugar en el sótano de la casa de congregación. Las hijas iban a bautizarse en primavera, y sólo las mujeres lo presenciaban. Los hijos íbamos en otoño, y sólo había hombres allí para decirte que te subieras desnudo a la báscula para pesarte o para pedirte que recitases un pasaje de la Biblia.

Job, capítulo catorce, versículo cinco:

«Si sus días están determinados, si es conocido de ti el número de sus meses, si fijaste su límite que no ha de traspasar...».

Y tenías que recitarlo desnudo.

Salmo 101, Salmos de David, versículo segundo:

«Quiero entender el camino de los íntegros... Andaré yo en integridad de corazón en mi casa».

Tenías que saber cómo se hacen buenos trapos para el polvo (se sumergen en trementina diluida en agua y se ponen a secar). Tenías que calcular cuánto había que hundir un poste de metro ochenta para que pudiese sostener una puerta de metro y medio. Un anciano te vendaba los ojos y te daba muestras de tejido, y por el tacto tenías que saber si eran algodón o lana o una mezcla de polialgodón.

Tenías que identificar plantas de interior. Manchas. Insectos. Reparar electrodomésticos. Aprender caligrafía para escribir invitaciones.

Adivinábamos los exámenes a partir de lo que estudiábamos en la escuela. Otra parte nos llegaba de los hijos menos listos. A veces, tu padre te daba información privilegiada para sacar una nota algo mejor y obtener un mejor puesto en vez de condenarte a una vida de sufrimiento. Tus amigos se lo contaban unos a otros, y ya todos lo sabían.

Nadie quería que su familia se avergonzase. Y nadie quería pasarse la vida picando asbesto.

Los ancianos de la Iglesia te pondrían en un sitio y tendrías que leer un cartel puesto al otro extremo del salón de reuniones.

Los ancianos te darían aguja e hilo y cronometrarían cuánto tardabas en coser un botón.

Sabíamos la clase de trabajos que nos esperaban en el mundo exterior por lo que nos decían los ancianos para asustarnos o animarnos. Para hacernos trabajar más duro, nos hablaban de empleos magníficos en jardines mayores que cualquier cosa que pudiésemos imaginar a este lado del Cielo. Algunos empleos eran en palacios tan enormes que uno olvidaba que estaba en un interior. Los jardines se llamaban parques de atracciones. Los palacios, hoteles.

Para hacernos estudiar más todavía, nos hablaban de trabajos en los que pasaríamos años vaciando fosas sépticas, o quemando detritos, o fumigando venenos. Picaríamos asbesto. Eran trabajos tan espantosos que nos decían que acabaríamos echándonos con gusto en brazos de la muerte.

Eran trabajos tan aburridos que aprenderíamos a lesionarnos para no tener que trabajar.

Por eso memorizamos cada minuto de nuestro último año en la colonia.

Eclesiastés, capítulo diez, versículo dieciocho:

«Por la negligencia se cae la techumbre y por la pereza se dan goteras en la casa».

Lamentaciones, capítulo cinco, versículo cinco:

«Somos perseguidos, llevamos yugo sobre la cerviz, estamos agotados, no tenemos descanso».

Para evitar que el beicon se rice, lo mejor es meterlo un par de minutos en el congelador antes de freírlo.

Si frotamos un cubito de hielo sobre la parte superior de una pieza de carne, no se cuarteará en el horno.

Para mantener el encaje como nuevo, se plancha entre dos hojas de papel encerado.

Nos tenían muy ocupados estudiando. Teníamos un millón de datos que recordar. Aprendimos de memoria la mitad del Antiguo Testamento.

Creíamos que tanto aprender nos haría listos.

Lo que hizo fue volvernos idiotas.

Con los pocos datos que aprendimos, nunca tuvimos tiempo para pensar. Ninguno de nosotros se planteaba cómo sería la vida de limpiar cada día para un extraño. O dar de comer a los niños de un desconocido. O cortar su césped. Todo el día. O pintar casas. Año tras año. Planchar ropa de cama.

Por siempre jamás.

Trabajo sin fin.

Estábamos tan emocionados aprobando exámenes que nunca pensamos más allá de la noche del bautismo.

Estábamos tan preocupados con nuestros miedos de estrujar ranas, comer gusanos, venenos y asbesto que nunca nos dio por pensar que la vida sería muy aburrida, incluso si teníamos suerte y conseguíamos un buen trabajo.

Lavar platos toda la vida.

Limpiar plata toda la vida.

Cortar el césped.

Repite.

La noche anterior al bautismo, mi hermano Adam me sacó al porche trasero de la casa familiar y me cortó el pelo. En todas las familias de la colonia con un hijo de diecisiete años estaban haciendo exactamente lo mismo.

En el malvado mundo exterior, a esto lo llaman homogenización del producto.

Mi hermano me dijo que no debía sonreír, sino quedarme erguido y responder a las preguntas con voz clara.

En el mundo exterior, a eso lo llaman mercadotecnia.

Mi madre estaba metiendo toda mi ropa en una bolsa para que pudiese llevármela. Esa noche, todos fingimos dormir.

Mi hermano me contó que en el mundo exterior había pecados de los que la Iglesia no sabía lo suficiente como para prohibirlos. Yo estaba impaciente.

Nuestro bautizo era a la noche siguiente, e hicimos todo lo que se esperaba de nosotros. Y luego nada. Cuando ya estábamos dispuestos a cortar nuestro meñique y el del compañero de al lado, no pasó nada. En cuanto me examinaron y tocaron y pesaron y examinaron sobre la Biblia y cuestiones domésticas, me dijeron que me vistiese.

Cada uno cogió su bolsa con la ropa de recambio y nos fuimos hacia un camión que esperaba a la salida de la casa de congregación.

El camión nos llevó al malvado mundo exterior, en medio de la noche, y ninguno volvería a ver a nadie de los que conocía.

Nunca llegabas a saber qué puntuación habías sacado.

Incluso si sabías que te había ido bien, el bienestar no duraba mucho.

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