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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (14 page)

BOOK: Superviviente
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Se arrodilló en el patio trasero de la casa en la que había estado sirviendo once años y se puso a engullir tierra de un parterre de rosas. Está todo en el informe de la asistente social. Luego se produjo algo llamado ruptura esofágica y luego peritonitis, y hacia el amanecer había muerto.

La anterior a ella murió con la cabeza dentro del horno. El anterior se cortó la garganta. Eso era precisamente lo que predicaba la Iglesia. Un día, la maldad de los reyes del mundo se abatiría sobre nosotros, oh, dolor, y los más puros de entre los hijos de Dios tendrían que inmolarse al Señor por su propia mano.

La Redención.

Así es, y todo el que no se inmolase al Señor en el primer llamamiento debería obedecerlo así le fuera posible.

De modo que estos últimos diez años, uno detrás de otro, hombres, mujeres, doncellas, jardineros y obreros de todo el país se han ido entregando. Pese al programa de retención de supervivientes.

Excepto yo.

Le pregunto a la asistente social si no le importaría hacer las camas. Si tengo que remeter un borde más le juro que meteré la cabeza en la batidora. Si lo hace, le prometo que estaré vivo para cuando vuelva.

Para arriba que se va. Le doy las gracias.

Después de que la asistente social me dijese lo de que todos los miembros del Credo estaban muertos, lo primero que hice fue empezar a fumar. Lo más inteligente que he hecho nunca es empezar a fumar. Cuando la asistenta social se dejó caer por aquí para despertarme y decirme que la otra superviviente había estirado la pata por la noche, me senté en la cocina y aceleré mi proceso de suicidio con un trago bien cargado.

Es dogma de la Iglesia del Credo que debo suicidarme. Lo que no dice es que tenga que ser una muerte rápida, instantánea o apresurada.

El periódico sigue en la entrada. Los platos, sin fregar. La gente para la que trabajo ha salido para escapar de la atención del público. Eso después de años de rebobinar sus cintas porno y tratar sus manchas. El es banquero. Ella es banquera. Tienen coches. Son dueños de esta preciosa casa. Me tienen para que les haga las camas y les corte el césped. Para ser sinceros, seguramente se han ido para no tener que llegar una noche y encontrarme suicidado en medio de la cocina.

Las cuatro líneas de teléfono están a la espera. Los de
The Dawn Williams Show
; Barbara Walters. El agente me recomienda que coja un espejo y practique para parecer sincero e inocente.

Uno de los sobres color manila lleva mi nombre. La primera hoja de la carpetilla contiene los datos fundamentales sobre los individuos conocidos que sobrevivieron a la tragedia de la Iglesia del Credo.

El agente me dice: contratos publicitarios.

El agente me dice: tu propio programa de religión.

En la carpetilla se documenta cómo durante más de doscientos años los estadounidenses consideraron a la gente del Credo las personas más creyentes, trabajadoras, amables y atentas de la Tierra.

El agente me dice: un anticipo de un millón de dólares por la historia de tu vida, publicada en tapa dura.

En la segunda hoja se menciona que hace diez años, un
sheriff
local hizo entrega a los ancianos de la Iglesia de una orden de registro. Se habían recibido acusaciones de abusos a menores. En una alegación anónima se afirmaba que las familias de la colonia estaban venga a tener hijos y más hijos. Y que ninguno de esos hijos constaba en ningún lado, no había certificados de nacimiento, ni números de la seguridad social, ni nada de nada. Todos los nacimientos habían sucedido en terreno propiedad de la Iglesia. Todos esos niños asistieron a clases en la escuela de la colonia. A ninguno de esos niños les estaba permitido casarse o tener hijos. Cuando llegaban a los diecisiete años, eran bautizados como miembros adultos de la Iglesia y se les enviaba al mundo exterior.

Todo esto ha pasado a ser lo que se dice de público conocimiento.

El agente me dice: tu propio vídeo de ejercicios. El agente me dice: una portada en exclusiva para la revista People.

Alguien hizo llegar estos rumores a algún mindundi de Protección de Menores, y lo siguiente que pasó fue que el sheriff y dos furgonetas llenas de agentes fueron enviados a la colonia de la Iglesia del Credo en el condado de Bolster de Nebraska para hacer recuento de cabezas y asegurarse de que todo era oficial. Fue el propio sheriff quien llamó al FBI.

El agente me dice: la ronda completa de los talk shows.

El FBI supo que los niños enviados al mundo exterior eran considerados misionarios del trabajo para la gente del Credo. Fue la investigación gubernamental la que lo llamó «trata de blancos». La gente de la televisión lo llamó «la secta de esclavitud infantil».

Esos crios, en cuanto cumplían diecisiete años, eran empleados en el mundo exterior por supervisores del Credo, que les buscaban trabajos de carácter no cualificado o bien de asistencia doméstica en condiciones de pago al contado. Trabajos temporales que podían durar años.

Fueron los periódicos los que lo llamaron «la Iglesia del trabajo infantil».

La Iglesia se embolsaba el dinero y el mundo exterior obtenía un pequeño ejército cristiano de doncellas y jardineros y lavaplatos y pintores de brocha gorda educados para creer que sólo alcanzarían a tener un alma si trabajaban hasta la muerte a cambio de manutención y alojamiento.

El agente me dice: una columna de opinión sindicada.

Cuando llegó el FBI para proceder a los arrestos, se encontraron a la población al completo de la colonia encerrada en la casa de congregación. Puede que el mismo que filtró la historia de los niños esclavos usados como sacacuartos, pues puede que el mismo comunicase a la comunidad que el gobierno iba a intervenir. Todas las granjas de camino al condado de Bolster estaban desiertas. Más tarde se descubriría que cada vaca, cada cerdo, pollo, paloma, gato y perro había sido envenenado. Incluso se envenenó a los peces de colores. Todas y cada una de las perfectas granjas del Credo de casita blanca y granero rojo permanecieron en silencio ante el avance de la Guardia Nacional. En los campos de patatas no se oía ni se veía nada excepto el cielo azul y unas cuantas nubes.

El agente me dice: tu propio especial de Navidad.

De acuerdo con el segundo informe que hay en las carpetillas color manila y que leo mientras la asistente social hace las camas, mientras siento el calor del mechero al encender otro cigarrillo, la costumbre de enviar misioneros del trabajo llevaba más de cien años en marcha. La gente del Credo se había enriquecido y había comprado más tierras y había tenido más hijos. Cada año desaparecían más niños del valle. Las chicas eran enviadas en primavera, los chicos en otoño.

El agente me dice: mi propia colonia.

El agente me dice: mi colección de Biblias firmadas por ti.

Los misioneros eran invisibles en el mundo exterior. A la Iglesia del Credo no le preocupaba el pago de impuestos. Según el dogma de la Iglesia, la mayor nobleza a la que se podía aspirar era a hacer tu trabajo y desear una larga vida para procurar un inmenso beneficio a la congregación. Estaba previsto que el resto de tu vida fuese una carga; hacer la cama de otra gente, cuidar a los niños de otra gente, cocinar para otra gente.

Por siempre jamás.

Trabajo sin fin.

El plan era ir poco a poco creando un paraíso del Credo mediante la adquisición del mundo entero hectárea a hectárea.

Hasta que las furgonetas del FBI se detuvieron a los cien metros que prescribe la ley de la puerta del centro de congregación de la Iglesia. De acuerdo con la investigación oficial, nada se movía allí. No se oía salir de la iglesia ruido alguno.

El agente me dice: cintas de automotivación.

El agente me dice: Caesar’s Palace.

Fue entonces cuando todo el mundo empezó a llamar a la Iglesia del Credo «la secta asesina del Antiguo Testamento».

El humo del cigarrillo traspasa el punto en el que la garganta puede retenerlo y se asienta en mis pulmones. Los informes de la asistente social documentan la historia de los rezagados. La cliente número sesenta y tres del programa de retención, Biddy Patterson, de aproximadamente veintinueve años de edad, se suicidó con la ingestión de disolvente líquido tres días después del incidente en la colonia.

Tender Smithson, cliente del programa de retención de supervivientes, se suicidó saltando por una de las ventanas del edificio en el que trabajaba como bedel.

El agente dice: tu propia línea 900 de salvación.

El humo, caliente y denso en mi interior, se parece a cómo me sentiría si tuviese alma.

El agente me dice: mi propio anuncio en Teletienda.

La gente quedó hinchada y negra en su redención. Las largas hileras de gente muerta que fue sacando el FBI de la casa de congregación quedaron allí tendidas, negras a causa del cianuro en su última comunión. Era gente que, fuese lo que fuese lo que creyeron que les traería la carretera, prefirió morir antes que afrontarlo.

Murieron juntos durante una misa, cogidos tan fuerte de las manos que el FBI tuvo que romper dedos para separarlos.

El agente me dice: una superestrella archifamosa.

El dogma de la Iglesia es que, ahora que la asistente social se ha ido, tendría que coger un cuchillo del fondo del fregadero y cortarme la nuez. Debería desparramar mis tripas sobre el suelo de la cocina.

El agente me dice que él se encarga de todo el follón con Barbara Walters y
The Dawn Williams Show
.

Entre los fallecidos hay un sobre color manila con mi nombre. En él escribo:

«El cliente del programa de retención de supervivientes número ochenta y cuatro ha perdido a todos aquellos a quienes quiso una vez y todo aquello que daba sentido a su vida. Está cansado, y duerme la mayor parte del tiempo. Ha empezado a beber y a fumar. Ha perdido el apetito. Apenas se lava, y hace semanas que no se afeita.

»Diez años atrás, era la sal de la tierra, trabajaba de firme. Lo único que quería era llegar al Cielo. Hoy, aquí sentado, todo aquello por lo que ha trabajado se ha perdido. Todas sus reglas externas, todos sus controles han desaparecido. No hay cielo. No hay infierno».

«Con todo, en su mente se abre paso la idea de que ahora todo es posible.»

«Ahora lo quiere todo.»

Cierro la carpetilla y la escondo entre la pila. El agente me pregunta: así, entre nosotros, ¿hay posibilidades de que me vaya a quitar pronto de en medio?

Si levanto la vista de mi gintonic, los rostros hundidos de toda la gente de mi pasado me miran muertos desde las fotografías del gobierno que hay bajo el vaso. Después de momentos como éste, la vida es jauja.

Echo un trago.

Enciendo otro cigarrillo.

La verdad es que mi vida ya no tiene sentido. Soy libre. Bueno, y me toca heredar veinte mil acres de terreno en el centro de Nebraska.

Es la misma sensación de hace justo diez años, cuando bajé con la policía al centro. Y de nuevo soy débil. Y minuto a minuto me alejo de la salvación y me acerco al futuro.

¿Suicidarme?

Gracias, pero no. No, gracias, digo. Vamos a no andar con prisas.

30

Me paso toda la mañana ocupado explicándole a la policía que cuando me fui vi a la asistenta social viva, y que ella estaba fregando el ladrillo visto de la chimenea en el cuarto de trabajo. El problema es que el tiro de la chimenea no va bien y el humo sale por delante. La gente para la que trabajo quema madera húmeda. Lo que le intento decir a la policía es que soy inocente. No he matado a nadie.

Según mi agenda, ayer era yo el que tenía que estar fregando el ladrillo.

Llevo todo el día así.

Primero la policía venga a machacar con que por qué he matado a la asistente social. Luego me llama mi agente y me promete el oro y el moro. Fertility..., Fertility. Fertility ya no cuenta. Digamos que me incomoda su manera de ganarse la vida. Además, casi prefiero no saber todas las desgracias que me esperan en el futuro.

Por eso me encierro en el baño, para recapitular sobre todo lo que ha sucedido. En el baño verde de la planta baja.

Lo que digo en mi declaración a la policía es que la asistente social estaba muerta boca abajo sobre el enladrillado de la chimenea, con los pantalones capri negros aún puestos y el culo en pompa por la forma en que se ha desplomado. Lleva la camisa por fuera, y las mangas las tiene enrolladas hasta el codo. La habitación rezuma vapores venenosos de cloro, y en la mano blanca y fría como un pez tiene apretada la esponja.

Antes de eso, tuve que colarme por el ventanuco del sótano que había dejado abierto para poder entrar y salir sin tener encima a los de la tele y sus cámaras y sus vasos de papel, y esa preocupación profesional que muestran; como si de verdad les pagasen lo suficiente como para preocuparse. Como si esto mismo no les pasase cada dos días con la historia de portada. Sí que les pasa.

Por eso estoy encerrado en el baño, y la policía está al otro lado de la puerta, me pregunta si estoy vomitando y me dice que el hombre para el que trabajo está al interfono pidiéndoles a gritos instrucciones para comer una ensalada.

La policía me pregunta si la asistente y yo tuvimos una pelea.

Les digo que le echen un vistazo a mi agenda de ayer. No tuvimos tiempo.

Desde que llegué hasta las ocho se suponía que tenía que estar comprobando las junturas de las ventanas. Tienen la agenda abierta en la cocina, junto al interfono. Se suponía que tenía que estar pintando el enmaderado.

De ocho a diez era para fregar las manchas de aceite de la entrada al garaje. De diez hasta el almuerzo era para recortar el seto. Después del almuerzo y hasta las tres tenía que pasar la aspiradora por los porches. De tres a cinco me tocaba cambiar el agua de todos los jarrones de flores. De cinco a siete tenía que darle un repaso al ladrillo visto de la chimenea.

Mi vida ha estado predestinada hasta el último minuto, y estoy ya hasta las narices.

Me siento como si no fuera más que otra tarea en la agenda de Dios: «Renacimiento Italiano al acabar la Edad Media» escrito en lápiz.

Todo tiene su momento.

Eclesiastés, capítulo tercero. Versículos tantos y tantos otros.

La era de la información está prevista para inmediatamente después de la revolución industrial. Luego viene la edad posmoderna, y por fin los cuatro jinetes y el apocalipsis. Hambre. Está. Pestilencia. Está. Guerra. Está. Muerte. Está. Y entre los grandes espectáculos, los terremotos y maremotos, Dios me ha reservado un pequeño papel de figurante. Luego, puede que en treinta años, o puede que el año que viene, pondrá en el diario de Dios que ya ha acabado conmigo.

BOOK: Superviviente
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