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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (12 page)

BOOK: Superviviente
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Ya había un empleo esperándote.

Dios te librase de aburrirte con él y querer otro.

Era dogma de la Iglesia que durante el resto de tu vida tendrías el mismo trabajo. La misma soledad. Nada cambiaría. Cada día. Eso era el éxito. Ése era el premio.

Cortar el césped.

Y cortar el césped.

Y cortar el césped. Repite.

33

En el autobús, de camino a nuestra tercera cita, Fertility y yo estamos sentados frente a un tipo cualquiera y de pronto oímos por casualidad el chiste.

Hará unos veinticinco o treinta grados de temperatura, demasiado calor para junio, en cualquier caso, y las ventanas del autobús están abiertas, y el olor del tráfico me marea un poco. Los asientos de vinilo están calientes como cualquier cosa que puedas tocar en el Infierno, calientes. Ha sido idea de Fertility coger el autobús para bajar al centro. En plan de cita, me ha dicho. Al centro. Es media tarde, así que sólo la gente sin trabajo o con turnos de noche o pirados con el síndrome de Tourette van a alguna parte.

Así es la cita a la que quiere llevarme, visto que no quiere acostarse conmigo ni besarme, ni atada, ni loca.

Ni me imagino quién pueda estar sentado detrás de nosotros. No era como para fijarse, sólo un tío en camisa. Pelo rubio. Si me apuráis, diría que feo. No me acuerdo. El autobús pasa junto al mausoleo cada quince minutos, y acabamos de subirnos. Nos hemos encontrado frente a la cripta 678, como cada vez.

Del chiste sí me acuerdo. Es viejo. Las casas de la ciudad zumban junto al autobús, más allá de los coches aparcados en la cuneta y encajonadas entre vallas que delimitan la propiedad del suelo, y el gracioso de atrás mete la cabeza entre Fertility y yo y susurra:

—¿Qué es más difícil que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja?

Hay chistes de ésos por todas partes. No importa la poca gracia que tengan, no puedes no oírlos. Ni Fertility ni yo decimos nada. Y el gracioso susurra:

—Obtener un seguro de vida para un miembro de la Iglesia del Credo.

La verdad es que nadie se ríe con estos chistes excepto yo, y yo sólo me río para integrarme. Me río, y por eso no me integro. Lo que más me preocupa en público es que igual la gente se da cuenta de que soy un superviviente. Hace años que me deshice del traje de la Iglesia. No quiera Dios que parezca uno de aquellos imbéciles zumbados del Medio Oeste que se suicidaron porque pensaban que su Dios los llamaba a casa.

Mi madre, mi padre, mi hermano Adam, mis hermanas, el resto de mis hermanos, todos están muertos y enterrados y la gente se ríe de ellos, pero yo estoy vivo. Yo aún tengo que vivir en este mundo y tratar con la gente. Así que me río.

Porque tengo que hacer algo, algún ruido, gritar, aullar, llorar, jurar, aullar; me río. Son formas diferentes de desahogarse.

Esta mañana oigo los chistes por todas partes, y algo hay que hacer para no echarse a llorar a cada momento. Nadie se ríe más fuerte que yo.

El chistoso susurra:

—¿Por qué cruzó la carretera uno de la Iglesia del Credo?

Puede que ni siquiera esté hablando con Fertility y conmigo.

—Porque no pasaban coches que le atropellasen.

Detrás de todos queda el ruido del autobús que surge del motor trasero y produce una nube de color apestoso.

Los chistes de hoy vienen a cuento del periódico. Desde mi asiento puedo ver el titular que hay bajo el pliegue en la portada de cinco personas ocultas tras su edición matutina. Dice:

«Mengua el número de supervivientes de la secta».

El artículo habla de que se cierra el círculo en la tragedia del suicidio colectivo cometido hace diez años por la Iglesia del Credo. Se habla en él de que los últimos supervivientes de la Iglesia del Credo, la secta radicada en el centro de Nebraska que se suicidó en masa para escapar a una investigación federal y a la atención del país... Dice el periódico que sólo se sabe de seis miembros de la secta que siguen con vida. No dan nombres, pero debo de ser uno de la última media docena.

El resto de la noticia pasa a páginas interiores, pero ya me hago una idea.

Si lees entre líneas, puede verse que pone: «Hala, a paseo».

No dicen nada de muertes sospechosas con indicios de asesinato. No viene nada de que posiblemente hay un asesino que acosa a los últimos seis supervivientes.

Detrás, el chistoso susurra:

—¿Qué es un miembro del Credo rubio?

Pienso para dentro: un fiambre. Me los sé todos.

—¿Qué es un miembro del Credo pelirrojo?

Un fiambre.

¿Y uno castaño?

Un fiambre.

El de atrás susurra:

—¿Qué diferencia hay entre uno del Credo y un fiambre?

Apenas dos horas. El de atrás susurra:

—¿Qué grita un miembro del Credo cuando ve un coche funerario?

¡Taxi!

El de atrás susurra:

—¿Cómo se reconoce a uno del Credo en un autobús abarrotado?

Alguien toca el timbre de la parada. Y Fertility se gira para decirle:

—Cállese.

Lo dice tan alto que la gente sale de detrás de sus periódicos y dice:

—Está haciendo bromas sobre el suicidio, sobre gente con seres queridos que está muerta. Así que cállese.

Esto lo dice muy fuerte. Cómo brillan sus ojos, grises pero plateados; me hacen pensar si no será que Fertility es del Credo, o puede que sea que aún está alterada por lo de su hermano. Pero se está pasando mucho.

El autobús llega a la parada justo entonces y el gracioso se levanta y se dirige a la puerta. Igual que en la iglesia, nos sentamos en bancos separados por un pasillo central. El tipo, que ahora espera en fila para salir del autobús, lleva unos pantalones holgados de lana marrón que sólo un superviviente llevaría con el calor que hace. Sobre su espalda se entrecruzan los tirantes de nuestra Iglesia. Lleva la chaqueta marrón de lana doblada sobre el brazo. Va avanzando por el pasillo, se detiene un instante mientras el resto se baja y se gira y apenas se toca el ala del sombrero de paja.

Me resulta familiar, pero hace tanto tiempo... Huele a sudor y lana y paja de granja.

No sé de qué le conozco. La voz la recuerdo. Esa voz, su voz, por encima de mi hombro, al teléfono.

Así te sea concedido morir con todo tu trabajo hecho.

Su cara es la cara que veo en el espejo.

Sin pensar siquiera digo su nombre en voz alta.

Adam. Adam Branson.

El bromista me pregunta:

—¿No te conozco yo de algo?

Pero le digo que no.

La cola avanza unos pasos y se lo va llevando, y él dice:

—¿No crecimos juntos?

Yo le digo que no.

Ya ante la puerta del autobús, me grita:

—¿No eres hermano mío?

Y yo grito que no.

Y se va.

Lucas, capítulo veintidós, versículo treinta y cuatro:

«... Tres veces habrás negado conocerme».

El autobús arranca de nuevo.

Al tipo sólo puede describírsele como feo. Con pinta de lelo. Algo relleno. Un perdedor. Cuando menos, patético. Una víctima. Mi hermano mayor por tres minutos. Un miembro del Credo.

Si hacemos caso al lenguaje corporal, los libros de texto dirían que Fertility está cabreada conmigo por reírme. Ha cruzado las piernas a la altura de las rodillas y los tobillos. Mira por la ventanilla como si hubiese algo diferente en el sitio en el que ahora estamos.

Según mi agenda, yo tendría que estar ahora encerando el suelo del salón. Hay que limpiar los desagües. Hay que limpiar una mancha en la casa en la que trabajo. Debería estar pelando los espárragos de la cena.

No debería estar citándome con la preciosa y enfadada Fertility Hollis, ni siquiera aunque haya matado a su hermano y ella esté enconada con mi voz por teléfono y al mismo tiempo no me aguante en persona.

La verdad es que no importa lo que debería hacer. Lo que cualquiera de los supervivientes debería hacer. Según lo que creímos al crecer, somos corruptos y malvados e impuros.

El aire que se mueve con nosotros por el centro dentro del autobús es cálido y denso, mezclado con luz del sol y gasolina en combustión. Las flores pasan a nuestro lado, rosas que deberían tener un olor, rojas, amarillas, naranjas, todas abiertas pero sin resultado. Los seis carriles de tráfico se mueven inexorables como cintas transportadoras.

Cualquier cosa que podamos hacer es pecado mientras estemos vivos.

La sensación es de no tener control. La sensación es de que me van a redimir.

No viajamos, estamos siendo transportados. Es como si sólo esperásemos. Es cuestión de tiempo.

No hay nada que pueda hacer bien, y mi hermano está decidido a matarme.

Los edificios del centro empiezan a apilarse junto a las aceras. El tráfico se ralentiza. Fertility levanta el brazo para tirar de la anilla,
ding
, y el autobús se detiene para dejarnos frente a unos grandes almacenes. Hombres y mujeres artificiales posan en los escaparates con su ropa. Sonríen. Ríen. Fingen pasárselo en grande. Ya sé yo cómo se sienten.

Sólo llevo unos pantalones y una camisa, pero son del tipo para el que trabajo. Me he pasado toda la mañana arriba, probándome combinaciones distintas de ropa y bajando luego a donde estaba la asistente pasando el aspirador por las lámparas para preguntarle qué opinaba.

Hay un gran reloj sobre la puerta que da a los almacenes, y Fertility le echa un vistazo. Me dice:

—Deprisa. Tenemos que estar allí a las dos en punto.

Me coge la mano con la suya, increíblemente fría, fría y seca pese al calor, y atravesamos la puerta para penetrar en el aire acondicionado de una primera planta repleta de pilas de todo lo que hay para vender expuesto en mesas o guardado en vitrinas bajo llave.

—Tenemos que ir al quinto piso —dice Fertility, su mano aprieta la mía y tira de ella. Subimos a la carrera por la escalera mecánica. Planta segunda. Caballeros. Planta tercera, niños. Cuarta planta, planta joven. Quinta planta, señoras.

Esa música pregrabada sale de los respiraderos del techo. Es un cha-cha-cha. Dos pasos lentos y tres rápidos. Hay un paso cruzado y un giro femenino a brazo abajo. Fertility me lo enseñó.

Es incluso menos cita de lo que esperaba. Ropa en colgadores, colgada de perchas. Dependientas muy bien vestidas que preguntan si pueden ayudar en algo. No hay nada de esto que no haya visto antes.

Le pregunto si quiere ponerse a bailar aquí, ahora.

—Espera un momento —dice Fertility—. Espera.

Lo que llega primero es el olor a humo.

—Ven por aquí —me dice Fertility, y me lleva al bosque de vestidos largos en venta.

Lo que pasa luego es que empiezan a sonar timbres, y la gente se apresura a las escaleras mecánicas y baja por ellas como bajaría por unas escaleras normales, porque se han parado. La gente baja por la escalera de subida, y dan la impresión de estar quebrantando la ley. Una dependienta vacía la caja en un bolso con cremallera y se queda mirando a un grupo de gente que está frente a los ascensores y mira las luces del ascensor sin soltar sus brillantes bolsas de compra con asas y cosas dobladas dentro.

Aún suenan los timbres. El humo es tan denso que podemos ver cómo gira y gira contra las luces el techo.

—No usen los ascensores —grita la dependienta—. Cuando hay un incendio, los ascensores no funcionan. Tendrán que utilizar las escaleras.

Se aproxima a ellos a través del laberinto de colgadores, con la bolsa bien sujeta bajo el brazo, estilo fútbol americano, y los conduce a través de una puerta en la que pone
SALIDA
.

Sólo quedamos Fertility y yo, y las luces parpadean y se apagan.

Quedamos en la oscuridad Fertility y yo, el tacto del satén que nos rodea, el roce del terciopelo, el frío de la seda, la suavidad del algodón fino, el sonar de los timbres, todos los vestidos, el arañazo de la lana, el frío de la mano de Fertility, que dice:

—No te preocupes.

Podemos ver el cartelito verde al otro lado de la oscuridad que dice
SALIDA
. Suenan las alarmas.

—Estáte tranquilo —dice Fertility.

Suenan las alarmas.

—Enseguida —dice Fertility.

Brillantes destellos naranjas en la oscuridad al fondo de la planta lo tornan todo extrañas siluetas de naranja sobre negro. Los trajes y pantalones que hay en medio son siluetas negras de gente con brazos y piernas que arden en llamas.

Las siluetas de miles de personas que arden y caen al suelo se acercan a nosotros. Las alarmas suenan tan fuerte que puedes sentirlas al tacto, y la mano de Fertility es lo único que me retiene.

—Va a ser ya mismo —me dice.

El calor ya es palpable. El humo es tan denso que tiene sabor. A menos de diez metros, los espantajos de mujer formados por la ropa que cuelga de las perchas empiezan a humear y caen al suelo. Se hace difícil respirar y mis ojos no quieren abrirse.

Y las alarmas suenan.

Mi ropa se pega seca y caliente a mi cuerpo. Así de cerca está el fuego. Fertility dice:

—¿No es genial? ¿No te encanta?

Levanto una mano y creo una sombra protectora entre mi cara y el colgador de rayón que arde junto a nosotros.

Así se puede saber la composición de un tejido. Arranca un par de fibras de una prenda y sostenías sobre una llama. Si no arden, es lana. Si arden lentamente, es algodón. Si se inflaman como los elásticos que tenemos al lado, la tela es sintética. Poliéster. Rayón. Nailon.

Fertility dice:

—Ya mismo.

Y entonces hace frío, y no se me ocurre por qué. Todo está húmedo. Llueve. La luz naranja vacila, cada vez más baja, y muere. El humo desaparece del aire.

Una a una, las luces se encienden para mostrar lo que queda en amplias sombras de blanco y negro. Las alarmas callan. Vuelve la música pregrabada, el cha-cha-cha.

—Vi cómo sucedía todo en un sueño —dice Fertility—. Nunca hemos estado en peligro.

Esto es igual que cuando ella y Trevor se quedaron en el crucero que sólo se hundió a medias.

—La semana que viene —dice Fertility—, hay una panadería industrial que va a explotar. ¿Quieres que vayamos a verlo? He visto que al menos van a morir tres o cuatro personas.

Ni en mi pelo, ni en su pelo, ni en mi ropa, ni en su ropa, no hay ni rastro de quemaduras.

Daniel, capítulo tres, versículo veintisiete:

«... El fuego no había tenido poder sobre los cuerpos de aquellos varones, y ni siquiera se habían quemado los cabellos de sus cabezas, y sus ropas estaban intactas, y ni siquiera olían a chamuscadas».

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