Superviviente (15 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Superviviente
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A través de la puerta del baño, la policía me pregunta si la golpeé. A la asistente social. ¿No le habré robado sus archivos y el MDE? Han desaparecido todos sus informes.

Lo que les cuento es que bebía. Tomaba drogas psicotrópicas. Mezclaba blanqueador con amoníaco en recintos mal ventilados. No sé a qué dedicaba el tiempo libre, pero alguna vez habló de haber salido con toda una colección de miserables.

Y ayer tenía los archivos.

Lo último que le dije es que sólo se puede limpiar el ladrillo con chorro de arena, pero ella estaba convencida de que con ácido muriático iría igual de bien. Uno de sus novios contaba maravillas de él.

Cuando esta mañana entré por el ventanuco, estaba en el suelo, muerta, con la pared de ladrillo medio cubierta de vapores de cloro y ácido muriático, igual de sucia que siempre, pero ahora ella era parte de la mugre.

Entre sus pantaloncitos negros y los calcetines cortos blancos y los zapatos rojos, los músculos de sus pantorrillas aparecen suaves y blancos, y todo lo que antes era rojo en ella es ahora azul: los labios, las uñas, los párpados.

La verdad es que no he matado a la asistente, pero me alegro de que alguien lo haya hecho.

Era mi único lazo con los últimos diez años. Era la última atadura que me unía a mi pasado.

La verdad es que uno puede quedar huérfano una y otra y otra vez.

La verdad es que acabaremos así.

Y el secreto es que cada vez dolerá menos, hasta que al final no notemos nada.

Hacedme caso.

Al verla muerta, después de diez años de charla semanal a corazón abierto, lo primero que pienso es que ya tengo algo más que recoger.

La policía me pregunta por qué he hecho una bandeja de daiquiris de fresa antes de llamarles.

Porque se me habían acabado las frambuesas.

Porque (¿no lo entendéis?) no era importante. La rapidez no era primordial.

Consideradlo un consejo de veterano. Pensad que toda vuestra vida es un chiste de mal gusto.

¿Qué es una asistente social que aborrece su trabajo y pierde a todos sus clientes?

Un fiambre.

¿Qué es un empleado de la policía que la mete en una bolsa de plástico?

Un fiambre.

¿Qué es el presentador de televisión que hay en el jardín?

Un fiambre.

Nada importa. El chiste está en que todos acaban igual.

Mi agente está a la espera en la línea uno con lo que parece ser la oferta de todo un mundo nuevo.

El hombre para el que trabajo me chilla que está en una comida de negocios en un restaurante, y que me llama con el móvil desde el baño porque no sabe cómo se comen los cogollos de una ensalada de palmitos. Como si tuviese alguna importancia.

Hey, le grito yo, yo también.

También estoy escondido en el baño, quiero decir.

Hay un gozo terrible y secreto cuando muere la única persona que conoce todos tus secretos. Tus padres. Tu médico. Tu terapeuta. Tu asistente social. Puedo ver el sol por la ventana del baño; intenta demostrarnos que todos somos idiotas. Lo único que hay que hacer es echar un vistazo alrededor.

Lo que te enseñaban en la colonia de la Iglesia del Credo era a no desear nada. Manten una expresión apocada y humillada. Ofrece un aspecto y una postura modestos. Habla en voz baja y amable.

Y mira lo bien que les ha salido su filosofía.

Ellos, muertos. Yo, vivo. La asistente, muerta. Todos, muertos.

No hay más preguntas, señoría.

Aquí en el baño tengo cuchillas de afeitar. Hay yodo para beber. Tengo somníferos. Tengo la elección. Vivir o morir. Cada aliento es una decisión. Cada instante es una decisión. Ser o no ser.

Cada vez que no me tiro por las escaleras es una decisión. Cada vez que no te estrellas con el coche te reenganchas.

Si dejo que el agente me haga famoso, tampoco va a cambiar nada importante.

¿Qué es un miembro de Credo que obtiene un programa de entrevistas?

Un fiambre.

¿Qué es un miembro del Credo que va por ahí en limusina y come bistecs?

Un fiambre.

Tanto da la dirección en la que vaya, no tengo nada que perder.

Según mi agenda, debería estar quemando zinc en la chimenea para quitar el hollín.

Veo por la ventana del baño que el sol observa a los policías que transportan a la asistente social con su bolsa de plástico atada a una camilla; la empujan por el caminito de entrada hacia una ambulancia con las luces apagadas.

Durante un largo rato después de encontrarla me quedé frente al cadáver bebiéndome un daiquiri de fresa y observándola, azulada y boca abajo. No había que ser Fertility Hollis para ver todo esto con antelación. Su pelo negro sobresalía bajo el pañuelo rojo que llevaba anudado a la cabeza. Un poco de baba de la comisura de su boca muerta había caído sobre un ladrillo. Su cuerpo entero aparecía cubierto de piel muerta.

Cualquiera habría sabido ver que esto acabaría pasando. Algún día acabará por pasarnos a todos.

Lo de comportarme ya no me iba a servir de nada. Era hora de dar problemas.

Por eso preparé una bandeja de daiquiris y llamé a la policía y les dije que no se diesen prisa, que nadie aquí iba a ir a ningún sitio.

Luego llamé a mi agente. La verdad es que siempre ha habido alguien que me ha dicho lo que tengo que hacer. La Iglesia. La gente para la que trabajo. La asistente social. Y no soporto la idea de estar solo. No puedo sufrir la idea de ser libre.

El agente me dijo que esperase y prestase declaración a la policía. En cuanto pudiese largarme, él me enviaría un coche. Una limusina.

Mis pegatinas en blanco y negro están por toda la ciudad, y aún dicen a la gente:

«Date otra oportunidad, a ti y a tu vida. Si necesitas ayuda, llama». Y mi número de teléfono.

Bueno, pues todos los desesperados tendrán que buscarse la vida.

La limusina me llevará al aeropuerto, me dijo el agente. El avión me llevará a Nueva York. Ya hay un equipo de gente a la que no conozco, gente de Nueva York que no me conoce de nada, que escribe mi autobiografía. Mi agente me dice que enviará los seis primeros capítulos por fax a la limusina para que pueda aprenderme mi infancia de memoria antes de cualquier entrevista.

Le digo al agente que ya me sé mi infancia.

Por teléfono, me dice:

—Esta versión es mejor.

¿Versión?

—Para la película tendremos una versión aún mejor.

El agente me pregunta:

—¿Quién quieres que sea tú?

Quiero ser yo.

—En la película, digo.

Le digo que espere, por favor. Lo de ser famoso ya estaba empezando a ser menos libertad y más un organigrama de decisiones y tarea tras tarea. No es una sensación maravillosa, pero me es familiar.

Entonces llegó la policía a la puerta delantera y entraron en el cuartito de trabajo donde estaba muerta la asistente social, le sacaron fotos desde varios ángulos y me pidieron que dejase mi bebida para poder hacerme preguntas sobre la noche anterior.

Fue entonces cuando me encerré en el baño y tuve lo que en los libros de texto de psicología se llamaría una crisis existencial acelerada.

El hombre para el que trabajo me llama desde el baño de un restaurante por lo de su ensalada de palmitos y ya tengo el día completo.

¿Vivir o morir?

Salgo del baño, paso de largo junto a la policía y me voy directo al teléfono. Le digo al hombre para el que trabajo que use el tenedor de ensalada. Luego que pinche uno a uno los palmitos, con los dientes boca abajo. Tendrá que llevarse el tenedor a la boca y sorber el jugo. Luego, métaselo todo en el bolsillo de la chaqueta de su traje mil rayas de Brooks Brothers.

Me dice:

—Hecho.

Y mi trabajo en esa casa llega a su fin.

Con una mano sostengo el teléfono, y con la otra hago señas a la policía de que pongan más ron en la siguiente ronda de daiquiris.

Mi agente me dice que no me preocupe por el equipaje. En Nueva York tiene ya a un modista creando una línea de ropa sport de estilo religioso en algodón que quieren que promocione.

Lo del equipaje me hace pensar en hoteles me hacen pensar en lámparas me hacen pensar en Fertility Hollis. Es lo único que dejo atrás. Fertility es la única que sabe algo de mí, aunque tampoco sepa mucho. Puede que conozca mi futuro, pero no conoce mi pasado. Nadie conoce ya mi pasado.

Excepto quizás Adam Branson.

Los dos juntos saben más de mi vida que yo.

Según el itinerario previsto, me dice mi agente, el coche llegará en cinco minutos.

Es hora de seguir vivo.

Es hora de reengancharse.

En la limusina tendría que haber gafas de sol. Quiero que resulte obvio que voy de incógnito. Quiero asientos de cuero negro y ventanillas ahumadas. Le digo al agente que quiero multitudes en el aeropuerto que coreen mi nombre. Quiero más bebidas de coctelera. Quiero un preparador físico personal. Quiero perder diez kilos. Quiero un pelo más espeso. Quiero que mi nariz parezca más pequeña. Un retoque de dentadura. Un hoyuelo en la barbilla. Pómulos altos. Quiero una manicura, y quiero un bronceado.

Intento recordar todo lo que no le gusta a Fertility de mí.

29

En algún punto por encima de Nebraska recuerdo que me he dejado a mi pececito. Y tendrá hambre.

Forma parte de la tradición del Credo que cada misionero del trabajo tenga algo de lo que cuidarse: un gato, un perro, un pez... La mayoría de veces era un pez. Algo que te necesite en casa cada noche. Algo que no te haga sentir que vives solo.

El pez es algo que me obliga a asentarme en algún sitio. Según la doctrina de la Iglesia del Credo, es por eso por lo que los hombres se casan con las mujeres y tienen hijos. Es algo en torno a lo cual vivir tu vida.

Es una locura, pero si dedicas todas tus emociones a un pececito de colores, incluso pasados otros seiscientos cuarenta pececitos, no puedes dejar que se muera de hambre.

Le digo a la azafata que tengo que volver, y ella intenta zafarse de mi mano, que la tiene cogida del codo. Un avión no es más que unas cuantas hileras de gente sentada que se dirigen a un mismo destino muy, muy por encima del suelo. Ir a Nueva York se parece mucho a como creo que es ir al Cielo.

Ya es tarde, me dice la azafata. Éste es un vuelo sin escalas. Señor. Quizá cuando aterricemos, me dice, quizá pueda llamar a alguien. Señor.

Pero es que no hay nadie.

Nadie me entenderá.

El casero no.

La policía tampoco.

La azafata consigue soltarse el brazo. Me mira mal y se va por el pasillo.

No puedo llamar a nadie que no esté muerto.

Por eso llamo a la única persona que me puede ayudar. Llamo a la última persona con la que quiero hablar, y coge el teléfono a la primera.

La operadora le pregunta si acepta la llamada, y desde cientos de kilómetros Fertility responde que sí.

Dije hola, y dijo hola. No parecía sorprendida.

Me pregunta:

—¿Por qué no estuviste en la tumba de Trevor hoy? Habíamos quedado.

Lo olvidé, le digo. Toda mi vida se basa en olvidar. Es mi mejor cualificación laboral.

Llamo por mi pez, le digo. Se va a morir si nadie lo alimenta. Puede que no le suene importante, pero ese pez lo significa todo para mí. En este momento, ese pez es lo único que me importa, y ella tiene que ir a darle de comer, o mejor aún, tiene que llevárselo a casa a vivir con ella.

—Ya —dice ella—. Seguro. Tu pez.

Sí. Y hay que darle de comer cada día. La comida que más le gusta está junto a su pecera, encima de la nevera, y le doy la dirección.

Ella dice:

—Disfruta, ahora que vas a convertirte en un gran líder espiritual.

Hablamos cada vez desde más lejos, a medida que el avión me lleva hacia el este. El borrador de mi autobiografía está junto a mí en el asiento, y es de escándalo.

Le pregunto cómo lo sabe.

Me dice:

—Sé mucho más de lo que tú me crees capaz.

¿Como qué? ¿Qué más sabe?

Fertility dice:

—¿Qué te da tanto miedo que sepa?

La azafata pasa al otro lado de la cortina y dice: «Está preocupado por su pez». Unas mujeres se ríen tras la cortina, y una dice: «¿Es retrasado?».

Resulta que soy el último superviviente de una secta religiosa casi extinguida, digo, tanto para Fertility como para la tripulación.

Fertility dice:

—Me alegro por ti.

Le digo que nunca podré volver a verla.

—Ya, ya.

Le digo que quieren que esté en Nueva York mañana. Tienen algo gordo planeado. Fertility dice:

—Pues claro.

Le digo que siento mucho no poder volver a bailar con ella. Fertility dice:

—Volverás a bailar conmigo.

Si tanto sabe, le pregunto, ¿cómo se llama mi pez?

—Número seiscientos cuarenta y uno.

Y, milagro de milagros, tiene razón.

—No te esfuerces en guardar un secreto —me dice—. Con los sueños que tengo cada noche, no hay mucho que me sorprenda.

28

Después de los primeros cincuenta tramos de escalera, no retengo el aliento lo suficiente para que me sirva de nada. Mis pies se mueven por detrás de mí. Mi corazón salta contra las costillas. Tengo la lengua y la boca pastosa y repegada con saliva seca.

Me encuentro en una de esas máquinas de subir escaleras que mi agente ha mandado instalar. Trepo y trepo sin parar y nunca me alejo del suelo. Estoy encerrado en la habitación de mi hotel. Éste es el equivalente sudoroso y bajo techado en nuestros tiempos de las experiencias místicas de los indios, la única misión visionaria que somos capaces de incluir en nuestra agenda diaria.

Es nuestro
Stairmaster to Heaven
.

Alrededor del piso sesenta, el sudor se extiende por mi camiseta y llega hasta las rodillas. Me noto el forro de los pulmones igual que si le hubiese puesto medias de nailon a una escalera de mano: tirantes, dados de sí, rasgados. Un punzamiento.

En los pulmones. Me noto los pulmones como una rueda antes de explotar. Las orejas las tengo como cuando con el secador de pelo o el radiador quemas una capa de polvo.

Lo que hago lo hago porque mi agente dice que me sobran quince kilos para hacerme famoso.

Si piensas en tu cuerpo como en un templo, verás que las reparaciones pendientes se van acumulando. Si el cuerpo es un templo, el mío hay que restaurarlo.

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