Read Tarzán en el centro de la Tierra Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Aquella cosa lejana que le inquietaba, ahora desapareció de su vista al comenzar a descender la colina, y no la volvió a ver hasta que estuvo cerca de ella. Entonces, con gran asombro y una sensación de profundo pesar, Tarzán pudo comprobar que se trataba de los restos de un aeroplano.
J
ana, la Flor Roja de Zoram, se detuvo mirando hacia abajo en aquel terreno abrupto y rocoso. Tenía hambre y hacía mucho tiempo desde la última vez que había dormido, ya que detrás de ella venían en furiosa persecución cuatro terribles hombres de Pheli, el país que se encontraba en las laderas de las Montañas de Thipdars, más allá de la tierra de Zoram.
Durante unos momentos permaneció en pie, y luego se escondió detrás de una gran roca, observando desde allí el terreno salvaje y sin ningún camino de ascenso que acababa de atravesar en su escalada, plagado de peñascos y rocas de granito. Nacida y criada en las montañas, la muchacha había vivido siempre entre los altos picos de las Montañas de Thipdars, mirando con desprecio a los pueblos de las llanuras, a los que pertenecían los cuatro hombres que ahora la venían persiguiendo. Quizá si la alcanzaban, tendría que defenderse valerosamente de ellos y darles una muestra de su desprecio y su desdén; pero, de todas formas, la muchacha no quería renunciar al esfuerzo de escapar de sus implacables enemigos.
El odio y el desprecio hacia las gentes de Pheli estaban en la misma sangre de la Flor Roja, ya que los hombres de Pheli se aventuraban a veces hasta los puntos más lejanos de las Montañas de Thipdars para robar mujeres. El orgullo del pueblo montañés radicaba en la fama de sus bellezas femeninas, y por ello, los hombres del llano llegaban desde los países más lejanos, desafiando a la muerte, para robar a muchachas de la belleza de Jana, la Flor Roja de Zoram.
Así habían robado a Lana, la hermana de Jana, y esta también recordaba a otras dos muchachas de Zoram que habían sido robadas por los hombres del llano. Aquello mantenía vivo el miedo y la sensación de peligro en el corazón de la Flor Roja. Para ella, semejante destino era mil veces peor que la muerte, puesto que implicaba, no sólo el alejamiento para siempre de sus amadas montañas, sino que la convertía en una mujer del llano, que además tendría hijos del llano, lo cual era para los pueblos montañeses la peor de las desgracias. Por eso los hombres de las montañas sólo se emparejaban con mujeres de las montañas, ya fueran de Zoram, de Clovi o de Daroz, eligiendo a las mujeres de sus tribus, o robándolas de los pueblos cercanos.
Jana era amada y deseada por muchos de los jóvenes guerreros de Zoram, y aunque hasta ahora ninguno había logrado estremecer el corazón de la muchacha, ella sabía que tarde o temprano alguno de ellos sería su compañero, a no ser que antes fuera robada por algún terrible guerrero de otra tribu.
Si cayera en manos de cualquier joven de las tribus de Clovi o de Daroz, esto no la haría desgraciada, incluso quizá algún día llegaría a ser feliz. Pero estaba dispuesta a morir antes que resignarse a ser presa de un pheli.
Hacía ya mucho tiempo, aunque la muchacha no sabía exactamente cuánto, que había salido a robar huevos de thipdar. Los buscaba entre riscos y peñascos, sobre las cavernas en las que vivía su pueblo, cuando, inesperadamente, un hombre enorme y peludo había surgido desde detrás de un peñasco y había pretendido cogerla. Ligera como una gacela de las montañas, la muchacha escapó fácilmente después de dejarle algún recuerdo al hombre de las llanuras. Pero el joven se interpuso entre ella y su poblado, y cuando Jana intentó dar un rodeo, descubrió que había otros tres hombres más cortándole el paso. Entonces, la hermosa muchacha emprendió una loca huida que la había llevado hasta aquellas imponentes alturas, muy lejos de Zoram, en parajes en los que nunca había estado Jana.
Abajo, no muy lejos de ella, cuatro velludos jóvenes se habían sentado en cuclillas a descansar unos momentos.
—¡Regresemos! —dijo uno de ellos—. Jamás lograremos darle alcance en un terreno como este, Skruk. Aquí sólo pueden vivir los thipdars, no los hombres.
Skruk arrojó una piedra hacia las alturas.
—¡Cogeré a esa muchacha —dijo—, aunque tenga que llegar hasta el mismo borde del Molop Az!
—Nuestras manos sangran a causa de los afilados peñascos —dijo otro—. Nuestras sandalias prácticamente ya no existen, y los pies también nos sangran. No podemos seguir adelante. Vamos a morir en esta empresa.
—Pues moriréis —repuso Skruk en tono de mando—, pero hasta entonces continuaremos persiguiéndola. Yo soy el jefe, y así será.
Los otros lanzaron rugidos de cólera, pero cuando Skruk se levantó y reanudó la ascensión, todos le siguieron. Nacidos en el llano, aquellos jóvenes encontraban demasiado fatigosa la marcha y la estancia en aquellas enormes alturas. Sin embargo, lo que verdaderamente les aterraba era el gran declive por el que Jana les estaba obligando a subir.
Desde arriba, la muchacha vio como reanudaban la marcha, y, al comprobar que iban derechos hacia donde ella se encontraba, se puso en pie y salió de su escondite. Entonces, se vio que iba vestida con una simple piel de carnero, que apenas tapaba la morbidez y belleza de sus piernas y su adorable cuerpo de muchacha. El sol brillaba en su piel bronceada y en sus cabellos, que a veces parecían oscuros y a veces de dorado bronce. Sujetaba su largo cabello con huesos de dimorfodonte, una especie cercana al thipdar. Los extremos de aquellos huesos estaban trabajados y tallados, y algunos de ellos pintados de colores. Una tira de piel suave de varios tonos se anudaba a su frente, y llevaba brazaletes y collares en tobillos y muñecas, sujetos por correas, también trabajados y decorados con profusión. En los pies calzaba unas fuertes sandalias con la suela hecha de piel de mastodonte. De la banda que ceñía su cabeza, surgía una pluma solitaria. Al cinto llevaba un cuchillo de sílice y, en la diestra, una pequeña lanza.
Jana se agachó, y cogiendo una piedra la arrojó contra sus perseguidores.
—¡Marchaos a vuestras llanuras pantanosas, hijos del llano! —les gritó—. ¡La Flor Roja de Zoram no es para vosotros!
Y, al instante, echó a correr por aquel pedregoso terreno. A su izquierda quedaba Zoram, pero entre ella y su aldea natal había un enorme precipicio. La muchacha lo bordeó sin experimentar inquietud alguna, buscando un sitio adecuado para descender por él. Pero el acantilado parecía cortado a pico, y no dejaba ver ningún punto en el que un ser humano pudiera intentar posar los pies o agarrarse con las manos para poder bajar.
Cuando Jana rodeó el gran pico de la montaña, vio como a sus pies se extendía un enorme valle, un territorio que ella nunca había visto hasta ahora. Comprendió entonces que había atravesado las montañas y contemplaba el país que se extendía al otro lado de los picos. El precipicio que había venido rodeando se ensanchaba aquí en un gran desfiladero que conducía a un país de boscosas colinas, pasadas las cuales se divisaba una inmensa llanura. Las laderas de las colinas estaban cubiertas de arboleda, y en el llano se veían zonas de bosque.
Aquel mundo era nuevo para Jana, pero no le atraía en modo alguno, porque sabía que hombres y bestias salvajes poblaban las selvas y las llanuras de aquellas comarcas bajas.
A su derecha se alzaban las montañas que acababa de rodear; a su izquierda, se encontraba el gran precipicio, y detrás venían Skruk y sus feroces compañeros.
Por un instante, la muchacha se sintió cogida en un cepo, pero al acercarse más al borde del abismo, vio que allí se había derribado una parte de la montaña, creando una serie de escalones en la pared del precipicio. De todas formas, no estaba segura de si se podría intentar un arriesgado descenso.
Al detenerse varias veces a buscar un sitio adecuado para bajar al llano, Jana había perdido un tiempo precioso, y ahora se percató de que sus perseguidores habían ganado terreno y se hallaban muy cerca. De nuevo echó a correr hacia delante, saltando de roca en roca, mientras los cuatro hombres forzaban también su marcha, tropezando tras ella, pero seguros ahora de darle alcance.
Jana miró hacia abajo viendo a unos cien pies un gran desprendimiento de tierra que formaba una especie de amplia cornisa. La muchacha volvió la cabeza. Ahora pudo ver a Skruk, que aparecía jadeando entre los peñascos. ¡Tenía que decidirse!
¡No había más que un camino para escapar! ¡Aunque arriesgase la vida, tenía que decidirse a descender por el acantilado!
Su pequeña lanza tenía una correa en sus extremos y ella se la pasó por encima de la cabeza, colgándosela a la espalda; enseguida, echándose al suelo, se deslizó al borde del acantilado. Quizá encontrase un punto de apoyo, aunque no estaba segura. Miró hacia abajo. El acantilado no era perpendicular en esa zona, sino que tenía una ligera pendiente. Tocó con la punta de los pies, buscando un punto de apoyo, hasta que consiguió encontrarlo. Entonces soltó una de sus manos y buscó en la pared de la montaña un punto en el que hundir sus dedos y agarrarse.
Tenía que proceder rápidamente, porque ya se oían las pisadas de sus perseguidores por encima de su cabeza. La muchacha encontró un saliente, aunque débil, al que aferrarse. Jana se colgó de él, pensando que por encima de ella se agitaba la dura ley de las llanuras, mientras que a sus pies sólo había la muerte, mucho más dulce y preferible.
Descendiendo un poco más, buscó de nuevo con la punta de sus pies otro lugar de apoyo. Un paso, dos, tres... la muchacha siguió descendiendo; pero, de pronto, escuchó un ruido arriba. Al mirar hacia el borde del precipicio, Jana vio el rostro peludo y bestial de Skruk.
—¡Sostenedme por las piernas! —gritó éste a sus compañeros.
Al mismo tiempo, le vio arrodillarse sobre el borde del abismo, y como sus compañeros habían obedecido sus órdenes, el joven extendió hacia la muchacha un brazo fuerte y peludo. Jana estaba ya dispuesta a soltarse, dejándose caer al fondo del desfiladero, antes que dejarse coger por aquel bruto. Miró hacia arriba, y vio el puño de Skruk a pocas pulgadas de su rostro.
Los dedos estirados del joven rozaron el cabello de la preciosa muchacha en el preciso instante en que el pie de Jana encontraba un punto de apoyo, lo que le permitió descender un poco más, evitando así el ser capturada por su enemigo.
Skruk estaba furioso. La visión del bello rostro de la joven, vuelto ahora hacia arriba, aumentaba su deseo y su furia. Había tenido casi al alcance a su codiciada presa. Pero luego, al mirar hacia el fondo del precipicio, temió por la vida de la hermosa muchacha. Era increíble que no hubiera caído ya en la sima del barranco, y eso que aún apenas había empezado a descender.
Skruk era consciente de que ni él ni sus compañeros serían jamás capaces de bajar por allí y se dijo que, si la amenazaban desde arriba, la muchacha acabaría, en su afán de descender cuanto antes, por precipitarse en el abismo.
Entonces, Skruk se levantó y se dirigió a sus compañeros en voz baja.
—Vamos a buscar algún sitio por donde sea más fácil bajar —dijo.
Luego se asomó al precipicio y miró hacia Jana.
—¡Me has burlado, hija de las montañas! —gritó—. Hoy regresamos a Pheli, pero pronto volveremos, y entonces te cogeré como mi compañera.
—¡Ojalá os encontréis con los thipdars y os saquen el corazón antes de que lleguéis a Pheli! —gritó a su vez Jana.
Pero Skruk no contestó, y la muchacha les vio poco después volverse por el camino por donde habían venido, aunque sin sospechar que, en realidad, lo que estaban haciendo era buscar un sitio más fácil para descender al fondo del precipicio, y que las palabras de Skruk no habían sido más que un ardid para engañarla.
La Flor Roja, ya sin prisas, fue bajando con cautela y lentitud hasta llegar a la gran cornisa de granito. Allí, afortunadamente, encontró un huevo de thipdar, que le proporcionó a la vez comida y bebida.
Luego reanudó el descenso hacia el fondo del acantilado y, aunque era difícil y arriesgado, la muchacha salió airosa de su empeño. Mientras tanto, Skruk y sus compañeros, encontrando un paso adecuado, habían bajado también al fondo del abismo, aunque unas cuantas millas más allá.
Al llegar abajo, Jana dudó un momento qué dirección seguir. El instinto la empujaba a ir hacia arriba, siguiendo el fondo del precipicio, en la dirección en la que se encontraba Zoram, pero, reflexionando, decidió dirigirse en dirección contraria, hacia abajo, bordeando luego la base de la montaña hacia la izquierda, en busca de un camino que la llevase hasta su poblado. De este modo, la muchacha empezó a caminar lentamente hacia el valle, mientras que a sus espaldas caminaban en su busca los hombres de Pheli.
La pared del precipicio, a la izquierda de la muchacha, aunque iba disminuyendo en altura, todavía ofrecía un formidable obstáculo, así que decidió seguir por el fondo del desfiladero hasta llegar al hermoso valle.
Nunca en su vida se había acercado Jana tanto al llano. Nunca tampoco se había llegado a imaginar las bellezas que el llano podía encerrar, ya que las llanuras siempre le habían inspirado una profunda aversión, considerándolas unos lugares odiosos, indignos de ser habitados por las duras tribus de las montañas.
Pero el atractivo de las bellezas y el interés que las escenas y paisajes que iba descubriendo le inspiraban, la empujó más allá de lo que la necesidad pedía.