Read Tarzán en el centro de la Tierra Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
—No, no es un thipdar —dijo Tar-gash saliendo de debajo del gran árbol—. Es un animal que no había visto nunca. Es más grande y tal vez más terrible que un thipdar. Además, debía de ir muy furioso, porque rugía terriblemente.
—Eso no era un animal —dijo Tarzán—. Es una cosa que construyen los hombres de mi mundo para poder volar. En él iba ahora uno de mis amigos. Va en mi busca.
—Me alegro de que no haya bajado a tierra —dijo el gorila moviendo la cabeza en signo negativo—. Debía ir o muy irritado o muy hambriento.
Tarzán comprendió entonces que Tar-gash jamás entendería la explicación de lo que era un aeroplano: para él aquello era un enorme monstruo volador. Pero esto no era lo que preocupaba a Tarzán; lo que a Tarzán verdaderamente le preocupaba era la dirección que debían seguir ahora para encontrar el dirigible. Así, decidió seguir en la misma dirección que llevaba el aeroplano, que, por suerte, era la misma en que le llevaba Tar-gash en busca de aquella tribu de hombres.
El zumbido del motor se había perdido ya en la distancia, cuando Tarzán y el gorila reanudaron la marcha atravesando poco después una región de colinas bajas y rocosas.
El camino, bien señalado en el terreno, dijo Tar-gash que atravesaba aquellas colinas, siguiendo luego un sinuoso desfiladero poco profundo que estaba, por uno de sus lados, bordeado por unos acantilados no muy altos, en los que se abrían cuevas y hondonadas. El fondo del desfiladero estaba plagado de rocas de diferentes tamaños, y la vegetación era tan rala y escasa como jamás la había visto Tarzán en la fecunda tierra de Pellucidar. Y como tampoco se veía por allí ni agua ni caza, hombre y gorila emprendieron un paso ligero para atravesar cuanto antes aquella región desolada y hostil.
En el lugar reinaba un silencio absoluto. Tarzán caminaba con el oído alerta para ver si conseguía volver a escuchar el lejano rumor del aeroplano, cuando, de pronto, el silencio se rasgó con un terrible rugido que parecía venir del fondo del desfiladero.
—¡Un dyal! —gritó Tar-gash, deteniéndose en seco.
—¿Qué es un dyal? —le pregunto Tarzán mirándole con aire interrogativo.
—Es un ave terrible, y este dyal además está irritado. De todas formas, su carne se come, y Tar-gash tiene hambre.
Por tanto, absolutamente nada importaba lo terrible que fuera el tal dyal. Bastaba que su carne fuera comestible y que Tar-gash tuviera hambre para que los dos cazadores se pusieran en guardia, y continuaran avanzando, ahora con infinitas precauciones, para no espantar a su posible presa. Una suave brisa, viniendo desde el fondo del cañón, trajo hasta Tarzán un olor nuevo y extraño. Era un olor a pájaro que recordaba vagamente el del avestruz y, por su intensidad, el hombre mono adivinaba que se debía tratar de un ave enorme, juzgándolo también por el ronco rugido que había lanzado, y al que siguió un estrépito como de algo terrible que se arrastrara por el suelo.
Tar-gash, que caminaba delante, ocultándose entre los peñascos, se detuvo al abrigo de una enorme piedra. Tarzán le siguió, y entonces el gorila le invitó a que se asomara con cautela.
Al hacerlo, Tarzán pudo ver al monstruo que había ocasionado aquellos ruidos. Ya que Tarzán era un hombre salvaje, en muchos aspectos similar a una bestia salvaje, exteriormente no dio muestra alguna del asombro y la extrañeza que le causó la visión del monstruo, que en aquel momento escarbaba rudamente en la entrada de una gruta que se veía en el acantilado.
Para Tarzán, aquello era un monstruo sin nombre de otro mundo. Para Tar-gash, simplemente era un dyal. Ni uno ni otro, sin embargo, sospechaban que lo que tenían ante ellos en aquel momento era un phororhacos del periodo mioceno. Vieron sólo al monstruo cuya cabeza, coronada por una cresta, era más grande que la de un caballo, y alcanzaba una altura que sobrepasaba los ocho pies. Su pico, enorme y curvo, se hallaba entreabierto, como si el animal experimentara una gran cólera. Agitaba vivamente sus cortas e inútiles alas, mientras lanzaba poderosos zarpazos a algo que estaba escondido en la entrada de la cueva. Y sólo entonces pudo ver Tarzán que lo que el enorme monstruo intentaba abatir con sus zarpazos era una lanza sostenida por manos humanas; un arma pobre e insignificante.
Tarzán se preguntó cómo el gorila, armado sólo con su débil garrote, iba a hacer frente a tan terrible animal. Pero pronto vio como Tar-gash, saliendo de su escondite, se deslizaba hasta detrás de otra piedra, acercándose cada vez más al monstruo. Este, ocupado por entero en atacar a su enemigo, no se dio cuenta de la presencia de otro a sus espaldas.
Tarzán siguió al gorila, y ambos se situaron sólo a unos cincuenta pies del pajarraco.
El gorila, fuera ya de su refugio, enarboló el garrote girándolo varias veces por encima de su cabeza, al tiempo que corría al encuentro del dyal. Tarzán imitó a su amigo, y, al salir de detrás de la roca, puso una flecha en su arco.
Tar-gash había cubierto la mitad de la distancia cuando el dyal oyó sus pasos, revolviéndose furioso. Al descubrir a sus dos nuevos enemigos que corrían hacia él y osaban interrumpir su ataque a su segura presa, lanzó un agudo chillido, y, abriendo terriblemente su pico, atacó a aquellos dos imprudentes seres con las alas extendidas.
El gorila arrojó su garrote contra una de las patas del monstruo, mientras Tarzán comprendía la táctica del sagoth: este intentaba romper una de las patas de su enemigo, lo que le dejaría fuera de combate y a merced del gorila. ¿Pero y si el garrote no daba en el blanco? En ese caso, Tar-gash podía darse por muerto.
Tarzán ya había tenido ocasión de apreciar el valor y el desprecio a la vida que mostraba el gorila cuando intentaba abatir a sus presas; pero aquello le parecía el colmo de la imprudencia al perseguir así a un enemigo.
Y, como Tarzán había temido, el garrote no dio en el blanco. En el mismo instante, Tarzán disparó su flecha, que fue a hundirse en el pecho del monstruo. Tar-gash se echó rápidamente a un lado, esquivando el choque con su enorme enemigo, mientras otra flecha más se hundía en el pecho del pájaro. Entonces, el hombre mono se tuvo que apartar de un salto a su derecha, para evitar aquel alud de destrucción que se le venía encima, aunque el ímpetu del monstruo era ahora bastante inferior a causa de las dos flechas profundamente clavadas en su pecho.
Antes de que el dyal hubiera tenido tiempo de volverse para atacar de nuevo a sus dos enemigos, Tar-gash lanzó una pedrada contra la cabeza del monstruo, haciendo blanco, lo que aturdió momentáneamente al pajarraco, mientras Tarzán disparaba rápidamente otras dos flechas que también se clavaron en las carnes de la bestia. A pesar de todo, el dyal tuvo aún fuerzas para levantarse y atacar al hombre mono; pero en ese momento, una lanza pasó silbando por encima de Tarzán, hundiéndose profundamente en el pecho del enloquecido dyal. Al recibir ese último proyectil, la bestia se desplomó al suelo, a los mismos pies de Tarzán de los Monos.
Este, aunque ignorante de la fuerza y de los métodos de ataque de su enemigo, cayó sobre la bestia con su cuchillo en la diestra. Lo hundió tan rápidamente en la garganta del dyal, que este se estremeció con los últimos estertores de la agonía. Luego, al volverse, Tarzán pudo ver al hombre que había arrojado la lanza.
Manteniéndose erguido, con una expresión de curiosidad y extrañeza en el rostro, allí, junto al acantilado, se hallaba un hombre alto, un gigantesco y poderoso guerrero, cuya piel morena y tersa relucía al sol, portando una espesa cabellera negra atada por detrás con una tosca correa.
Por armas, además de su lanza, llevaba un cuchillo de sílice en el cinturón que sujetaba su taparrabos. Sus ojos eran expresivos e inteligentes; sus facciones, bellas y nobles. En conjunto, daba una impresión de belleza y virilidad, como Tarzán jamás había visto en su vida.
Tar-gash, que había recuperado su garrote, avanzó hacia el desconocido.
—¡Me llamo Tar-gash, y voy a matarte! —dijo.
El desconocido saco su cuchillo de sílice y se quedó esperando, después de echar una mirada a Tar-gash y Tarzán.
El hombre mono se adelantó, colocándose frente al gorila.
—¡Espera! ¿Por qué vas a matarle?
—Es un gilak —le contestó Tar-gash.
—¡Pero te ha salvado la vida en la lucha contra el dyal! —recordó Tarzán al gorila—. Mis flechas sólo no le hubieran detenido. De no haber sido por la lanza de este hombre, uno de los dos, o tal vez los dos, habríamos muerto.
El sagoth pareció desconcertado, y se rascó la peluda cabeza.
—Pero, si no lo mato, él me matará a mí —dijo.
Tarzán se volvió entonces hacia el desconocido.
—Yo soy Tarzán —dijo—, y este es Tar-gash.
Luego esperó.
—Yo soy Thoar —repuso al fin el desconocido.
—Bien, seamos amigos —apuntó Tarzán—. No tenemos por qué luchar contra ti.
Ahora fue Thoar el que pareció intrigado. Tarzán, pensando que quizá no le entendía, se dirigió a él.
—¿Entiendes el lenguaje de los sagoths? —preguntó.
—Un poco —contestó Thoar—. ¿Pero por qué hemos de ser amigos?
—¿Y por qué hemos de ser enemigos? —preguntó a su vez el hombre mono.
Thoar hizo un gesto de duda.
—No lo sé —contestó—. Siempre es así.
—Juntos hemos dado muerte al dyal —siguió diciendo Tarzán—. De no haber llegado nosotros te habría matado, y si tú no hubieras arrojado tu lanza a tiempo, nos habría matado a nosotros. Por eso debemos ser amigos, no enemigos. ¿Adónde te diriges?
—Regresaba a mi país —contestó Thoar, señalando en la dirección que poco antes seguían Tarzán y el gorila.
—Nosotros también vamos en esa misma dirección —dijo Tarzán—. Vayamos juntos. Seis manos pueden más que cuatro.
Thoar miró al gorila.
—¿Marcharemos como amigos los tres, Tar-gash? —preguntó Tarzán.
—Aún no lo somos —repuso el sagoth, como si sobre él todavía pesasen miles de años de civilización y cultura.
Tarzán sonrió con una de sus extrañas sonrisas.
—Pronto lo seremos —dijo—. ¡Venid!
Dando por sentado que los otros dos le obedecerían, el hombre mono se dirigió entonces al cuerpo del dyal, y, sacando su cuchillo de caza, empezó a cortar grandes trozos de carne. Por un instante, Thoar y Tar-gash vacilaron, mirándose el uno al otro con desconfianza, hasta que por fin, el guerrero de bronce se acercó a ayudar a Tarzán y enseguida le imitó el gorila.
Thoar demostró un gran interés en el cuchillo de Tarzán, que tan fácilmente cortaba la carne, mientras que él forcejeaba y luchaba para cortar con su cuchillo de sílice la carne del pajarraco. Pero el gorila, sin preocuparse de las herramientas de los otros, sencillamente hundió sus garras en la carne de la pieza muerta, y separó grandes pedazos de ella con destreza y facilidad, poniéndose a continuación a devorarlos crudos. Tarzán, al tener mucha hambre, estaba a punto de hacer lo propio, pues desde su niñez se hallaba acostumbrado a comer carne cruda, cuando se dio cuenta de que Thoar se disponía a encender un fuego, utilizando el ancestral procedimiento de frotar dos trozos de pedernal. Los tres comieron en silencio, el sagoth algo más alejado de los otros dos, quizá porque, en el fondo, en él era más fuerte el instinto de la bestia salvaje.
Cuando hubieron terminado su festín, continuaron la marcha en dirección a las colinas. Tarzán decidió preguntar a Thoar acerca de su país y su pueblo, pero tan limitado era el primitivo vocabulario de los gorilas sagoths y tan grande su desconocimiento por parte de Thoar, que Tarzán desistió de ello, decidiendo, por el contrario, aprender la lengua de Thoar.
La gran facilidad que tenía el hombre mono para aprender nuevos idiomas o dialectos, y su gran voluntad y decisión para no dejar nunca una tarea sin acabar, facilitaron enormemente sus progresos, aumentados además por el interés que demostró el mismo Thoar en enseñarle su lenguaje.
Cuando llegaron a la cima de aquel país de bajas colinas, pudieron ver a lo lejos, difuminadas en la distancia, una cadena de altas montañas.
—Allí está Zoram —dijo Thoar, extendiendo una mano.
—¿Qué es Zoram? —preguntó Tarzán.
—Es mi país —contestó el guerrero—. Está en las Montañas de Thipdars.
Esta era la segunda vez que Tarzán oía aquella palabra. Tar-gash le había dicho que el aeroplano era un thipdar, y ahora Thoar le hablaba de las Montañas de Thipdars.
—¿Qué es un thipdar? —preguntó intrigado.
Thoar le miró sorprendido.
—¿De qué país has venido tú? —le preguntó a su vez— ¿Cómo es que no sabes lo que es un thipdar ni hablas la lengua de los gilaks?
—Yo no soy de Pellucidar —contestó Tarzán.
—Casi podría creerlo —dijo Thoar—, si hubiera otro país del que pudieras proceder, pero no lo hay, excepto el Molop Az, el océano ardiente sobre el que flota Pellucidar. Pero los únicos habitantes del Molop Az, son los pequeños demonios que se llevan a los muertos que enterramos, y, aunque no he visto nunca a uno de esos pequeños demonios, tengo la certeza de que no son como tú.
—No —dijo Tarzán—, no procedo del Molop Az; sin embargo, a veces he pensado que el mundo del que vengo está realmente habitado por demonios, grandes y pequeños.
Como cazaban, comían, dormían y caminaban juntos, aquellos tres seres fueron experimentando una creciente confianza el uno en el otro. Incluso el propio Tar-gash ya no miraba con inquietud y desconfianza a Thoar, y aunque representaban tres fases distintas de la evolución del hombre, cada una separada de las otras por miles y miles de años, tenían tantas cosas y sentimientos comunes, que el avance hecho por la naturaleza desde Tar-gash a Tarzán parecía una débil recompensa por el tiempo y el esfuerzo empleado por ella en su obra evolutiva.
Tarzán no podía calcular el tiempo que hacía desde que había salido del dirigible, pero temía que seguía una falsa ruta para regresar junto a sus camaradas. De todas formas, sería inútil intentar volver hacia atrás, ya que no tenía la más mínima idea de la dirección que tendría que seguir. Su única esperanza radicaba en que, o bien le viera el piloto del aeroplano, que era evidente que lo buscaba, o bien que el mismo dirigible atravesara el cielo por algún paraje cercano, a la suficiente distancia como para que él pudiera hacer señales a sus compañeros. Mientras tanto, tan bien podía estar en compañía de Thoar y Tar-gash como en cualquier otra parte.
Habían comido y dormido, y se disponían a reemprender de nuevo la marcha, cuando los perspicaces ojos de Tarzán descubrieron desde una colina algo que se hallaba en un prado lejano. No sabía lo que era, pero tenía la certeza de que aquello no pertenecía al paisaje, como así se lo indicaban todos sus instintos de hombre de la selva. Al ser casi instintivo en Tarzán el averiguar y ver bien todo aquello que no comprendía o le intrigaba, se dirigió a vivo paso hacia el objeto que había llamado su atención.