Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
Se le trabó la lengua y se detuvo ante el fulgor cada vez más agresivo de los ojos de Laurence.
—Me importa un bledo lo que digan, señor Fanshawe —replicó con frialdad—. Los aviadores son el escudo de Inglaterra desde el aire, como la Armada lo es por mar. Podrá criticarlos cuando haya conseguido al menos la mitad de sus logros. Hará las guardias del señor Carver y realizará tanto el trabajo de él como el suyo. Le retiro su ración de grog hasta nueva orden. Informe al oficial de intendencia. Puede retirarse.
A pesar de sus palabras, dio vueltas por el camarote después de la marcha de Fanshawe. Se había mostrado severo, y con toda razón, ya que era impropio hablar de esa forma de un compañero, y más aún insinuar que se le debería excluir a causa de su noble linaje, pero sin duda era un sacrificio, y le remordía profundamente la conciencia cada vez que pensaba en el aspecto del rostro de Carver. Se reprochó sus propios sentimientos de alivio; había condenado al muchacho a un destino que él mismo no deseaba afrontar.
Intentó consolarse con la idea de que aún existía la posibilidad de que el dragón rechazara a Carver, que carecía de adiestramiento, y rehusara el arnés. Entonces ya no habría reproche posible y podría repartir el botín con la conciencia tranquila. El dragón continuaría siendo de un valor incalculable para Inglaterra incluso aunque sólo pudiera emplearse en la cría, y habérselo arrebatado a Francia ya constituiría una victoria en sí misma. Personalmente, estaría más que satisfecho con aquella resolución, aunque el sentido del deber le obligaba a hacer cuanto estuviera en su mano para conseguir que ocurriera de otra forma.
La semana siguiente transcurrió con inquietud. Resultaba imposible no percibir la ansiedad de Carver, en especial a medida que pasaban los días y el arnés que el armero se esforzaba en hacer empezaba a cobrar forma reconocible, así como la desdicha de sus amigos y los servidores de los cañones, ya que era un tipo popular y su problema de vértigo no era ningún secreto. El señor Pollitt era el único que estaba de buen humor, pues desconocía el ambiente que reinaba a bordo y estaba muy interesado en el proceso de ponerle los arreos al dragón. Pasó mucho tiempo inspeccionando el huevo, hasta el extremo de comer y dormir junto al cajón de embalaje en el cuarto de oficiales, para gran disgusto de los oficiales que dormían allí: roncaba profundamente y las literas ya estaban atestadas. Pollitt no se enteró de la silenciosa desaprobación y continuó velando hasta la mañana en que con una lamentable falta de compasión anunció con júbilo la aparición de las primeras grietas.
Laurence ordenó que subieran a cubierta el huevo sin el cajón. Encima de un par de armarios unidos, le habían preparado un colchón hecho de lona y relleno de paja, y sobre él pusieron el huevo con sumo cuidado. El señor Rabson, el armero, subió el arnés. Era un modelo provisional de correas de cuero sujeto por docenas de hebillas, ya que él no tenía suficientes conocimientos acerca de las medidas que tenían los dragones para hacerlo exacto. Se hizo a un lado y permaneció a la espera con el arnés preparado mientras Carver se situaba delante del huevo. Laurence ordenó a la marinería que despejara el área circundante para dejar más espacio; la mayoría se subió a las jarcias o encima del tejado de la camareta alta, el mejor lugar para contemplar el proceso.
Era un día de sol radiante y tal vez el calor y la luz dieran fuerzas al dragón, tanto tiempo confinado, porque el huevo comenzó a resquebrajarse con más intensidad en cuanto lo depositaron en cubierta. Hubo una oleada de inquietud y bulliciosos susurros en lo alto, que Laurence prefirió ignorar, y algunos gritos sofocados la primera vez que se pudo atisbar lo que sucedía en el interior cuando asomó la punta de un ala y las garras buscaron a tientas otra grieta diferente por la que salir.
Todo terminó de repente. El cascarón se rompió casi por el medio y las dos mitades salieron disparadas sobre la cubierta, como si compartieran la impaciencia del ocupante. El pequeño dragón emergió de entre los fragmentos y trozos del cascarón y se agitó sobre el colchón con vigor. La mucosidad del interior aún le cubría y brillaba húmedo y lustroso a la luz del sol. El cuerpo era completamente negro del hocico a la cola. Una expresión de asombro recorrió las filas de la tripulación cuando desplegó las alas de seis nervaduras, igual que las varillas del abanico de una dama, cuya parte inferior estaba moteada de manchas ovaladas de color gris y resplandeciente azul oscuro.
El propio Laurence estaba impresionado. Nunca antes había presenciado una eclosión, aunque había estado en varias acciones de vuelo y presenciado varios ataques de apoyo protagonizados por dragones adultos de la Fuerza Aérea. Le faltaban los conocimientos necesarios para identificar la especie, pero sin duda ésta era extremadamente extraña. No recordaba haber visto un dragón negro en ningún bando y le parecía bastante grande para ser un recién nacido. Todo lo cual hacía que el asunto fuera más urgente.
—Señor Carver —dijo—, cuando esté listo…
El interpelado, extremadamente pálido, avanzó hacia la criatura con la mano extendida temblando de forma ostensible:
—Dragón bueno —empezó; las palabras parecían más una pregunta que una afirmación—. Dragón bonito.
El dragoncillo no le prestó la más mínima atención. Estaba ocupado examinándose y quitándose con sumo cuidado los restos del cascarón adheridos a la piel. Aunque no alcanzaba el tamaño de un perro grande, las cinco impresionantes uñas de cada garra medían más de dos centímetros de largo; Carver las miró con ansiedad y se detuvo a un brazo de distancia, donde continuó esperando en silencio. La criatura siguió ignorándolo, y al final, el oficial volvió la cabeza y lanzó una ansiosa mirada de súplica hacia donde se encontraban Laurence y el señor Pollitt.
—Quizá si volviera a hablarle… —apuntó el señor Pollitt de forma dubitativa.
—Inténtelo, por favor, señor Carver —le aconsejó Laurence.
El muchacho asintió, pero cuando se volvió, el dragón ya se le había adelantado, había bajado de un salto de la colchoneta y había pasado junto a él dando saltos. Carver se dio la vuelta con la mano aún extendida y una expresión de sorpresa que casi resultaba cómica mientras los demás oficiales, que se habían acercado entusiasmados por la rotura del cascarón, retrocedían alarmados.
—¡Permanezcan en sus puestos! —ordenó Laurence bruscamente—. Señor Riley, vigile la bodega.
Riley asintió y se colocó delante de la apertura para evitar que el pequeño dragón bajara, pero la criatura, en lugar de ir hacia allí, se giró para explorar la cubierta; al caminar, metía y sacaba una larga y estrecha lengua bífida con la que rozaba todo cuanto se hallaba a su alcance y miraba a su alrededor dando muestras evidentes de curiosidad y perspicacia. Continuó ignorando a Carver a pesar de los repetidos intentos de éste de llamar su atención, y mostraba el mismo desinterés por los demás oficiales. Aunque de vez en cuando se levantaba sobre las dos patas traseras para examinar más de cerca un rostro, se comportó igual que cuando examinaba una polea o el reloj de arena colgante: lo miraba con curiosidad, pero sin inmutarse.
A Laurence se le cayó el alma a los pies. A él precisamente no le podían culpar de que el joven dragón mostrase inclinación alguna por un oficial de la Marina sin adiestrar, pero era un verdadero revés haber permitido que, recién salido del cascarón, se asilvestrara un dragón tan poco común. Habían dispuesto todo en función de lo que todo el mundo sabía, fragmentos de los libros de Pollitt y los recuerdos difusos de una eclosión que éste había observado en una ocasión. Ahora, Laurence temía que se hubieran saltado algún paso esencial. Ciertamente, le resultaba anómalo que la criatura fuera capaz de hablar de inmediato, recién salida del huevo. No habían encontrado en los libros ninguna referencia que describiera una invitación específica ni una treta que lo indujera a hablar, pero sin duda le culparían, y se culparía, si se acababa descubriendo que había omitido algo.
El murmullo de las conversaciones aumentó cuando los oficiales y marineros sintieron que había pasado el gran momento. Pronto debería rendirse y pensar en confinar al animal para impedir que se fuera volando después de haberle dado de comer. El dragoncillo, que seguía explorando, se acercó hasta él y se sentó sobre los cuartos traseros para mirarlo de forma inquisitiva. Laurence bajó la vista sin disimular el pesar y la consternación.
El dragón parpadeó delante de él. Laurence se percató de que la criatura tenía los ojos de un profundo azul y las pupilas rasgadas. Entonces, el dragón le preguntó:
—¿Por qué ponéis mala cara?
Enseguida se hizo un silencio absoluto. A Laurence le resultó difícil no quedarse boquiabierto delante de la criatura. Carver, que hasta ese momento se había considerado indultado, permaneció anonadado detrás del animal y cruzó una mirada desesperada con Laurence, pero recuperó el coraje y se adelantó un paso, listo para dirigirse al dragón una vez más.
Laurence miró a la criatura y al chico lívido y asustado; luego, suspiró y dijo al dragón:
—Os pido perdón, ha sido sin querer. Me llamo Will Laurence, ¿y vos?
Ningún castigo hubiera logrado contener el murmullo de estupefacción que se levantó en cubierta. El pequeño dragón no pareció percatarse, la pregunta le dejó confuso durante unos momentos, y luego, con aire descontento, replicó:
—No tengo nombre.
Laurence había leído el suficiente número de libros de Pollitt como para saber qué debía responder.
—¿Os puedo dar uno? —le preguntó ceremoniosamente.
La criatura, que a juzgar por la voz era sin lugar a dudas un macho, volvió a examinar al marino, se entretuvo rascándose una zona en apariencia impecable de la espalda y luego repuso con poco convincente indiferencia:
—Si os place…
Laurence se quedó con la mente en blanco. No tenía la más mínima idea de cómo enjaezarlo —más allá de hacer cuanto estuviera en su mano y esperar a ver qué ocurría—ni cuál podría ser un nombre apropiado para un dragón. Después de un atroz momento de pánico, sin saber cómo, su mente relacionó dragones con naves y espetó:
—Temerario.
La elegancia con la que se movía el dragón le había recordado la botadura de un majestuoso acorazado que había visto muchos años atrás.
Se maldijo en silencio por no haber previsto aquella eventualidad, pero ya lo había soltado, y al menos era un nombre honorable. Después de todo, él era un hombre de la Armada y sólo valía para… En aquel momento interrumpió el hilo de sus pensamientos y contempló al joven dragón con creciente temor. Ya no pertenecía a la Armada, por supuesto; no con un dragón, y no podría desatar ese nudo en el momento en que la criatura aceptara el arnés.
El dragón, que obviamente no percibía ninguno de aquellos sentimientos, dijo:
—¿Temerario? Sí. Me llamo Temerario.
Asintió inclinando la cabeza con un extraño movimiento al final del largo cuello y dijo con mayor urgencia:
—Tengo hambre.
Si no lo refrenaban, el dragón recién nacido echaría a volar inmediatamente después de que le hubieran dado de comer. La criatura sólo sería controlable, y útil en batalla, si se la llegaba a persuadir de que aceptara de manera voluntaria que lo enjaezaran. Rabson seguía de pie, consternado, boquiabierto, sin acercarse con el arnés. Laurence tuvo que hacerle señas para que acudiera. Le sudaban las palmas de las manos, y el metal y el cuero se le resbalaban cuando Rabson se lo entregó. Lo sujetó con firmeza y, recordando en el último momento el nuevo nombre, dijo:
—Temerario, ¿serías tan amable de dejar que te pusiera esto? Luego, ya podremos irnos de la cubierta y traerte algo para comer.
El animal examinó el arnés que Laurence sostenía delante de él y sacó la fina lengua, con la que recorrió el equipo para reconocerlo.
—De acuerdo —dijo, y permaneció a la expectativa.
Laurence se arrodilló con resolución, sin pensar en nada más que su inmediata tarea, y abrochó con torpeza las correas y hebillas, pasándolas con cuidado sobre el cuerpo liso y caliente, procurando no obstaculizar las alas.
La cincha más amplia recorría la parte central del cuerpo, justo detrás de las patas delanteras, y se abrochaba debajo del vientre. Estaba cosida transversalmente a dos gruesas correas que corrían por las ijadas del dragón y el fornido pecho. Luego, daba la vuelta por debajo de los cuartos traseros y por debajo de la cola. Sobre las correas habían enhebrado varias lazadas pequeñas que se abrochaban alrededor de las piernas y la base del cuello y la cola para mantener fijo el arnés, y varias cintas más estrechas y finas lo sujetaban por el lomo.
El complejo ensamblaje requería bastante atención, algo que Laurence agradecía en grado sumo, ya que así podía sumergirse en esa tarea sin pensar en nada más. Mientras trabajaba, notó lo sorprendentemente finas que eran las escamas al tacto; había supuesto que los bordes metálicos cortarían.
—Señor Rabson, tenga la bondad de traerme un poco más de lona para envolver esas hebillas —dijo sin volverse.
Todo terminó poco después. El arnés y las envolturas blancas de las hebillas recortadas contra el pulcro cuerpo oscuro no quedaban bien ni hacían juego, pero Temerario no se quejó ni siquiera de la cadena —hecha de forma apresurada—que iba del arnés a un poste y estiró el cuello con avidez hacia la tina repleta de humeante carne roja recién troceada que Laurence había ordenado traer.
El joven dragón no era un comensal mañoso ni limpio. Arrancaba grandes trozos de carne a mordiscos y los tragaba enteros, desparramando sobre la cubierta sangre y pedacitos de carne; también pareció saborear con especial deleite los intestinos. Laurence permaneció bien lejos de aquella carnicería después de haberla observado de refilón durante unos breves momentos con una mezcla de náusea y admiración. La pregunta de Riley le trajo de nuevo a la realidad de la situación.
—¿Ordeno que los hombres rompan filas, señor?
Se volvió y miró a su teniente. Entonces, ante la mirada consternada de los guardiamarinas —ninguno de los cuales había despegado los labios ni se había movido desde la eclosión—, comprendió de pronto que aquello había sucedido hacía menos de media hora. El reloj de arena se había vaciado. Resultaba difícil de creer, y más aún asumir plenamente que ahora se había comprometido y, difícil o no, debía afrontarlo. Laurence supuso que debía renunciar a su rango hasta que llegaran a tierra; no existía normativa alguna que regulara una situación como aquélla. Pero si lo hacía, sin duda un nuevo capitán lo reemplazaría en cuanto llegaran a Madeira, y entonces Riley nunca conseguiría la promoción. Laurence no volvería a estar en posición de ayudarle.