Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
—Sin embargo —continuó el librero—, puedo darle alguna esperanza. Sir Edward Howe, de la Royal Society, se encuentra en la isla tomando las aguas. Acudió a mi tienda la semana pasada. Creo que se ha instalado en Porto Moniz, en el extremo noroeste de la isla. Estoy convencido de que será capaz de identificar a su dragón. Ha escrito varias monografías sobre especies inusuales de América y Oriente.
—Muchas gracias, de verdad. Me alegra oírlo —respondió Laurence, radiante ante estas noticias.
El nombre de sir Edward le resultaba familiar. Se habían encontrado un par de veces en Londres, por lo que ni siquiera tendría que esforzarse en ser presentado.
Salió a la calle de buen humor, con un buen mapa de la isla y un libro de mineralogía para Temerario. Era un día estupendo y en ese momento el dragón permanecía tumbado en el prado que le habían reservado a cierta distancia de las afueras de la ciudad, tomando el sol después de un prolongado festín.
El gobernador había sido más complaciente que el almirante Croft, tal vez a causa de la ansiedad de la población al saber de la presencia en el centro del puerto de un dragón hambriento con demasiada frecuencia, y había abierto el tesoro público para alimentar a Temerario con una regular provisión de ovejas y reses. Éste se mostraba nada descontento ante el cambio de dicta, y continuaba creciendo. Era demasiado grande para caber en la popa del Reliant y prometía superar el tamaño de la embarcación. Laurence había alquilado una casita junto al campo a un módico precio, dado el súbito desinterés del propietario para quedarse por los alrededores. Los dos se encontraban de lo más tranquilos.
Lamentaba haber tenido que renunciar a la vida de a bordo cuando tenía tiempo de pensar en ello, pero ejercitar a Temerario exigía mucho trabajo y siempre podía acudir a la ciudad para las comidas. A menudo se reunía con Riley o algunos de sus oficiales; también había en la villa algunos otros conocidos de la Armada, por lo que era rara la tarde que pasaba solo. Las noches también le resultaban cómodas, incluso aunque estaba obligado a regresar pronto a la casa la debido a la distancia. Había encontrado un sirviente local, Fernáo, un hombre completamente adusto y taciturno al que no le asustaba el dragón y que sabía preparar un desayuno y una cena aceptables.
Por lo general, Temerario dormía durante las horas de más calor mientras él se iba y se despertaba de nuevo al ponerse el sol; después de la cena, Laurence acudía a sentarse fuera y leía para él a la luz de un farol. Nunca había sido aficionado a la lectura, pero Temerario disfrutaba tanto de los libros que resultaba contagioso; Laurence sólo podía pensar en el probable placer del dragón con el nuevo libro, que profundizaba con detalle en las gemas y su extracción, a pesar de que el tema no le interesaba nada. No era la clase de vida que había esperado llevar, pero no había sufrido en modo alguno por su cambio de estatus, al menos por el momento, y el dragón se estaba revelando como una compañía singularmente buena.
Laurence se detuvo en una taberna y escribió una rápida nota a sir Edward en la que incluía su dirección, le explicaba con brevedad sus actuales circunstancias y le pedía permiso para visitarle. Escribió la dirección de Porto Moniz y luego la envió con el chico de correo, añadiendo media corona para que fuera más deprisa. Podía haber sobrevolado la isla con mucha mayor rapidez, por supuesto, pero no le apetecía caerle encima a alguien sin previo aviso con un dragón a la zaga. Podía esperar, aún le quedaba al menos una semana de libertad antes de que llegara una respuesta de Gibraltar con instrucciones sobre cómo presentarse al servicio.
Pero al día siguiente se esperaba al barco correo y eso le recordó que había omitido el cumplimiento de un deber: todavía no había escrito a su padre. No podía permitir que sus padres se enteraran de su nueva situación por boca de terceros o en las noticias de la Gazette, que seguramente lo publicaría; a regañadientes, se acomodó para escribir esa ineludible carta con una cafetera de café recién hecho.
No se le ocurría cómo explicarlo. Lord Allendale no era un padre particularmente cariñoso y sí de trato puntilloso. Apenas consideraba la Armada y el Ejército como alternativas a la Iglesia para un hijo menor echado a perder. Hubiera sentido tanto rechazo al saber que su hijo se alistaba en la Fuerza Aérea como si éste se hubiera rebajado a ser comerciante; no lo aprobaría ni le compadecería. Era muy consciente de que su progenitor y él discrepaban en el cumplimiento del deber. Por supuesto, su padre diría que el deber que tenía con su apellido era mantenerse bien lejos del dragón y desechar la infeliz idea de servir en la Fuerza Aérea.
Le asustaba más la reacción materna, ya que su madre le profesaba un sincero afecto y la noticia iba a hacerla muy desdichada. Además, ella también mantenía una relación muy cordial con lady Galman y lo que dijera en la carta llegaría a oídos de Edith. Pero no podía escribir en términos que la tranquilizaran sin provocar la ira extrema de su padre, por lo que se contentó con redactar una nota rebuscada y formal que exponía los hechos sin ningún tipo de aderezo y evitó cualquier expresión que pudiera interpretarse como una queja. Debía hacerlo de ese modo. Selló la carta poco satisfecho antes de entregarla en mano en el puesto de correos.
Regresó al hotel en el que había alquilado una habitación después de haber concluido aquella ingrata tarea. Había invitado a comer a Riley, Gibbs y otros conocidos en compensación por su hospitalidad de los primeros días. Aún no eran las dos y las tiendas estaban abiertas. Contempló los escaparates mientras caminaba para distraerse de sus elucubraciones en cuanto a la reacción de su familia y amigos más cercanos, y se detuvo ante el pequeño establecimiento de un prestamista.
La cadena dorada era ridículamente pesada. Se trataba de la clase de objeto que ninguna mujer llevaría y resultaba demasiado chillona para un hombre. Tenía unos gruesos eslabones cuadrados con discos llanos de los que pendían perlas diminutas de forma alterna. Pero supuso que debía de ser cara sólo por el metal y las gemas, probablemente más de lo que se podía permitir, ya que gastaba con cautela ahora que no tenía la perspectiva futura de ingresar su parte por las naves apresadas. En cualquier caso, entró a preguntar. En efecto, era muy cara.
—Sin embargo, señor, ¿tal vez le valdría eso? —sugirió el propietario mientras ofrecía otra cadena; se parecía mucho a la anterior, sólo que sin discos, y con los eslabones más delgados.
Costaba casi la mitad que la primera; seguía siendo cara, pero la aceptó y luego se sintió un poco más tonto al hacerlo.
De todos modos, aquella noche se la regaló a Temerario y le sorprendió un poco la jovialidad con la que éste la recibió. El dragón sujetó con firmeza la cadena y no la soltó bajo ningún concepto. Mientras Laurence le leía, la mantuvo al reflejo de la vela y la ponía en la dirección de la luz para admirar el destello del oro y las perlas. Cuando al fin se durmió, la conservó entrelazada entre las garras y al día siguiente obligó a Laurence a sujetarla bien al arnés antes de dar su consentimiento a volar.
Esta peculiar reacción hizo que recibiera con más alegría la cálida invitación de sir Edward, que le esperaba al volver del vuelo matinal. Fernáo salió a entregarle la nota al prado en cuanto aterrizaron y Laurence se la leyó al dragón en voz alta. El caballero los recibiría en cualquier momento que desearan acudir; le podrían encontrar a orillas del mar, cerca de las pozas que se formaban durante la bajamar.
—No estoy cansado —aseguró Temerario; sentía tanta curiosidad como Laurence por saber cuál era su raza—. Si quieres, podemos ir ahora mismo.
Había desarrollado una resistencia cada vez mayor. Laurence resolvió que podían pararse y descansar con tranquilidad si era necesario y volvió a encaramarse al arnés sin ni siquiera haberse cambiado de ropa. Temerario efectuó un esfuerzo inusual y la isla pasó fugazmente gracias al enérgico movimiento de sus alas mientras Laurence se pegaba a su cuello y entrecerraba los ojos a causa del viento.
Descendieron en espiral hacia la costa menos de una hora después de la salida y espantaron a los bañistas y vendedores de playa al aterrizar sobre la rocosa orilla. El aviador miró a su espalda consternado durante un instante, pero luego torció el gesto; si eran tan necios como para imaginar que un dragón debidamente enjaezado les iba a hacer algún daño, era culpa suya. Palmeó el cuello de Temerario mientras se desataba y se deslizaba hacia el suelo.
—Voy a ver si consigo encontrar a sir Edward. Quédate aquí.
—Lo haré —contestó el dragón distraídamente, quien ya estaba escudriñando con interés las profundas pozas rocosas de la orilla, que tenían extraños afloramientos de roca y aguas transparentes.
No resultó difícil localizar a sir Edward, que había observado al gentío dándose a la fuga y se aproximaba ya hacia él. Laurence recorrió cuatrocientos metros y no veía a nadie más. Se estrecharon las manos e intercambiaron las cortesías de rigor, pero ambos estaban impacientes por ir al asunto que realmente tenían entre manos. Sir Edward asintió con entusiasmo en cuanto Laurence aventuró la idea de caminar hacia donde se encontraba Temerario.
—Un nombre precioso y poco habitual —comentó sir Edward mientras andaban; sin saberlo, hizo que a Laurence se le encogiera el corazón—. A la mayoría les dan extravagantes nombres en latín, pero la mayoría de los aviadores que ponen el arnés a un dragón son mucho más jóvenes que usted y muestran cierta tendencia a darse humos. Resulta ridículo llamar Imperatorius a una criatura de dos toneladas. Vaya, Laurence, ¿cómo le ha enseñado a nadar?
Laurence miró sobresaltado y luego contempló la escena fijamente. En su ausencia, Temerario se había adentrado en las aguas y ahora estaba chapoteando.
—Cielos, no. Nunca le he enseñado a hacerlo —explicó—. ¿Cómo sé que no se va a hundir? ¡Temerario, sal del agua! —le llamó, algo angustiado.
Sir Edward contempló con interés al dragón mientras nadaba hacia ellos y regresaba a la orilla.
—¡Extraordinario! Supongo que las bolsas pulmonares que les permiten volar convierten a un dragón en un elemento flotante por naturaleza y al haber crecido en el océano, como es su caso, tal vez no ha desarrollado un temor natural al agua.
Aquella mención anatómica era un nuevo fragmento de información para Laurence, pero se guardó para un momento posterior las preguntas que de inmediato se le ocurrieron al ver que el dragón se les unía.
—Temerario, te presento a sir Edward Howe —dijo Laurence.
—Hola —saludó Temerario mientras miraba hacia abajo con el mismo interés con el que le observaban—. Encantado de conocerte. ¿Me puedes decir a qué raza pertenezco?
Sir Edward no pareció desconcertarse por aquella aproximación tan directa e hizo una reverencia en respuesta.
—Espero ser capaz de darte alguna información, por supuesto. ¿Puedo pedirte que seas tan amable de alejarte de la orilla, tal vez junto a ese árbol que ves por ahí, y estirar las alas para que podamos examinar mejor toda tu figura?
Temerario se dirigió hacia allí de buen grado y sir Edward observó sus movimientos.
—Mmm. La forma en que sostiene la cola es muy rara y nada frecuente. Laurence, ¿dijo usted que el huevo se encontró en Brasil?
—Me temo que no puedo dar una respuesta exacta a eso —repuso Laurence al tiempo que estudiaba la cola del dragón sin ver nada inusual, aunque, por supuesto, él carecía de una base real sobre la que comparar. Temerario llevaba la cola erguida, lejos del suelo, y fustigaba el aire con elegancia al caminar—. Lo tomamos de una nave francesa que había recalado en Río de Janeiro muy recientemente a juzgar por las marcas de algunos de los toneles de agua, pero no puedo añadir nada más. Tiraron por la borda los diarios cuando los apresamos, y el capitán, por supuesto, se negó a revelarnos información alguna sobre el lugar donde se había descubierto el huevo, pero presumo que no debía de provenir de mucho más lejos dada la duración del viaje.
—Eso, sin lugar a dudas, es cierto —repuso sir Edward—. Hay algunas subespecies cuyos huevos tardan en madurar más de diez años, aunque la media normal son veinte meses. ¡Cielo santo!
Temerario acababa de desplegar las alas, que aún chorreaban agua.
—¿Sí? —preguntó Laurence expectante.
—Laurence, ¡Dios mío! Mire esas alas… —chilló sir Edward, que echó a correr literalmente por la orilla en dirección al dragón.
Laurence parpadeó y fue tras él, pero sólo lo alcanzó cuando estaba junto al costado del animal. Sir Edward acariciaba con delicadeza una de las seis nervaduras que dividían en partes las alas de Temerario, contemplándola con verdadera avidez. El dragón había estirado la cabeza para mirar, pero por lo demás permanecía inmóvil, sin importarle al parecer que alguien le tocara el ala.
—Entonces, ¿lo ha reconocido? —tanteó Laurence a sir Edward, que parecía notoriamente abrumado.
—¿Reconocerlo? Os aseguro que no, en el sentido que no había visto antes a ninguno de esta raza. A lo sumo habrá tres hombres en Europa que lo hayan hecho, pero me ha bastado una mirada para contar con suficiente material con que poder dirigirme a la Royal Society —respondió—. Las alas y el número de garras son irrefutables. Es un Imperial Chino, aunque no sabría decir con certeza de qué linaje. Vaya, Laurence, ¡menuda captura ha hecho!
El aludido contempló divertido las alas. Hasta ese momento no había reparado en que las nervaduras eran poco corrientes ni en las cinco garras de cada pata.
—¿Un Imperial? —repitió con una sonrisa vacilante.
Por un momento, se preguntó si sir Edward le estaba tomando el pelo. Los chinos habían criado dragones durante miles de años antes de que los romanos domesticaran las razas salvajes de Europa. Eran extraordinariamente celosos de su trabajo y rara vez permitían que abandonaran el país ni siquiera especimenes adultos de razas menores. Resultaba absurdo pensar que los franceses hubieran cruzado el océano Atlántico con un huevo de Imperial Chino en una fragata de treinta y seis cañones.
—¿Es una buena especie? —preguntó Temerario—. ¿Podré lanzar fuego por la boca?
—Adorable criatura, es la mejor de entre todas las especies posibles; sólo los Celestiales son más excepcionales y valiosos. Supongo que los franceses te hubieran empleado contra nosotros después de haberte enjaezado, por lo que podemos congratularnos de que no estés con ellos —dijo sir Edward—. Pero, aunque no lo descarto, me parece poco probable que seas capaz de arrojar fuego. Los chinos crían dragones ante todo por su inteligencia y armonía. Han alcanzado una superioridad aérea tan abrumadora que no necesitan buscar ese tipo de habilidades en sus linajes. Entre las especies orientales, los dragones japoneses son los que probablemente tengan más capacidades ofensivas especiales.