Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
—No, eso no va a funcionar, y usted lo sabe. Esta nave no es un pesquero y no le sobran hombres. Podría suceder fácilmente que uno de estos días nos encontrásemos con un navío francés y, en ese caso, ¿dónde íbamos a estar?
Se inclinó hacia delante y dio unas palmaditas en el cuello del dragón, que había vuelto la cabeza hacia atrás para observar la reunión con interés.
—¿Estás preparado? ¿Nos podemos ir ya? —preguntó mientras apoyaba los cuartos delanteros en la barandilla. Los músculos ya se tensaban debajo de la piel lisa y en el tono de voz se evidenciaba una nota de impaciencia.
—¡Apártese, Tom! —exclamó Laurence apresuradamente mientras soltaba la cadena y sostenía la correa del cuello—. Muy bien, Temerario, vamos…
Estuvieron en el aire de un solo salto. Las anchas alas describieron grandes arcos a ambos lados del jinete y el corpachón se estiró y salió disparado hacia el cielo como una flecha. Laurence miró hacia abajo desde el hombro de Temerario. El Reliant ya había quedado reducido al tamaño de un juguete de niño que cabeceaba solitario en la vasta extensión del océano; incluso alcanzó a ver el Amitié a unos treinta kilómetros al este. El viento era fortísimo, pero las cinchas resistieron y de nuevo se encontró sonriendo como un idiota y comprendió que era incapaz de reprimirse.
—Seguiremos rumbo oeste, Temerario —dijo Laurence a voz en grito.
No deseaba acercarse demasiado a tierra y arriesgarse a un posible encuentro con una patrulla francesa. Una cincha rodeaba la parte más estrecha del cuello de Temerario por debajo de la cabeza, una cincha a la que habían sujetado las riendas para que Laurence pudiera indicar la dirección con mayor facilidad. En ese momento, consultó la brújula que había atado a la palma de la mano y dio un tirón a la rienda derecha. El dragón dejó de subir y giró de buen grado para estabilizarse después. Era un día límpido y despejado, con un moderado oleaje. Temerario batía las alas con menos rapidez ahora que no necesitaba ascender, pero devoraban los kilómetros incluso a ese ritmo y ya habían perdido de vista el Reliant y el Amitié.
—Ahí veo uno —anunció Temerario.
Bajaron en picado a mayor velocidad. Laurence sujetó las riendas con fuerza y contuvo un grito. No era lógico sentir un júbilo tan infantil. La distancia le indicó el alcance de la vista del dragón. Era una maravilla que avistara a las presas desde tan lejos. Apenas había pensado en ello cuando se produjo una enorme salpicadura. Temerario volvía a remontar vuelo chorreando agua y con una marsopa forcejeando en las garras.
Otro nuevo motivo de asombro: Temerario se detuvo y se mantuvo inmóvil en el aire para comer mientras batía las alas en perpendicular al cuerpo en arcos giratorios. Laurence no tenía ni idea de que los dragones pudieran llevar a cabo una maniobra semejante. No resultaba cómoda, ya que el dragón no era muy preciso en el control y oscilaba en el aire de forma errática, pero demostró ser muy práctica. Otro pez emergió a la superficie para alimentarse de los desechos conforme el dragón esparcía restos de vísceras sobre el océano y cuando terminó con la marsopa pudo atrapar de inmediato a dos grandes atunes, uno con cada pata, a los que también devoró, antes de dar cuenta de un enorme pez espada.
Después de haber metido el brazo debajo de la cincha del cuello para no salir disparado, Laurence quedó libre de mirar a su alrededor y saborear la sensación de ser el amo de todo el océano, ya que no se avistaba a otra criatura ni otra nave. No pudo evitar enorgullecerse por el éxito de la operación y la emoción de volar era extraordinaria. Se sentía completamente feliz siempre y cuando no pensara en el precio que había tenido que pagar por ello.
Temerario tragó el último trozo del pez espada y descartó la parte superior de las mandíbulas, puntiaguda y afilada, después de examinarla con curiosidad.
Cuando terminó de esparcir restos de vísceras sobre el océano, mientras batía las alas para ganar altura en el cielo, anunció:
—Estoy lleno. ¿Volamos un poco más?
Era una sugerencia tentadora, pero llevaban más de una hora en el aire y Laurence ignoraba cuál era la resistencia del animal.
—Volvamos al Reliant. Si te apetece, podremos volar un poco alrededor de la nave —contestó con pesar.
Entonces, sobrevolaron el océano a baja altura, cerca de las olas con las que el dragón jugueteaba alegremente de vez en cuando; las salpicaduras de agua le humedecían el rostro; el mundo parecía un borrón a aquella velocidad, salvo por la perenne presencia del dragón entre sus piernas. Sorbió grandes bocanadas de aire salado y se dejó llevar por el simple placer, deteniéndose sólo de forma ocasional para tirar de las riendas después de haber consultado la brújula, hasta que al fin regresaron al Reliant.
Finalmente, Temerario anunció que volvía a tener sueño, por lo que aterrizaron, aunque en esta ocasión todo fue mucho más elegante y la nave no se alteró, salvo por el hecho de que la línea de flotación se hundió un poco más en el agua. Laurence desató las correas de las piernas y descendió. Se sorprendió al comprobar lo dolorido que se sentía, pero comprendió de inmediato que era perfectamente normal que fuera así después de tanto montar. Riley acudió veloz a su encuentro con el alivio escrito con claridad en el rostro. Laurence asintió con la cabeza para tranquilizarlo.
—No hay de qué inquietarse. Se comportó magníficamente y me parece que no debe preocuparse de alimentarlo en el futuro. Nos las arreglamos bastante bien —dijo mientras acariciaba el costado del dragón.
Temerario, ya amodorrado, abrió un ojo e hizo un ruido sordo de complacencia antes de volver a cerrarlo otra vez.
—Me alegro mucho de oírlo —respondió Riley—, y no sólo porque esta noche tendremos una cena decente. Adoptamos la precaución de continuar con nuestros esfuerzos de conseguir comida en vuestra ausencia y tenemos un delicioso rodaballo que ahora podremos destinar a nuestra mesa. Con su consentimiento, tal vez invite a algunos miembros del comedor de oficiales.
—¡Por supuesto, con mucho gusto! —repuso Laurence, que estiraba las piernas para aliviar el agarrotamiento.
Había insistido en abandonar el camarote principal en cuanto Temerario se trasladó a la cubierta. Riley había accedido al fin, pero compensaba el sentimiento de culpabilidad por haber desalojado a su antiguo capitán invitándole a cenar prácticamente todas las noches. La tormenta había interrumpido esta costumbre, pero aunque se la hubieran saltado ayer, pretendían retomarla aquella noche.
Fue una cena opípara y alegre, en especial después de que la botella hubiera circulado unas cuantas veces y el guardiamarina más joven hubiera bebido lo suficiente para perder los modales en la mesa. Laurence tenía el don de la facilidad de palabra y su mesa siempre había sido un lugar alegre para los oficiales; las cosas continuaron igual: él y Riley estaban fraguando una verdadera amistad ahora que la barrera del rango había desaparecido.
Una reunión de aquella naturaleza tenía un marcado sabor informal, por lo que cuando Carver vio que era el único que había terminado, después de haber devorado su pudín más deprisa que sus superiores, se atrevió a dirigirse directamente a Laurence preguntando con timidez:
—Señor, si me permite el atrevimiento de preguntarle, ¿es cierto que los dragones pueden escupir fuego?
Laurence, muy a gusto después de haberse dado un festín de pasta de ciruelas, regada por varios vasos de buen Riesling, acogió la pregunta con buen humor.
—Eso depende de la raza, señor Carver —respondió al tiempo que depositaba el vaso en la mesa—. Sin embargo, tengo entendido que es una habilidad extremadamente inusual. Sólo he visto un caso con mis propios ojos: un dragón turco en la batalla del Nilo, y le puedo asegurar que me alegré muchísimo de que los turcos se hubieran puesto de nuestra parte cuando los vi en acción.
Todos los oficiales de la mesa se estremecieron y asintieron. Había pocas cosas más peligrosas para una embarcación que un fuego descontrolado en cubierta.
—Me hallaba a bordo del Goliath —dijo Laurence—. No estábamos ni a un kilómetro de distancia del Orient cuando la criatura se acercó como una antorcha. Habíamos barrido a cañonazos la nave enemiga y prácticamente habíamos liquidado a todos los tiradores de las cofas, por lo que el dragón pudo destruir el barco a placer.
Se sumió en el silencio al recordarlo: todas las velas ardían dejando un rastro de espeso humo negro; el gran alado de colores naranja y negro flotó suspendido en el aire y vertió más y más llamaradas por las fauces; sólo la explosión ahogó al fin el tremendo estruendo; el silencio había imperado durante cerca de un día después de todo aquello. Había estado una vez en Roma siendo niño y había visto en el Vaticano una representación del infierno por Miguel Ángel en la que los dragones quemaban con su fuego las almas de los condenados. Aquello se había parecido mucho.
Reinó un momento de silencio absoluto durante el cual la imaginación dibujó la escena para quienes no habían estado presentes. El señor Pollitt se aclaró la garganta y dijo:
—Por fortuna, creo que la habilidad para escupir veneno o ácido es más común entre ellos, y no es que no sean armas formidables por derecho propio.
—Dios santo, sí —contestó Wells a eso—. He visto cómo el ácido de dragón corroía toda la vela mayor en menos de un minuto, pero aun así, no le prendería fuego a la santabárbara ni la embarcación saltaría en pedazos bajo los pies.
—¿Temerario va a ser capaz de hacer eso? —preguntó Battersea, con los ojos abiertos como platos al oír esas historias.
Laurence dio un respingo. Se sentaba a la derecha de Riley, parecía que era él quien había invitado a cenar a los oficiales y, por un momento, casi había olvidado que era un huésped en su antiguo camarote y a bordo de su antigua nave.
Por fortuna, el señor Pollitt respondió y le concedió un momento para ocultar su confusión.
—Debemos esperar a desembarcar para identificarlo correctamente y responder a esa pregunta, ya que su raza es una de las que no describen mis libros. Incluso aunque sea de la especie adecuada, lo más probable es que no manifieste esa habilidad hasta que haya terminado de crecer, lo cual no va a suceder en meses venideros.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Riley levantando carcajadas de asentimiento.
Laurence se las arregló para sonreír y levantar un vaso en honor a Temerario con los demás comensales.
Más tarde, después de haber dado las buenas noches en el camarote, Laurence caminó con paso vacilante hacia la popa, donde el dragón yacía con solitario esplendor, ya que la tripulación había abandonado aquella parte de la cubierta conforme él había ido creciendo. Temerario abrió un ojo centelleante cuando Laurence se aproximó y alzó un ala invitándole a acercarse. Al marino le sorprendió el gesto, pero recogió su camastro y se sentó sobre él, apoyando la espalda sobre la ijada del dragón, que creó un espacio cálido y abrigado a su alrededor cuando volvió a bajar el ala.
—¿Crees que seré capaz de lanzar llamas o escupir veneno? —preguntó Temerario—. No estoy seguro de que sea así. Lo he intentado, pero no soplo más que aire.
—¿Nos has oído hablar? —preguntó Laurence, sobresaltado.
Los ventanales de popa habían permanecido abiertos y la conversación podría haber sido perfectamente audible desde cubierta, pero no sabía por qué no había caído en la cuenta de que el animal pudiera estar a la escucha.
—Sí —afirmó Temerario—. La parte que has contado de la batalla era muy emocionante. ¿Has tomado parte en muchas?
—Bueno, supongo —repuso—que no más que muchos otros compañeros.
Eso no era del todo cierto. Había participado en un número inusualmente grande de acciones de guerra, lo cual le había valido para figurar en la lista de ascensos a una edad bastante temprana, y se le consideraba un aguerrido capitán.
—Y así fue como te encontramos a ti cuando eras sólo un huevo. Estabas a bordo de una nave cuando la abordamos —añadió mientras señalaba al Amitié con el brazo, cuyos faroles de popa podían verse en aquel momento como dos puntos a babor.
Temerario contempló la nave con interés.
—¿Me obtuvisteis en una batalla? No lo sabía. —La información parecía complacerle—. ¿Nos veremos pronto en otra? Me gustaría contemplar una; estoy seguro de que podría ayudar incluso aunque todavía no sea capaz de lanzar llamaradas por la boca.
Laurence sonrió ante su entusiasmo. Los dragones tenían fama de poseer un espíritu belicoso; en parte, era eso lo que los hacía tan valiosos en la guerra.
—Lo más probable es que no una vez hayamos llegado a puerto, pero me atrevería a decir que luego las vamos a ver de sobra. Inglaterra tiene pocos dragones, así que lo más probable es que nos convoquen para los grandes momentos en cuanto seas adulto —respondió.
Contempló la cabeza de Temerario, que en ese momento apartaba la vista del mar. Aliviado de la acuciante preocupación de alimentarlo, Laurence podía pensar de otra manera sobre toda la fuerza que albergaban aquellos ijares; ya había igualado el tamaño de los adultos de otras especies y, a su parecer totalmente inexperto, de forma muy rápida. Su recurso iba a ser inestimable para la Fuerza Aérea y para Inglaterra, vomitara fuego o no. En su fuero interno pensó, no sin orgullo, que no existía riesgo alguno de que Temerario resultara ser asustadizo; si le aguardaba una tarea arriesgada, difícilmente hubiera podido pedir un compañero mejor.
—Cuéntame algo más de la batalla del Nilo —pidió Temerario al tiempo que bajaba la mirada—. ¿Fue sólo entre tu barco, el otro y el dragón?
—Oh, no. Participaron trece naves de guerra por nuestro lado apoyadas por ocho dragones de la Tercera División de la Fuerza Aérea y otros cuatro de los turcos —respondió Laurence—. Los franceses tenían diecisiete y catorce respectivamente, por lo que nos superaban en número, pero la estrategia del almirante Nelson los sorprendió por completo…
Temerario agachó la cabeza y se aovilló más cerca del marino, mientras escuchaba con los enormes ojos centelleando en la oscuridad, y de ese modo siguieron hablando en voz baja hasta bien entrada la noche.
Después de que el vendaval hubiera acelerado su avance, llegaron a Funchal un día antes de las tres semanas inicialmente previstas por Laurence. El dragón, situado en la popa, lo miraba todo con avidez desde el momento en que avistaron la isla. En tierra, causó sensación de inmediato; por lo general, no se veía atracar en el embarcadero a dragones a bordo de una pequeña fragata. Había una reducida multitud de espectadores congregados en los muelles cuando entraron en el puerto, aunque de ningún modo se acercaron demasiado a la embarcación.