¡
Qué diablos
! se dijo a sí mismo.
No soy tan importante. En realidad no hice nada para que se lance sobre mí
.
Su hijo, Sam, estaba esperándoles a la entrada de la escuela. El corazón de Mitch se aceleró mientras el chico se les acercaba, con el pelo negro, los ojos grises, con su uniforme de cadete muy cuidado. La imagen de hacía mucho tiempo de un Mitchell Corley, jugador de lujo, de dados.
Sam le dio la mano, besó a Red y le hizo cumplidos por su vestido. Después, lanzó un vistazo persistente e intenso a los mandos del coche, y levantó una ceja hacia su padre.
—De acuerdo —dijo Mitch, riéndose—. Para tu tía Red también está bien.
—Por supuesto que está bien —dijo Red, sonriendo—. Me sentaré sobre tus rodillas, Mitch.
Mitch se deslizó al asiento lateral, y Sam se sentó al volante. ¿
Cuántos años tenía ahora, trece, catorce
? Hizo pruebas con la palanca de cambio durante un momento, después condujo con suavidad hacia la entrada y hacia una zona de picnic cercana. Mitch le felicitó por la forma en que había conducido mientras sacaban las cosas de la cesta. Ya no faltaba mucho, dijo, para que Sam condujera su propio coche.
El chico encogió los hombros sin darle importancia.
—No tendría mucho sentido tener un coche en un sitio como éste, papá.
—Bueno, desde luego, no estarás aquí cuando tengas la edad suficiente para votar.
—Por supuesto.
Las palabras del chico le parecieron a Mitch un eco de su propia voz; algo que él había dicho hace mucho, con el mismo tono en que Sam lo había dicho ahora. Lanzó una mirada a Red y se encontró con una de ella cargada de significado.
—Creo que antes de que pase mucho tiempo habrás terminado con el internado, Sam —se oyó decir a sí mismo—. Red… tu tía Red y yo, esperamos poder llevar nuestro negocio sin viajar dentro de un año o dos, y entonces nos instalaremos todos juntos.
—Bueno —dijo Sam—. A mí no me preocupa especialmente instalarme. Me gustaría más viajar.
Mitch pasó un plato de papel con asado, y murmuró que era imprescindible conseguir una educación antes de comenzar a viajar. Sam dijo que Mitch pareció habérselas arreglado para combinar ambas cosas.
—No, en realidad yo no conseguí una educación —dijo Mitch con seriedad—. Mis viejos no pudieron meterme en un internado, y te aseguro que lo hubieran hecho.
—¿Y tía Red?
—¿Qué? Ah, claro. Tía Red era sólo una nena mientras andábamos dando vueltas. Cuando tenía edad escolar, la familia estaba asentada en un lugar.
El chico pasó la mirada con gravedad de su padre hacia Red. Asintió como para sí mismo, y comenzó a ponerle mantequilla al panecillo.
—¡Qué comida más rica! —dijo—. ¿La has hecho tú, Red… digo, tía Red?
—Pues, no, no la he hecho yo. No permiten que se cocine en el apartamento donde estamos.
—Pero estoy seguro de que cocinarías muy bien, ¿a que sí? Estoy seguro de que puedes hacerlo todo mejor que lo haría una esposa.
—¿Q-qué? —dijo tartamudeando Red—. Yo, er, ¿por qué dices eso?
—Porque papá nunca se ha casado. Otra vez, quiero decir. Le cuidas tan bien, que no quiere otra esposa.
Un intenso rubor apareció en la cara de Red. Se mordió el labio, y tembló mientras alcanzaba una fruta. En medio del pesado silencio, Sam miró con inocencia (¿con demasiada inocencia?) a su padre.
—Tengo la tarde libre, papá. ¿Quieres que te enseñe los alrededores o alguna otra cosa?
—¿Por qué no llevas a tu tía Red por ahí y dejas que yo me reúna con vosotros más tarde? —dijo Mitch—. Me parece que sería mejor que me fuera ahora mismo a hacer una visita de cortesía al coronel.
—Ha estado en la enfermería toda la semana —le dijo Sam—. Me parece que irás a parar al ayudante. Es quien sustituye al coronel.
—Bien. Me ocuparé de ello ahora mismo —dijo Mitch.
Les dejó el coche, y se encaminó hacia el edificio cubierto de hiedra de la administración. Al llegar a la explanada de los desfiles, reseca por el sol, la cruzó rodeando un pequeño grupo de cadetes en formación, custodiados por un hombre de cara roja con uniforme de sargento. Aparentemente, formaban un pelotón de castigo. O, quizás, un pelotón difícil. El sudor les corría por las caras, tensas por el esfuerzo, y goteaba hasta oscurecer el gris de sus uniformes. A Mitch le parecieron autómatas que se movían como una máquina, al unísono. Aun así no le dieron satisfacción al sargento. Con un alarido áspero e ininteligible, les dio el alto, los moldeó dándoles la forma de una docena, más o menos, de estatuas sudorosas. Después, marchando a un lado y otro ante ellos, adelantando la nariz una pulgada de vez en cuando hacia algún supuesto bellaco, vomitó una diatriba tan amenazadora e insultante, que incluso Mitch quedó un poco sorprendido.
Pero éste era un buen colegio. Uno de los mejores, pensó, mientras subía las escaleras del edificio de la administración. Aquí estaban matriculados los hijos de la elite del sudoeste, y él solo había conseguido meter a Sam con la ayuda de los amigos de los hoteles mejor situados. Era bueno… así que, ¿cómo iba a criticarlo? ¿Cómo iba a objetar la disciplina de uno de los mejores colegios, después de su paso por los vestuarios sin edad de los botones?
Desde luego, Sam nunca lo criticaba. En realidad, Sam nunca criticaba nada.
Al ayudante del coronel, mayor Dillingham, le debió crear un Cruikshank o un Hogarth borracho, utilizando como modelo el sargento del campo de entrenamiento. Con la cara hinchada y de color remolacha, se levantó tambaleándose tras su mesa de despacho, y consiguió ponerse a flote con el globo que tenía por barriga. Ofreció una mano hinchada que pareció comprimir de forma interminable el apretón de Mitch. Después fue balanceándose hacia la puerta y la cerró, con sus piernas flacas como palillos, tan delgadas que parecía que sus polainas no envolvían nada, excepto una especie de invisibilidad embrionaria.
Volvió a sentarse. Le dirigió a Mitch lo que desde todos los aspectos hubiera sido una mirada de penetrante severidad, si se exceptúa la ausencia de ojos, que, según cabía suponer, estaban escondidos en los hoyos hinchados de sus párpados.
—Mister Corley —dijo con una pesada respiración sibilante—. Mister Corley. Mister Mitchell Corley.
Mitch esperó, mirándole en silencio. Se podía oler algo, algo más allá del débil aroma a polvos de talco y emanaciones osmóticas de riñones defectuosos.
—Ha llegado algo, mister Corley. Algo que, er, se debería explicar, pero a lo que no encuentro una explicación satisfactoria. Iba a llevárselo al coronel, y desde luego tendré que hacerlo. No hay otra alternativa. Pero, al saber que iba a visitar hoy a Samuel…, un joven muy bueno, mister Corley. Es uno de nuestros mejores jóvenes…
—Ya lo sé —dijo Mitch—. Lo que no sé, mayor, es lo que está usted intentando, y cuándo o cómo lo va a soltar.
La declaración pareció aturdir al ayudante. Ésa era su finalidad. Mitch había creído siempre que el ataque era la mejor defensa. Se recostó en el respaldo con descuido, mientras el mayor se recomponía a sí mismo.
—Ha, er, llegado en el correo de hoy, mister Corley. Desde luego, dirigido al coronel, pero como yo estoy temporalmente en su cargo, yo… lo encuentro difícil de comprender. Imposible de entender…
—Continúe —dijo Mitch con frialdad. Pero, ahora ya sabía cuál era el problema—. Soy un hombre ocupado. ¿Usted no?
El mayor experimentó otro momento de conmoción. Después, con un débil destello de malicia en sus escondidos ojos, cogió un sobre de un cajón cerrado con llave y lo lanzó sobre la mesa. Mitch lo abrió.
Había dentro una foto, una copia ampliada. Una fotografía de fichero de delincuentes, de una mujer de frente y de perfil; en la parte de atrás estaba su ficha policial. Dieciséis arrestos, dieciséis veces convicta, todas ellas por el mismo delito.
No había alias. La mujer había utilizado siempre su nombre legal.
Mistress Mitchell Corley.
F
ORT
W
ORTH
Ciudad de vacas. Donde comienza el Oeste.
Tómatelo con tranquilidad, y la gente te pagará con la misma moneda. Viste como quieras, nadie te juzgará por tu indumentaria. Ese chico con aspecto de ínfima categoría, en vaqueros y botas, vale cuarenta millones de dólares. Haz lo que quieras. Haz todo aquello que tu edad pueda permitirte. Pero asegúrate de que eres lo suficientemente grande.
La vecina Dallas había lanzado un rumor diabólico sobre su rival. Fort Worth es tan rústico, establecía la difamación, que las panteras rondaban por las calles a altas horas de la madrugada. Enseguida, Fort Worth se apodó a sí misma la Ciudad Pantera, y proclamó como si fuera más cierto que el Evangelio.
En realidad, había panteras en las calles. Los niños tenían que tener algo con que jugar, ¿no? Aparte de eso, los gatos llevaban a cabo un servicio altamente necesario. Cada mañana se encaminaban en manada a Río Trinidad con dirección al este, y allí descargaban sus vejigas en el río que proveía a Dallas de agua corriente.
Quizá sea por eso que la gente de Dallas tiene tantas ideas chaladas. Después de haber bebido unos cuantos tragos de ese pis de pantera, empezaban a pensar que eran tan buenos como cualquier otro.
Mitch y su mujer Teddy llegaron a Fort Worth un mes antes, aproximadamente, de que naciera su hijo. Y Mitch —como Teddy había proclamado— se convirtió en el alma de casa de la familia.
Sintió que tenía que hacerlo así, dada la situación y las circunstancias. El poder económico de Teddy era mucho mayor que el suyo, y se iba a necesitar mucho para una familia de tres. Además, no podría discutir con su mujer en lo que él consideraba como un período de grandes dificultades para ella, ni tampoco podría pedirle que recortara sus gastos sólo por complacer su vanidad.
Como soltero que había vivido en una habitación amueblada, llegó al matrimonio sólo con una ligera idea de lo que costaba mantener una esposa y un hogar. Una esposa como Teddy, es decir, un hogar gobernado por sus antojos. De hecho, no se enteró nunca, ya que Teddy hacía las compras y pagaba las facturas, y aceptaba cualquier cantidad que él le diera de sus ingresos como «más que suficiente». Pero poco a poco fue cayendo en la cuenta de que Teddy estaba tirando por la borda enormes cantidades de dinero.
Teddy tenía que tener lo mejor de lo mejor, muebles, comida y bebida, indumentaria, alojamiento. Pero eso era sólo el principio. Podía comprarse un traje de cien dólares, y desecharlo después de ponérselo una vez. Podía comprar mobiliario nuevo, decidir que era «totalmente equivocado» y disponer de él para cualquier cosa que se ofreciera. Podía hacer cosas extravagantes y sin sentido por Mitch —comprar, por ejemplo, una docena de pijamas de seda tornasolada— y después hacer pucheros cuando él no parecía apreciarlo debidamente.
Mitch tenía a veces la extraña idea de que Teddy odiaba el dinero, que se sentía culpable por tenerlo y se sentía impelida a deshacerse de él lo más rápidamente posible.
Pero las cosas iban a cambiar, se dijo a sí mismo con determinación. Después de que naciera el niño y ella estuviera recuperada de la tontería que daba el embarazo (como pensaba él), iba a cuadrar a la pequeña Teddy rápidamente.
Eso es lo que el hombre pensaba. Pero no fue eso lo que pasó.
Por una razón: se quedó inmediatamente hechizado por el pequeño Sam —le llamaron igual que a su padre—. Por otra, a Teddy no la hechizó el bebé. Le aburría. Le veía como un intruso en una situación que había sido perfecta hasta entonces.
—Tú eres mi bebé —le decía a Mitch—. Tú eres todo lo que yo necesito.
—Pero tú eres su madre —insistía Mitch—. Una madre debería querer cuidar de su hijo.
—Ya lo hago. Me encanta cuidarte a ti.
—¡Pero mierda…! Quiero decir, verás, cariño. ¿Por qué has tenido un niño si pensabas así?
—Porque tú querías uno. Tú querías un bebé, así que yo te di un bebé.
—Pero… pero, Teddy…
—Así que ahora te toca a ti cuidarlo —dijo acto seguido Teddy con dulzura—. Tú te ocupas de cuidar a
tu
bebé y yo me ocuparé de cuidar al mío.
La conversación tuvo lugar diez días después del nacimiento de Sam, cuando Teddy ya había vuelto al trabajo. Se había despertado a medianoche, había descubierto que ella no estaba a su lado y había encontrado una nota sujeta al almohadón. Se enfadó tanto que casi llamó a sus jefes, pero se abstuvo de hacerlo sólo por miedo a incomodarla.
Ellos no sabían que estaba casada. Su embarazo, casi inapreciable incluso para Mitch, había pasado sin que se notara; y ella había conseguido el tiempo libre necesario, pretextando un viaje para atender a un pariente cercano que teóricamente se encontraba en la antesala de la muerte. El no contratar a mujeres casadas era la política de la empresa. Teddy le tenía estrictamente prohibido llamarla o ir al trabajo.
¿Qué le iba a hacer? Mitch decidió dejar por un tiempo las cosas tal como estaban. Le encantaba estar con el bebé. Alguien tenía que ganar un sueldo, y él no tenía empleo.
Así que se convirtió en ama de casa del apartamento y niñera interna para su hijo. Leía un montón. Trabajaba los dados. Cuando hacía bueno, abrigaba a Sam, lo ponía en un cochecito y lo sacaba a dar un paseo al aire libre. A medida que fue pasando el tiempo, los paseos acababan a menudo en vestuarios de hoteles, en habitaciones traseras de billares, trastiendas de comercios de cigarros, o en cualquier lugar donde pudiera encontrarse una partida de dados.
Mitch mejoraba cada vez más con los dados. No era ni por aproximación tan bueno como llegaría a serlo más tarde, pero era bueno. Metía parte de la ganancia en el banco, y contribuía con el resto al mantenimiento de la casa. Eso le daba una cierta sensación de independencia; al menos se pagaba su propia manutención. Pero estaba lejos de sentirse satisfecho.
Claro que le gustaba estar con el niño, pero no podía hacer de ello una carrera. Claro que le iba bastante bien con los dados… Pero, ¿
cómo
lo estaba haciendo? Frecuentando un tipo de sitios que siempre le habían sido francamente desagradables, repugnantes. Lugares baratos y sórdidos; el hábitat, como regla general, de gente barata y sórdida. Podía haber entrado en uno de esos tugurios hacía diez años, y era casi seguro que hubiera encontrado casi la misma gente que ahora.
Eran rateros, vagabundos, los despojos del mundo de la nada. Frecuéntalos lo suficiente, y te convertirás en miembro permanente de la familia. Si quieres ser un tipo influyente, tendrás que estar donde están los tipos influyentes.