—Porque eres mi cariñito, mi querido papaíto.
—¡Pero si ni siquiera me conoces! Nunca me habías visto hasta hace unos días.
—Ah, sí que te había visto. —Sonreía con gran serenidad—. Reconocería a mi corazoncito en cualquier lugar.
Al cabo de una semana se casó con ella. Existían ciento diez libras de deliciosas razones para hacerlo, y ninguna razón aparente para no hacerlo.
En su noche de bodas los dos cogieron una buena trompa de champaña. Tan trompa estaba que albergaba ciertas dudas sobre su participación en la consumación del matrimonio. Pero al despertarse con los lamentos de Teddy, se culpó a sí mismo de brutalidad. Ella lo negó con la cabeza, y le abrazó con furia.
—Soy tan feliz, cariño. ¡Estoy tan contenta de que no estés m-muerto!
—¿Cómo, qué? —refunfuñó Mitch entre la neblina—. ¿Quién está muerto?
—¡Sabía que no podías ser tú, cariño! Todo el mundo decía que eras tú, incluso el general me mandó una carta. Pero, yo sabía, yo sabía, yo sabía…
—Sssimpático —bostezó Mitch, y de repente se volvió a dormir.
A la mañana siguiente no estaba seguro de que no hubiera sido un sueño. De hecho, apenas pensó en todo aquello, ya que Teddy era una mujer que daba a un hombre cosas mucho más deliciosas e interesantes en qué pensar. Cuando finalmente llegó a alarmarse y consultó a un psiquiatra —un residente permanente del hotel en el que trabajaba— éste le informó de que era bastante probable que Teddy le hubiera proyectado en el papel principal en sus propias fantasías sexuales, algo que enraizaría hacia atrás en la pubertad. A él le costó creerlo y se enfadó.
¡Mierda, no podía ser! ¡No podía ser! Aunque, indudablemente, así era; nunca obtuvo una explicación mejor. Y el sueño del que él formaba parte —que Teddy le había colgado— se había vuelto últimamente en una pesadilla.
Entretanto, tuvo lugar el encuentro con su madre. Un encuentro que, al menos, tuvo una cualidad. Hizo aparecer a Teddy como una persona normal, con tendencia a la torpeza.
Habían pasado cinco años desde que la muerte de su padre les separara, cuando volvió a ver a su madre. Ella le escribía de vez en cuando y con vaguedad, y él contestaba. Pero a menudo le devolvían las cartas a causa de un cambio de dirección. Una vez recibió un telegrama urgente de Dallas, le pedía cien dólares. Un año, ella le felicitó tres veces por su cumpleaños, cada una de ellas con un billete de diez dólares. Finalmente, después de un silencio de casi un año, le comunicó que se había casado y que era muy feliz.
La carta había tardado mucho en llegar. El remite era de la misma ciudad en la que él trabajaba. La leyó, con el corazón encogido por la nostalgia. Como tenía una tarde libre en su trabajo, fue a verla.
La casa estaba en un barrio pobre de viviendas todas iguales. Estaba flanqueada a un lado por una vía muerta de tren en la que crecía la hierba. Al otro lado había un edificio comercial abandonado, con la fachada desconchada y cubierta de pósteres de rostros sonrientes o ceñudos, pero todos de aspecto sincero, de innumerables aspirantes políticos-buitres de cartón sobre los huesos de un sueño muerto.
Mitch lanzó una ojeada a través de la puerta mosquitera, mientras subía los peldaños del porche y antes de llamar a la puerta. Era una casa hecha deprisa y corriendo, con tres habitaciones y media en hilera. Era casi imposible no ver lo que pasaba en el dormitorio, la penúltima habitación, ni oír la epigámica agitación de los muelles de la cama.
Mitch bajó la mano sin llamar a la puerta. Volvió despacio hacia el paseo y deambuló de una esquina a otra. Después volvió hacia el porche otra vez, silbando ruidosamente. Llamó. Llamó por segunda vez, y le contestó el sonido gutural de una cadena de váter. En el silencio fragmentado que siguió, interrumpido por monosílabos malhumorados de un hombre y relinchos de tonta sonrisa que no podían ser, pero eran, de su madre, Mitch llamó.
—¿Madre? Soy yo, Mitch.
En el ínterin, antes de que por fin fuera a la puerta, Mitch casi se calló y se fue. No veía cómo iba a poder encararse a la propietaria de aquella voz acobardada y quejica, y estaba seguro de que sería mejor no enfrentarse al marido. Veía al hombre dando vueltas por el dormitorio, un personaje moreno, de pelo liso con unos anchos hombros y una cintura invisible. Y detestó cada pulgada de lo que veía.
Aun sabiendo que tendría que haberse largado, Mitch se quedó, pegado de alguna manera al lugar donde estaba. Así que, después de casi diez minutos, al fin estaba saludando a su madre a través de la oxidada tela metálica. Por detrás de ella, ya que no llegaba a levantar el picaporte, aunque su mano titubeaba, temerosa, alrededor.
—Francis —dijo con debilidad por encima del hombro—. Es mi hijo, querido.
—Menudo negocio.
—Er. ¿Te parece bien, si le dejo entrar, querido?
—No es mi chico.
—Oh, gracias, querido, gracias —jadeaba la esposa agradecida. Y a Mitch se le permitió entrar.
Le dio a Mitch un beso apresurado, evidentemente pendiente y temerosa del hombre de la habitación de al lado. Mitch se sentó en una de las tres sillas rígidas, un poco confundido por la apariencia del diván hasta que reconoció en él el asiento delantero de un automóvil. Su madre le preguntó qué estaba haciendo, y él dijo que era capitán de botones nocturnos en el hotel más importante de la ciudad. Ella dijo que eso era bueno, ah, era terriblemente bueno; ¿no es así, Francis? Y Mitch pensó: «Santo Dios. ¿Qué le ha pasado?»
Sabía la respuesta a esa pregunta, desde luego, y de alguna manera parecía que le había ido bien. Su mordacidad picante había dado lugar a un contento bovino. Tenía un aspecto abandonado, ojerosa como una bruja. Pero, carajo, ya andaba por los cincuenta, y Francis el Galante no podía pasar de los treinta y cinco.
—… un bailarín, sabes —estaba diciendo su madre—. Francis es un bailarín de gran talento. Todo el mundo lo dice.
—Qué bien. Ah, eso es estupendo —comentó Mitch. Y después, al ver los ojos implorantes de su madre, se obligó a sí mismo a portarse bien—. Estoy seguro de que es muy bueno —dijo—. Me gustaría verle alguna vez.
Francis no salió al cuarto de estar hasta que estuvo completamente vestido con un traje muy «marcado» con anchas rayas a tiza, zapatos de puntera de palillo, una camisa blanca y una corbata amarilla. Esperó hasta que Mitch se levantó y le tendió la mano. Entonces se sentó, ignorando la mano, y le dio un trago a una lata de cerveza que se había llevado.
Miró fijamente a Mitch en silencio, sin parpadear. Mitch le devolvió la mirada, sonriente.
—Así que eres botones —gruñó, al fin—. ¿Qué es lo que haces cuando un tipo te pide que le consigas una mujer?
—¿Tú qué haces?
—He oído que todos vosotros sois chulos.
—¿En serio? —inquirió Mitch sonriendo—. ¿Y cuál es tu opinión personal?
Su madre se movía nerviosamente, preguntó lloriqueando, casi como si lo afirmara como declaración de principios, si Mitch quería una lata de cerveza.
—Déjale que se tome una —dijo Francis, y de golpe le lanzó la lata.
Mitch la alcanzó, pero con torpeza; la cerveza le salpicó los pantalones de su traje de ciento cincuenta dólares. Con mucho cuidado, colocó la cerveza en el suelo desnudo de pino. De nuevo volvió a sonreír a Francis, que se sacudía de risa.
—¡No tienes mucho de
catcher
, botones!
—No, no tengo —negó sonriendo Mitch—. Pero tendrías que verme lanzar.
—¿Cuánto has pagado por el traje que llevas puesto?
—Me lo hice yo mismo —dijo Mitch—. Me hago toda la ropa.
—¡No te hagas el listo, botones!
—Deberías probarlo —dijo Mitch—. Después de todo, ¿qué pierdes por intentarlo?
Podía sentir cómo se le ensanchaba una sonrisa que se quedó congelada en la cara. Su madre conocía lo que significaba, se agitó e intentó desviar el tema. Pero su marido la silenció con una mirada.
—¿Cuánta pasta sacas a la semana, botones?
—Ahora soy yo el que se informa —dijo Mitch—. ¿Dónde guardas tu sombrerito rojo?
—¿Eh? Yo no tengo sombrerito rojo.
—Pues, ¿qué utilizas para recoger los peniques?
—Recoger los peni… ¿eh?
—Los que la gente supongo que te da por bailar —explicó Mitch—. ¿O es que el organillero se fía de ti con el dinero?
Su madre gimoteó de temor.
Francis soltó una maldición y saltó de la silla. Pero no fue lo suficientemente rápido. Antes de que supiera lo que le estaba pasando (si es que alguna vez lo supo), Mitch le había dado una patada en la ingle, un codazo en la tráquea y un rodillazo en la cara. Después, mientras la madre de Mitch gritaba y le arañaba, él golpeaba metódicamente las costillas de su marido.
Lo sentía mucho, muchísimo, incluso cuando se largó de la casa. El hecho de que Francis fuera el rey de los bobos no era razón suficiente para medio matarle. Al atacar a Francis, comprendió, la víctima real había sido su madre. No se atrevería a volver a verla. Y él mismo tendría que irse de la ciudad rápidamente.
Fue a casa, le dio la noticia a Teddy, y le prometió que enviaría a buscarla tan pronto como encontrara otro trabajo. Teddy declaró que ella se iba ahora mismo con él. Su papi no podía ir a ningún sitio sin su mamá.
—Iremos a Fort Worth —anunció ella—. Sé de un trabajo muy bueno que puedo conseguir allí. El mismo tipo de trabajo que hago ahora.
—¿Pero, y yo qué? Yo no sé si podré encontrar un trabajo allí.
—Tú no necesitas un trabajo; yo gano más que suficiente para los dos. Además, tú estarás muy ocupado atendiendo al niño.
—¡Al niño! ¿De qué diablos estás hablando?
Teddy se alzó la camisa, se bajó los pantalones y dejó al descubierto los cremosos alrededores de su ombligo. Atrajo la cabeza de él hacia esa área, y de pronto él notó algo…, una pequeña pero inconfundible patada.
—¿Ves? —Le sonrió satisfecha mientras él se retiraba bruscamente—. Ocho meses y casi no se me nota nada. Según los doctores, a algunas mujeres les pasa. Dice que probablemente podré trabajar casi hasta el momento de su nacimiento.
—P-pero… pero… —Mitch agitó las manos con desesperación.
—De esa manera todo va a ir bien, de maravilla. Mamá trabajará y papi cuidará del bebé (a un bebé le debe cuidar su papi) y tendrá mucho tiempo para jugar con su pequeño ratoncito.
Mitch explotó de golpe. Le preguntó por quién le había tomado. ¡Él, por Dios, sería el que proveería a la familia de dinero —encontraría algún tipo de trabajo— y ella, por Dios, cuidaría del bebé!
—No lo haré —dijo Teddy, con un tono acerado en su dulce voz—. Yo ya tengo un bebé de quien cuidar. Mi papá es mi bebé.
—¡Ya me has oído! —dijo Mitch—. ¡Y termina de una vez con esa comedia de papi-mami! ¡Sacúdelo de tu bonita cabecita! ¡Está empezando a darme náuseas!
—¡No le hables con descaro a tu mamá! —dijo Teddy.
—¡Joder! —le gritó Mitch—. ¡Te he dicho que lo olvides!
Se arrojó sobre la cama. Con el rostro ominosamente cubierto de nubes, Teddy se dirigió al cuarto de baño.
Él oyó cómo corría el agua. Se mordió los labios, anegado en remordimientos. Dios mío. ¡Primero su madre, después su esposa! Había apartado a dos mujeres en un solo día, las únicas que significaban algo para él. ¡Y Teddy estaba embarazada! ¡Casi a punto de convertirse en madre! Era su responsabilidad complacerla en un momento así, y no maldecir ni gritarle.
Estaba a punto de pedirle disculpas, cuando de repente Teddy se abalanzó sobre él. Le metió una manopla de baño en la boca. Frotó con fuerza.
Durante un momento estuvo demasiado sorprendido como para moverse. Después, jadeando, boqueando y con náuseas, se liberó de ella. Se tambaleó por la habitación, echando literalmente espumarajos por la boca.
Escupió y maldijo de manera enfermiza, y una oleada de burbujas de jabón salió chorreando de su boca. Teddy le observó con aire de justa condolencia.
—Vaya, mamá no quería hacer eso —dijo—. Le ha dolido a mamá mucho más de lo que le ha dolido a papi.
—Por amor de Dios —farfulló débilmente Mitch—. Por qué diablos…, qué clase de gilipollas…
—Será mejor que tengas cuidado —dijo Teddy—. Será mejor que seas un buen papi, o mamá te volverá a fregar la boca otra vez.
Había un suave crescendo de la música en el bar. Mitch se levantó del taburete con un pequeño movimiento de cabeza hacia Red.
—Quédate sentada, cariño. Vuelvo enseguida.
—Mitch… —Siguió con los ojos al hombre alto, excesivamente elegante que les había dicho que se fueran—. ¿Quién es, Mitch?
—Frank Downing.
Salió rápidamente antes de que Red pudiera protestar. Downing se giró y miró por encima del hombro, parado ante una puerta a cierta distancia, después entró por ella.
La habitación era una especie de anexo del bar. Un lugar donde repantingarse y conferenciar de manera informal. Aquí las luces eran incluso más débiles que afuera, y ni siquiera se oía el mudo susurro de una voz que avisara en voz baja de otra presencia. Mitch pestañeó, y entornó los ojos tratando de penetrar la sombría oscuridad. En ese momento se oyó un click… la llama de un mechero iluminó un cigarrillo y la flemática cara de póker de Frank Downing apareció, recortada en la oscuridad.
Estaba sentado en la parte más alejada de la habitación, junto a un pequeño escritorio. Guiado por el brillo espasmódico del cigarrillo de Downing, Mitch hizo el camino atravesando la inmensa alfombra y se sentó frente al jugador de Dallas.
No dijo nada, se quedó esperando. Downing tampoco dijo nada. Pasaron algunos minutos. Mitch encendió un cigarrillo, y continuó esperando. Al fin Downing rompió el silencio. Un gruñido renuente de admiración.
Después suspiró suavemente y apagó su cigarrillo con ligeros golpes.
—Esa pelirroja —dijo— es definitivamente la mujer más mujer que he visto en mi vida.
—Sí —aceptó Mitch con inocencia—. Mi hermana es una chica muy atractiva.
Downing dejó escapar un bufido.
—Nadie —dijo—, pero que nadie ha tenido nunca una hermana así.
—¿Y qué?
—Que la invites a otra copa, si quieres. Invítala a cenar algo. Baila con ella un par de veces. Y después lárgate de aquí como te he dicho. ¿O es que quizá no me has oído?
—Te he oído.
—No creo —dijo Downing—. No hay nadie que continúe paseándose por un sitio después de que yo le haya dicho que se largue.