Los cubos rojos cayeron rodando sobre la estirada manta de la cama. Aparecieron un seis y un as.
—Hizo siete, el hombre —salmodió el de los negocios de arrendamiento—. ¿Quieres ir a por todo, Corley?
—¿Quieres decir uno de mil completo? ¿Uno de mil dólares?
—¡Condenación! —El contratista lanzó el sombrero al otro lado de la habitación—. ¡Tira algo! ¡Tira o pasa los dados!
Mitch fue a por el de mil. Salió con un seis-cinco. Estuvo maldiciendo, provocando y burlándose de su disposición por los dos mil.
—¿Por qué no? ¡Estás lanzando con nuestro dinero!
—De acuerdo. ¡Por todos los diablos! ¡Lo voy a hacer!
Volvió a tirar los dados. Un cuatro-tres quedó boca arriba sobre la manta. Mientras los otros se quejaban, él intentó coger el dinero.
—Creo que será mejor que sólo me juegue uno de cien esta vez —dijo—. O quizá sólo cincuenta, si no os importa, chicos.
Era endemoniadamente obvio que a los chicos sí les importaba, y se lo hicieron saber. ¡Una mierda iba a jugarse una miseria mientras tenía muchísimo dinero de todos ellos!
—Nada menos que cuatro mil dólares —protestó Mitch—. ¡
Cuatro mil dólares
!
—Estás cubierto —dijo el tratante de ganado con frialdad—. ¡Tira!
—Bueno, de acuerdo —dijo Mitch nervioso—. ¡De acuerdo, joder!
Se frotó la mano contra la pernera del pantalón, enjugándose el sudor antes de recoger los dados. Su nerviosismo no era del todo fingido. Alguna vez, incluso, al mejor de los cirujanos se le puede deslizar el escalpelo. Alguna vez, el más habilidoso de los lanzadores de cuchillos puede arrojar unos centímetros más allá de la distancia correcta. Alguna vez —sólo alguna vez— el equilibrista puede dar un traspié hacia la eternidad. Lo mismo le puede pasar al jugador de dados.
Por más habilidad o práctica que se tenga, no hay nadie que sea absolutamente invulnerable a la suerte. No existe un código escrito de limitaciones sobre la ley de promedios.
Dos minutos para irse. Ocho mil dólares sobre la cama. Casi todo lo que llevaban, supuso Mitch. Ciertamente, todo lo que era seguro llevarse de un grupo como éste. Y la recaudación tendría que tener buen aspecto. Nada de sietes u onces esta vez. Nada de lo que una persona chapada a la antigua pudiera hacer de forma legítima. Un Juanito Honesto hubiera hecho siete u ocho pases directos en una fila, pero un despabilado tenía que hacerlo de manera astuta.
Entrechocó los dados. Los lanzó con torpeza. Después se quedó decepcionado mientras los otros bufaban de risa.
—¡Alto saltó el diablo! Has conseguido un gran cuatro, chico.
—Vaya, mierda —dijo Mitch lloriqueando—. ¡Jodida mierda!
—¿Quieres apostar un poco más, Corley? Te damos seis de cinco.
—A la mierda si no lo hicierais —refunfuñó Mitch; y ellos volvieron a reírse.
Joe, desde luego, es el punto más bajo en los dados. Por encima de él están Phoebe Five (una chica difícil de conocer), Easy Six (tres combinaciones), Craps (tres), Eighter-Decatur (tres), Quinine (un amargo dos), Big Dick (dos) y los jugadores, Heaven-eleven y Boxcars, los cuales no tienen posición después de su rol inicial. Las apuestas o probabilidades teóricas contra el cinco y el nueve son, aproximadamente, de tres a dos, como opuestos de seis a cinco para seis y ocho. Las probabilidades son dos a uno contra diez y cuatro, pero cualquier jugador de dados juraría que diez es un punto fácil de conseguir.
Era obvio, Little Four no le bastaba. Como reconociendo el hecho, normalmente se retira del alcance de la vista después de mostrar su rostro desafortunado.
—¡Arrástralos, chico! ¡Veamos algunos dados!
—No me metas prisa —lloriqueó Mitch—. ¡Estoy arrastrando éstos!
Tiró. Un diez grande (
cuatro sobre el fondo
). Volvió a tirar… nueve. Después, ocho y cinco y seis.
¿Dónde diablos estaba Red? ¿Qué diablos estaba esperando?
Con tanto acoso, estos tipos podían llegar a ser difíciles de manejar. Se estaba poniendo tenso, y la tensión era lo peor que podía haber para el control, y…
¡Allí estaba! La señal. La tos sorda y familiar, que provenía justo del otro lado de la puerta, pasó inadvertida para los otros, perdida entre sus propios ruidos.
—¡Dado siete! ¡Veamos un seis-as!
—¡Venga, chico! ¿Qué diablos estás esperando?
—¡Dame tiempo, mierda! ¡Deja de meterme prisas!
Volvió a enjugarse la mano contra la pernera del pantalón. Recogió los dados, los colocó y los movió. Y por fin, tiró.
Los nervios dijeron en voz baja que era un mal tiro. Gritaron en silencio que había echado a perder las cuidadosas artimañas de una semana y un costoso fajo de dinero en un mal momento.
Miró sin esperanzas mientras los dados giraban sobre la manta, con aspecto de que se iban a pasar la vida girando y girando. Una eternidad…, una fracción de segundo. Dieron la vuelta dos veces al unísono. Pararon con un imperceptible golpe de efecto.
Dos doses miraban hacia arriba desde la manta.
Antes de que los tres hombres pudieran reaccionar, sonó un golpe furioso y repentino en la puerta. Se giraron hacia ella automáticamente, y Mitch barrió el dinero y se rellenó los bolsillos con él.
Era la habitación del contratista. Se abalanzó hacia la puerta, maldiciendo, y la abrió de golpe.
—¿Qué diablos…?
—¿Qué-e? ¡Qué! No me insultes, ¡tú… estúpido!
Red irrumpió en la habitación, y le propinó al contratista un puñetazo que le lanzó hacia atrás dando traspiés. Su mirada enfadada arrasó a los otros dos, quienes miraron desesperadamente hacia Mitch que parecía languidecer por ello.
—¡Uf-fa! ¡Por fin! —Se permitió mirar los dados—. ¡Y de vuelta a tus juegos otra vez! ¡Espera que se lo diga a papá! ¡Sólo espera que se lo diga!
—Bah, venga, her… —dijo Mitch retorciéndose de forma infantil—. Estos chicos de aquí son sólo…
—¡Holgazanes, eso es lo que son! ¡Holgazanes como tú! ¡Venga, en marcha, vámonos de aquí! ¡En marcha!
Pelirroja, con una pálida cara de salientes pómulos, era pulgada a pulgada la mujer perversa; una dama de la que con toda evidencia convenía mantenerse alejado. Pero hubo un movimiento de protesta de los tres perdedores. Mitch poseía casi todo su dinero y tenían derecho a una oportunidad para recuperarlo. La dama podía verlo por sí misma, ¿o no? Y podría ver que ellos tampoco eran holgazanes.
—Tengo oficinas en Amarillo y en Big Spring, y… ¡Uff! —El contratista cayó de espaldas, frotándose un lado de la cara.
Red corrió hacia los otros dos, con las manos como zarpas terribles. Alzando la voz, amenazaba con chillar. ¡Lo haré! Sus ojos brillaban con locura. ¡Llamaré a la policía!
Echó hacia atrás la cabeza, con la boca abierta de par en par. Mitch la agarró en el preciso momento.
—¡Ya voy! ¡Ahora mismo voy, hermana! Tranquilízate, un… —La empujó, pidiendo disculpas por encima de su hombro, con señas—. Lo siento, chicos, pero…
Pero ellos podían hacerse cargo. ¿Qué se puede hacer con una mujer tan loca como ésta?
Cerró la puerta dejando tras de sí un asombrado silencio. Él y Red atravesaron el vestíbulo a gran velocidad, hacia el ascensor.
Ella ya había pedido antes la cuenta de sus habitaciones, desde luego, y ahora un mozo con chaquetilla negra les esperaba con los equipajes en la puerta lateral del hotel. Mientras el taxista se apresuraba a llevarles a la estación de ferrocarril, ella se le acercó en el asiento para susurrarle:
—He conseguido un compartimiento para los dos. ¿Vale?
—¿Qué? —Contestó frunciendo el entrecejo en la oscuridad—. Estamos registrados como hermanos, y tú…
—Venga, cariño… —Estaba un poco ofendida—. No lo he reservado a través del servicio del hotel.
—Has llegado tarde esta noche.
—¿Yo? Vaya, no creo que eso sea posible.
—¿Qué diferencia hay si lo crees o no?
Ella se apartó de él. Le costaría muy poco más enfadarla de veras. Lo que no sería nada divertido. Pero él mismo estaba lleno de indignación. Había llegado tarde a la recogida, mierda, un retraso de dos minutos completos. Se lo había tenido que sudar, con el peligro de perder la pasta y a riesgo de recibir un vapuleo, sólo porque ella no se había molestado en controlar el tiempo. ¿Qué diablos había estado haciendo? Pero, ¿qué era?, ¿una mujer con el cerebro de una niña?
Red dijo con mucha calma:
—Será mejor que te calles, Mitch.
—¡Pero, joder, has llegado tarde! No quiero ser rudo contigo, cariño, pero…
—¡Y no me vengas con zalamerías!
Mientras seguían al mozo de equipajes, levantó la vista hacia el reloj de la estación, y después le echó un sobresaltado vistazo a su reloj. Estaba adelantado… casi dos minutos. Así que el enredo había sido por su culpa. Red no había aparecido tarde, como él había pensado. Pero es que presionar fuertes resultados le dejaba a uno seco, y hasta que volvía a recuperarse no tenía, para nadie, más que mala leche. Era probable, suponía Mitch, que pasara eso en cualquier jugada fuerte, incluso en las legales. Al menos, la mayoría de los jugadores de peso que conocía habían convertido sus vidas íntimas en una auténtica mierda. Si lo que deseas es sentar la cabeza con algo como trabajar para el departamento de parques del Ayuntamiento y guardar botellas de vidrio como
hobby
, puedes estar relajado. Pero en la apuesta fuerte, nanay. No importa lo ojo avizor que estés, aun así hay un límite. Y si lo rebasas, no podrás conseguirlo.
En el camarote, con el balasto suspirando tras ellos, su ansiedad por Red se convirtió de pronto en un impulso furioso. Y, sabiendo que no le serviría de nada, ensayó una excusa en la que mencionó a algunos conocidos —reales e inventados— que, también por estrés, se habían comportado de un modo irrazonablemente irracional.
—Por ejemplo, mi padre, descanse en paz… —forzó un chasqueo reminiscente—. Era un promotor de ediciones especiales, ya sabes, viajaba por todo el país al cuidado de ediciones especiales de los periódicos. Dirigía una locura de despacho, mandaba sobre una jauría de hombres pegados al teléfono y se encargaba él mismo de los tipos más duros. Cuando llegaba la noche, apenas podías saludarlo sin arriesgarte a recibir un bofetón. Una vez, recuerdo…
Mitch suspiró y dejó que se le escapara la voz, maldiciéndola en silencio por ser como era. Él casi no le decía nada a ella, nada en comparación con todas las tonterías que tenía que escuchar.
En cualquier caso, las excusas sólo servían para perder tiempo.
Ella pretendía aparentar calma. La bien guarecida comisaría de su piel había cerrado hasta nueva orden. Él estaba seguro de que el deseo era mutuo. Resultaba obvio por el hecho de que hubiera reservado un solo camarote.
Pero también resultaba evidente, por su manera de desnudarse, que estaba dispuesta a hacerle sufrir para olvidarse así de sus propios problemas.
Normalmente, ella era bastante prudente. Ante la obligación de desnudarse en compañía, ella lo hubiera hecho sin quitarse la bata, y advirtiéndole antes que no mirase mientras se iba quitando la ropa. Pero como no pretendía darle nada, primero se lo mostraba todo, le dejaba ver lo que no podría gozar.
Ninguna profesional hubiera podido desarrollar un
strip-tease
tan tentador como la ofendida Red. (¡Mi nombre es Harriet, por el amor de Dios!) Se quitaba las medias hasta la mitad por las caderas volviéndose a uno y otro lado para comprobar si se le veía algo con los pantys a media altura. Luego, el sujetador cedía y sus pechos podían mostrarse cuidadosamente. De pezones rosados, recorridos por finas venas azules, parecían tirar de los frágiles hombros por su abundancia. (¡Pero ella no era frágil!) Luego, si se sentía especialmente malvada, los examinaba en profundidad con espíritu crítico, hasta que él sentía su lengua tan seca como un bate de béisbol.
Esa noche la tenía tomada con él, de modo que a Mitch le tocó presenciar el número completo de los pechos. Luego, ella se quitó desdeñosamente el resto de la ropa interior y se quedó desnuda con los pies ligeramente separados y la cabeza inclinada hacia atrás para que el pelo le cayera en cascada sobre la espalda. Levantó las manos y se lo empezó a moldear, de modo que sus pechos se balanceaban delicadamente por el movimiento de los brazos. Por fin, echó la cabeza hacia adelante y el pelo le cayó sobre los hombros. Se partía con precisión a ambos lados de su cabeza. Por fin, lo miró con ojos de ángel malvado. Y le habló con voz ronca:
—¿Te apetece un poquito?
Mitch sabía que era puro cachondeo. Pronunció sólo dos palabras: un pronombre personal y un verbo malsonante.
—Oh. ¿Ni un poquito? —lo midió con la punta del dedo—. ¿Ni siquiera un poquito de nada?
Mitch gruñó, se rindió y la alcanzó.
Red le dijo las mismas dos palabras que él acababa de pronunciar. Luego se subió a la litera y se cubrió con las sábanas.
Al final, Mitch acabó durmiendo en la litera baja y curiosamente no soñó con Red, sino con su padre. Soñó que su padre le decía con calma que era difícil llevarse bien con él. No era nada irracional, decía su padre. Ni un jodido poco.
Y desde luego que no lo era. Teniendo en cuenta las circunstancias…
Apenas había momentos de relajación en la vida de mister Corley. Cuando no dirigía una masa de poderosos vendedores por teléfono —y trabajando siempre el doble de dos de ellos— entonces tenía que hacer un trabajo de previsión para cualquiera de sus ediciones especiales. Y ése era un trabajo que podía frustrar al hombre más fuerte.
Aquellos editores eran siempre duros de mollera. Cínicos crónicos incapaces de hacer la o con un canuto. Mitch lo sabía porque solía acompañarlo con su madre —nerviosa, agitada y de atropellada habla— en la primera visita a cualquier editor. Mister Corley quería que los viera (o así se lo contaba a los editores) para que él supiera con qué clase de gente trataba.
No es ningún farol, señores, una simple familia americana del viejo estilo
. Esa era la señal para que Mitch tomara al tipo de la mano y le preguntara si también él tenía hijos menores. Luego, se apartaba deprisa para dejar que interviniera su madre. Y ella prácticamente avasallaba al caballero, puesta de pie y soltando un verdadero chorro de alabanzas.
Era un hombre al que era difícil decir que no, aunque se lo decían tres de cada cinco veces. Las puntualizaciones que hacía no sólo eran virtualmente irrefutables, sino que además estaban planteadas con amaneramientos casi mesmerianos.