No dejaría que se le escapara una posibilidad. Si uno lo intentaba, alarmado por el ronroneo de su machacona voz de pronunciación perfecta, Corley daría un salto en la silla y asumiría cualquier posición que fuera necesaria —doblándose prácticamente hasta el suelo si tenía que hacerlo—, hasta que otra vez captara la mirada del hombre. Luego, con su propia mirada fija, sin parpadear, comenzaría un imperceptible movimiento de la cabeza, al ritmo de sus palabras; hacia adelante y hacia atrás, hablando todo el tiempo sin parar, movimiento-palabra, movimiento-palabra, adelante y atrás, adelante y atrás. Mitch, hasta que aprendió a mirar hacia lo lejos —a cortar con la mirada y el sonido de su padre— sentía que sus ojos le miraban fijamente y que una extraña parálisis le invadía.
Por ese motivo, no necesitaba mirar o escuchar para seguir la charlatanería. Estaba bastante tipificado, era un ensamblaje gradual producto de años de ataque y contraataque sobre las mismas bases generales.
—Pues bien, ciertamente, señor —diría Corley—. Ciertamente, usted mismo podría sacar una edición especial. Podría hacerse usted mismo un traje, también, supongo, o construir su propia casa. Pero usted no hace esas cosas; no lo hace porque usted no es un experto en todo ello. Y usted sabe, yo sé, y todos sabemos que cuando queremos algo bien hecho, buscamos a un experto…
O tirando por tierra otro punto delicado:
—Me alegra que lo mencione, señor, me alegra. Me alegra mucho. Es bastante cierto que algunos departamentos de publicidad no pueden vender ni una pulgada de espacio tras una edición especial. Les ha pasado hasta un año después. Su explicación es que hay tanto dinero para anuncios en una ciudad, que si te lo llevas para una edición especial no podrás conseguir para el día a día. Ah, sí, claro, he visto departamentos de publicidad de ese tipo. Yo los llamo «departamentos excusa». Y también he visto publicistas que les dejan seguir con ello. Tipos bobos, sabe; hombres que deberían estar llevando un comedor de beneficencia en vez de un periódico. Pero, si usted fuera de ese tipo, y por supuesto no lo es, y si usted tuviera esa clase de departamento de publicidad, incluso así iría adelante con una especial. Se forra de un golpe, en vez de tener que esperar que vaya goteando durante todo el año, y…
Y aún otra más:
—Pero eso es maravilloso, señor. Algo así le hará único. Lo que necesita es todo el negocio que pueda manejar. Mucho de lo que ni siquiera le ha interesado está demostrado que se ha ganado el sincero respaldo de los casi doscientos periódicos diarios. Mis felicitaciones, señor. Sólo me queda desear que algunos de mis amigos editores menos afortunados no se le adelanten en su bonanza. Verá, la semana pasada estaba hablando con un hombre que estaba buscando otra colocación…
Y etcétera y etcétera.
Algunas ciudades no necesitaban promoción después de la primera vez. Se habían vendido con solidez y harían una especial cada año, o más a menudo, cada dos años. Pero esto parecía que sólo incrementaba el ritmo. Se perdía tiempo en organizarlo, había que anticipar los tiempos difíciles. Y había que hacer arreglos, de los que el más importante era reunir personal, los vendedores profesionales de alta presión que preparaban la variedad de edición especial.
Cuando trabajaban, algunos de ellos hacían varios miles de dólares en un mes. Cuando no trabajaban, lo que ocurría durante casi las dos terceras partes de su tiempo, es que se iban a la ciudad grande más cercana, se corrían una juerga de bebida y mujeres hasta que estaban sin blanca, y Corley o algún otro como él les contactaba. A menudo Corley les mandaba dinero, siempre sabiendo que no volvería a verles ni al uno ni al otro. Otras veces llegaban en tal estado, que más parecía que iban al hospital que al trabajo. Sin embargo, eventualmente, podía reunirse un grupo de trabajo, y así las cosas volvían a empezar.
Como término medio, había de seis a una docena de vendedores, dependiendo del tamaño de la ciudad. El cuartel general podía ser cualquier local vacío, como un almacén, que pudiera ser alquilado por poco dinero; los muebles…, cajas, cajones de embalaje y teléfonos. Bastaba con meter la nariz por la puerta para entender por qué se les llamaba salas de calderas. Sólo tenías que oír el constante vocerío de teléfonos, el incesante ruido sordo de voces apresuradas, escuchar las maldiciones, la nube de humo de los cigarrillos que se encendían unos con otros, las botellas de whisky abiertas que se adaptaban a la mano de todos aquellos hombres. Encima, parecía divertirles lo que hacían. Todos estaban de un buen humor salvaje.
A mitad de conversación, uno podía acercarle rápidamente a Mitch el teléfono: «
¿Quieres mearte en la oreja de este tipo, chico?
» O bien tapando con la mano el auricular. «
¡Venga, me cago en ti, Cicerón!
» A veces, las cosas podían torcerse y eran necesarias las disculpas con inclinaciones de cabeza. «
¡Oh, no, señora, yo no he dicho nada semejante! Sabe, tenemos aquí en la oficina a un caballero muy mayor que va a hacer un viaje alrededor del mundo —de hecho le mandamos nosotros, los colegas— y se estaba preguntando cuál sería el sistema más barato. Por eso yo dije, oh, en barco… e-n-b-a-r…
»
Había risas, excitación. La sensación de que se hacían progresos en grandes cosas, de que entraban grandes sumas de dinero. La sensación de que se abrían puertas mágicas con rapidez y labia. Pero a Mitch, el estar tan cerca de los negocios de sus padres, le hacía sentir que lo que veía allí era sólo la sombra y no la sustancia; la peligrosa periferia de los buenos tiempos. Mentes y cuerpos eran objeto de apuestas en una carrera amañada, que se podía ganar, claro está, pero también se podía hacer uno rico ahorrando un dólar al día durante un millón de días.
Mister Corley entraba y salía del cuarto de calderas dando grandes zancadas una docena de veces al día, pero principalmente trabajaba fuera. Su mujer, Helen —Dutch (por Duquesa) como se le solía llamar— trabajaba dentro; siguiendo la pista a las ventas, cogiendo algún teléfono, y, con frecuencia, circulando por la habitación para controlar que nada ni nadie llegara demasiado lejos.
Aunque era una mujer pequeña, sus ropas nunca parecían ser lo suficientemente grandes para ella. Siempre la falda le marcaba su trasero redondito, su pequeño busto mantenía la blusa constantemente estirada. Se movía por la habitación siempre dispuesta a enojarse, con la voz irascible y con pequeños movimientos nerviosos. De vez en cuando, se inclinaba y apoyaba su mano de forma impersonal (¿impersonal?) sobre el hombro de alguno de los muchachos mientras encendía un cigarrillo con el de él o escuchaba parte de la conversación telefónica. Alguna que otra vez, cuando necesitaba reposar los pies (o al menos eso era lo que decía), se sentaba junto a un tipo, dándole un empujón sobre el cajón de embalaje con un lance de su esbelta cadera.
Durante todo el día y día tras día, los hombres eran su vida. Durante todo el día, día tras día, estaba la charla picante de los hombres, las miradas atrevidas de los hombres, el agridulce olor de hombres, el sentir áspero y tierno de los hombres. Después, por la noche, en la habitación del hotel que era sugerente en sí misma, donde incluso las toallas y el lavabo, los gruesos tubos del marco de la cama, los colgantes de la araña en suspensión, las patas de la mesa… donde todo alcanzaba un simbolismo fálico, ya no había ningún hombre. Ningún hombre.
Corley y su mujer llevaban a cabo diferentes papeles, pero en esencia compartían la misma vida. Incluso el sacarle el jugo a él, parecía darle simultáneamente fuerzas a ella. Todo lo que parecía restársele a él parecía quedárselo ella. Y a altas horas de la noche, cuando suponían que Mitch estaba dormido en la habitación contigua, se peleaban a los gritos sin que nunca llegaran a ninguna solución.
—Dutch, por amor de Dios…
—¡Contéstame, mierda! ¿No sabes para qué sirve esta cosa? ¿Sabes qué se supone que debes hacer con ello?
—Aah, cariño…
—¡No! ¡No, por Dios! ¡No me hagas arrumacos si no vas a llegar hasta el final!
—¡Dutch, es esta vida de mierda! Al primer puesto que encuentre nos normalizamos.
—¡Cojones! ¿Pero qué tiene de malo esta vida?
—¡Te lo prometo! ¡Voy a coger un trabajo normal!
—¡Anda ya, venga, una mierda! Vender arena en el Sáhara… ¡Ese es el único trabajo normal en el que te veo!
Probablemente era cierto. En la atmósfera enrarecida del dinero rápido, Corley se estaba ahogando poco a poco, sus pulmones iban perdiendo de forma gradual su elasticidad. Con todo, él se sabía del todo incompatible con los valles, el mundo de más allá de su resbaladiza cumbre. Incluso de joven no había podido adaptarse, y ahora estaba ya muy lejos de ser joven.
Mitch cambiaba de colegio cada dos meses como promedio. Así, pudo escapar de la autoritaria atención que recibían los estudiantes normales y menos agraciados, él era brillante y atractivo más que nada porque era transitorio. Después de todo, se iba a ir al cabo de unas semanas. Después de todo, tenía buenos modales y era agradable… a gran distancia de sus compañeros en varios sentidos. Por qué se iban a molestar entonces. ¿Por qué hacerle aún más difíciles las cosas de lo que indudablemente ya le eran, si él sólo se dedicaba a obedecer al plan de estudios y las normas de rutina?
Así es como fueron las cosas hasta que estuvo en el segundo curso del instituto. Entonces, al fin, llegó el castigo —un oficial que hacía campana le pilló en una casa alegre abierta durante todo el día— y sus ausencias fueron presentadas a sus padres. Ellos respondieron de manera típica.
Su madre se sintió defraudada con él, y le vapuleó de forma vigorosa mientras le asía por los hombros. Dijo que lo que él necesitaba era que alguien le diera una buena tunda en el trasero, y que ella era justo el tipo de chica que podía hacerlo.
Su padre dijo que el cerebro de un chico no estaba en su culo, y que lo que había que hacer era razonar.
—Mira, quiero preguntarte algo, chaval —dijo, tirando de Mitch hasta que consiguió tenerle delante—. Quiero preguntarte algo… ¡pero, mírame, chaval! Quiero hacerte sólo una condenada pregunta. ¿Qué quieres hacer con tu vida, eh? ¿Quieres tener una buena educación?,
ja, ja
. ¿Quieres una buena educación o prefieres ser un zoquete? Depende de ti, chico, estrictamente de ti. Puedes conseguir un sillón o una escoba, chico. Podrás echarte hacia atrás cómodamente en el sillón de tu bonita y gran oficina, con una chiquita tan guapa como tu mamá como secretaria; puedes conseguirlo, chico,
ja, ja
, o bien puedes conseguir la escoba, y tendrás que ir a lo largo del canal barriendo cagadas de caballo. Venga. ¿Qué quieres ser?
Mitch dio la respuesta obligada. Por encima de la furiosa protesta de su madre, su padre le alargó un billete de cincuenta dólares.
—Esto significa educación, chico. Educación es dinero, dinero es seguridad. Hoy has aprendido algo aquí mismo, chico, y es a poner dinero en tu bolsillo.
Mitch perdió rápidamente los cincuenta dólares en una jugada de dados en el vestuario de los botones. La reacción de Dutch fue típica. Se lo dijo a su marido.
—¡Pero, mierda, chico, después de todo es posible que tengas el cerebro en el culo! ¡Mierda, lo que estás a punto de conseguir es el mango de la escoba! Ay, chico, chico. —Sacudía la cabeza—. ¿No sabes que hay gente que puede manipular los dados? ¿No sabes que hay gente que se ha educado a sí misma para que los dados les respondan?
—Pero… en el vestuario no había nadie así.
—Eso no lo sabes, chico, eso tú no lo sabes. Porque tú no sabes una mierda sobre los dados, y eso lo acabas de demostrar. ¡Te digo que lo acabas de demostrar! —Movimientos de cabeza—. No ves lo que se cuece en la olla y ya te has meado encima. Así que será mejor que te sientes sobre ella, chico. ¡Siéntate sobre esa olla! Juega sobre seguro o aguántate la meada hasta que encuentres el conmutador de la luz de la educación. De otra manera, temo por ti, chico —sacudida de cabeza—. Te juro que temo por ti. La sombra de la escoba cuelga por encima de tu cabeza, y puedo oler ya las cagadas de los caballos.
Mister Corley murió durante el último curso de Mitch en el instituto. La señora Corley desconcertó furiosamente a su hijo, se aferró a él frenéticamente, lloró salvajemente e hizo quemar el cuerpo con tranquilidad. De vuelta al hotel, estudió durante largo tiempo su reflejo ante el espejo, finalmente preguntó a Mitch con ansiedad si aparentaba los cuarenta y dos.
Mitch pensó que no estaría mal aligerarle un poco las cosas. Le dijo que no aparentaba los cuarenta y dos: ni un día más de los cuarenta y uno y once meses.
Dutch se echó a llorar, y buscó algo alrededor para tirárselo.
—¡Mira que decir esa cochinada! ¡Y tu pobre padre frío en su tumba!
—Querrás decir caliente en su vasija, ¿no? De acuerdo, de acuerdo. —Dio un rápido giro—. Claro que no aparentas cuarenta y uno, para nada. Podrías pasar en cualquier momento por treinta y cuatro o treinta y cinco.
—¿De verdad? ¿No lo dices por decir? —Se le iluminó la cara, pero a continuación se le volvió a ensombrecer—. ¿Pero qué voy a hacer, por amor de Dios? No puedo trabajar sola. Tendré que echarle el anzuelo a otro tipo. ¿Y cómo diablos voy a hacerlo con un crío que depende de mí?
—¡Ehh! —dijo Mitch—. Quizá sea mejor que me tire por la ventana.
—Venga, cariño. Tienes que acabar los estudios, y sabe Dios hacia dónde te orientarás después. Va a llevar algún tiempo conseguir el próximo enganche… no quiero decir que me vaya a casar, desde luego…
—Desde luego.
—¿Quieres cerrar el pico? ¡Por qué no eres tan amable de pensar en algo en vez de fastidiar todo el tiempo!
Mitch se encogió de hombros. Sugirió que él se quedaría ahí donde estaban, y que ella hiciera lo que quisiera. Eran viejos clientes del hotel y estaban en buenas relaciones con la dirección. Y los hoteles tenían muchos empleos para gente joven presentable. Era casi seguro que le podrían dar algún tipo de empleo a tiempo parcial, algo que le permitiera acabar el curso.
—¡Fantástico! ¡Ah, eso sí es maravilloso, querido! —Aplaudió—. ¿Por qué no vas a preguntarlo ahora mismo?
Habían pasado casi cinco años desde ese día hasta que volvió a verla de nuevo. Cinco años… y ella se había vuelto a casar, también él se había casado. Él aún seguía casado, en contra de lo que creía Red.
Aún casado, aún casado…