Maia se sentía demasiado agitada para intentar utilizar el sextante. Se bajó de la ventana, se quedó dormida temprano y tuvo sueños extraños durante la mayor parte de la noche. Sueños de huida. Sueños de fuga. Sueños de ambivalencia. De querer/no querer la compañía de alguien para el resto de su vida. ¿Leie? ¿Hijas clónicas? ¿Un
.hombre
? Imágenes de un ficticio aunque realista mundo Florentina la confundían con una mezcla de repulsión y fascinación.
Más tarde, cuando consiguió escapar, gimiendo, de un sueño en el que la enterraban viva, Maia despertó para encontrarse atrapada en las burdas y pesadas cortinas que usaba como sábanas, y tuvo que luchar para liberarse.
.No me gusta este lugar, pensó, cuando por fin pudo respirar. Se echó hacia atrás.
.Me pregunto cómo se desteje una alfombra.
La estrecha ventana mostraba una rendija de la constelación Yunque, así que ya había pasado la medianoche.
.Esta vez me he perdido los chasquidos, comentó una parte de sí. Al resto no le importó un ardite. Cuando el sueño la reclamó, no hubo más pesadillas.
Había dejado para el final el que parecía ser el mejor de los cuatro libros. Estaba impreso en buen papel y llevaba el sello de una editorial de Ciudad Cuerno. «Un clásico literari»., proclamaba el destellante microanuncio de su portada, cuando le daba la luz. En la página de los créditos, Maia vio que la novela tenía más de cien años.
Nunca había oído hablar de ella, pero eso no era en absoluto sorprendente. La Casa Lamatia prefería enseñar a sus hijas-var habilidades más prácticas que las artes.
Ciertamente, el estilo era mejor que el de cualquiera de los otros libros. A diferencia de la fantasía histórica o el romance de basura-var, éste estaba ambientado en la vida cotidiana de Stratos. La historia comenzaba con una joven que realizaba un viaje acompañada de una compañera clónica de su misma edad. Llevaban contratos comerciales de ciudad en ciudad, entablando acuerdos, ganando dinero para su lejano clan. La escritora describía primorosamente muchos detalles de la vida en los caminos, del trato con burócratas y madres ancianas que, como caricaturas exageradas y divertidas, hicieron que Maia sonriera por primera vez en mucho tiempo. Bajo estos picarescos encuentros, la autora mantenía la tensión de una trama subyacente. Las cosas entre las dos protagonistas no eran como parecían. Maia descubrió su secreto en el tercer capítulo.
La pareja no era clónica. Su «cla». era una ficción. Eran sólo una pareja de vars. Gemelas…
Maia parpadeó, sobresaltada.
.Pero… ¡si ésa era nuestra idea! Es lo que Leie y yo planeábamos hacer.
Miró la página, la furia convertida rápidamente en vergüenza.
.¿Cuánta gente habrá leído ya este libro?
Tras pasar a la primera página, vio que las tiradas en papel solamente se contaban ya por cientos de miles. Y eso sin contar las versiones en disco, o de acceso flotante…
.Habríamos sido el hazmerreír de todas en el primer sitio donde lo hubiéramos intentado, comprendió Maia con horrorizado estupor. En retrospectiva, veía con repentina claridad cómo la idea tenía que habérsele ocurrido a otras, incontables veces, incluso antes de que aquella novela fuera escrita. Probablemente montones de gemelas var tenían fantasías parecidas.
.¡Al menos alguna de las madres Lamai tendría que haberlo sabido, y habernos advertido!
Maia se detuvo.
.¡Espera un momento!
Pasó las páginas y miró de nuevo los nombres de las protagonistas…
.¿Reie y Naia? No era extraño que le hubieran parecido familiares. Sacudió la cabeza, aturdida e incrédula.
.¿Nos… nos pusieron los NOMBRES de los personajes de este libro maldito de Lysos?
Maia se enfureció al pensar en la broma que Madre Claire y las demás les habían gastado. Al menos Leie se había librado de llegar a saber lo tontas que habían sido.
Tiró el libro al otro lado de la habitación y se arrojó llorando sobre la cama, llena de soledad y con una sensación de total abandono.
Durante dos días permaneció pasiva y se pasó la mayor parte del tiempo durmiendo. Los chasquidos nocturnos ya no eran de su interés. Nada lo era.
Con todo, pasado el tiempo el aburrimiento empezó a penetrar incluso en la hosca autocompasión que Maia había forjado para sí misma. Cuando ya no pudo soportarlo más, pidió a sus carceleras que le trajeran algo para pasar el tiempo. Las mujeres se miraron una a otra, y respondieron que lo lamentaban, pero que no había más libros.
Maia suspiró y continuó picoteando su comida. Sus guardianas la contemplaron sombríamente, claramente afectadas por su estado de ánimo. No le importó.
Al principio, Maia solía hacerse la ilusión de que la rescataba alguna autoridad, como la oficiala de Equilibrio Planetario con la que había hablado, o las sacerdotisas del templo de Grange Head, o incluso un escuadrón de la milicia Lamai, con sus cascos de plumas brillantes. Pero ya no se hacía ninguna ilusión sobre su importancia en el gran esquema de las cosas. Tampoco llegaron noticias de Tizbe. Maia vio ahora que no había ninguna necesidad de que la mensajera de la droga o nadie más viniera a visitarla o a interrogarla.
La esperanza no tenía lugar en la imagen que desarrollaba del mundo.
.Incluso las Lerner están tan por encima de ti, que tienen que inclinarse para escupir.
Recordó a Calma, allí de pie a la luz de la luna mientras Tizbe y las Jopland la hacían prisionera. Hasta ese momento, Maia la había considerado un individuo, una persona decente, un poco torpe y transparente, pero dulce a su modo.
.Ahora lo sé bien… una clon es una clon. Thalla y Kiel tenían razón. ¡Todo el sistema apesta!
Era sacrilegio, pero no le importó. Echaba de menos a sus amigas. Aunque sólo hubieran convivido unas cuantas semanas, habían compartido con ella la maldición de ser únicas, y comprenderían el sentimiento de traición y la desolación que ahora la embargaban.
Desesperada por tener algo que la rescatara de su depresión, Maia volvió a leer la novela escapista de basura-var, y 1a encontró más satisfactoria esta segunda vez. Tal vez porque se identificaba más con el deseo implícito de ver que todo se venía abajo. Pero entonces la terminó. Una tercera lectura carecería de sentido.
Ninguno de los otros libros merecía una segunda mirada.
Como en letargo, pasó la tarde en lo alto de su pirámide improvisada, contemplando la llanura desierta. Era un mar de hierba en el que podías perderte si no sabías lo que hacías. Le pareció ver acá y allá rasgos regulares, como los restos de edificios destruidos. Pero nadie había vivido jamás en aquella árida llanura, por lo que sabía.
A la mañana siguiente, junto con el desayuno, las carceleras le trajeron algo nuevo. Era una caja grande y brillante con asa, como uno de esos caros maletines que a veces llevaban las viajantes ricas.
—Tenemos montones almacenados en otra habitación —le dijo una de ellas—. Hemos oído que es una forma de pasar el tiempo. Podrías intentarlo.
La mujer se encogió de hombros, como si con un discurso tan largo hubiera agotado su provisión de palabras para el día.
Cuando se marcharon, Maia acercó el maletín hacia donde había luz y abrió el sencillo cerrojo. La caja se desplegó en dos una vez, y luego las dos mitades volvieron a desplegarse. Más inteligentes dobleces invitaron a más despliegues hasta que por fin tuvo delante una superficie ancha y plana de material claro cubierta de líneas horizontales y verticales bellamente trazadas.
.Vida, advirtió. Maia nunca había visto un tablero como aquél; evidentemente un modelo caro, demasiado bueno para llevarlo al mar. Debía de ser del tipo que los hombres empleaban cuando estaban atrapados en el santuario, para distraerse durante la cuarentena de la estación cálida.
¡Me han traído un patarkal Juego de la Vida!
Era demasiado. Maia se rió con un toque de histeria. Se rió y se rió hasta que por fin se secó las lágrimas de los ojos y suspiró, sintiéndose mucho mejor.
Entonces, a falta de otra cosa mejor que hacer, palpó el panel superior en busca del interruptor y conectó la máquina.
¿Por qué, en la naturaleza, es la relación macho-hembra casi siempre de uno a uno? Si los úteros son costosos mientras que el esperma es barato, ¿por qué hay tantos productores de esperma?
Es una cuestión de economía biológica. Si una especie produce menos hembras que machos, las hijas serán más apreciadas que los hijos. Toda mutación individual que lleve la tendencia a tener más hijas obtendrá ventaja, y la característica mutante cubrirá la laguna genética hasta que la proporción se iguale.
La misma lógica funcionará a la inversa si las planificadoras intentamos simplemente programar una escasa proporción de nacimientos de varones. Las primeras generaciones obtendrán los beneficios de la paz y la serenidad, pero las fuerzas de la selección natural recompensarán la producción de hijos, favoreciendo su aparición cada vez con más frecuencia, hasta llegar a anular la programación y a devolvernos al punto de partida. En cuestión de pocos siglos, este planeta estará, como cualquier otro, rebosante de hombres, con los subsiguientes ruidos y luchas.
Hay un medio de liberar a nuestras descendientes de este callejón sin salida bioeconómico. Darles la opción de autoclonarse. El éxito reproductor recompensará entonces a las mujeres que consigan tener descendencia tanto sexualmente como (y sobre todo) no sexualmente. Con el tiempo, el deseo de tener hijas idénticas al yo saturará la laguna genética. Será estable y duradero.
La opción de la auto-donación estimulada nos permite por fin diseñar un mundo en el cual el problema del exceso de varones quedará resuelto de forma permanente.
Maia ya conocía las reglas básicas. El Clan Lamatia quería que todas sus hijas, invernales y veraniegas por igual, se familiarizaran con la «peculiar obsesión masculina por los juego».. Ese conocimiento podía ser útil en cualquier estación para mantenerse en buenas relaciones con alguna cofradía masculina.
Había todo tipo de juegos. Muchos, como el póquer, el desafío, y la rueca, eran igualmente populares entre hombres y mujeres. Y aunque el ajedrez era tradicionalmente más del agrado de los hombres, cuatro generaciones de maestras planetarias supremas habían surgido del pequeño e intelectual linaje de clónicas Terrille. Lo cual podía explicar por qué cada vez más los hombres se habían volcado en el Juego de la Vida durante el último siglo o así.
Técnicamente, cualquier partida de Vida se había acabado antes de empezar. Dos hombres (o equipos de hombres) se enfrentaban en lados opuestos de un tablero consistente en un número indeterminado (de dos docenas a varios centenares) de líneas verticales y horizontales entrecruzadas. Durante la crucial fase preparatoria, cada bando colocaba por turnos filas de piezas en las casillas, entre las líneas, eligiendo ponerlas bien por la cara blanca o por la cara negra, hasta que el tablero quedaba lleno. Las piezas se programaban con reglas sencillas, o a veces se programaba el tablero mismo, dependiendo de lo ricos que fueran los jugadores y de la clase de equipo que pudieran permitirse.
De pequeña, Maia solía observar fascinada cómo los marineros de los barcos atracados pasaban horas dando cuerda a anticuadas piezas, o recogiendo las de energía solar tras haberlas dejado en los tejados, junto a los muelles. Los miembros de cada equipo podían pasar hasta diez minutos entre turnos agachados, discutiendo estrategias, hasta que el árbitro anunciaba el tiempo y tenían que colocar otra fila en su sector del terreno de Juego. Después de eso esperaban, cruzados de brazos, haciendo muecas desdeñosas mientras sus rivales debatían y colocaban su propia fila, al otro lado. Los equipos continuaban así alternativamente, colocando nuevas filas de piezas blancas o negras, hasta que se llegaba a la mitad del tablero con todas las casillas llenas. Entonces todo el mundo retrocedía. Tras pronunciar una antigua invocación, el árbitro extendía su bastón hacia la casilla de tiempo.
La mayoría de las mujeres encontraba todos los argumentos y aspavientos que conducían a aquel punto profundamente tediosos. Sin embargo, cada vez que una partida importante estaba a punto de celebrarse, la gente empezaba a llegar (desde pobres obreras vars a orgullosas miembros de clanes que bajaban de los castillos en la montaña), y se reunía para observar, esperando el golpe del bastón del árbitro…
¡Y entonces, de repente, las inactivas piezas despertaban!
A Maia le encantaba especialmente cuando los jugadores usaban los discos de cuerda, que al captar el estado de sus vecinos respondían zumbando y agitando sus tablillas con cada latido del reloj, las piezas blancas convirtiéndose en negras, las negras haciéndose blancas, o permaneciendo misteriosamente inmóviles con la misma cara hacia arriba hasta la siguiente ronda.
El proceso se regía por normas preestablecidas. En la versión clásica de Vida, eran absurdamente simples. Una casilla con una pieza negra era definida como «viv».. La cara blanca significaba «no-viv».. Su estado durante una ronda dependía de la condición de sus vecinas durante la ronda anterior. Una pieza blanca «cobraba vid»., volviéndose negra en el turno siguiente, si exactamente tres de sus ocho casillas vecinas (incluidas las de las esquinas) eran negras en esa ronda. Si una pieza era ya negra, podía permanecer así la ronda siguiente si tenía ya dos o tres vecinas vivas. Una más o una menos, y cambiaba de negra a blanca otra vez.
Alguien le dijo una vez a Maia que aquello simulaba los ecosistemas vivientes.
—Entre las plantas y especies animales, cada vez que la densidad de población aumenta demasiado en una zona, suele producirse un desastre. Todo el mundo muere. Del mismo modo, la muerte prevalece si la población es demasiado escasa.
La ecología vive de la moderación, o eso parecía demostrar el juego.
A Maia aquello le sonaba a racionalización. Estaba segura de que el juego recibía su nombre de las
.pautas
que surgían en el tablero en cuanto el árbitro daba la señal de comienzo. Desde ese momento, cada pieza individual del juego permanecía en el mismo sitio, pero sus bruscos cambios de estado producían oleadas de blanco y negro que cruzaban la zona de juego a gran velocidad y con hipnótica complejidad. Incluso las misioneras Perkinitas, de pie sobre sus pedestales portátiles, interrumpían sus ataques a todo lo masculino lo suficiente para mirar y suspirar ante las atractivas y sinuosas olas.