Episodios 29 y 30 de las aventuras de don César de Echagüe, un hombre adinerado, tranquilo, cínico, casi cobarde. Oculta así su otra personalidad: él es el héroe enmascarado «el Coyote», el justiciero que defenderá a sus compatriotas de los desmanes de los conquistadores yanquis, marcando a los malos con un balazo en el lóbulo de la oreja.
José Mallorquí
Toda una señora/El secreto de Maise Syer
El Coyote 029-030
ePUB v1.0
Cris198720.12.12
José Mallorquí, 1946.
Ilustraciones: Julio Bosch y José Mª Bellalta
Diseño portada: Salvador Fabá
Cris1987 (v1.0)
ePub base v 2.1
Natividad Páez era un hombre Había nacido el mismo día en que nació el Señor y en prueba de agradecimiento a Dios, por la coincidencia, le bautizaron con un nombre que a muchos les parecía de mujer Natividad Páez no tenia de femenino más que el genio exaltado Por cualquier cosa se ponía hecho un basilisco Aquí termina su parecido con la mujer. Natividad no pataleaba. No se dejaba llevar por un ataque de nervios. No era un histérico. Era un individuo todo violencia que lo resolvía todo violentamente.
En Los Ángeles lo habían dicho muchas veces: «Natividad acabará mal».
En aquel momento estaba preparándose para acabar mal. Sus menudos ojillos se hicieron más menudos que nunca. Su mirada concentrábase en el amplio vientre de John Mawbery. Éste le estaba diciendo:
—Tú andas buscando que yo dé a ti una grande lección.
A Natividad nadie le había dado grandes ni pequeñas lecciones. Durante un par de años los monjes franciscanos quisieron meter el abecedario, la gramática y la aritmética en su espeso cerebro. No lo consiguieron. Natividad había aprendido a rezar el padrenuestro y el ave maría. De ahí no pasó. Y, no obstante su proverbial paciencia, los franciscanos de la misión de Santa Clara, allá en las inmediaciones del brazo sur de la bahía de San Francisco, se dieron por vencidos. Fray Cosme le dijo: «Por muchos palos que le den a un borrico, nunca se conseguirá hacer de él un mediano caballo. Ve con Dios, si Él quiere acompañarte». Natividad abandonó la misión que parecía una casa de campo española, con su tejado de rojas tejas y su cuadrado campanario coronado por un pequeño mirador de cuatro pilares y una cruz. Pasó por debajo del arco de madera que quedaba frente a la puerta principal, montó en su caballo y echó hasta la Baja California. Llegó a Los Ángeles, trabajó como peón en seis ranchos y de todos ellos fue invitado a marcharse. Al decir que «fue invitado» no tratamos de hacer una frase irónica que encubra una violenta despedida. Nada de eso. Natividad Páez fue llamado por cada uno de sus seis jefes, recibió de sus manos los jornales correspondientes a dos meses anticipados y escuchó seis explicaciones que se podrían resumir, poco más o menos en ésta: «He pensado, Natividad, que te gustaría descansar unas semanas. Has trabajado mucho y hasta Dios descansó después de hacer el mundo. Aquí tienes cien pesos. Vuelve dentro de dos meses y podrás seguir trabajando». Cien pesos le duraban a Páez dos semanas y no dos meses, y al encontrarse con los bolsillos vacíos de plata, el hombre tenía que buscar la forma de seguir ganándose la vida o, mejor dicho, de seguir comiendo durante el mes y medio que faltaba. Por ello se dirigía a otro rancho y se ofrecía para hacer lo que fuera necesario. Luego, por estar en posesión de un nuevo empleo, ya no podía volver a casa de su antiguo amo. Así fue recorriendo ranchos y creándose sólida fama de pendenciero e indeseable. En aquellos momentos trabajaba en casa de don Rómulo Hidalgo
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. Éste poseía la suficiente energía para no dejarse avasallar por Natividad, quien, a su vez, sentía la satisfacción que debe de sentir el león cuando un menudo domador le obliga a hacer el mono sobre un taburete o a saltar a través de un aro como si fuese un perro. En resumidas cuentas, don Rómulo Hidalgo había sido el único capaz de soportar a nuestro hombre y éste continuaba en su rancho, cada vez menos violento, aunque tenía la violencia tan metida en el cuerpo que aún le quedaba la suficiente para resultar un ser peligroso e insufrible. Sólo otra persona lograba soportarle y casi comprenderle: su hermano. Antonio Páez había nacido en el mismo hogar, de los mismos padres y había acudido a los mismos colegios que su hermano. Los franciscanos hicieron mucho por él y Antonio lo aprovechó todo. La violencia y el mal genio de la familia debía de haberla acaparado Natividad Páez, pues el otro apenas recibió la suficiente para poder ir desfilando por la vida sin resultar demasiado suave. Había trabajado con el mismo ardor que su hermano; pero, en cambio, no había gastado ni la centésima parte que Natividad. Con sus ahorros abrió un comercio de confecciones y, aunque lentamente, fue prosperando. Natividad nunca, ni en los peores momentos, había querido acudir a Antonio en demanda de ayuda. No deseaba perjudicarle gastando lo que al otro tanto le costaba ganar. Por eso no iba al almacén más que a charlar con Antonio, sin pedir nunca nada ni aceptar ni un centavo. Algo bueno había de tener, además de su capacidad como trabajador.
Los Páez procedían de Oajaca. Se habían establecido en Yerbabuena cuando Nueva España llegaba hasta lo que más tarde se llamaría Oregón. Allí continuaron cuando Nueva España se transformó en Méjico y, acostumbrados ya a los cambios, no pensaron en marcharse cuando la bandera estrellada del general Kearny sustituyó el tricolor de Santa Ana. De súbditos del virreinato pasaron a súbditos de la República, y de esto, a ciudadanos de la Unión sin que acabasen de comprender cómo había ocurrido todo ello. Al fin, como eran gente sencilla, aceptaron las realidades y se abstuvieron de quebrarse la cabeza y de sentirse patriotas, ya que antes de haber comprendido que no dependían del rey Fernando, pasaron a depender de la República mejicana y, de pronto, sus asombrados oídos escucharon la lectura de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. La fiera denuncia de las colonias inglesas contra el rey Jorge sonó a cosa familiar para los californianos. Acostumbrados a los pronunciamientos durante la época mejicana, todos los que escucharon las acerbas críticas contra el gobierno de Londres sacaron la conclusión de que sus nuevos amos se estaban sublevando contra alguien. Jamás pasó por su imaginación que la Declaración de Independencia se remontaba a ochenta años antes y que era una especie de constitución de los Estados Unidos. Los californianos supusieron que aquellos soldados que rodeaban al oficial que la leía traducida al español, se sublevaban contra su rey y que antes de poco llegarían los soldados de aquel Jorge de Inglaterra y darían una buena paliza a los mil hombres que montaban la guardia de honor. O bien aquellos soldados la darían a los del rey. Ocurriera lo que ocurriese, el espectáculo sería muy agradable, sobre todo para quienes nada tenían que ver con el rey Jorge ni con los que se sublevaban. Pasó el tiempo y como la bandera continuó allí y nadie fue a dar batalla a los sublevados todos dieron por supuesto que la sublevación había triunfado y que el rey Jorge había sufrido una soberana derrota. Al cabo de mucho tiempo, antes de morir, el padre de Natividad y de Antonio oyó decir que en algún sitio se estaban riñendo unas terribles batallas entre los que vivían en el Norte y los que vivían en el Sur. Por fin, aunque algo tarde, había llegado la pelea, y el hombre murió sin enterarse de la verdad de todo aquello. Natividad tampoco lo comprendía; pero en cambio Antonio habíase convertido en un completo ciudadano de los Estados Unidos, consciente de sus derechos y obligaciones
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.
Natividad no reconocía deberes e ignoraba sus derechos. Para él, un hombre debía defenderse con sus manos, ya estuviesen vacías o armadas con un buen cuchillo. Despreciaba los revólveres desde que había visto fallar un disparo hecho a menos de dos metros de distancia. Con un puñal no ocurrían tales cosas.
Esto se lo iba a demostrar a John Mawbery.
John Mawbery era el dueño de una taberna que a la vez era casa de comidas. Tenía contratado a un cocinero mejicano muy regular, más malo que bueno, y servía a sus clientes unos guisos donde las pimientas y demás picantes insensibilizaban los más duros paladares. Después de un bocado de
aquello
, tanto daba comer un trozo de solomillo que un puñado de serrín, el paladar no advertía la diferencia.
Pero Natividad Páez era capaz de advertir que por encima del fuego de la pimienta y del ají, predominaba en su carne el sabor a descomposición.
—Mawbery esta carne está podrida —había dicho.
El tabernero supuso que Páez disparaba un tiro al azar y replicó en su defectuoso español:
—Natividad, tú estar confuso. Esa carne es mucho fresca.
—Como tu abuela —replicó Páez—. Y por si aún está viva, diré que esta carne está tan podrida como la de tu bisabuela.
John Mawbery frunció el entrecejo y trató de interpretar las palabras de Páez. Era innegable que constituían un insulto a su familia, a él y a su prestigio como mesonero. Sin embargo, aún preguntó, señalando el plato que Natividad tenía ante él:
—¿Tú dices que esta carne tiene gusanos?
—Si tuviera gusanos aún sería carne —replicó Páez—. Está más allá de todo eso. Es podredumbre y nada más que podredumbre.
Fue entonces cuando Mawbery pronunció aquellas palabras de:
—Tú andas buscando que yo dé a ti una gran lección.
Natividad aumentó aún más el entornamiento de sus ojillos y silabeó:
—¿Qué lección me vas a dar tú, patas grandes?
John Mawbery replicó:
—Ésta.
Al mismo tiempo agarró el plato que estaba frente a Páez y se lo plantificó en pleno rostro. La carne y la rojiza salsa picante resbalaron desde la cara de Natividad a su pechera y de allí al suelo.
Sobre aquella mancha de salsa mezclada con trozos de carne se desplomó Mawbery. El cuchillo de Páez había abierto en su cuerpo una puerta lo bastante amplia para que por ella escapase el alma del norteamericano.
Vivíanse tiempos muy agitados. Cualquier suceso bastaba para mover una manifestación tumultuosa que terminase en linchamientos. Mawbery no había sido nunca apreciado ni por los californianos ni por sus compatriotas; pero éstos, que constituían su principal clientela, consideraron su muerte como un insulto y en unos segundos se pusieron de acuerdo para echar detrás de Natividad Páez, a fin de alcanzarlo y colgarlo, por el cuello, de cualquier árbol o farol.