Los fue abriendo uno tras otro. Sólo había en ellos facturas y documentos relativos a la posada. Y un paquete de facturas atrasadas. Talonarios de recibos de los que se extendían a los huéspedes…
Serena cerró el cajón que estaba registrando y volvió a abrir el que había cerrado un momento antes. Ricardo no guardaba las facturas en paquetes, sino en unos extraños archivadores de cartón. Nerviosamente deshizo el cordel que ataba el paquete. Al abrirlo brotó de éste un denso olor formado por la mezcla de varios perfumes femeninos. No, no había facturas en el paquete. Eran cartas. La primera que leyó Serena empezaba así:
Amor mío, vida de mi vida…
Y fragmento a fragmento, Serena descubrió todo un inaudito cúmulo de traiciones, de engaños, de infidelidades, como jamás las hubiese imaginado en su marido.
El odio y la indignación que la dominaban al principio se fueron fundiendo a medida que iba leyendo carta tras carta. Serena sintióse de pronto infinitamente desgraciada. De tantas heridas como fue recibiendo, su alma quedóse como muerta. No era dueña de nada. De nada de cuanto hasta entonces había creído suyo. Una de aquellas cartas decía:
…y ya no cabe duda alguna, Ricardo. El hijo que ella no te ha sabido dar, se agita ya en mí…
No quiso leer más. Ricardo siempre había deseado un hijo; pero habíase conformado, al parecer, sin dificultad alguna, con la negación que la naturaleza les hacía. Y ahora, una de sus amantes le había dado el hijo que ella no pudo otorgarle.
Con sabor de lágrimas en los contraídos labios, Serena volvió a cerrar el paquete de cartas y lo dejó donde lo había encontrado. Luego apagó la lámpara y, como una sonámbula, salió del despacho. No sabía qué debía hacer. No tenía ya fuerzas para nada. Se tendería en la cama, y pediría a Dios que le enviara el momentáneo olvido del sueño. Al día siguiente tomaría una determinación. Cualquiera, fuera la que fuese. Pero estaba segura de que nunca más podría volver a amar al nombre que de tal forma la había burlado.
Basil Alves sonrió burlonamente cuando Rudall le preguntó cuál era el contenido de aquella carta que no había querido que leyera.
—No era más que un aviso de un amigo a quien no tengo el gusto de conocer —replicó—. Me prevenía de que
El Coyote
repararía el grave error cometido por los jueces al dejarme en libertad.
—¡
El Coyote
! —tartamudeó Rudall—. ¿Quiere decir que
El Coyote
le ha amenazado? ¿Por qué no me lo advirtió?
—Porque supuse que me abandonaría en el apuro.
—¡Claro que lo hubiese hecho! —exclamó el abogado—. No quiero ponerme a mal con ese hombre. Es el mismísimo diablo…
—Ya suponía que su opinión sería, poco más o menos, ésa.
John Rudall apresuróse a coger su sombrero y, sin tender la mano a Alves, dijo nerviosamente:
—Adiós. No…, no quiero perder más tiempo. Adiós.
Alves le siguió con una despectiva mirada. Aquel abogado era un cobarde. Una verdadera rata, incapaz de plantar cara al peligro. Él no era así. Estaba dispuesto a luchar con
El Coyote
y tenía la seguridad de vencerle. No le costaría mucho, no.
Estaba en su casa. El peligro de vivir en una posada donde sus movimientos pudieran ser fiscalizados, le obligó a comprar aquella casita en las afueras de Los Ángeles. Allí nadie podía espiarle. Le era posible entrar y salir sin necesidad de cruzar la población. Sus cómplices se reunían con él, y nadie advertía su llegada o su partida.
La casa estaba rodeada por un pequeño jardín que era necesario cruzar por cualquier lado que se llegase. En la parte trasera había unas amplias cuadras donde podían acomodarse hasta diez caballos. Nunca hubo tantos. Oficialmente, Alves vivía solo. Todas las semanas iba una india a arreglarle la casa. Aquella noche también oficialmente estaba solo; pero, en realidad, había alguien con él.
Cuando el galope del caballo en que se alejaba Rudall se apagó en la lejanía, Basil Alves cerró la ventana y las puertas, excepto una por la cual dirigióse hacia el fondo de la casa. En la cocina encontró a Thomas Hannam, su lugarteniente en la mayoría de sus robos y asaltos. Hannam era un hombre de escasa inteligencia, pero de un valor a toda prueba, de lo cual había dado numerosas muestras en las empresas en que había intervenido.
—Vamos —dijo Alves—. ¿Estás dispuesto a ayudarme?
—Claro —replicó Hannam.
—Correrás algún peligro; pero yo estaré preparado.
—No creo que Mateos entre disparando —replicó Hannam.
—No, no lo hará —dijo Alves—. Sé que piensa presentarse esta noche, a solas, con la esperanza de hacerme confesar por escrito mi culpa en lo de Páez. Su plan será entrar por esta ventana, que ahora abriré. Te encañonará con su revólver y entonces yo dispararé desde detrás de la cortina que debiera cubrir la ventana.
—No me hacen falta tantas explicaciones —sonrió el otro—. Tengo confianza en ti. Además, ese Mateos me parece muy estúpido.
—Lo es menos de lo que parece —dijo Alves. No había dicho la verdad a su cómplice. Era preferible no indicarle que le estaba reservando el desagradable papel de oveja como cebo para un coyote.
*****
Teodomiro Mateos se detuvo a unos cien metros de la casa. Había dejado su caballo a unos doscientos metros más allá, después de una marcha de casi una hora, con el fin de no hacer demasiado ruido. Debajo del brazo llevaba una carabina Marlin, de once tiros. Era un arma bastante segura. Había dado unas pinceladas de blanco a los puntos de mira para poder disparar en la oscuridad, con las máximas probabilidades de acertar.
La idea de que iba a disparar contra
El Coyote
ponía un ligero temblor en sus manos; pero lo dominaba recordando los comentarios que había oído a consecuencia de su fracaso al intentar el procesamiento de Alves. Se hablaba ya en Los Ángeles de que era necesario elegir otro jefe de policía. Estaba incluso aquel James Wemyss, que tanta fama había adquirido en Abilene y que, recién llegado a Los Ángeles, pedía ya en público que le concedieran permiso para poner orden en la ciudad. Y lo pedía apoyando significativamente las palmas de las manos en las culatas de sus dos Colts del 44, modelo militar, que había utilizado con gran éxito durante la Guerra Civil. Eran dos armas viejas que usaban los cartuchos de papel impregnado de nitrato de potasa, que no podían compararse a los nuevos cartuchos metálicos, pero mataban con la misma eficacia que las armas más modernas. Wemyss era maestro en aquella tarea y en las inminentes elecciones resultaría un contrincante muy peligroso. Sólo si él conseguía vencer al
Coyote
se convertiría en un hombre tan famoso, que podría resistir tranquilamente todas las competencias. El hombre que matase al
Coyote
pasaría a la historia de California con más derecho que los misioneros franciscanos.
Estaba ya junto al jardín. Frente a él se hallaba una ventana iluminada. A través de ella veíase la espalda de Basil Alves, que estaba sentado ante una botella de licor y un vaso, con ayuda del cual reducía a la nada el contenido de la botella.
Si los cálculos de Mateos no fallaban estrepitosamente,
El Coyote
llegaría aquella noche para castigar a Basil Alves por su crimen que no pudo ser castigado de acuerdo con la ley. Entonces, cuando
El Coyote
le diera la espalda, Mateos apretaría el gatillo del Marlin y ganaría la gloria y el derecho a seguir, permanentemente, a la cabeza de la policía de Los Ángeles. Ahora el cargo era bueno; pero con el tiempo aún sería mejor, pues la ciudad crecería…
Teodomiro Mateos dejó de pensar en sus beneficios para pensar en que iba a cometer una traición.
El Coyote
le había proporcionado numerosas ventajas.
«Si mi situación no fuese tan apurada no haría esto —pensó Mateos—; pero he de elegir entre
El Coyote
y yo. Además, al hacer lo que hago me expongo a un gran peligro. Si
El Coyote
me descubre, me matará».
Pero Teodomiro Mateos estaba convencido de que
El Coyote
no podía dejar de caer en la trampa tendida por él.
Con el mayor cuidado se acomodó entre unos arbustos, apoyó el cañón de su carabina sobre la horquilla que formaba un arbolito frutal y comenzó a esperar. Si
El Coyote
no acudía…
El jefe de policía alejó sus molestas dudas. Estaba seguro de que
El Coyote
acudiría aquella noche a castigar a Alves. Al hacerlo no podría dejar de caer en la trampa.
Lo que Teodomiro Mateos no se imaginaba era que las trampas contra
El Coyote
eran dos, no una sola.
El enmascarado deslizóse como una sombra por entre los árboles, desembocando luego en el jardín. Iba guiado por una luz que brillaba en una de las ventanas de la casa. Durante unos instantes permaneció inmóvil y sus oídos intentaron captar cualquier ruido que pudiera llegar hasta él. Tan sólo consiguió escuchar los rumores del campo en la noche. Al fin, como si estuviese seguro de hallarse solo, avanzó hasta la casa y quedó pegado a la pared de la misma. Un gato hubiese resultado más ruidoso.
La mano derecha del
Coyote
se apoyaba en la culata de uno de sus revólveres. La izquierda tanteaba la pared. Las altas botas, provistas de grandes espuelas de plata, no arrancaban ningún crujido a los guijarros del suelo.
Al llegar junto a la ventana, el misterioso visitante nocturno se detuvo. Sentíase dominado por una indefinible inquietud. Lentamente asomó la cabeza hacia el interior de la estancia. La cortina de pana estaba descorrida. Al fondo, sentado frente a una mesa, se encontraba un hombre. Por su traje podía deducirse que era Basil Alves.
El hombre pasó una pierna por el alféizar de la ventana y en seguida la otra, deslizándose dentro de la estancia. El que estaba frente a la mesa no pareció oírle.
La luz de la lámpara descubrió la indumentaria del misterioso visitante. Su sombrero de cónica copa y su traje mejicano, unidos a su presencia en aquel lugar, le identificaban sobradamente.
El hombre dio tres pasos hacia adelante.
Desde su escondite, Teodomiro Mateos presenciaba aquella escena. El corazón le latía con una violencia que parecía capaz de reventar su pecho. ¡
El Coyote
se hallaba de espaldas a él, a menos de diez metros! ¡Y él empuñaba un rifle de gran precisión, con el cual era posible dar de lleno a una nuez colocada a cincuenta metros de distancia!
Mateos movió ligeramente el rifle y se disponía a apuntar a la espalda del
Coyote
cuando una nueva figura se situó entre
El Coyote
y él.
¡Basil Alves acababa de salir de junto a la ventana! ¡Su mano derecha empuñaba un revólver de largo cañón! ¡Iba a disparar contra
El Coyote
!
Teodomiro Mateos olvidó de pronto sus propósitos y sólo recordó que
El Coyote
había sido un buen amigo suyo…
Casi antes de darse cuenta de lo que hacía apuntó a la cabeza de Basil Alves y antes de que éste pudiese disparar sobre
El Coyote
, Mateos apretó el gatillo.
En el preciso momento en que la bala salía del rifle empujada por la fuerza de los gases de la pólvora, Teodomiro Mateos sintió como si el mundo entero se derrumbase sobre él. Soltó el Marlin y se hundió en un profundo abismo del que tuvo la impresión de que jamás podría salir.
El disparo del rifle hizo saltar lateralmente al
Coyote
. Con el rabillo del ojo vio cómo Basil Alves caía hacia delante, soltando el negroazulado Colt que empuñaba. También él desenfundó su revólver muy a tiempo, pues el hombre que hasta entonces había estado sentado frente a la botella de licor se incorporó vivamente y volvióse, empuñando un Derringer calibre 41.
Al ver al enmascarado, lanzó un grito y un nombre:
—¡
El Coyote
!
En seguida disparó el Derringer.
El disparo coincidió con el dejarse caer de rodillas
El Coyote
, quien, al mismo tiempo, disparaba su revólver que mezcló su detonación con el ladrido del pequeño Derringer. La bala de éste atravesó la copa del sombrero del
Coyote
aunque en realidad había ido destinada al pecho del enmascarado, donde se habría metido de no ser por el brusco movimiento del
Coyote
. En cambio la bala que disparó el Colt del californiano atravesó con destructora limpieza el corazón de Thomas Hannam, quien dando unos traspiés braceó en el aire y por fin cayó al suelo, derribando la silla en la cual había estado sentado.
Sin guardar el arma,
El Coyote
inclinó su enmascarado rostro sobre el cuerpo de Basil Alves. La cabeza de éste no era un espectáculo agradable. La bala que le había producido la muerte le entró por la nuca y salió por entre los ojos produciendo horribles destrozos en el rostro.
El Coyote
miró hacia la ventana. Se daba cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Había confundido a Hannam con Alves, sin sospechar que éste pudiera estarle esperando.
Cautelosamente se acercó a la ventana y lanzó un silbido. Le contestó otro desde el jardín y en seguida Ricardo Yesares apareció frente al
Coyote
.
—Gracias —dijo éste—. Faltó poco para que Alves me asesinase. Tu disparo fue oportuno…
—No disparé yo —replico Yesares, sentándose en el alféizar—. Le debes la vida a otro.
El Coyote
se reunió con Yesares en el jardín. Guiado por él fue hasta los arbustos, al pie de los cuales yacía Teodomiro Mateos.
—Él disparó —explicó Yesares—. De momento pensé que había dirigido el, tiro contra ti y le golpeé con la culata de mi revólver. No sé si le habré destrozado el cráneo.
—Está vivo —replicó
El Coyote
—. Ayúdame a conducirlo hasta la casa. Quiero hablar con él cuando recobre el conocimiento. Me parece que tendremos mucho que contarnos.
Entre
El Coyote
y su ayudante condujeron a Mateos dentro de la habitación sobre cuyo suelo yacían los cadáveres de Alves y Hannam. El jefe de policía no daba ninguna señal de estar cerca de la recuperación del sentido.
El Coyote
le registró los bolsillos y le quitó un revólver modelo House, de cinco tiros, calibre 41, con cartuchos metálicos de fuego lateral.