Natividad comprendió demasiado tarde que se había dejado llevar por sus nervios. Había matado a un hombre, a uno de los hombres que pocos años antes se consideraban intocables. Sólo
El Coyote
se había atrevido a luchar con ellos y a castigarlos cuando se lo merecieron; pero
El Coyote
era muy poderoso y a los poderosos se les perdonan cosas que a un hombre vulgar, como Natividad Páez, no se le toleran.
Páez, además de no ser importante, era poco sagaz. Al salir de la taberna no tuvo en cuenta que un caballo corre más que un hombre. Frente al local se hallaban atados diez o doce caballos. Páez no montó en ninguno de ellos. Deseaba huir y lo hizo utilizando las piernas. Era un buen corredor; tenía una fabulosa resistencia física y es posible que en todo Los Ángeles y su condado no existiera otro capaz de alcanzarle; pero sus perseguidores no cometieron la tontería de poner a prueba la energía de sus piernas. Cada uno de ellos saltó sobre su montura y en confusa y amenazadora masa lanzáronse en pos del fugitivo.
Natividad Páez oyó el retumbar de aquellos cascos que batían furiosamente el suelo y comprendió que estaba perdido. Se hallaba cerca de la plaza y ya veía el edificio de la posada del Rey don Carlos. Ricardo Yesares, su propietario, podía ampararle, pues se le conocía como un gran amigo de los californianos; pero la plaza era muy ancha y los caballos estaban muy cerca.
El fugitivo aceleró su carrera. Alcanzó la plaza y torció hacia la posada; mas, en seguida, comprendió que había perdido la partida. El galopar de los caballos sonaba ya sobre él. El que le alcanzasen era sólo cuestión de segundos.
Fue en aquel instante cuando el coche en que iba Maise Syer llegó ante Natividad Páez. Era un coche descubierto, de plegada capota. El cochero iba en el alto pescante mientras que la viajera se sentaba en el duro asiento interior. En su juventud Maise Syer debía de haber sido muy hermosa. Ahora su negra cabellera estaba listada de plata, y sus ojos parecían bordados por abundantes arruguitas. El cutis había perdido su tersura. La frente conservaba las huellas de las arrugas que Maise debía de combatir con todos los medios que la cosmética ponía a su alcance. Una ancha cinta de terciopelo negro rodeaba su cuello (una defensa más contra las arrugas), y el traje que vestía iba cerrado hasta aquella cinta.
El intenso batir de los cascos de los caballos llamó la atención de Maise y de su cochero. Éste comentó:
—¡Ése es Natividad Páez! ¡Debe de haber cometido una locura!
Al momento siguiente Natividad había saltado al interior del coche. Estaba en la situación en que a un hombre no le importa agarrarse a un clavo ardiendo, y por ello, instintivamente, había buscado refugio allí.
Maise Syer tomó en seguida una resolución. No era mujer que perdiese la serenidad, ya que siempre estaba en posesión de ella.
—¡Haz correr a esos caballos! —ordenó al cochero.
Éste vaciló. Era también californiano legítimo y sabía por él y por sus padres los peligros que corre el indígena que se opone a la voluntad de los hombres del Este. Aquellos hombres querían apoderarse de Natividad Páez y hacer con él algo malo. Costara lo que costase, lo harían, y si él resultaba un obstáculo, lo incluirían en sus malos deseos.
—¡De prisa! —ordenó la imperiosa voz de la mujer que iba tras él.
El cochero hizo restallar el látigo sobre la cabeza de su caballo y lo lanzó a una velocidad que el animal había ya olvidado desde sus primeros tiempos.
—No se apure, amigo, yo le ayudaré —dijo Maise Syer a Páez.
Al darse cuenta de lo que ocurría, los perseguidores de Páez quedaron un momento desconcertados. Algunos llevaron la mano hacia la culata de su revólver; pero se contuvieron porque no era cosa de disparar sobre una mujer y ninguno de ellos era lo bastante buen tirador para intentar el disparo con la seguridad de no herir a Maise.
Las vacilaciones de los perseguidores duraron muy poco. Por mucho que corra un caballo arrastrando un coche, siempre correrá más un caballo que sólo lleve el peso de un jinete. Los hombres que querían vengar la muerte de Mawbery lanzáronse por el centro de la plaza, cortaron el camino al coche y en un momento lo rodearon amenazadoramente.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Maise, levantándose y mirando, furiosa, a aquellos hombres.
—No deseamos molestarla, señora —replicó uno de los jinetes—. Sólo queremos castigar a ese asesino.
—¿Quién es un asesino? —preguntó Maise.
—Ese hombre —y el que hablaba señaló a Páez.
—Mientras un juez y un jurado no lo decidan, yo me abstendré de creer que este caballero es un criminal —replicó Maise—. Hagan el favor de apartarse.
—Señora, nos está usted obligando a ser violentos —replicó el otro—. Si no nos deja sacar de su coche a ese canalla, lo sacaremos de todas formas y lo ahorcaremos delante de usted.
—¿Y quién hará eso? —preguntó fríamente Maise Syer.
—Yo —respondió el que llevaba la voz cantante.
—Haga la prueba —replicó la mujer.
El hombre desmontó y acercóse al coche. Natividad Páez, completamente desmoralizado, retrocedió hasta su protectora. Ésta parecía aumentar de tamaño frente al avance de aquel otro hombre.
—Vamos, no sea usted así —decía el perseguidor de Páez.
Cuando ya había puesto un pie en el estribo del coche, Maise reaccionó con una inesperada violencia y su mano derecha chocó, de revés, contra la boca del hombre, que retrocedió con los labios manchados por la sangre que brotaba de dos profundos cortes abiertos por el pesado anillo de oro que lucía en la fina mano de Maise.
Desde la puerta de la posada del Rey don Carlos tres hombres asistían a aquel suceso.
—Creo que ha llegado ya el momento de que usted haga algo, don Teodomiro —dijo don César de Echagüe, volviéndose hacia el jefe de la policía de Los Ángeles.
Mateos miró a don César y a Yesares, que estaban junto a él. Aquellas algaradas le molestaban más que por los efectos sobre el que las padecía, en aquel caso Natividad Páez, por las molestias que personalmente le causaban. Su condición de californiano y su cargo de jefe de policía se unían muy mal. El elemento norteamericano aumentaba por momentos, en tanto que los californianos de sangre mejicana o española permanecían estacionarios perdiendo así, poco a poco, su preponderancia, que unos años antes había sido casi absoluta. Si él resultaba un jefe de policía demasiado severo con los yanquis, éstos le harían perder su puesto en las inminentes elecciones. Sin embargo, debía tomar alguna medida. No podía permitir que se linchara a un ciudadano que, si bien debía de ser culpable de algo, no había sido aún condenado por ningún tribunal.
—No lo toleraré —dijo, separándose de don César y de Yesares y yendo hacia donde estaban los jinetes rodeando el coche de Maise Syer.
—Mateos está perdiendo facultades —contestó don César.
—Ya dicen los Evangelios que no se puede servir a dos amos a la vez —replicó Yesares—, Mateos quiere servir a los yanquis y a los californianos, y así no se puede servir a nadie.
—Su obligación es, tan sólo, servir a la ley y a la justicia —sonrió don César—. No debiera tener otro amo que ése.
—Su amo verdadero es la política —dijo Yesares—. Es el mal que sufrimos en California desde que se hundió el virreinato.
—Dentro de cien años, cuando hablen de la época de las misiones, dirán que fue la edad de oro de California porque aún no se había encontrado oro en ella. Me parece que Mateos no conseguirá nada.
El jefe de policía había llegado al círculo que rodeaba el coche de Maise y logró abrirse paso hasta el vehículo, en el momento en que otros dos jinetes se unían al primero en su deseo de hacer «justicia». Al ver a Mateos, todos se detuvieron.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó el jefe de policía, dirigiéndose a los demás.
—Quieren linchar a este pobre hombre —dijo Maise, señalando a Natividad Páez—. Si es usted alguna autoridad, impídalo.
—Mateos, no te interpongas en nuestro camino —dijo el que había recibido la bofetada de Maise—. A Páez lo hemos de castigar. Ha asesinado a Mawbery.
—Deja que el jurado decida sobre eso —pidió Mateos; pero su voz carecía del vigor necesario para frenar a aquellos hombres sedientos de venganza—. Alves —agregó—: Deja a Páez en mis manos y yo os prometo que se hará justicia sobre él. Si es culpable, se le castigará de acuerdo con la ley.
Una astuta expresión cruzó por los ojos de Basil Alves. Para él y sus compañeros, Maise resultaba un obstáculo invencible. En cambio…
—¿Nos das tu palabra de honor de que se le juzgará en seguida? —preguntó a Mateos.
—Os la doy —respondió Teodomiro.
—Te creemos —replicó Basil Alves—. Hazte cargo de Páez y mételo en la cárcel. —Volviéndose hacia sus compañeros, ordenó con enérgica voz—: ¡Abrid paso al señor jefe de policía!
—No sea usted loco —dijo Maise a Mateos—. Vaya a buscar más gente y…
—Deje este asunto en mis manos, señora —replicó, bruscamente, Mateos—. Vamos, Natividad. Tendrás que responder de tu delito.
Páez siguió vacilando. No se atrevía a salir del refugio que tan bien le había servido; pero siempre había considerado a Mateos como una autoridad a la cual todos prestaban acatamiento. En aquel momento, apagado ya el impulso que le había empujado a cometer el homicidio, no era más que un pobre ser dominado por una ansia bestial de vivir, costara lo que costase.
—Vamos —insistió Mateos.
—¿Por qué no vamos en mi coche? —preguntó Maise.
Mateos pensó que sería ridículo que él se dejara llevar y casi proteger por una dama.
—No; no es necesario —replicó—. Baja del coche, Páez.
Éste lo hizo tímidamente y echó a andar al lado de Mateos, entre dos densas filas de jinetes.
Maise los siguió con la mirada. Presentía algo que no tardó en suceder. Dos de los más forzudos jinetes saltaron de pronto junto a Mateos y le agarraron los brazos, impidiéndole todo movimiento. En seguida, otros jinetes cayeron sobre Páez, lo arrastraron bajo uno de los viejos y polvorientos árboles de la plaza, en tanto que Basil Alves hacía pasar por una de las ramas una cuerda. Uno de los extremos de la cuerda terminaba en un lazo; el otro estaba sujeto a la silla del caballo de Alves.
Sin hacer caso de los gritos de Páez ni de las protestas de Mateos, el lazo ciñó el cuello del californiano. En seguida, Alves espoleó su caballo.
Apenas Natividad Páez abandonó el suelo oyóse un crujido, desgajóse la rama y el condenado cayó. Había fallado el linchamiento; pero ninguno de aquellos hombres lo quiso admitir. Alves espoleó su caballo aún más y lo lanzó al galope, arrastrando a Páez por el guijarroso suelo de la plaza. Los que sostenían a Mateos lo soltaron, después de librarle de su revólver y galoparon en torno del cuerpo que rebotaba y se convulsionaba sobre el polvo, hasta que, al fin, toda señal de vida desapareció de él y sólo quedó una masa lacia y ensangrentada. Entonces cesó el interés que los linchadores sentían por Páez. Basil Alves cortó la cuerda y todos marcharon entre gritos de victoria (¡mísera victoria!) hacia la más próxima taberna, dejando en la plaza el cadáver de Páez y a los espectadores del drama.
—Han hecho algo más que matar a Páez —comentó don César—. Además, han terminado con Teodomiro Mateos.
Éste permanecía aún donde le dejaron sus burladores. Se daba cuenta de lo mal parado que había quedado su prestigio y estaba deseando hacer algo; algo que le permitiera recuperar todo cuanto había perdido; mas ya era tarde. Demasiado tarde para que Teodomiro Mateos volviera a ser lo que en un tiempo había sido.
—Equivocó a sus amos —murmuró don César—. No, no eran ni los hombres que hablan inglés ni los que hablan español. Su amo era la ley, cuyo idioma no es ni uno ni otro, sino el de la justicia.
Como si el suceso de que había sido testigo le hubiera quitado las ganas de continuar su paseo, Maise Syer descendió del coche y regresó a la posada, en la cual entró después de saludar brevemente a Yesares y hacer como si no advirtiera la inclinación de don César de Echagüe, quien comentó, cuando la mujer se hubo alejado:
—Es un tipo curioso, Ricardo.
—Sí, es una mujer de mucho carácter —replicó el posadero—. Ha demostrado más energía que el pobre Mateos.
—¿De dónde viene?
—Dice que de Chicago; pero habla con acento de Louisiana.
—Eso no significa que no venga de Chicago. ¿Podrías invitarla a una de mis fiestas?
—Temo que no quiera aceptar. Vive muy retraída. Únicamente sale alguna vez al anochecer. Lo de hoy ha sido un extraordinario. Me parece que esa mujer tiene un pasado…
—Todos tenemos un pasado —rió César—. ¿Verdad?
Ricardo Yesares sonrió. Sí, todos tenían un pasado. Y ellos más que nadie. Ellos tenían un peligroso pasado y un más peligroso presente.
Como si leyera los pensamientos de su amigo, don César musitó:
—Teodomiro Mateos está necesitando una visita del
Coyote
.
Teodomiro Mateos no se sentía feliz aquella noche. El linchamiento de Natividad Páez había producido mucho ruido. Lo malo era que detrás de aquel ruido se encontraban unas fuerzas nada despreciables. La masa de ciudadanos de ascendencia española no le perdonarían nunca la poca energía demostrada. Antonio Páez, el hermano de la víctima, acababa de marcharse de su casa después de decirle, con una serenidad y una calma que sólo presagiaban tormentas, que él no perdonaría nunca su comportamiento y haría lo posible para que en las próximas elecciones no le votaran ninguno de sus muchos clientes. Claro que los habitantes de sangre sajona debían de sentirse satisfechos; pero…, lo malo era que sólo tenían derecho al voto los ciudadanos de cierta posición o responsabilidad, y esos ciudadanos no veían tampoco con buenos ojos que el hombre encargado de mantener la ley y el orden estuviera fracasando tan ruidosamente.
—¿En qué piensa, amigo Mateos?
La voz le llegó al jefe de policía desde la ventana de su despacho. Al mirar, sobresaltado, hacia ella encontróse frente a la amenazadora presencia del
Coyote
. Éste se hallaba sentado en el alféizar de la ventana, con una pierna cruzada sobre la otra y la mano derecha significativamente próxima a la culata de uno de sus dos revólveres.
Mateos tenía sobre la mesa uno de los recién aparecidos Colts modelo House, de cinco tiros. Lo había recibido de Hartford el día anterior y aún no había probado la eficacia de los cartuchos metálicos que se utilizaban en aquella afamada arma. No era
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la persona más indicada para permitir el experimento, y Teodomiro lo comprendió así, absteniéndose de hacer el menor movimiento hacia el Colt.