Un nuevo alarido llegó de fuera, acompañado, ahora, de un denso olor a carne quemada.
—¿Qué le están haciendo? —gritó Yesares, perdido ya el dominio de sí mismo—. ¿Qué crimen…?
—¿Quién es el verdadero
Coyote
? —preguntó Maise.
Yesares quiso poner en orden su desbocada imaginación. El olor a carne quemada y los gemidos que lanzaba Serena no contribuían a serenarle; pero, comprendiendo que lo importante era ganar tiempo, respondió, al fin:
—Hablaré… Hablaré… Es… es…
—¿Quién? —gritó Maise.
—Teodomiro Mateos —jadeó Yesares—. Por eso siempre ha dejado escapar al
Coyote
.
Maise y Wemyss se miraron.
—No puede ser —dijo el segundo—. Este hombre miente.
—Pronto lo sabremos —replicó Maise—. Recuerda que uno de tus hombres nos dijo que le había visto cerca de la casa donde fue encontrado muerto Basil Alves. Y también vieron por allí a Yesares. Si no es él lo sabremos esta noche o mañana por la mañana. Mientras tanto, volvamos a Los Ángeles. Nos queda bastante que hacer. Quiero terminar con todo esta noche. Luego,
El Coyote
sabrá de nosotros. Encerrad juntos a Yesares y a su mujer.
Yesares vio salir a Maise y a Wemyss. Al cabo de un momento se volvió a abrir la puerta, Serena fue empujada al centro de la cabaña, cayendo de rodillas junto a su marido. Este la miró ansiosamente, temiendo descubrir alguna horrible huella del martirio sufrido.
—¿Qué te han hecho? —preguntó, al no advertir ninguna señal de violencia.
—Me acercaban un hierro candente a los ojos —gimió Serena—. Creí que me querían dejar ciega.
—Gritaste mucho —musitó Yesares, comprendiendo que de nuevo le habían tendido una trampa.
—No sé… Creo que sí… Tuve miedo de… de no poderte volver a ver jamás.
—Olía a carne quemada…
—Echaron un trozo de carne en la hoguera. No sé porqué lo hicieron…
—Para engañarme —murmuró Yesares—. Para hacerme creer que te estaban quemando los pies…
—¿Y dijiste quién era
El Coyote
? —preguntó Serena en voz muy baja, en tanto que empezaba a desatar a su marido.
—Dije que era Mateos; pero descubrirán que les engañé. El verdadero
Coyote
es…
Serena tapó con la mano la boca de Ricardo.
—No me lo digas —interrumpió—. Si vuelven y hacen de verdad lo que ahora han fingido, prefiero no poderles decir nada. Y tú no debes hablar. Ocurra lo que ocurra.
—Pero si te martirizan…
—Ni así —insistió Serena, terminando de desatar a su marido—. Sería un castigo muy pequeño en pago de mi falta de confianza en ti. Si yo no hubiera sido tan loca; si hubiese tenido un poco de fe en ti, sólo un poco, nada habría ocurrido; pero creí que todas aquellas cartas eran verdad, que tú me eras infiel. Encontré tantas cosas comprometedoras… Y en lugar de hablar claro y pedirte una explicación, que seguramente me hubiese convencido, fui acopiando rencor y alimentando humillaciones. Al fin hice caso de esa mujer y caí en una trampa a la cual también te atraje a ti.
—Si
El Coyote
pudiera salvarnos, lo haría —murmuró Yesares—; pero parece que también él ha caído en una trampa y no puede hacer nada por nosotros.
—Ocurra lo que ocurra… piensa que yo siempre te amaré —dijo Serena— Y si alguna vez he llegado a odiarte un poco ha sido porque te amaba tanto que me desesperaba que tú pudieses dejar de tenerlo en cuenta.
Yesares acarició las manos de su mujer.
—Te querré siempre, porque tus ojos siguen siendo tan hermosos como las aguas que reflejan el monte Shasta, aunque no tan hermosos como tu corazón.
Los ojos de Serena se humedecieron. Las palabras de su marido eran las mismas que pronunció cuando ella le creía
El Coyote
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.
—Yo nunca las he olvidado —musitó—; pero exageraste mucho. Y en cuanto al corazón… Si valiera tanto como dices, no habría admitido lo que tan poco le costó creer. No hubiese dudado jamás de ti.
—El corazón tiene el defecto de sentir sin lógica. Ama y odia porque sí, o por motivos que sólo él conoce. No se le puede pedir que se deje gobernar por el cerebro. Creo que está reñido con él.
Serena sonrió débilmente.
—Eres demasiado bueno —murmuró—. Pero sigue siendo así. No cambies.
—Y tú deja de sentir celos, porque en mi corazón sólo cabe un amor. El tuyo.
Serena soltó una ligera carcajada.
—Estamos en un terrible apuro. No sabemos si saldremos de aquí con vida. Es casi seguro que no; sin embargo, somos felices porque estamos juntos. ¡Y yo quería huir de ti!
—Pero yo te seguí. De todas formas aún nos queda una esperanza. Yo envié un aviso al
Coyote
diciéndole lo que iba a hacer. Hay una posibilidad de que él trate de salvarnos.
—Si lo hace rogaré tanto por él que será imposible que le ocurra nada malo —dijo Serena.
—Deberás guiar el coche —dijo don César a su hijo—. Yo te iré indicando el camino. Retrasarás hasta mañana tu regreso a la escuela. Hoy te necesito.
El muchacho sonrió complacido.
—Haré lo que te sea necesario, papá —dijo.
—No sólo me es necesario a mí, sino también a Yesares y a su esposa —siguió don César—. Ya te he explicado lo que ocurre. Lupe no puede guiar el coche. Las personas a quienes vamos a ver no deben darse cuenta de quién es ella. ¿Me entiendes? Por eso te he elegido a ti.
Guadalupe ayudó a su marido a vestirse el traje que utilizaba en sus expediciones. Luego, antes de que todos se cubrieran con los antifaces, salieron por el pasadizo secreto que iba desde los sótanos del rancho hasta cerca de la carretera. Al salir de allí viéronse frente a un carruaje muy ligero, tirado por dos buenos caballos.
—¿No olvidamos nada? —preguntó don César, mientras subía al coche, ayudado por su mujer.
—Creo que no —respondió Guadalupe—. Alberes vigilará durante nuestra ausencia.
El pequeño César de Echagüe subió al pescante y acarició con las riendas los lomos de los caballos, lanzándolos a paso ligero hacia la carretera. La noche era fresca. Lupe se envolvió casi por completo en su negro manto. Don César se embozó con la capa que llevaba. Su hijo envolvióse en el sarape que llevaba sobre los hombros. Ninguno decía nada; pero todos los corazones latían de inquietud. Eran muchas las cosas de las que dependía el éxito o fracaso de aquella expedición. Era la primera vez que
El Coyote
salía de aquella forma y en aquellas condiciones.
—Me siento como si fuese armado con una escopeta de caña para luchar contra un tigre —musitó.
Don César fue guiando a su hijo hacia el barrio mejicano y cuando llegaron cerca de la casa de Adelia, se cubrieron los rostros con los antifaces. . Una vez ante la casa adonde iban, don César indicó a su hijo que llamara a la puerta, dando primero tres golpes espaciados y luego dos seguidos. El muchacho obedeció y a los pocos momentos abrióse la puerta y apareció la voluminosa india.
—¿Quien llama…? —empezó, desconcertada al no ver al
Coyote
junto a su caballo, como de costumbre.
—Acércate, Adelia —llamó desde el coche
El Coyote
.
Al oír la voz de su amo, la india fue hacia el vehículo y preguntó, alarmada:
—¿Ocurre algo, señor?
—Sí. Estas personas son amigos míos. No te preocupes por ellos. ¿Están los Lugones en casa?
—Por casualidad, señor. Iban a marcharse…
—Diles que vengan. Debo hablarles. Estoy algo herido y han de hacer por mí lo que yo no puedo hacer.
La india entró en la casa y reapareció a los pocos momentos; pero antes que ella salieron los tres hermanos Lugones: Juan, Timoteo y Evelio.
—¿Qué ocurre, patrón? —preguntó el segundo—. ¿Está herido?
—Sí. En una mano. Perdí mucha sangre y me faltan fuerzas. Tenéis que hacer algo por mí.
—Lo que usted mande —apresuróse a asegurar Evelio.
—Iréis a la posada del Rey don Carlos. Entraréis por la puerta trasera. La habitación que da a la galería. Está allí una mujer. La señora Syer.
—Ya sé quién es —dijo Juan Lugones—. ¿Qué le tenemos que decir?
—Nada. Atadla y traedla aquí. Necesito hablar con ella.
—¿Y si trata de chillar? —preguntó Juan Lugones.
—Pues evitadlo de la forma que sea, excepto matándola. Ya sabéis lo que me interesa. Quiero hablar con ella. Si es preciso, la encerraremos hasta que confiese lo que deseo saber. Daos prisa.
—El coche no podrá entrar en casa —dijo Adelia—. Y si lo ven parado frente a la casa, la gente hablará…
—Es verdad. Esperaré junto a la cruz de Aguadores. Llevad allí a la mujer.
Mientras los Lugones se marchaban por un lado,
El Coyote
se alejó por el otro y poco después el coche se detenía al pie de la vieja cruz de Aguadores, reliquia de los tiempos de la dominación española en California, maltratada por el tiempo, por los elementos y por los hombres.
—Seguramente no esperará que le ocurra eso —murmuró Lupe, abrigándose más con el manto.
—Temo que lo espere y que no la encuentren —replicó don César.
Su hijo llevó el coche bajo unos árboles cercanos, apagó los faroles y las tinieblas lo envolvieron todo. El tiempo pasó muy despacio, como sólo pasa cuando se espera con impaciencia. La campana de la iglesia de Nuestra Señora dio las doce campanadas de la medianoche. Cada quince minutos sonaba la campanita de los cuartos, y una hora más tarde, sonó la una.
—Tardan mucho —murmuró Lupe.
—Es buena señal —replicó César—. Si hubiesen regresado en seguida, la señal habría sido mala.
Media hora después don César creyó oír un lejano galope de caballos; pero hasta unos minutos más tarde no comprobó que, efectivamente, se oía el galope de tres o cuatro caballos.
—Ya llegan —dijo.
Sin embargo, su mano izquierda empuñó un revólver, en tanto que su oído seguía, atento, el progreso de los jinetes. Al fin llegaron ante la cruz. Eran sólo tres. Sus siluetas resultaban inconfundibles. Acercándose al coche, Juan Lugones anunció:
—La señora Syer ha desaparecido. Su habitación está vacía. Sólo quedan cosas sin ningún valor.
—¿Seguro que se ha marchado? —preguntó
El Coyote
.
—Seguro, patrón —replicó Timoteo Lugones—. Yo entré a preguntar por ella en la posada. Don Ricardo tampoco está; pero tengo buenos amigos allí y supe lo que ocurre. Cuando esta tarde subieron al cuarto de la señora Syer encontraron unos billetes de banco clavados en la almohada y una nota en la que decía que tenía que marcharse con toda urgencia y que, por eso, dejaba pagada ya su cuenta.
El Coyote
permaneció callado un rato.
—Es tremendamente lista —musitó—. ¿Conocéis a los amigos de James Wemyss, ese que se hace pasar por contrincante de Mateos en las próximas elecciones?
—Sí, sí. Todo el mundo conoce al señor Wemyss —aseguró Evelio.
—Sospecho que no está en Los Ángeles…
—Un momento, patrón —interrumpió Timoteo—. Ha ocurrido algo mucho más grave. No sé aún mucha cosa de ello; pero… si la mitad de lo que dicen es verdad, ya será bastante malo.
—¿Qué dicen? —ordenó
El Coyote
.
—Que esta noche han entrado ladrones en casa de don Rómulo Hidalgo. A él lo han asesinado. Su hijo dice que les han robado aquel famoso collar de perlas…
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.
—¡Maldita!… —rugió
El Coyote
—. ¡Ahora comprendo por qué necesitaba que
El Coyote
no pudiese actuar!…
»Está bien. Escuchad con atención: Si veis a algún amigo de Wemyss, seguidle sin que él se dé cuenta. Averiguad adonde va y si lo vieseis volver de San Francisco, sacadle como sea el secreto del lugar donde se encuentran apresados don Ricardo Yesares y su mujer. ¿Me entendéis?
—Sí, señor. Pero ¿están como usted dice?
—Desde luego. Esta noche vigilad bien las calles. Si vierais algún grupo de jinetes entre los que vaya una mujer, aunque sea joven, seguidlos. Anotad todos sus pasos. Jamás os he necesitado tanto como ahora.
—No le fallaremos, patrón —aseguró Evelio Lugones—. Y si necesita algo más…
—De momento ya es bastante. Si descubrís algo importante venid a esta cruz y encended una hoguera bien humosa. Yo enviaré a alguien a vuestro encuentro.
En cuanto los Lugones se hubieron alejado, don César ordenó a su hijo:
—A casa lo más de prisa que te sea posible.
—¿Qué temes? —preguntó Lupe.
Su marido no respondió. Se agitaba nerviosamente en su asiento y jamás se le hizo tan largo el viaje hasta su rancho. Ayudó a guardar el carruaje, y mientras su hijo y Guadalupe subían a su habitación, por una escalera reservada, él, después de haber cambiado de ropa, fue al despacho donde guardaba el dinero y las joyas. Al ir a entrar comprendió que ya era tarde. En el suelo, con la cabeza ensangrentada, hallábase Matías Alberes. Y la caja en que guardaba las joyas de más valor estaba abierta y vacía. Entre otras joyas había desaparecido el collar de perlas formado con las que se encontraban en uno de los dos jarrones del virrey De Croix.
Los tres hermanos Lugones trabajaron de prisa y bien. Al llegar la mañana ya sabían algunas cosas interesantes; pero esperaban saber otras muchas. Habían salido de Los Ángeles y se hallaban acampados en medio de un bosquecillo de sauces. Frente a ellos, tendido en el suelo y con los pies atados al tronco de un árbol y las manos al de otro, se hallaba George Robbins, uno de los hombres que más amistad demostraban a James Wemyss.
—¿No crees que sería mucho mejor que hablases? —preguntó Evelio Lugones, pasando la mano por la hoja de su cuchillo, como si quisiera limpiarlo.
Robbins miró como hipnotizado el cuchillo; pero no dijo nada.
—Si encendiésemos una hoguera sobre su vientre estoy seguro de que diría muchas cosas —dijo Timoteo.
—Tal vez se quemase —opuso Evelio.
—Si se le va echando agua a la boca con un botijo, estoy segurísimo de que no se quemaría —sugirió Juan—. Teniendo el cuerpo bien lleno de líquido sería incombustible.
—Hagamos la prueba de los dos sistemas —propuso Timoteo.
Sin esperar ni un segundo, comenzó a amontonar ramas secas sobre el estómago de Robbins. Cuando el montón fue bastante grande volvióse hacia su hermano, que acababa de regresar con un botijo lleno de agua y anunció: