—¡Salga de aquí, Wemyss! —ordenó Páez—. ¡Se lo ordeno!
Wemyss desvió ligeramente el revólver y apretó el gatillo en el mismo instante que el Destino movía a Peg a apartar de allí a Antonio Páez, para librarle de la bala de la cual ella no se pudo librar, pues entrándole por un costado, la atravesó de lado a lado el pecho, hiriéndole en los pulmones.
Al ver caer a Peg, Wemyss quedó un momento como atontado; pero, rehaciéndose en seguida, aulló:
—¡Ahora morirás tú!
—¡Vuélvete, Wemyss! —ordenó la voz del
Coyote
.
Obedeciendo de una manera inconsciente, Wemyss se volvió y disparó a ciegas contra
El Coyote
. Éste replicó con dos disparos casi simultáneos y Wemyss se desplomó con las dos balas alojadas en su corazón. Antes de que llegara al suelo había muerto ya.
Antonio Páez, que se había arrodillado junto a Peg, levantó, angustiado, la cabeza y miró al
Coyote
.
—¡Es horrible! —musitó—. ¡Y todo tan de repente!
El Coyote
guardó su revólver y acercóse a la moribunda. Una simple mirada le bastó para comprender que los minutos de Peg Marsh estaban contados.
—Le quiso engañar y ha pagado las consecuencias —dijo.
—No… no. Ella no le engañó por lo que usted supone —replicó Páez—. Ella quería devolver las joyas a sus dueños. Emprender una nueva vida.
—Sí… señor
Coyote
—dijo, con ronca voz, Peg Marsh—; pero las cosas no salieron bien… Las perlas del virrey traían desgracia. Debí comprender que la leyenda tenía sus motivos para afirmarlo…
—Lamento no haber evitado esto —dijo
El Coyote
.
—No se podía evitar —dijo Peg—. Estaba escrito en el libro de nuestro destino. Por lo menos no me ha matado usted… Antonio… Ahora iré a ver si hay algo de verdad en tus fantasías acerca de si hoy se termina todo o si aún queda mañana… Un mañana mejor.
—Ten la seguridad de que sí —replicó Páez.
El Coyote
, de pie junto a Páez y a Peg, observaba, sorprendido, a aquel nombre que se estaba transfigurando ante él. Siempre le había creído un vulgar comerciante, viéndolo como un mueble más de su tienda, o un objeto inanimado. El verle emocionarse de aquella forma y hablar como lo hacía, le producía el mismo efecto que si hubiera visto hablar al mostrador de pino.
—Por fin terminó usted conmigo, señor
Coyote
—siguió Peg—. Le escapé una vez gracias a don Rómulo… ¡Pobre viejo! Ése no debió haberle matado —y Peg señaló el cadáver de Wemyss, tendido de bruces sobre el entarimado—. Conmigo se portó muy bien. Antonio… Antonio… ¡Antonio! ¿Dónde estás? ¿Dónde? No… no te veo… ¡Háblame! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Ten piedad… ¡No! ¡No quiero morir! ¡No quiero morir! ¡Oh, Dios Santo! ¡Antonio! ¡Háblame!
—Estoy aquí, vida mía —replicó Antonio Páez, apretando las manos de Peg—. A tu lado… Escúchame… No te mueres. Es sólo un viaje muy largo. Al principio, tendrás que ir sola; pero luego, yo me reuniré contigo…
—Ya no le oye —advirtió
El Coyote
.
—Su alma me sigue escuchando —murmuró Páez con la voz quebrada por un sollozo—. Su alma me sigue oyendo… Y me oirá… me oirá hasta que la mía se reúna con ella.
—No se lo tome así, don Antonio —aconsejó
El Coyote
—. Esa mujer no merecía esa emoción suya. Le hubiera engañado como engañó a otros…
—Por favor. Por respeto a la muerte, no hable usted así. Yo sé que algo había cambiado en ella. Y si no cambió, me siento más feliz creyendo que iba a cambiar… Que hubiese cambiado si entre todos no hubieran puesto fin a su vida.
—Dispénseme —pidió
El Coyote
—. He sido demasiado duro. Dicen que una bella muerte honra toda una vida. Ella la ha tenido.
Páez no le escuchaba. Iba hablando a media voz para sí; pero sus palabras llegaban claras al
Coyote
.
—Desde que la vi tuve el presentimiento de que iba a tener una gran influencia en mi vida… Yo la hubiese cambiado. Habría olvidado lo que fue y hubiese iniciado otra vida… ¡Veinte años para formar un cuerpo en torno de un alma, y unos segundos para librar el alma de su cárcel! ¡Es horrible! ¿Para qué se han vivido todos estos años, si el final estaba aquí, encerrado en tres balas de plomo?
—Eso sería muy largo de discutir, don Antonio. Y ya es tarde. Tenemos que hacer algo. ¿Dónde están las joyas?
—En el almacén… Quiero decir que en mis habitaciones.
—Tráigalas aquí. Dentro de un poco vendrá el señor Mateos. Él dirá que ha matado a Wemyss y que la señorita Marsh le ayudó. No hable del
Coyote
. Mateos necesita ayuda. Esto se la prestará. A cambio de su silencio, callaremos la verdad de Peg Marsh.
—Gracias. Haré lo que usted me ordene. Perdone si he creído que era… que era malo…
—Esta vez lo he sido —replicó
El Coyote
—; pero el engaño era muy fácil. Adiós y… procure olvidar. Al fin y al cabo, su amor sólo ha durado unos minutos. Quizá una hora, todo lo más.
—Una hora de amor intenso puede agotar el amor condensado en toda una vida. Yo lo he agotado.
—Dentro de unos años volveremos a hablar. Adiós, don Antonio.
—Adiós, señor
Coyote
.
*****
Teodomiro Mateos sentóse en su cama y miró, con los ojos muy abiertos, al
Coyote
.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó.
—Vengo a ayudarle —replicó el enmascarado—. No se lo merece, desde luego; pero siempre he sentido debilidad por usted. ¿Se acuerda de Peg Marsh? ¿Aquella chica que andaba tras los jarrones del virrey?
—Sí. ¿Ha aparecido?
—Sí. Y ha muerto. La mató James Wemyss.
—¡Eh! ¿De veras?
—De veras.
—¿Dónde está Wemyss? ¿Anda fugitivo? Organizaré la captura…
—No hace falta. Un par de balas de plomo que tiene metidas en el corazón lo están enfriando en el almacén de Antonio Páez.
—¿Le ha matado usted?
—No. Fue usted quien lo mató. Peg le envió un aviso citándole a usted allí para tender una trampa a Wemyss.
—¿Bromea?
—No. Ya sé que se merece un buen castigo por la trampa que me tendió en casa de Alves; pero como que, en resumidas cuentas, sirvió para salvarme, lo olvidaré. En poder de Wemyss encontrará una colección de joyas que pertenecen a dos buenos amigos míos. A don César de Echagüe y al hijo de don Rómulo Hidalgo. No se deje llevar por la tentación y guarde alguna para usted. Ahora dese prisa y llegue al almacén antes de que la gente descubra lo que ha ocurrido. Aquí tiene un revólver que ha servido para matar a Wemyss. Enséñelo a la gente.
—¿Por qué he de mentir con referencia a la chica? Si ella formaba parte de la banda…
—Hay un amor muy romántico de por medio. Mateos. No sea cruel y no estropee unas ilusiones. Además, si lo hiciese el señor Páez diría la verdad y, entonces, se iría al diablo la elección de nuevo jefe de policía.
—Está bien. Acepto. Si algún día deja de ayudarme, no sé cómo saldré de mis apuros. Hice mal en intentar capturarle.
—Sobre todo, teniendo en cuenta lo que se dice por estos mundos.
—¿Qué se dice?
—Pues que Teodomiro Mateos y
El Coyote
son una misma persona.
—¡Eh!
—Eso dicen; pero no haga demasiado caso de lo que se dice. Siempre se exagera. Buena suerte, Mateos. No olvide que debe devolver las joyas.
—No, claro que no —replicó el jefe de policía.
El Coyote
le saludó con un ademán y salió de la estancia. Casi al momento, se oyó el alejarse de un caballo a todo galope.
La mirada de Mateos se posó en el revólver que
El Coyote
había dejado sobre la cama a su alcance y, de pronto, exclamó:
—¡Y pensar que lo he tenido prácticamente en mis manos! Podría haberle detenido y ahora mi gloria sería… —Una sonrisa iluminó el rostro de Mateos— Bueno —siguió—. Al fin y al cabo me ayuda mucho. Es un buen amigo.
Saltando de la cama, empezó a vestirse y veinte minutos después se acababa de poner de acuerdo con Antonio Páez para dar una explicación acorde y lógica de lo sucedido.
—¡Es horrible! —suspiró Guadalupe—. ¡Pobre muchacha!
Miró con reproche a su marido; pero en seguida agregó:
—Tú imaginaste lo más lógico, ¿no?
—Sí —respondió don César—. Evelio vio entrar a Peg en casa de Páez. La vieron él y sus hermanos la noche antes, a raíz de cometerse el crimen en casa de los Hidalgo. Les encargué que vigilasen el almacén, pues suponía que Peg había ocultado allí las joyas. Al volver a Los Ángeles, Peg se dirigió al almacén. Yo la seguí. Por una de las ventanas vi cómo envolvía las joyas falsas.
—¿Y avisaste a Wemyss?
Don César asintió.
Su hijo, que asistía a la conversación, miró con reproche a su padre. Éste gruñó, molesto:
—No podía imaginar la verdad. Aquella mujer era una delincuente. Por su culpa murió don Rómulo. Además, no la maté yo. Murió a manos de otro. Y tú, no me mires así. Esta noche vuelves a San Francisco y procuras arreglar tu asunto con el profesor.
—¿Por qué no me dejas quedar aquí? —pidió el muchacho—. Los estudios no sirven de nada. A tu lado aprenderé cosas mejores.
—Temo que a mi lado ya no puedas aprender muchas cosas buenas. ¡Hola! Me parece que oigo a nuestro jefe de Policía. Escóndete. Para todo el mundo, estás en San Francisco.
Anita anunció a través de la puerta que el señor Mateos deseaba dar una buena noticia al señor. Por lo cual, le rogaba que bajase en seguida.
Teodomiro Mateos tuvo que esperar media hora antes de que el displicente don César apareciera del brazo de su mujer. Iba vestido como para una fiesta y no guardaba ninguna señal de haber pasado una mala noche. En cambio, Mateos, acusaba los efectos de la noche en vela; pero su sonrisa era radiante.
—¿Qué le trae tan de mañana por esta casa, don Teodomiro? —preguntó don César.
—Pues tan sólo el afán de entregarle personalmente las joyas que le fueron robadas.
Al decir esto, Mateos tendió a don César un pesado envoltorio, agregando:
—Creo que no falta nada.
—¿Lo ve cómo yo sabía que usted daría con las joyas? —dijo don César, entregando el paquete a su mujer, que se dio prisa en abrirlo—. Nunca he dudado de sus dotes de jefe de policía. Ahora se debe sentir un nombre feliz.
—Casi feliz. Han muerto dos personas.
—¿Tuvo que matar a alguien?
—A James Wemyss.
—¿A su contrincante? ¿Es que los dos se peleaban por recuperar mis joyas?
—Algo así, don César. Él fue el ladrón. Le seguí la pista hasta el almacén de Páez, ayudado por una vieja amiga de usted. ¿Se acuerda de aquella Peg Marsh que también se llamaba Patricia Mendell?
—¿La que robó los jarrones?
—Sí.
—Pues ella me ayudó a recuperar las joyas; pero Wemyss la mató.
—Entre esa gente las traiciones se pagan caras. Confiemos en que no se derrame más sangre por esas perlas.
—Guárdelas bien.
—¿Y
El Coyote
no intervino para nada?
Mateos dirigió una suspicaz mirada a don César, pero le vio sonreír tan plácidamente, que todas sus sospechas se esfumaron.
—No —dijo, muy serio—. No intervino para nada.
—Pues si todo el mérito es suyo, le felicito de corazón, don Teodomiro. Y esta noche celebraremos en la posada la feliz solución del misterio de las perlas. ¿Acudirá usted?
—Cuente conmigo —rió Mateos. Y mirando a Guadalupe, agregó, con amplísima sonrisa—: Y espero que muy en breve me invitarán a un bautizo, ¿no?
—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó don César, arqueando las cejas.
—Pues… ¡Oh, bueno! Usted siempre bromea, don César. Hasta la noche.
—Adiós, don Teodomiro.
En voz baja, Guadalupe dijo:
—Si no fuese por tus bromas, me parece que el pobre don Teodomiro habría dejado de ser jefe de policía hace mucho tiempo.
—Lo prefiero a él —dijo don César—. Además, me gusta verle feliz, soltando, impávidamente, las mayores mentiras sin que se altere ni un músculo de su cara.
—¿No sería mejor que te acostases? —preguntó Lupe.
—De ninguna manera. Necesito la luz del día para gozar de tu belleza. No puedes pedirme que cierre los ojos durante tantas horas y me prive de mi mayor placer.
—Me duele que estés alegre —dijo, de pronto, Lupe.
—¿Porqué?
—Ha muerto una mujer cuando estaba a punto de regenerarse. ¿No hubiese sido mejor que viviera?
—Hay ciertas regeneraciones que duran lo que un soplo de aire. Creo que la de Maise hubiera sido de esas.
—¿Tú qué sabes? Cualquiera diría que tienes mucha experiencia en esos asuntos. Por poco que se vea ayudada por un hombre, no hay ninguna mujer que no pueda llegar a ser buena.
—Creo recordar que eso lo decía Eva a Adán cuando le echaba en cara que por culpa de él los hubiesen echado del Paraíso.
—¡Qué tonterías dices!… Pero si fue…
—Fue Adán el culpable, mujer —insistió don César—. Si Eva estuviese a nuestro lado, te lo diría.
—Eres un crío —rió Lupe—. Ya empiezo a sentirme madre tuya. ¿Cómo podéis vivir los hombres hasta tan mayores y seguir siendo siempre unos chiquillos? Tu hijo se toma la vida más en serio que tú.
—Porque aún no ha tenido tiempo de conocerla. Como a todos los extraños, al principio se les tiene respeto; luego, cuando se les conoce, se les toma en broma o en tragedia. Y ahora, vayamos a anunciar a Yesares lo de la cena.
Ricardo Yesares y Serena estaban frente a la posada, siguiendo con la vista la marcha del cortejo fúnebre que llevaba al cementerio el cadáver de Peg Marsh. Detrás del coche sólo iba un hombre: Antonio Páez.
—Le duró poco el amor —dijo Yesares—. ¡Pobre hombre!
—Es feliz porque ha conseguido una ilusión que nadie puede quitarle —dijo don César—. Y ahora pasemos a cosas más alegres. Esta noche quiero celebrar una cena con todos los honores para festejar la recuperación de las joyas. Recibí la carta que me envió antes de marcharse y supongo que…
Serena dejó de oír lo que don César dijo a continuación. Recordó de pronto lo que su marido había dicho acerca de una carta enviada al
Coyote
. De la posibilidad de un socorro. Recordó la amistad entre su marido y el estanciero. Las intempestivas visitas que, mutuamente, se hacían. Además, alguien había dicho en el campamento de los bandidos que
El Coyote
estaba herido en una mano.