Toda una señora / El secreto de Maise Syer (14 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Toda una señora / El secreto de Maise Syer
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Lupe salió de la habitación y regresó al cuarto matrimonial. Don César estaba tendido en la cama, muy pálido e inmóvil. La fiebre había ido en aumento. Lupe no se atrevió a aplicar de nuevo el agua que antes la había calmado. Sabía que era peligroso y no quiso correr el riesgo.

—Vístete de otra manera —dijo a su hijastro—. No pierdas el tiempo. Lleva tu revólver. Y por lo que más quieras, no hagas ningún ruido. Nadie debe saber lo que ocurre.

Cuando el pequeño César volvió vestido con el traje que utilizaba para ir a caballo, Lupe le aguardaba en compañía de Alberes. En la mano tenía una aguja de oro; la del broche de perlas. La había arrancado con el fin de entregarla al muchacho.

—Ésta ha sido la causa de que tu padre esté como le ves —explicó—. Enséñala al doctor por si conoce el veneno que la cubre. Y date prisa. No sé qué hacer. Sobre todo sé prudente. Que no te descubran. Que nadie se dé cuenta de que ha regresado el hijo de don César. Poneos esto.

Tendió a su hijastro y al criado unos capuchones de tela negra para que se cubrieran con ellos el rostro. Cuando salieron para cumplir su misión, Guadalupe tuvo que apoyarse contra la cama. Su estado no le permitía nada de lo mucho que estaba haciendo; pero debía hacerlo; porque en aquellos momentos lo importante era salvar a su marido.

De una cómoda sacó numerosas sábanas de hilo, y con ellas empezó a tapar las paredes, los muebles y todos cuantos detalles pudiesen permitir la identificación de la estancia.

Capítulo III: Otra vez el doctor García Oviedo

Se supone que un médico ha de estar siempre dispuesto a levantarse cuando suena a su puerta una llamada urgente. Para ello ha estudiado. Pero no se puede esperar que la llamada en plena noche o cuando está próximo el iniciarse el día, despierte en él ecos alegres. Tanto los que se marchan de este mundo como los que llegan, parecen tener predilección por las horas intempestivas. La madrugada es ideal para estos trances.

«Uno que se está muriendo», pensó el doctor al oír la apremiante llamada.

Abandonó la cama, se puso una bata y, encendiendo una vela en la llamita de la lamparilla de aceite que medio iluminaba el cuarto, bajó la escalera y abrió la puerta de la calle. No tomaba ninguna precaución porque no tenía fama de rico y, además, carecía de enemigos en la ciudad. Sólo algún enfermo podía requerirle y no era cosa de estarse desgañitando al intentar charlar con su enviado desde la ventana.

Dos revólveres aparecieron ante sus ojos cuando acabó de abrir la puerta. El más alto de los dos hombres que esperaban ante ella le empujó hacia dentro sin decir ni una palabra. El otro cerró la puerta e indicó al doctor que subiese.

García Oviedo se encogió de hombros.

No esperaba aquello; pero tampoco temía demasiado las consecuencias de la visita que le hacían los dos hombres.

—¿Qué desean de mí? —preguntó cuando estuvo en su despacho.

El más alto no intentó responder. El otro lo hizo por él.

—Debe acompañarnos —dijo con disfrazada voz. Empuñaba un Colt 36, que temblaba ligeramente en su mano. En cambio su compañero empuñaba con amenazadora firmeza un revólver del 44, modelo militar, con el que parecía capaz de disparar seis tiros en tres segundos.

—Si han venido a buscarme para asistir a un enfermo, no era preciso adoptar esas máscaras —replicó el médico, indicando con un ademán los capuchones que cubrían los rostros de sus visitantes—. Mi deber es atender a los enfermos.

—Un hombre está herido y le necesita —respondió el que hablaba—. Le pagaremos bien sus servicios. Cinco mil pesos…

—¿Como la otra vez? —replicó el doctor.

—Sí —contestó el encapuchado más joven.

—¿Han vuelto a herir al
Coyote
? —preguntó el doctor.

Los dos que estaban ante él se estremecieron y sus manos tensáronse en torno a las culatas de sus armas.

—No haga preguntas y acompáñenos —dijo el enmascarado que había hablado hasta entonces—. Recibirá su dinero y no repetirá a nadie nada de cuanto vea.

—Bien, les acompañaré —respondió el médico, encogiéndose resignadamente de hombros—. Prefiero hacerlo un poco por mi voluntad que hacerlo por entero a la fuerza. Aguarden aquí mientras me visto.

El más bajo de los dos encapuchados pareció dispuesto a seguir la indicación del médico; pero el otro, en cambio, siguió a éste sin decir palabra.

—No huiré —dijo García Oviedo.

El encapuchado se encogió de hombros y, siempre en silencio, vio cómo el médico empezaba a vestirse. Cuando hubo terminado le acompaño de nuevo al despacho, donde el otro indicó a García Oviedo un papel extendido sobre la mesa y en el centro del cual se veía una aguja de oro.

—¿Qué es eso? —preguntó el médico.

—Una aguja envenenada. Ha producido una herida grave. Vea si reconoce el veneno que hay en ella.

Súbitamente interesado el doctor García Oviedo sentóse a la mesa y, acercando la aguja a la luz, la examinó lentamente. Sacando un cortaplumas rascó la capa que cubría el oro y de un armario de hierro y cristal sacó unos frascos y unos tubos de ensayo. Por último, cogió un libro y lo hojeó nerviosamente.

—No pierda tiempo —recomendó el más joven de los dos encapuchados.

—No pierdo el tiempo —replicó—. Han hecho bien trayendo esto. Aquí puedo identificar el veneno. En otro sitio me sería imposible. Y no vuelva a interrumpirme, pues de esa forma sí que perdemos tiempo.

Continuó García Oviedo consultando el libro, tomó unas notas, realizó diversos ensayos con distintos líquidos y, por fin, anunció más para él que para los otros:

—Ya está resuelto.

En seguida preguntó:

—¿Se ha hinchado mucho la mano?

—Sí —respondió el encapuchado que era el único en hablar.

—Y también el brazo, ¿no?

—Sí.

—¿Fiebre muy alta?

—Sí.

—¿Pérdida de conocimiento?

—Sí.

—Todo coincide.

García Oviedo se levantó, y cogiendo un maletín lo fue llenando de instrumental quirúrgico, antisépticos, frascos y tarros de medicinas, gasas y algodón. Por fin cerró con seco golpe el maletín y volviéndose hacia los visitantes, anunció:

—Cuando ustedes quieran, señores.

El más alto sacó un gran pañuelo del bolsillo, y desdoblándolo, se acercó al doctor. Éste retrocedió un paso, preguntando:

—¿Es necesario eso?

—Sí —contestó el joven.

El médico se dejó vendar los ojos por el alto y callado enmascarado y bajó con los dos por la escalera. Aguardó un momento mientras le iban a buscar un caballo y montando en él, con ayuda de los otros, emprendió el camino hacia su ignorado destino.

Por el chocar de las herraduras sobre los guijarros de la calle, el médico se dio cuenta de que abandonaban la ciudad. E1 olor de las plantas campestres le indicó luego que ya estaban en pleno campo. E1 camino debía ser el mismo que ye siguiera en otra ocasión para extraer una bala a un hombre que él suponía era
El Coyote
, aunque luego, algunos detalles contradijeron sus sospechas
[4]
. ¿Ocurriría lo mismo ahora? ¿Sería
El Coyote
la víctima de aquel veneno tan usado en las encharcadas tierras de Louisiana? En todo caso, pronto sabría la verdad.

Cuando el más intenso aroma de la vegetación indicó a García Oviedo que ya estaban en pleno campo, sus compañeros espolearon sus caballos, obligando al suyo a que acelerase la marcha. Por fin, al cabo de un buen rato de marcha, redujeron la velocidad de la misma y la voz del único que hasta entonces había hablado, anunció:

—Ya llegamos.

García Oviedo notó que pasaban bajo unos árboles cuyas ramas eran agitadas por el viento. Los caballos pisaban gravilla. Por fin oyó un excitado cuchicheo entre una mujer y el más joven de los dos enmascarados. Recordó a la mujer vestida de hombre que le había llevado en otra ocasión a un lugar parecido a aquél y preguntóse por qué no había acudido a buscarle la misma mujer. ¿Sería acaso el enmascarado silencioso? ¿Lo habría hecho para no ponerle sobre la pista del herido a quien debía curar? ¿O se trataría de un caso completamente distinto? Pero el simple hecho de ofrecer la misma cantidad exacta que la vez anterior, indicaba sin lugar a dudas que se trataba de las mismas personas.

Desmontó cuando se lo ordenaron y entró en una casa. Por el olor a limpieza, a buen tabaco, a perfume femenino; por las mullidas alfombras, por las escaleras de roble; por un sinfín de menudos detalles, comprendió García Oviedo que estaba en la misma casa a la que fue llevado muchos meses antes. Era una casa rica, pues no olía ni a guisos ardientes, ni a comida rancia, ni a ajos, ni a establo, ni se percibía en ella ninguno de los malos olores que solían imperar en las casas que visitaba el doctor en los barrios humildes.

Había llegado al final de la escalera, recorrió un pasillo y sintióse empujado hacia dentro. Permaneció unos minutos inmóvil oyendo pasos a su alrededor. Por fin le arrancaron la venda que le tapaba los ojos y se encontró en la misma habitación que la vez anterior. Las mismas sábanas lo cubrían todo, impidiendo la identificación del lugar. Sobre una cama de matrimonio estaba tendido un hombre cuyo rostro se hallaba tapado con un capuchón negro, en el cual se había abierto un agujero para la respiración, nada más.

Los dos encapuchados que le fueron a buscar continuaban allí. De la mujer no se veía ninguna señal; pero cuando García Oviedo se acercó a la cama, notó que una de las sábanas se movía. Era una sábana que pendía hasta el suelo, donde formaba abundantes pliegues. Entre aquellos pliegues, García Oviedo advirtió una mota roja. Era, sin duda, una marca; pero detrás de aquella sábana había alguien que vigilaba. Tras él se encontraban dos hombres. En frente tenía a un herido.

Conociendo ya las causas del mal, el doctor arrodillóse junto a la cama y examinó la mano. El dedo anular presentaba las huellas del pinchazo y su hinchazón era algo mayor que la de los otros.

—Agua caliente —pidió el médico.

El más alto de los dos encapuchados salió de la habitación, regresando al cabo de un momento con un gran recipiente de metal lleno de agua caliente.

—¿Está hervida? —preguntó García Oviedo.

El encapuchado afirmó con la cabeza.

El médico abrió su maletín, sacó unos instrumentos, una botella de alcohol; frotó la ennegrecida mano y con el bisturí hizo un rápido y limpio corte en la yema del dedo. El hombre que estaba en la cama se movió a causa del dolor. Detrás del capuchón sonaron unas palabras; pero el doctor sólo pudo darse cuenta de que se trataba de un hombre, mas no logró identificarlo.

Sumergiendo la mano del herido en una palangana llena de agua caliente, dejó que la sangre fuera brotando y tiñese el agua. Luego sacó del maletín unos frascos e, intencionadamente, tiró uno de ellos sobre la sábana que hacía las veces de cortina para tapar la pared. Inclinóse a recogerlo y, al hacerlo, movió la sábana para ver si podía identificarla por las marcas que creía haber entrevisto. Fracasó en el intento. Quienquiera que fuese aquel hombre, sus familiares o amigos habían tomado toda clase de precauciones para impedir su identificación. Las marcas trazadas con hilo rojo estaban tapadas con un trozo de tela embastado sobre ellas. El doctor sólo pudo ver a ambos lados unos grandes claveles bordados con un hilo rojo, amarillo y blanco.

Percibiendo un movimiento a su espalda, García Oviedo se apresuró a recoger el frasco y vertió una parte de su contenido en el agua en que estaba sumergida la mano del herido. El encapuchado que inició un movimiento para impedir que el médico identificara la sábana, habíase detenido y permitió que García Oviedo continuara curando la mano. El médico cambió un par de veces el agua de la palangana; luego, sobre una mesa, preparó una medicina, explicando:

—Denle una cucharada cada dos horas.

Mientras preparaba una pomada para aplicar al dedo, el doctor García Oviedo trataba de recordar dónde había visto antes aquellas sábanas con los claveles rojos, amarillos y blancos a ambos lados de unas iniciales.

El doctor García Oviedo había visitado a infinidad de enfermos y, por lo tanto, había visto infinidad de sábanas marcadas más o menos artísticamente. Ningún otro hombre en Los Ángeles había visitado tantos dormitorios como él. Unas veces, para ayudar a venir al mundo a algún chiquillo que se obstinaba en retrasar su llegada; otras para declararse incapaz de impedir la marcha al más allá de algún enfermo demasiado enfermo; pero, generalmente, para ayudar a seguir viviendo a la mayoría de sus enfermos. Éstos se contaban en casi un millar, y aunque se podían descontar unos cuantos en cuyas camas apenas si había alguna apolillada manta y que nunca supieron lo que es una sábana, los demás tenían sábanas, las adornaban con las más bellas producciones del arte de bordar y era casi imposible recordar en cuál de aquellas camas había visto los claveles…

—¿Hay peligro de muerte? —preguntó con temblorosa voz el más bajo de los dos encapuchados.

García Oviedo movió negativamente la cabeza.

—No. Nunca ha habido peligro de muerte. Se trata de un veneno que se extrae de unas plantas que crecen en las regiones pantanosas de la Louisiana. Los indígenas utilizaban el jugo de esas plantas para envenenar sus flechas. Sus efectos son de fácil curación cuando se conoce el veneno; pero si no, todo el cuerpo del herido se impregna de ese tinte achocolatado y sólo después de varias semanas cesan sus efectos. Apliquen a la herida esta pomada que ayudará a cicatrizarla.

El médico volvió a la cama y cambió de nuevo el agua de la palangana. La nueva agua se tiñó en seguida de rojo y García Oviedo comentó que casi todo el veneno había salido del cuerpo del enfermo. Aguardó media hora más, siempre revolviendo en su mente el problema de la identidad de aquella sábana, y, por fin, después de limpiar la herida y vendar cuidadosamente la mano del hombre tendido en la cama, que había recobrado ya el conocimiento y cuya fiebre había descendido mucho, anunció que ya estaba listo y que el herido podría hacer su vida normal dentro de una semana.

El más alto de los dos encapuchados le volvió a tapar los ojos, puso en su bolsillo un fajo de billetes y le hizo salir de la habitación. El médico observó que el otro encapuchado no les acompañaba. Era un muchacho, tal vez un chiquillo. Su estatura, su voz, sus manos, lo indicaban claramente. Sus manos…

Ante los velados ojos del doctor García Oviedo desfilaron varias imágenes. Una de ellas era la de unos dedos que acariciaban unos claveles rojos y amarillos bordados sobre la sábana de su cama. Y aquellas manos eran las de… ¡No! Era imposible. No podía ser. Claro que ya se había dicho varias veces que don César era
El Coyote
; pero los hechos demostraron luego que no lo era. Además, su hijo estaba en San Francisco, en la escuela de Berkeley… Sería una coincidencia. Había asistido muchas veces al hijo de don César de Echagüe: sarampión, tos ferina, inflamación en las amígdalas, empachos, trastornos de vientre. Y una vez le encontró sentado en la cama, pasando y repasando los dedos sobre las flores bordadas en su sábana.

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