—Creo que tiene usted muchas probabilidades de triunfar en las elecciones —dijo—. Mateos está resultando un fracaso.
—Alguien me dijo que
El Coyote
le había ayudado mucho —murmuró Wemyss.
—Se dicen muchas cosas; no todas son verdad; pero es indudable que
El Coyote
hizo algo por él.
—¿Por eso Mateos no ha intentado nunca capturarle?
Habían llegado ante una mesa cubierta por un finísimo mantel de hilo. Don César pidió una botella que no estaba entre las que se ofrecían pródigamente a los invitados. Carecía de etiqueta, y su forma era muy antigua. Don César llenó dos finas copas de cristal bohemio y brindó:
—Por su salud, señor Wemyss.
—Por la suya —replicó el otro.
Cuando hubo probado el primer sorbo, declaró:
—Es un gran coñac.
—Lo es —aceptó don César—. Pero sólo para paladares selectos. Hay quien prefiere la tequila.
—Creo que es usted amigo del señor Mateos, ¿no?
—Sí. ¿Por qué?
—Me extraña que me reciba tan amablemente.
—No debe extrañarle. Soy hombre que cuida mucho de sus intereses. Me conviene ser amigo de quien manda. Usted puede llegar a mandar. Y ya verá como mi amistad le resulta conveniente.
—La que me convendría mucho sería la del
Coyote
.
—Ésa es más difícil de conseguir —sonrió don César.
—Difícil, pero no imposible, ¿verdad, señor de Echagüe?
—Desde luego.
El Coyote
es inapreciable para un jefe de policía, siempre y cuando no trate de perjudicarle.
—Sería una gloría para un jefe de policía poder capturar al
Coyote
—dijo Wemyss—. Pero yo no aspiro a ella. Podría hacer favores a ese hombre, desde luego, si él me hiciese algunos.
—Empiece usted por hacérselos a él.
El Coyote
corresponderá.
—Parece que le conoce usted bien.
—Tanto como cualquier otro habitante de Los Ángeles. Llevamos mucho tiempo oyendo hablar de él y de sus hazañas. Cualquiera le podrá decir lo mismo que yo le he dicho. Lo malo de Mateos es que se ha acostumbrado a vivir fácilmente; ha perdido su agresividad, y por ello Los Ángeles está convirtiéndose en una ciudad desagradable. Necesitamos un hombre enérgico y que sepa utilizar los revólveres más que la palabra. Palabras hemos oído demasiadas. Un buen sistema para ganar las elecciones que se aproximan sería el terminar con algunos hombres que fían demasiado en la violencia. El demostrarles que la violencia también puede ser utilizada contra ellos, resultaría muy convincente para los electores.
—Su apoyo me sería muy beneficioso, don César.
—Vuelva a verme en otro momento y hablaremos con más tranquilidad. Hace unos días alguien me molestó. Mateos no ha sabido encontrar a ese hombre.
—¿Quién era?
—Sólo le vi los ojos. Eran oscuros, como los de tantos otros habitantes de la ciudad. El resto de la cara lo llevaba tapado con un pañuelo. Me enseñó una escopeta de dos cañones y me obligó a faltar a un juramento. Se trata de un amigo de John Rudall, un abogado sin escrúpulos.
—Daré con él y le traeré su cabeza —sonrió Wemyss.
—No me la entregue delante de mi esposa. Podría causarle una impresión desagradable.
Los dos hombres se echaron a reír y Wemyss tendió la mano a don César, despidiéndose. El dueño del rancho le acompañó hasta la puerta. Al volver, vio a Guadalupe, que le aguardaba en el pasillo.
—¿Sabes algo? —preguntó.
—Serena sospecha que Yesares le es infiel —dijo—. Cree tener pruebas ciertas.
—¿Qué impresión te ha producido la señora Syer?
Lupe hizo un mohín de disgusto. Esperaba una reacción distinta por parte de su marido ante la noticia de la infidelidad de su ayudante. Pensó que todos los hombres son jueces magnánimos cuando se trata de juzgar la conducta de otro hombre.
—Parece como si no te extrañase que Ricardo engañe a Serena —dijo Lupe.
—Lo que no me extraña es que Serena cometa la misma tontería que tantas otras mujeres. Ricardo le es fiel. Dime, ¿qué impresión te ha causado la señora Syer?
—Es toda una señora, César. Ha sufrido mucho y es muy comprensiva. Trata de calmar a Serena.
—¿No crees en la posibilidad de que Ricardo esté enamorado de Maise Syer? —preguntó César.
—¡Qué cosas dices! ¡Por Dios! ¿Cómo se te ha podido ocurrir esa locura?
—De la misma forma que a ti se te ha ocurrido que Ricardo pueda serle infiel a su mujer —sonrió don César—. Y ahora, Lupita, hazme un favor. Pide a la señora Syer que te deje ver sus pendientes. Me interesan mucho.
—¿Por qué?
—Si te lo dijese te quitaría la naturalidad necesaria para que los pidieras sin descubrir el verdadero motivo.
—Me duele que no tengas confianza en mí —murmuró Lupe.
En aquel momento se oyeron pasos en el corredor y aparecieron Maise y Serena.
—Me encuentro cansada —dijo Maise—. Esta noche he dormido muy poco.
—Pero no ha tomado usted nada —protestó Guadalupe—. Ni siquiera la he presentado a todas mis invitadas.
—Volveré otro día —prometió Maise—. Entonces podré hacer más honor a su hospitalidad.
—Venga un día en que no recibamos a nadie —pidió don César—. Le enseñaremos el rancho. Es muy hermoso. Ahora avisaré a dos de mis hombres para que las acompañen. Es de noche y podrían tener algún mal encuentro.
—Lleva usted unas joyas demasiado valiosas —dijo Lupe—. Es una imprudencia.
—Ya me lo dijo antes su marido —replicó Maise—. Le contesté que no me atrevo a dejarlas en la posada.
—Si quiere dejarlas aquí, se las guardaremos en una caja de caudales muy sólida —propuso Guadalupe—. Las podrá recoger cuando vuelva.
Maise movió negativamente la cabeza.
—Muchas gracias —dijo—. A lo mejor tendré que marcharme precipitadamente de Los Ángeles. De todas formas, agradezco su amabilidad. Con una pequeña escolta iré segura.
Cuando Maise y Serena hubieron salido del rancho, Guadalupe se volvió hacia su marido y preguntó:
—¿Qué misterio hay en esos pendientes?
—El misterio está cerca de ellos —replicó don César—. Más adelante podré explicártelo mejor. Ahora debo marcharme. Inventa alguna excusa.
—Ve al salón y diles que me encuentro indispuesta. Di que estás alarmado y que te perdonen. Lo comprenderán.
Don César sonrió.
—Eres inapreciable, Lupita. No sé cómo he tardado tanto tiempo en darme cuenta de que no podía vivir sin ti.
—Yo tampoco lo he comprendido aún —sonrió Lupe, dirigiéndose a su habitación.
*****
Cuando llegaron a la posada, Serena y Maise subieron al piso donde estaban sus respectivas habitaciones. Serena evitó entrar en el despacho de su marido, a pesar de haber visto luz en él. No quería hablar con Ricardo.
Por su parte, Maise dirigióse a su cuarto, entró en él abriendo la puerta con la llave que había recogido en el vestíbulo. La habitación estaba a oscuras. Maise no fue hacia la mesita sobre la cual estaba la lámpara de petróleo. Sentóse en la banqueta de su tocador y, respirando hondo, preguntó:
—¿Hace mucho que me espera, señor
Coyote
?
—Unos diez minutos —respondió una voz, desde la oscuridad—. Temí que se hubiera quedado hasta última hora en casa de don César.
Maise sintió que un escalofrío le corría por las venas. Por fin estaba ante ella el hombre a quien había ido a buscar a Los Ángeles.
—¿Le dijo él que yo deseaba verle?
—Sí.
—¿Cómo pudo hacerlo?
—Secretos de mi propiedad.
—No creo que don César le haya dicho nada.
—¿Por qué no ha de creerlo, señora de Henry Cowd Teed?
Maise lanzó un grito ahogado.
—¿Me conoce? —preguntó.
—Ahora sí. Tenía mis dudas. A Maise Syer la dieron por muerta hace un año. Cayó al Mississippi mientras viajaba en el teatro flotante
East Lynne
, a cuya compañía pertenecía.
—¡Lo sabe todo! —gimió, débilmente, Maise.
—Todo no —replicó
El Coyote
—. Sé algo. Especialmente lo que se pudo averiguar. Henry Cowd Teed se ha vuelto a casar. Pero está muy grave.
—Ha muerto ya —replicó Maise—. Su dinero irá a parar a manos de su viuda legal.
—Caso que no sucedería si apareciese la primera esposa, ¿no?
—Sí. Pero todos dicen que yo he muerto.
—Cuénteme su historia, señora —pidió
El Coyote
—. Usted ha venido a Los Ángeles para entrar en contacto conmigo, ¿verdad?
—Sí.
—La ayuda James Wemyss, ¿no?
—Es un buen amigo.
—Tan bueno que sólo necesita firmar Jim para que usted comprenda de quién es la carta, ¿no?
—¿Cómo sabe…?
—He encontrado la que él le ha enviado —explicó
El Coyote
—. La he encontrado mientras registraba su equipaje. Es una carta muy curiosa. Habla de mí sin mencionarme. Dice que estoy en Los Ángeles, que ayer maté a dos hombres pero no encuentra el medio de ponerse en contacto conmigo. Su Jim es un poco torpe. ¿Qué le dijo en casa de don César?
—¿Es posible que
El Coyote
lo ignore? —preguntó Maise.
—Ya ve que sí. ¿Confiaba en que yo estaría aquí? Lo primero que ha hecho al entrar ha sido llamarme por mi nombre.
—Fue un tiro al azar. A veces son los que dan mejor en el blanco.
—¿Estaba usted segura de encontrarme?
—Lo deseaba. Al entrar noté olor a petróleo. Supuse que alguien había encendido la lámpara y luego la había apagado.
—Muy sagaz. ¿Qué edad tiene usted?
—Eso no se pregunta a una mujer que ya tiene cabellos blancos en su cabeza.
—¿Por qué no me dice lo que desea decirme? No puedo perder mucho tiempo. La historia de Maise Syer, la gran actriz del Mississippi, ha de ser muy interesante.
—Menos que la historia del
Coyote
. ¿Cómo ha podido enterarse de mis deseos?
—Haciéndonos preguntas mutuamente no averiguaremos nada. Si usted me necesita, es lógico que hable. Si no me necesita, me marcharé por donde he venido.
—Ya sabe que le necesito. He venido desde muy lejos para hablar con usted. Mi verdadero nombre es Jobina MacFarlane. No es muy eufónico. Lo cambié por el de Maise Syer cuando ingresé en el teatro. Trabajé en el Este; pero no debía de ser muy buena actriz, porque los empresarios no se disputaban mis servicios, ni mucho menos. Al fin me ofrecieron un papel importante en una compañía teatral de las que funcionaban en el Mississippi. Un teatro flotante significaba un retroceso en mi carrera; pero pensé que valía más ser cabeza de ratón que cola de león.
—Continúe —invitó
El Coyote
, al advertir que la mujer callaba.
—Hice bien cambiando de aires. En el Mississippi fui pronto la reina del río. Ninguna actriz reunía mis cualidades. Claro que se trataba de espectadores sencillos que derramaban lágrimas a raudales con las desventuras que se pintan en
East Lynne
y otros melodramas. En una de nuestras paradas conocí a Henry Cowd Teed. Sus padres eran propietarios de grandes plantaciones de algodón. Él era tan joven como yo. Se enamoró de mí y cuando supo que el teatro flotante iba a reanudar su viaje río arriba, compró todas las localidades para disfrutar a solas del espectáculo. Durante una semana hizo lo mismo. Era el único espectador de la representación. Resultaba enervante trabajar para un solo hombre. Daba la impresión de que lo hacíamos tan mal que sólo una persona era capaz de ir a vernos.
—Estaba muy enamorado, ¿no?
—Sí.
—Eso debía de ser antes de la guerra civil.
—Claro.
—¿Cómo terminó?
—Me pidió que me casara con él, amenazándome con seguir adquiriendo todas las localidades del teatro y obligarme así a no marcharme. Y si, a pesar de todo, el teatro continuaba su viaje río arriba, él nos seguiría en una lancha remolcadora y continuaría adquiriendo todas las localidades.
—Eso la convenció de que la amaba, ¿verdad?
—Sí. Nos casamos en Cairo, Ohio. Pero insistió en que guardara secreta la boda hasta que sus padres muriesen y él pudiera ser dueño de toda su fortuna. Accedí. Nos veíamos casi todos los meses y fui bastante feliz. Henry presintió la guerra civil y presintió también quién la ganaría. Vendió sus campos y marchó al Norte. Invirtió el dinero en una fábrica de armas y durante la guerra ganó una fortuna inmensa. Yo la pasé en el Sur. Cuando volvimos a vernos noté que yo no era ya para él lo más importante del mundo. Era un estorbo. Me dolió mucho el descubrirlo. Me alejé de su vida y continué la mía. Seguía siendo la actriz predilecta del público. Henry pasó tres años sin verme. Un día me propuso la anulación del matrimonio. El divorcio se conseguiría sin ningún escándalo. A él no le convenían los escándalos. Yo me negué a aceptarlo.
—¿Por qué?
—Por molestarle. Era lo único que podía hacer contra él. Henry consultó abogados y supe que intentaba valerse de mi pasado como prueba para la obtención del divorcio.
—Pero no le sirvió de nada eso, ¿verdad?
—No. De pronto dejó de hacer intentos de divorciarse. Pensé que había desistido. Una tarde fui secuestrada. Unos enmascarados me llevaron a una cabaña perdida entre los montes y estuve en ella durante tres meses. Cuando me dejaron libre supe el motivo de aquello. Mis compañeros de trabajo explicaron que yo había caído al río y que estaba muerta. Días más tarde se encontró un cadáver de mujer y lo identificaron como el mío. Todas las pruebas legales confirmaron mi muerte. Luego el cadáver fue embarcado en el
East Lynne
para que mi cuerpo fuese enterrado en Cairo, en el cementerio de la parroquia donde nos casamos. A mitad del viaje, el teatro flotante se incendió y el fuego consumió el cadáver. Cuando quedé libre y quise que mis amigos me identificaran, apenas pude encontrar a tres de ellos. Los otros habíanse desparramado por todo el país, sin dejar rastro.
—¿No bastó la declaración de aquellos tres hombres?
—No. Los tres negaron que yo fuese Maise Syer. Dijeron que habían vivido veinte años con Maise Syer y que yo no me parecía en nada a ella. Todos mis retratos y mis documentos habían sido destruidos por el fuego. Aquellas tres declaraciones probaban que yo era una impostora. Henry tampoco quiso identificarme. Ya se había vuelto a casar. Lo único que hizo en mi favor fue evitar que me encarcelasen.