»Presioné su cabeza contra mi pecho, se la acaricié. “¡Tranquila! ¡Tranquila!”, la consolaba. De pronto me rodeó con un brazo y empezó a acariciarme la espalda. Me asaltó una sensación extraña. El cuerpo me estaba ardiendo. Me encontraba en la cama, abrazada a una chica hermosa como salida de una postal, que me acariciaba la espalda. ¡Y las suyas eran unas caricias tan sensuales! Ni las de mi propio marido podían compararse. Cada vez que me pasaba la mano por la espalda, sentía cómo mi cuerpo iba aflojándose. De tan fantástico que era. Antes de que me diera cuenta, ya me había quitado la blusa y el sujetador y estaba acariciándome los pechos. Por fin lo comprendí. Aquella chica era una lesbiana de los pies a la cabeza. Ya me había ocurrido una vez en el instituto con una chica de un curso superior. Entonces le dije que se detuviera.
»“¡Por favor. Sólo un poco. Estoy muy sola. No le miento. Estoy tan sola… Únicamente la tengo a usted. No me deje!” Y me tomó la mano y la presionó contra su pecho. Tenía una forma perfecta, y al tocarlo sentí una fuerte de descarga eléctrica. Yo, que soy una mujer, no sabía qué hacer. Me limitaba a repetir como una idiota: “No, no puede ser”. Tenía el cuerpo paralizado. En el instituto pude solventar el asunto sin problemas, pero aquel día me sentí impotente. El cuerpo no me respondía. Ella agarraba mi mano con su mano izquierda, apretándomela contra su pecho, mientras me presionaba los pezones con los labios, los lamía y, con la mano derecha, me acariciaba la espalda, el costado, las nalgas. Hoy todavía no puedo creer que estuviera en mi dormitorio con las cortinas corridas en compañía de una niña de trece años que pretendía desnudarme. Antes de tener tiempo de comprender lo que estaba sucediendo, me había ido desnudando.
»Y yo me retorcía de placer con sus caricias. Hay que ser imbécil, ¿verdad? Pero yo en aquel momento parecía embrujada. La chica seguía lamiéndome los pezones diciendo: “Estoy sola. Sólo la tengo a usted. No me deje. Estoy tan sola…”. Mientras, yo iba murmurando: “No, no puede ser” —Reiko enmudeció, se fumó un cigarrillo—. Es la primera vez que le cuento esto a un hombre. —Reiko se quedó mirándome—. Te lo confieso porque creo que me hará bien, pero me da mucha vergüenza.
—Lo siento. —No se me ocurría otra cosa que decir.
—Su mano derecha fue descendiendo. Y empezó a acariciar mi sexo por encima de las bragas. Por entonces, yo ya estaba muy húmeda. Es penoso reconocerlo, pero jamás, ni antes ni después, he estado tan excitada. Hasta aquel día yo pensaba que era una frígida. Por eso me quedé atónita. Después ella introdujo sus dedos finos y suaves dentro de mis bragas, y… ¿Me entiendes, verdad? Más o menos. No me siento capaz de decirlo en palabras. Aquello era completamente diferente a cuando me lo hacían los dedos, poco delicados, de un hombre. ¡Era maravilloso! Igual que si a una le hicieran cosquillas con una pluma. Pronto se me fue la cabeza. Pero, dentro de mi aturdimiento, pensaba que no podía hacerlo. Si sucedía una sola vez, luego se repetiría y, escondiendo ese secreto, mi cabeza volvería a enredarse, sin duda. Pensé en mi hija. ¿Y si me encontraba en aquella situación? Los sábados se quedaba hasta las tres en casa de mis padres, pero si por casualidad volvía antes… Eso pensé. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, me incorporé y grité: «¡Basta ya! ¡Por favor!».
»Pero no se detuvo. Me acababa de quitar las bragas y empezó a hacerme un cunnilingus. Una niña de trece años me estaba lamiendo el sexo, a mí, a quien eso me daba tanta vergüenza que rara vez se lo dejaba hacer a mi marido. No sabía cómo reaccionar. Quería gritar. Aquello era el paraíso.
»“¡Basta!”, grité de nuevo, y le di una bofetada en la mejilla. Al fin se detuvo. Incorporó la parte superior de su cuerpo y me clavó la mirada. Las dos estábamos desnudas, incorporadas sobre la cama, mirándonos la una a la otra de hito en hito. Aquella niña tenía trece años, y yo, treinta y uno…, pero, mirando su cuerpo, me sentí abrumada. Aún hoy lo recuerdo. No podía creer que aquel cuerpo perteneciera a una niña de trece años. Incluso ahora me parece increíble. Frente al suyo, el mío daban ganas de echarse a llorar.
Yo no podía decir nada, así que preferí guardar silencio.
—La chica me preguntó por qué le pedía que se detuviera. Me dijo: «A usted le gusta esto, ¿no? Lo he sabido desde el primer día. Yo esas cosas las noto. Es mucho mejor que hacerlo con un hombre, ¿verdad? Mire lo mojada que está. Yo puedo hacérselo mucho, muchísimo mejor. Puedo hacerle sentir que el cuerpo se le derrite. ¿Qué le parece?». Tenía razón. Era exactamente como ella decía. Me había excitado mucho más que mi marido y hubiera querido que siguiera. Pero no podía ser. «Hagámoslo una vez por semana. Nadie lo sabrá. Será un secreto entre usted y yo», añadió.
»Me levanté, me eché el albornoz por encima de los hombros, le dije que se fuera, que no volviera nunca más. Ella mantenía la mirada fija en mí. Sus ojos se habían transformado. Se habían vuelto tan inexpresivos que parecían pintados sobre un cartón. Carecían de profundidad. Tras mantener la mirada fija en mí durante unos instantes, recogió su ropa en silencio y fue poniéndose una prenda tras otra, muy despacio, como si hiciera una exhibición, luego volvió a la sala donde estaba el piano, sacó un peine del bolso, se peinó, al fin se secó la sangre de los labios con un pañuelo, después se calzó los zapatos y se marchó. Al irse me dijo lo siguiente: “Eres lesbiana. Por más que intentes ocultarlo, lo serás hasta que te mueras”.
—¿Y tenía razón? —pregunté.
Reiko reflexionó unos instantes curvando los labios.
—No lo tengo claro. Sentí muchas más cosas con aquella chica que cuando lo hacía con mi marido. Esto es un hecho. Y la verdad es que durante un tiempo me atormenté preguntándome si era lesbiana. Tal vez no me había dado cuenta hasta entonces. Pero ya no lo pienso. Por supuesto, no descarto que no haya esta tendencia en mí. Pero, en el sentido estricto de la palabra, no soy lesbiana. Porque cuando veo a una mujer no siento deseo sexual. ¿Me entiendes?
Asentí.
—Pero sí noto cuándo una chica se siente atraída hacia mí. Pero exclusivamente en estos casos. Por ejemplo, si abrazo a Naoko no siento nada especial. Cuando hace calor, vamos casi desnudas por la habitación, vamos juntas al baño, alguna vez hemos dormido en el mismo futón. Pero nada. No siento nada. Creo que tiene un cuerpo precioso. Una vez Naoko y yo jugamos a ser lesbianas. ¿Quieres que te lo cuente?
—Sí, cuéntamelo.
—Cuando le expliqué esta historia a Naoko, porque nos lo contamos todo, ella quiso probar y me acarició por todo el cuerpo. Nos desnudamos. Pero no resultó. Sentía cosquillas por aquí, cosquillas por allá. Creí que me moría. Aún ahora, sólo de acordarme me pica todo. Lo hacía fatal. ¿Te has quitado un peso de encima?
—Sí —reconocí.
—Sigo contando mi historia. —Reiko se rascó cerca de la ceja con la punta del dedo meñique—. Cuando aquella chica se marchó, me quedé sentada un rato en una silla, aturdida. No sabía qué hacer. Los latidos del corazón me retumbaban muy adentro con un sonido sordo, sentía los brazos y las piernas extrañamente pesados y tenía la boca seca, como si hubiera comido polillas o algo parecido. Pero, pensando que pronto volvería mi hija, decidí tomar un baño para quitarme el rastro de sus besos y sus caricias. Por más que me froté con jabón, aquella especie de limo no desaparecía. Posiblemente fueran figuraciones mías, pero no podía evitarlo. Aquella noche le pedí a mi marido que hiciéramos el amor. Para limpiar aquella impureza. Por supuesto, a él no le conté nada. No hubiera podido. Sólo le dije que me tomara entre sus brazos y que hiciéramos el amor. Y que lo hiciera más despacio que de costumbre, que se tomara su tiempo. Me hizo el amor con ternura, tomándose todo el tiempo del mundo. Tuve un orgasmo memorable. Desde que me casé, jamás había sentido algo parecido. ¿Por qué crees que fue? Porque el tacto de los dedos de aquella chica aún permanecía en mi cuerpo. Ésa era la única razón. ¡Qué vergüenza hablar de esto! Estoy sudando. —Reiko volvió a curvar los labios esbozando una sonrisa—. Pero eso tampoco me sirvió. Dos o tres días después aún permanecía el tacto de aquella chica. Y sus últimas palabras resonaban dentro de mi cabeza, como un eco.
»El sábado siguiente no acudió a clase. Estuve esperándola en casa, temblando, preguntándome qué debía hacer si venía. Pero no vino. Era lógico. Era una chica orgullosa y, teniendo en cuenta cómo habían ido las cosas… No se presentó a la semana siguiente. Pasó un mes. Yo pensaba que lo olvidaría todo con el paso del tiempo, pero no pude. Cuando estaba sola en casa, me sentía inquieta, notaba su presencia. No podía tocar el piano, no podía pensar. Era incapaz de concentrarme en nada. Un día, de pronto, me di cuenta de que en la calle sucedía algo extraño. Los vecinos me miraban con intención. En sus ojos notaba cierta frialdad. Me saludaban, pero algo había cambiado en su tono de voz y en el trato que me dispensaban. Incluso mi vecina, que venía a veces de visita a casa, parecía evitarme. Intenté no hacer demasiado caso. Empezar a preocuparse por cosas así era el primer síntoma de enfermedad.
»Un día vino a verme una mujer que yo conocía muy bien. Tenía la misma edad que yo, era hija de una conocida de mi madre y nuestros hijos iban al mismo jardín de infancia. Teníamos bastante confianza. La mujer me preguntó a bote pronto si sabía que circulaban unos rumores persistentes sobre mí. Le respondí que no.
»“¿Qué dicen?”
»“Me resulta difícil hablarte de ello.”
»“Aunque te cueste, cuéntamelo.”
»Ella era muy reticente a hablar, pero me lo contó todo. De hecho, por eso había venido a visitarme. Según ella, en el barrio se decía que yo era lesbiana, que había estado ingresada muchas veces en el psiquiátrico, que había desnudado a una alumna mía de piano, había intentado abusar de ella y, al resistirse la niña, la había golpeado dejándole la cara llena de moratones. Me aterrorizó la manera como habían transformado la historia, pero lo más sorprendente era que supieran que había estado ingresada en un hospital psiquiátrico.
»“Te conozco desde hace tiempo, les he dicho que tú nunca harías una cosa así”, me dijo la mujer. “Pero, al parecer, los padres de la niña están convencidos de ello y van contándolo. Según dicen, a raíz de tu intento de abuso, te han hecho investigar y han descubierto que has estado ingresada en un hospital psiquiátrico.”
»Una amiga me contó que el día del incidente la chica volvió de clase de piano con la cara bañada por las lágrimas y su madre le preguntó qué había sucedido. Tenía la cara hinchada, del labio partido manaba sangre, llevaba los botones de la blusa arrancados y la ropa interior desgarrada. ¿Puedes creerlo, Watanabe? Para que su historia fuera creíble, ella misma se lo había hecho todo. Se manchó la blusa de sangre, se arrancó los botones, se rasgó el encaje del sujetador, se enrojeció los ojos llorando a lágrima viva, se despeinó y, por fin, volvió a casa y soltó esa sarta de mentiras. Lo peor era que podía imaginármela. Pero no pude reprocharles a todos que le creyeran. Supongo que, de haberme encontrado en su situación, yo también le hubiera creído. Si aquella chica, hermosa como una muñeca y embustera como un demonio, se me hubiera sincerado entre sollozos diciendo: “¡Oh, no! No quiero hablar. ¡Me da tanta vergüenza!”, le hubiera creído a pie juntillas. Además, para empeorar las cosas todavía más, ¿acaso no era cierto que yo tenía un historial clínico en un hospital psiquiátrico? ¿No era cierto que la había abofeteado con todas mis fuerzas? ¿Quién iba a creerme? Sólo mi marido.
»Tras unos días de vacilación, me decidí a contárselo a mi marido, y él me creyó, por supuesto. Le expliqué lo que había sucedido: ella me había querido seducir y yo la había abofeteado. Omití, por supuesto, lo que yo había sentido. Esto no podía explicárselo. “No puede decirlo en serio. Iré a su casa y hablaré con los padres cara a cara”, dijo él enfurecido. “Tú estás casada conmigo. Tienes una hija. ¿A qué viene llamarte lesbiana? ¡Vaya estupidez!”
»Pero logré detenerle. Le supliqué que no fuera. Sólo conseguiría hacer más honda nuestra herida. Yo sabía que la niña estaba mal de la cabeza. En mi vida había visto a mucha gente enferma. Aquella chica estaba podrida por dentro. Si levantabas una capa de aquella hermosa piel, debajo no había más que podredumbre. Tal vez sea cruel decirlo, pero era cierto. Sin embargo, la gente no lo sabía y yo no tenía posibilidad alguna de vencer. Aquella niña llevaba largo tiempo manipulando a los adultos, y nosotros no teníamos nada a nuestro favor. ¿Quién podía creer que una niña de trece años había intentado inducir al lesbianismo a una mujer de treinta y uno? Por más que nos desgañitáramos, la gente siempre cree lo que le conviene. Cuanto más removiera las cosas, en peor situación me hallaría.
»Le propuse que nos mudáramos. “Es lo único que podemos hacer”, dije. “Si permanezco aquí más tiempo, la tensión será cada vez mayor y se me volverá a aflojar un tornillo de la cabeza. Estoy en una situación crítica. Vayámonos lejos, a un sitio donde no nos conozca nadie.” Pero mi marido no quiso marcharse. Él aún no comprendía la gravedad del asunto. Su trabajo era interesante; aquél era un mal momento para dejarlo todo. Por fin había podido comprar una casa —aunque fuera una pequeña vivienda prefabricada—, y nuestra hija se había adaptado al jardín de infancia. Me respondió: “¡Espera un momento! No podemos cambiar de casa así como así. Yo no puedo encontrar un trabajo de un día para otro, tendremos que vender la casa, buscar otra guardería para la niña. Por deprisa que vayamos, tardaremos como mínimo un par de meses”.
»“No puede ser. Si me quedo, me humillarán de tal forma que jamás podré volver a levantarme”, añadí. “No es una amenaza. Es la pura verdad. Lo noto.”
»Ya empezaban a zumbarme los oídos, tenía alucinaciones auditivas y padecía insomnio. Entonces él dijo que me fuera yo primero, que él se reuniría conmigo cuando lo hubiera arreglado todo.
»“¡No!”, le grité. “No me iré sola a ninguna parte. Si ahora me separo de ti, me romperé en pedazos. Te necesito. No me dejes sola.”
»Él me abrazó. Me dijo que resistiera. “Aguanta un poco más. En este tiempo lo solucionaré todo. Dejaré mi trabajo, venderé la casa, arreglaré lo de la guardería de la niña. Encontraré otro trabajo. Con un poco de suerte, podremos irnos a Australia. Espera un mes. Y después todo irá bien.” No pude objetar nada. Cuanto más hablaba, más sola me sentía. —Reiko suspiró, alzó la vista hacia la lámpara del techo—. No pude esperar un mes. Un día se me aflojó un tornillo. ¡Crac! Esta vez fue terrible. Tomé somníferos, abrí la llave del gas. Pero no logré matarme. Al abrir los ojos, me encontré en la cama de un hospital. Y éste fue el final. Unos meses después, cuando me hube calmado un poco y empecé a pensar con claridad, le pedí el divorcio a mi marido. “Es lo mejor para ti y para la niña”, le dije. Él me respondió que no tenía ninguna intención de divorciarse de mí.