»“Te pondrás bien. Empezaremos una nueva vida los tres juntos.”
»“Ya es tarde”, respondí. “Todo se terminó cuando me pediste que esperara un mes. Si realmente querías volver a empezar, no tenías que habérmelo pedido. Vayamos adónde vayamos, por más lejos que nos mudemos, volverá a sucederme lo mismo. Volveré a pedirte lo mismo y volveré a hacerte sufrir. No quiero que esto se repita nunca más.”
»Y nos divorciamos. Es decir, yo me divorcié de él a la fuerza. Él volvió a casarse hace dos años. Sigo pensando que fue lo mejor. En aquella época yo sabía que seguiría así de por vida y no quería encadenar a nadie a mi lado. No quería forzar a nadie a vivir temiendo que pudiera perder la razón en cualquier momento.
»Él había sido muy bueno conmigo. Era una persona honesta en quien podía confiar, fuerte y paciente. Fue el marido ideal. Hizo lo imposible por curarme, y yo, a mi vez, lo intenté por él y por la niña. Y creí que me había curado. Fui feliz durante los seis años que estuve casada. Él hizo que me sintiera bien en un noventa y nueve por ciento de mi ser. Pero el uno por ciento restante, este insignificante uno por ciento, enloqueció.
»Y, ¡crac!, todo lo que habíamos ido construyendo se derrumbó en un instante y quedó en nada. Por culpa de aquella chica. —Reiko reunió las colillas que había en el suelo con el pie y las metió dentro del tetrabrik—. Es una historia terrible. Luchamos tanto por ir construyendo tantas cosas… una tras otra… y todo se derrumbó en un santiamén. En un abrir y cerrar de ojos ya no quedaba nada. —Reiko se levantó y metió las manos en los bolsillos de los pantalones—. Volvamos a la habitación. Ya es tarde.
El cielo encapotado ocultaba la luna. Ahora percibí el olor a lluvia, mezclado con el aroma de las deliciosas uvas que Reiko llevaba en una bolsa.
—Por eso no puedo salir de aquí —añadió—. Me aterra conocer a gente diferente, tener experiencias nuevas.
—Te entiendo muy bien —comenté—. Sin embargo, lograrías salir adelante.
Reiko me sonrió, pero no dijo nada.
Naoko estaba sentada en el sofá leyendo un libro. Tenía las piernas cruzadas y mientras leía se presionaba la sien con un dedo. Igual que si tratara de tocar y memorizar cada una de las palabras que se le iban metiendo en la cabeza. Fuera caían chuzos de punta, que flotaban vacilantes alrededor de la luz de las farolas, como si fuera polvo fino. Tras la charla con Reiko, al mirar a Naoko me pareció que era mucho más joven.
—Perdón por llegar tan tarde —le dijo Reiko, y le acarició la cabeza.
—¿Os habéis divertido? —Naoko levantó la vista del libro.
—Por supuesto —respondió Reiko.
—¿Y qué habéis estado haciendo? —me preguntó Naoko.
—Cosas que no pueden contarse —bromeé. Naoko soltó una risita y dejó el libro. Luego los tres comimos las uvas mientras escuchábamos caer la lluvia.
—Lloviendo de esta forma, tengo la sensación de que sólo estamos nosotros tres en el mundo —comentó Naoko—. ¡Ojalá continúe lloviendo eternamente y nos quedemos así para siempre!
—Mientras vosotros retozáis, yo os abanicaré con uno de esos abanicos con mango largo como si fuera una estúpida esclava negra y tocaré música ambiental con mi guitarra —terció—. ¡No, gracias!
—No, mujer. Te lo prestaré de vez en cuando. —Naoko se rió.
—¡Ah, bueno! Entonces no está tan mal. ¡Que llueva, que llueva!
Siguió lloviendo. Se oían los truenos. Cuando acabamos de comer las uvas, Reiko encendió un cigarrillo, sacó la guitarra de debajo de la cama y empezó a tocar. Interpretó varias canciones:
Desafinado
y
Garota de Ipanema,
algunas piezas de Burt Bacharach y otras de Lennon y McCartney. Reiko y yo tomamos una copa de vino y, cuando se terminó, nos repartimos el brandy que quedaba en mi petaca. En aquella atmósfera agradable, charlamos de muchas cosas. También yo deseé que siguiera lloviendo eternamente.
—¿Volverás? —me preguntó Naoko mirándome fijamente a los ojos.
—Por supuesto que volveré —dije.
—¿Me escribirás?
—Todas las semanas.
—¿Y a mí? ¿También me escribirás alguna vez? —intervino Reiko.
—Con mucho gusto.
A las once Reiko bajó el respaldo del sofá, igual que hizo la noche anterior, y me montó la cama. Nos dimos las buenas noches, apagamos la luz y nos acostamos. Como no podía dormir, saqué de la mochila una lamparita de viaje y el ejemplar de
La montaña mágica
y me puse a leer. Poco antes de las dos, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Naoko, que se deslizó entre mis sábanas. Esta vez se trataba de la Naoko de siempre. Sus ojos no tenían la mirada perdida, sus movimientos eran vivos. Acercó su boca a mi oído y me susurró:
—No puedo dormir.
Le dije que a mí me ocurría lo mismo. Dejé el libro, apagué la lamparita, atraje a Naoko hacia mí y la besé. La oscuridad y el ruido de la lluvia nos envolvían.
—¿Y Reiko? —pregunté.
—No te preocupes. Duerme a pierna suelta. Ésa, una vez se ha dormido, no hay quien la despierte. ¿Vendrás a verme otra vez?
—Vendré.
—¿Aunque no pueda hacerte nada?
Asentí en la penumbra. Notaba la forma de los senos de Naoko contra mi pecho. Recorrí la silueta de su cuerpo con la palma de la mano, por encima de la bata. Llevé la mano de los hombros a la espalda y luego hasta la cadera, lo hice muchas veces, despacio, como si quisiera grabar en mi memoria las curvas de su cuerpo, la suavidad de su piel. Tras permanecer un rato abrazados, Naoko me besó cariñosamente en la frente y se escurrió fuera de la cama. La bata azul de Naoko tembló en la oscuridad con la ligereza de un pez.
—Adiós —me susurró.
Escuchando el ruido de la lluvia, me sumí en un dulce sueño.
A la mañana siguiente seguía lloviendo. A diferencia de la lluvia de la noche anterior, ésta era una lluvia fina de otoño. Se veía que estaba lloviendo por los círculos concéntricos en los charcos y por el gorgoteo de la lluvia que caía de los aleros. Cuando me desperté, al otro lado de la ventana una niebla blanca como la leche lo envolvía todo, pero, conforme el sol fue subiendo en el horizonte, la niebla fue barrida por el viento y reaparecieron los bosques y las montañas.
Igual que la mañana del día anterior, desayunamos los tres juntos, luego fuimos a cuidar las aves. Naoko y Reiko llevaban un chubasquero amarillo con capucha. Yo me puse una chaqueta impermeable encima del jersey. El aire era húmedo y frío. Las aves se habían acurrucado en el fondo del gallinero, pegadas las unas a las otras y en silencio, como si huyeran de la lluvia.
—En cuanto llueve hace frío, ¿verdad? —le comenté a Reiko.
—Cada vez que llueve va refrescando. Hasta que un día en vez de agua caiga nieve —dijo ella—. Las nubes que vienen del Mar de Japón dejan aquí toda la nieve.
—¿Qué hacéis con las aves en invierno?
—¿Tú qué crees? Las metemos dentro. No vaya a ser que, al llegar la primavera, tengamos que correr a desenterrar de la nieve a las pobres aves congeladas y debamos reanimarlas: «¡Pitas, pitas! ¡La comida!».
Tras empujar la tela metálica con la punta del dedo, el loro hizo batir las alas y chilló: «¡Vete a la mierda! ¡Gracias! ¡Loco!».
—A ése no me importaría —dijo Naoko con expresión sombría—. Me volveré loca escuchando lo mismo todas las mañanas.
Cuando terminamos de limpiar el gallinero, volvimos a la habitación e hice mi equipaje. Ellas se prepararon para ir a trabajar al campo. Salimos juntos del bloque y nos despedimos un poco más allá de la pista de tenis. Ellas torcieron hacia la derecha, y yo seguí en línea recta. Nos dijimos adiós. Les prometí que iría a visitarlas pronto. Naoko esbozó una sonrisa y luego dobló una esquina y desapareció.
Antes de llegar al portal, me crucé con varias personas. Todas llevaban el mismo chubasquero amarillo que Naoko y Reiko, con la capucha bien calada en la cabeza. Gracias a la lluvia, todos los colores eran vivos y nítidos. La tierra era negrísima; las ramas de los pinos, de un verde brillante; las personas enfundadas en los impermeables amarillos parecían espíritus a quienes se les permitiera vagar por el mundo en las mañanas de lluvia. Se desplazaban por la faz de la Tierra en silencio cargando bolsas con aperos de labranza y canastos.
El guarda de la entrada se acordaba de cómo me llamaba, y al salir puso una señal junto a mi nombre en el registro de visitas.
—Veo que vive en Tokio —comentó el anciano al ver mi dirección—. He estado en Tokio una sola vez. Allí la carne de cerdo es muy buena.
—¿Ah, sí? —repuse sin saber muy bien qué responderle.
—La mayoría de cosas que comí en Tokio no valían gran cosa, pero el cerdo sí. El cerdo estaba delicioso. Deben de criarlos de una manera especial, ¿verdad?
Reconocí que no lo sabía. De hecho, era la primera vez en mi vida que oía decir que el cerdo de Tokio era delicioso.
—¿Cuándo fue usted a Tokio? —le pregunté.
—¿Cuándo debió de ser? —El hombre inclinó la cabeza en un gesto dubitativo—. Sería en la época en que se casó Su Alteza el Príncipe Heredero. Mi hijo se encontraba en la ciudad y me dijo que tenía que ir, aunque fuera una sola vez. Sí, fue entonces.
—¡Ah! Seguro que en aquella época la carne de cerdo era deliciosa —comenté.
—¿Y ahora no lo es?
Le respondí que no estaba seguro, que jamás había oído decir que la carne de cerdo de Tokio fuera especialmente buena. Al oírme, el anciano pareció decepcionado. Iba a añadir algo, pero corté la conversación aduciendo que tenía que tomar el autobús y eché a andar hacia el sendero. En el camino que bordeaba el río aún quedaban, a trechos, unos jirones de niebla, que, barridos por el viento, vagaban por la ladera de la montaña. Me detuve muchas veces y me volví, suspirando. Tenía la sensación de haber llegado a un planeta con una gravedad distinta. «¡Ah, claro! Vuelvo a estar en el mundo exterior», y me entristecí.
Llegué a la residencia a las cuatro y media, dejé el equipaje en mi habitación, me cambié de ropa y me dirigí a la tienda de discos de Shinjuku, donde trabajaba. Desde las seis hasta las diez y media, vigilé la tienda y vendí algunos discos. Mientras, estuve contemplando a la gente que pasaba por delante de la tienda: familias, parejas, borrachos, miembros de las bandas
yakuza,
jovencitas vestidas con minifalda, hombres barbudos al estilo hippy, chicas de alterne, individuos difíciles de catalogar… Todos iban desfilando, uno tras otro, por la calle. Cuando ponía un disco de rock duro, varios hippies se reunían en la puerta de la tienda y bailaban, inhalaban disolvente o se sentaban en la acera. Cuando ponía un disco de Tony Bennett, desaparecían todos.
Al lado había una tienda donde unos hombres de mediana edad y ojos somnolientos vendían unos estrafalarios juguetes sexuales. No había, en aquella tienda, un solo trasto que yo pudiera imaginar para qué servía, pero el negocio parecía próspero. En el callejón de enfrente de la tienda, unos estudiantes que habían bebido demasiado estaban vomitando. En el casino, al otro lado, el cocinero de un restaurante del barrio mataba el tiempo jugándose el dinero al bingo. Un vagabundo con la cara sucia estaba acurrucado, completamente inmóvil, bajo el alero de una tienda cerrada. Una chica con los labios pintados de color rosa, que la miraras por donde la miraras no aparentaba más de trece años, entró en la tienda y me pidió que le pusiera
Jumpin’ Jack Flash,
de los Rolling Stones. Empezó a bailar meneando las caderas y marcando el ritmo con los chasquidos de los dedos. Luego me pidió un cigarrillo. Le di un Lark del paquete del encargado. Fumó con deleite y, cuando se acabó el disco, salió de la tienda sin darme siquiera las gracias. Cada quince minutos se oía la sirena de una ambulancia o de un coche patrulla. Tres oficinistas vestidos con traje y corbata, a cual más borracho, gritaban «¡Chochete! ¡Chochete!» a una chica bonita de pelo largo que estaba llamando por teléfono en una cabina. Los tres se reían la gracia mutuamente.
Ante este panorama, empecé a sentirme cada vez más confuso y a no entender nada. ¿Qué diablos era aquello? ¿Qué sentido tenía?
Cuando el encargado volvió de almorzar, me dijo:
—Watanabe, anteanoche me tiré a la chica de la boutique.
Hacía tiempo que le había echado el ojo a una dependienta de una boutique de allí cerca y de vez en cuando le regalaba algún disco de la tienda. Cuando le respondí «¡Que bien!», me lo contó con todo lujo de detalles.
—Si quieres acostarte con una mujer —me explicó con aires de suficiencia—, primero y principal, le regalas algo, segundo y principal, le haces beber una copa tras otra, o sea, la emborrachas. Una tras otra. Eso es lo principal, ¿entendido? Y entonces ya está lista. Fácil, ¿no?
Sujetándome la confusa cabeza entre mis manos, subí al tren y volví a la residencia. Cuando, tras correr las cortinas y apagar la luz, me tendí en la cama, me asaltó la sensación de que Naoko iba a deslizarse a mi lado de un momento a otro. Al cerrar los ojos, noté la suave turgencia de sus senos contra mi pecho, oí sus susurros, pude sentir en mis manos las formas de su cuerpo. Regresé en la penumbra al pequeño mundo de Naoko. Olí el prado, oí el ruido de la lluvia. Pensé en el cuerpo desnudo de Naoko que había visto bañado por la luz de la luna y evoqué las escenas en que su suave y hermoso cuerpo enfundado en el chubasquero amarillo limpiaba el gallinero o hablaba del trabajo del campo. Acaricié mi pene erecto y eyaculé pensando en ella. Después me pareció que la cabeza se me había despejado, pero, con todo, el sueño no se apoderaba de mí. Estaba cansado, necesitaba dormir, pero no lograba conciliar el sueño.
Me levanté, me planté junto a la ventana y me quedé mirando, distraído, el podio donde izaban la bandera nacional. El poste blanco, sin la bandera, parecía un hueso gigantesco incrustado en la oscura noche. «¿Qué debe de estar haciendo Naoko en estos momentos?», me pregunté. Durmiendo, por supuesto. Debía de estar profundamente dormida, arropada por las tinieblas de su pequeño y extraño mundo. Recé para que no tuviera sueños amargos.
A la mañana del día siguiente, jueves, tuve clase de educación física. En la piscina hice varios largos de cincuenta metros. Gracias al duro ejercicio, me quedé como nuevo y se me despertó el apetito. Devoré un copioso almuerzo en un establecimiento donde servían menús. Después, cuando me encaminaba a la biblioteca de la facultad de literatura para hacer unas consultas, me encontré a Midori Kobayashi. Iba acompañada de una chica bajita y con gafas. En cuanto me vio, fue a mi encuentro.