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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (9 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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Las salmodias de súplica lo bañaron y reverberaron en sus huesos. No se parecía a nada que hubiese experimentado antes, y le causó una sensación embriagadora. «¿Es esto lo que se siente cuando lo adoran a uno?», pensó.

Era algo que podía llegar a gustarle.

Nagaira continuó bajando los escalones y arrastró a Malus consigo. Al pie de la escalera los aguardaba otra figura: un druchii ataviado con un ropón de piel humana recién desollada en el que aún brillaba la sangre. La superficie del ropón estaba tatuada con intrincadas runas y dibujos de espirales, y un incensario del que manaba el humo de un almizcle penetrante colgaba de una cadena de oro en torno al cuello de la figura. En lugar de máscara, llevaba el cráneo de un gran macho cabrío de montaña, cuyo largo hocico óseo descendía muy por debajo de la altura de los hombros, con largos cuernos curvos que brillaban como teca pulimentada en la luz artificial. El cráneo tenía símbolos pintados, y las tatuadas manos de la figura sostenían una copa llena hasta el borde de un espeso fluido rojo del que ascendía vapor.

Irradiaba una palpable aura de poder y autoridad, ante la que incluso Nagaira parecía mostrar deferencia. Malus contempló a la figura con precaución. «Esto no es una mera orgía empapada en vino —pensó—. ¿A qué me has arrastrado esta vez, hermana?»

Cuando se aproximaron, la figura alzó la copa y se la ofreció a Malus. Nagaira lo condujo hasta la copa y habló con la voz impostada, para que llegara a todos los rincones de la caverna.

—¡El príncipe de la fiesta ha llegado! ¡La copa está ante él! —Se volvió a mirar a Malus. Su voz aún sonó clara e impostada, pero las palabras fueron directamente dirigidas a él—. Úngete con el néctar del deseo e inflama el hambre de tu corazón. ¡Bebe hasta el fondo!

—¡Bebe hasta el fondo! —entonaron las figuras enmascaradas, cuyas voces temblaban de expectación.

—Sí, bebe —susurró Tz'arkan.

¿Temblaba también la voz del demonio?

Malus se movió lentamente, como en sueños, extendió un brazo y cogió la copa de manos de la figura. Era más pesada de lo que había imaginado, y la alzó con cuidado; por alguna razón, le daba miedo derramar el espeso líquido que se movía dentro. Se la llevó a los labios y bebió.

La boca se le llenó de sangre caliente, amarga y salada. Se deslizó como aceite por su lengua, le bajó por la garganta y lo inundó de hambre. No eran sólo sus deseos, sino los apetitos de todos y cada uno de los suplicantes que habían vertido una parte de su sangre dentro de la copa. Si cerraba los ojos casi podía verlos mentalmente, saborear el placer de todos ellos cuando saciaban la terrible hambre.

Carne. Comida. Vino. Todos los apetitos, cada centelleante sabor, reverberaban a través de él en olas de calor y frío. Su cuerpo se estremeció, y los suplicantes rugieron.

—¡Slaanesh! ¡Ha llegado! ¡El Príncipe del Placer ha llegado!

La conciencia de Malus temblaba como una hoja de árbol en un torbellino. ¡Slaanesh! La mente de Malus giraba. «Nagaira, muchacha estúpida, ¿qué has hecho?»

Nagaira extendió un brazo y le quitó la copa. Le sorprendió darse cuenta de que, una vez que había comenzado a beber, no había parado hasta vaciarla. Regueros de sangre ungida le corrían por el mentón y manchaban la parte delantera del kheitan. Ella alzó la copa en alto, y los exaltados suplicantes guardaron silencio.

—¡El príncipe de la fiesta ha bebido hasta el fondo y ha aceptado la bendición de Slaanesh! ¡Ofreceos a él! ¡Bebed profundamente de vuestros deseos y alabad al Príncipe del Placer! ¡Rendid culto ante el trono de la carne!

Los suplicantes rugieron con una sola voz.

—¡Slaanesh!

El nombre del Dios Maligno resonó en la caverna hasta que el aire mismo pareció solidificarse con una presencia impía.

Dentro de Malus, pareció que el demonio se hinchaba hasta colmarlo de la cabeza a los pies, como si el noble fuese una piel que se le ajustara mal. Extraía fuerzas de los gritos de éxtasis de los suplicantes, como si reclamara para sí una parte de la devoción de los adoradores.

En ese momento, Malus Darkblade se sintió como un dios.

Nagaira se apretó contra él, y el calor del cuerpo casi desnudo atravesó el ropón de seda de Malus. Ella señaló los lustrosos cuerpos que había más allá de los suplicantes.

—He ahí tu festín —susurró con voz enronquecida—. Todo esto ha sido preparado en tu honor, tú, el que ha estado ante el Bebedor de Mundos. Y eso no es más que una degustación de los dones que te esperan.

Extendió un brazo y lo empujó hacia adelante. La figura de cabeza de macho cabrío se apartó a un lado y los círculos de suplicantes se separaron ante él. Avanzó en solitario, y mientras pasaba por cada círculo de adoradores, sentía que sus manos lo acariciaban, lo tocaban, lo agarraban con deseo. Malus caminaba entre ellos como un rey, un dios, y se sentía rodeado por la devoción de todos ellos como si fuera una capa de seda.

Durante toda su vida no había conocido nada más que el odio, que lo había alimentado como un vino amargo. Entonces saboreaba el poder absoluto, y supo que haría cualquier cosa para conservarlo.

No bastaría con ver a sus hermanos y hermanas destruidos y a su padre quebrantado bajo su mano. No sería suficiente con llevar la armadura del vaulkhar e ir a la guerra en nombre del Rey Brujo. Ninguna cantidad de oro y esclavos, ningún encumbrado título ni terrible autoridad serían jamás suficientes para él. Quizá el mundo entero no bastara para saciar el hambre que entonces hervía en su interior.

Pero, de todos modos, lo devoraría.

Una risa atronadora le inundó los oídos: ebria, lasciva y triunfante. No estaba seguro de si era la suya o la del demonio, pero a Malus no le importaba lo más mínimo mientras se solazaba con las exquisiteces que el Príncipe del Placer había puesto ante él.

Malus yacía desnudo sobre un lecho de cuerpos gimientes. Tenía la piel caliente y cubierta de regueros de sudor y sangre. El pelo estaba sucio y húmedo de vino y otros fluidos, y sus nervios vibraban por los efectos del humo de las drogas y los deseos saciados. El aire se estremecía de alivio: susurros, gemidos, alaridos y crueles carcajadas se mezclaban todos en una tormenta de devoción sibarita. Cada inspiración le llenaba los pulmones de un espeso aroma a drogas, sangre, sexo y vino. Era el sabor del éxtasis, y al noble le sorprendió descubrir que le agudizaba la mente como nada antes.

Comprendía, entre otras cosas, por qué el Rey Brujo había prohibido el culto de Slaanesh entre los druchii. La fría doctrina de Khaine era una cosa, ya que el odio daba forma al alma y la afilaba como una espada, y como una espada podía ser esgrimida contra los enemigos del Estado. Pero el deseo era una cosa por completo diferente. No tenía límites ni podía dársele una forma conveniente para los caprichos del rey. El hambre no sentía respeto ninguno por los estados ni las fronteras; existía para consumirlo todo a su paso. Semejante hambre, cuando se la dirigía contra el rey en su trono, era algo verdaderamente peligroso.

Aunque las leyendas afirmaban que, en el pasado, el Príncipe del Placer había sido el centro de adoración de los habitantes de la perdida Nagarythe, el Rey Brujo había asesinado a los sacerdotes y sacerdotisas de Slaanesh cuando los druchii llegaron a Naggaroth, y había puesto, en su lugar, al Señor del Asesinato. Aunque se decía que los cultos a Slaanesh perduraban en las grandes ciudades de la Tierra Fría, los agentes del Rey Brujo los perseguían implacablemente, ejecutaban a todos los adoradores que encontraban y esclavizaban a sus familias. El pensamiento de que un cáncer semejante permaneciera invisible dentro de la casa del propio vaulkhar hizo aflorar una cruel sonrisa a los labios de Malus.

Por supuesto, Nagaira sólo le había confiado ese conocimiento porque entonces también él estaba contaminado. Si el culto era descubierto, Malekith no haría ninguna distinción entre los miembros de la familia: comenzaría por Lurhan y acabaría con todo el linaje. La pregunta era por qué se lo había confiado. Estaba claro que su hermana formaba parte del culto desde hacía algún tiempo; sin duda, gozaba de un rango considerable entre los miembros del mismo. Sin embargo, antes de ese momento se había mostrado muy circunspecta. Si hubiera querido iniciarlo antes en el culto, le habría resultado fácil. Malus era brutalmente honrado consigo mismo y reconocía que la degustación de deseo que había experimentado esa noche lo marcaría para siempre. De hecho, de no ser por el dominio que el condenado demonio ejercía sobre él, tenía pocas dudas de que se hubiera unido al culto de buena gana, para luego intentar manipularlo en su propio beneficio.

Irónicamente, estaba seguro de que Tz'arkan era la razón por la que el culto deseaba contar con él.

De manera vaga, percibió la presencia de otros druchii que lo rodeaban. Se movió ligeramente y miró alrededor con los ojos entornados. Una media docena de suplicantes se le acercaron con una mezcla de deferencia y miedo. Malus recordaba muy poco de las últimas horas pasadas, que habían sido una tormenta de glotonería, rapiña y asesinato. Por muy prodigiosos que fueran sus propios apetitos aumentados por la magia, también sabía que el demonio lo había impelido a profundidades de depravación aún más grandes. Los suplicantes se comportaban como si él fuese Slaanesh encarnado, y dedujo que probablemente se había aproximado al Príncipe del Placer más que cualquier otro caso que los adoradores hubiesen visto jamás.

Una de las suplicantes se inclinó ante él. Estaba completamente desnuda salvo por la máscara, y tenía la pálida piel salpicada de manchas de sangre y vómito secos. Al igual que en el caso de Malus, su negro cabello estaba sucio a consecuencia de sus excesos.

—¿Es dulce el vino, príncipe mío? ¿La carne es tierna y deliciosa? ¿Son melodiosos los gritos? ¿Este espléndido banquete ha saciado tus deseos?

Él la miró y sonrió. Una parte de él deseaba cogerla, pero su cuerpo se negaba a moverse.

—No —dijo al fin—. Aún tengo hambre.

Una ola de reverente aprobación recorrió a los suplicantes.

—Ciertamente, has sido bendecido más que todos los otros, gran príncipe —dijo otro druchii enmascarado, varón por el sonido de la voz—. Todos nos hemos maravillado ante tu hambre, la sublime rapacidad de tus deseos carnales. Ciertamente, estás señalado por el Bebedor de Mundos, y nosotros hemos sido bendecidos con tu presencia.

Un tercero, un hombre cubierto por decenas de tajos sangrantes, abrió las manos manchadas de rojo en un gesto implorante.

—Lamentamos que nuestra ofrenda sea tan magra, gran príncipe —dijo—. En la ciudad hay aún menos iniciados que en cualquier otra parte del territorio. Bueno, baste decir que aquí somos pocos, pero los que hacemos honor a las antiguas creencias somos verdaderamente poderosos.

Malus estudió pensativamente al hombre. Todos hablaban con acentos nobles, y aunque las máscaras distorsionaban un poco las voces, le pareció que algunas le resultaban familiares.

No le cabía ninguna duda de que algunos de los suplicantes eran vástagos de las familias de más alta condición de la ciudad. Nagaira recibía una generosa pensión de Lurhan, que era el segundo hombre más poderoso de Hag Graef, pero ni siquiera ella podría haber hecho frente al enorme coste de una fiesta como ésa.

—Sólo las casas más antiguas y orgullosas de la ciudad se atreverían a mantener las costumbres de la perdida Nagarythe —declaró Malus con cuidado—. Es un honor haber sido huésped de una compañía tan distinguida.

El druchii sangrante inclinó cortésmente la cabeza.

—No debes considerarte un huésped, gran príncipe. El viaje que hiciste al norte te ha transformado. Todos hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo has sido señalado por el Bebedor de Mundos. En realidad, ocuparías un lugar de gran preeminencia entre nosotros... si quisieras desempeñar un papel dentro de nuestro magro culto.

—No es poca cosa ponerse en contra de las leyes del Rey Brujo —replicó Malus.

Para su sorpresa, el hombre asintió de inmediato con la cabeza.

—El poder de Malekith es enorme y terrible —convino el suplicante—. Y su voluntad es la ley de nuestro territorio. Pero servimos a un poder mucho más grandioso, ¿no es cierto? ¿Acaso Malekith no muestra deferencia hacia los sacerdotes del templo de Khaine?

«Sí —pensó Malus —, pero ellos sirven a sus intereses. Este culto es una amenaza.»

—Por supuesto que tienes razón —replicó con tranquilidad—. Pero eso no disminuye el riesgo.

La mujer druchii se arrodilló a sus pies.

—Hace siglos que adoramos en secreto al Príncipe del Placer —declaró con orgullo—. Aunque somos pocos, nos protegemos unos a otros.

—En efecto —asintió el suplicante varón—. Y nos ocupamos de nuestros compañeros de fe. Todos somos uno solo en el crisol del deseo. Sería un gran pecado dejar sin satisfacer los apetitos de un verdadero creyente.

Lo que implicaban las palabras del noble despertó la ambición en el corazón de Malus.

—Ten cuidado, hermano —dijo con tono amistoso—. Ya has visto por ti mismo que mis apetitos son realmente considerables.

Esto provocó una respetuosa risa entre dientes de los suplicantes.

—Muy cierto, pero también esperamos que puedas darnos mucho a cambio.

«¡Ah, pero ¿qué queréis de mí? —pensó Malus—. ¿Qué es Tz'arkan para vosotros, y cómo sabéis de su existencia? Más aún, ¿qué más sabéis de él que yo ignoro?»

Por primera vez, pensó que quizá los actos de Nagaira eran infinitamente más astutos de lo que él había pensado. ¿Cuáles eran las probabilidades de que un templo oculto en el norte albergara, casualmente, a un demonio al que su culto tenía en gran estima? ¿Era posible que todo lo que le había sucedido desde que había regresado de la incursión esclavista hubiese formado parte de un elaborado plan para contactar con un protector del culto?

«¡Ah, hermana!, continúo subestimándote —pensó—. Eres mucho más peligrosa de lo que pensaba.»

Sí, tenía sentido, en efecto. La pregunta era: ¿cómo podía aprovecharlo en su propio beneficio?

6. Leyendas y mentiras

Malus estudió pensativamente a los suplicantes.

—¿Cómo puede servir al Príncipe del Placer un humilde hijo del vaulkhar?

El druchii ensangrentado le tendió una mano manchada de rojo.

—Eso no puedo decírtelo yo, gran príncipe. Son asuntos que tenéis que hablar tú y el hierofante, y él aguarda el placer de tu compañía.

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