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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (11 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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Vio otra negra torre en forma de aguja que se alzaba contra el cielo de la noche: su torre, una de las varias que el drachau había concedido a Lurhan y su familia. Un estrecho puente unía la torre de Nagaira y la suya; era un recorrido traicionero debido a los vientos de las alturas, pero si Malus lo hubiese deseado, podría haberse hallado dentro de la relativa seguridad de sus propios aposentos en poco tiempo.

Para hacerlo, no obstante, también tendría que enfrentarse con la intrincada serie de runas que rodeaban la alta puerta arqueada del puente. No tenía ni idea de cómo funcionaban las defensas mágicas de Nagaira, pero calculaba que, como mínimo, sería alertada de inmediato si él intentaba atravesar uno de los umbrales protegidos de la torre.

El noble alzó el globo de luz bruja al nivel de los ojos, contó hasta tres y luego volvió a bajarlo. Pasados otros tres segundos, repitió el proceso, y después hizo una pausa, mientras sus ojos se esforzaban por penetrar la oscuridad que precedía al alba.

Los momentos se sucedieron unos a otros, hasta que Malus sintió que se le estaba agotando la paciencia. Entonces, sus ojos detectaron un leve movimiento sobre la estrecha extensión. Una figura veloz se movía como agua oscura por el puente, y se mantenía agachada para evitar que la silueteara la luz de las estrellas.

Malus observó a la figura hasta que llegó a su extremo del puente y levantó la cabeza encapuchada para mirar a través de la saetera. No tenía necesidad de ver la cara del druchii para saber que se trataba de Arleth Vann. El susurro del asesino le llegó con claridad, a pesar del viento que silbaba por el puente.

—Tengo el paquete, mi señor. Todo está a punto.

Una vez que quedó claro que Malus tendría que permanecer en la torre de Nagaira sin el apoyo de sus guardias, durante una de sus infrecuentes reuniones, él se había afanado por establecer un plan de contingencia por si acaso necesitaba escapar.

—Dámelo —le susurró a Arleth Vann, al mismo tiempo que tendía las manos.

Un brazo del asesino surgió de debajo de la capa; sostenía un estrecho paquete cuadrado en forma de gancho. Con una flexión rápida y seca de muñeca, el guardia lo lanzó como si arrojara una daga, para que atravesara el espacio que los separaba y cruzara la saetera. Aunque estaba preparado, la rapidez del lanzamiento cogió a Malus por sorpresa, y el paquete le dio un fuerte golpe en el pecho. Manoteó durante unos segundos y finalmente lo cogió con ambas manos. Era de tela oscura y estaba atado con una cuerda, que cortó con la daga. Luego devolvió la atención a Arleth Vann.

—Todavía no voy a salir —susurró—, pero lo haré pronto. ¿Cómo va la restauración?

—Va bien —replicó el guardia—. Silar lo tiene todo controlado. Él y Dolthaic han contratado mercenarios para defender la torre hasta que escojas nuevos guardias. Hemos traído tu montura de vuelta a los establos, y está casi completamente curada.

Malus asintió con la cabeza.

—Bien hecho. Ahora regresa y duerme un poco. Pero mantened la misma vigilia; probablemente saldré en los próximos dos días, más o menos a esta hora.

La cabeza encapuchada asintió.

—Sí, mi señor —susurró, y después se marchó como una sombra que pasara ante la luna.

Malus devolvió el globo de luz bruja al tedero y ocultó el paquete bajo los pliegues del ropón. Los hombres de la sala de guardia seguían roncando cuando subió la escalera y se escabulló por la puerta. En el siguiente descansillo, el guardia lo observó con tranquilidad y lo dejó entrar en los aposentos de su señora con un deferente asentimiento de cabeza.

Una vez que dejó atrás al guardia, Malus sacó el paquete y lo desenvolvió. La tela negra ocultaba una caja hecha de madera fina. Dentro había una pequeña ballesta desmontada, cinco flechas envenenadas, un juego de ganzúas que apenas sabía cómo usar y, lo más importante de todo, un envoltorio más pequeño, del tamaño de la palma de una de sus manos. Sacó el envoltorio de la caja y volvió a meter el resto dentro del ropón, para luego desenvolver la única llave que realmente necesitaba para escapar de las manos de Nagaira.

El paño contenía un pesado amuleto octogonal unido a una larga cadena. La superficie del amuleto estaba cubierta de intrincadas runas que a Malus le habría resultado muy difícil describir, y más aún entender. Lo que sabía era que el
Octágono de Praan
era una potente reliquia mágica, capaz de absorber cualquier magia lanzada hacia quien lo llevara, por poderosa que fuese. Desde que había huido del campamento de la manada de hombres bestia de Kul Hadar, el octágono había quedado en el fondo de una alforja que colgaba de la silla de montar de
Rencor
, por lo que había pasado inadvertido a aliados y rivales hasta que Malus había instruido a Arleth Vann para que lo buscara y se lo llevara.

Malus se pasó la cadena por encima de la cabeza y dejó que el frío peso del octágono descansara sobre su pecho. Estaba seguro de que derrotaría cualquier defensa mágica de la torre que se dirigiera contra él, pero ¿qué sucedería con las simples alarmas que podrían activarse con su mera presencia? No tenía respuesta para ello, y la idea le daba dentera.

«Hay una sola manera de averiguarlo con certeza», pensó, decidido, y comenzó a subir por la escalera.

La última vez que había visitado el sanctasanctórum de Nagaira había habido guardias en el exterior. Esperaba que, con la señora en cama, los guardias estarían en otra parte. Malus giró en la esquina de la escalera de caracol, con una excusa poco convincente preparada para el caso de que le dieran el alto, y encontró desierto el pequeño descansillo. Un par de altas puertas dobles permanecían cerradas, y en la superficie brillaban dibujos de relumbrantes runas verdes. Otras runas recorrían la arqueada jamba hasta llegar al estilizado grabado de una mantícora, que sonreía burlonamente desde la llave del arco de la puerta.

Malus tragó con nerviosismo, contento de que no hubiera nadie cerca que pudiera ser testigo de su aprensión. Después de las cosas que había visto durante la incursión en la torre de su hermano Urial —también una especie de brujo—, tenía una ligera idea de la clase de poder que contenía ese tipo de defensas. «El medallón me protegerá. Me protegerá.»

Posó una mano sobre el cerrojo. El metal estaba frío y se produjo una extraña vibración que agitó la superficie de las relumbrantes runas, como si hubiese metido la mano en un charco en el que se reflejara la luz.

Malus se preparó, hizo bajar el cerrojo, tiró de la puerta para abrirla y entró apresuradamente. Tuvo una leve sensación aceitosa al atravesar el umbral, pero nada más. Dejó escapar un rápido suspiro de alivio y cerró la puerta.

El sanctasanctórum estaba débilmente iluminado por luz bruja amortecida que sumía gran parte de la habitación en profundas sombras. Las habitaciones que ocupaba el sanctasanctórum se hallaban en la parte superior de la torre y eran, consecuentemente, las más pequeñas. Un hogar circular de piedra, entonces apagado, ocupaba el centro de la habitación, rodeado por dos mullidos divanes y varias mesas bajas. Las mesas, al igual que todos los otros bancos, estantes, nichos y pedestales, estaban cubiertas por pilas de rollos de pergamino, libros y otra parafernalia. Las librerías llenaban todas las paredes, y crujían bajo el peso de grimorios y polvorientos volúmenes. Al otro lado de la sala, Malus vio una escalerilla corta que ascendía hasta el piso de arriba. Nunca había subido allí, pero al pensar en ello recordó que, en una ocasión, Nagaira había mencionado que allí no había nada más que pilas de pergaminos y libros.

Por primera vez, Malus recorrió la habitación con la mirada y abarcó la descomunal cantidad de conocimiento contenido en ella. Cientos, quizá miles de obras, y ni una sola colocada según algo parecido a un orden lógico.

Se había equivocado por completo. Atravesar las mortíferas defensas mágicas no era la parte más difícil del plan. Lo era encontrar el libro que necesitaba en aquel laberinto de papeles. Y sólo le quedaban unas pocas horas antes del amanecer, cuando los esclavos de la casa comenzarían a recorrer los pasillos una vez más.

Al hierofante se le había escapado el nombre de un libro:
El tomo de Ak'zhaal
. Si eso no había sido una mera jactancia vacua del sumo sacerdote, el libro contenía detalles referentes a Tz'arkan. En alguna parte, entre sus páginas, tal vez se mencionaría también el lugar de descanso del ídolo de Kolkuth. Y aparte de la biblioteca del convento de la ciudad, no se le ocurría un sitio mejor que ése.

—Pero ¿dónde está
El tomo de Ak'zhaal
? —murmuró Malus para sí mismo—. Madre bendita, ¿y si ni siquiera está escrito en druchast?

El noble hizo una mueca que dejó los dientes al descubierto ante el pensamiento de que el conocimiento que buscaba pudiera estar bajo sus propias narices, oculto tras la escritura ilegible de algún mago demente.

El demonio se removió, y su risa entre dientes resonó dentro del cráneo de Malus. Tz'arkan había permanecido quieto desde el loco festín de la celebración, y su repentina voz hizo que el noble diera un respingo.

—¡Druchii impetuoso! ¿Justo ahora se te ocurre pensar en esas cosas? ¿Suponías que los brujos de la antigüedad escribían sus secretos en vuestro infantil alfabeto?

—¿Cómo iba a saberlo? Un conjunto de garrapatos es tan bueno como otro, ¿no es así?

—No, no es así.

—Hablas como si supieras muchos idiomas, demonio.

—Por supuesto. Conozco cada idioma hablado y escrito que ha producido este lastimoso mundo. De hecho, intervine en la creación...

—Excelente. En ese caso, puedes traducirme esas escrituras, ¿verdad?

Por un momento, el demonio no respondió.

—Sí, supongo —replicó, malhumorado.

—Bien —dijo Malus mientras miraba la librería más cercana—. Porque disponemos de muy poco tiempo para la lectura que tenemos por delante.

7. El altar de los perdidos

Habían dedicado casi dos horas a revisar un tercio de los libros contenidos en la sala principal, por no hablar de las pilas de volúmenes que se guardaban en la de arriba. Malus se había esforzado por mantener a raya la frustración: si él y Tz'arkan realmente formaban parte de las confabulaciones de Nagaira, los libros que ella había estado consultando se encontrarían a mano, en lugar de acumulando polvo en un remoto rincón del sanctasanctórum. El alba ya estaba próxima cuando Malus casi tropezó con
El tomo de Ak'zhaal
. Cuando se precipitaba hacia la siguiente librería, atisbo un gran libro encuadernado en cuero que estaba en el suelo, cerca de uno de los divanes, oculto debajo de una bandeja llena de trozos de queso viejo y migajas de pan. Las runas del lomo del libro no significaban nada para él, y sin embargo, cuando lo miró, tuvo la sensación de que una película de aceite se le deslizaba sobre los ojos y, por instinto, supo qué significaba la escritura antigua.

Aun así, la mayor parte del texto le resultaba indescifrable. Algunos fragmentos versaban sobre historia, y otros eran referencias a artes hechiceras que desconocía por completo. Malus recorrió con los ojos una página tras otra, ansioso de hallar referencias a Tz'arkan, pero se vio chasqueado una y otra vez. Pasada media hora se distrajo, y se encontró con que estaba atento por si oía que una mano accionaba el cerrojo de la puerta, preguntándose qué le diría al esclavo —o, peor aún, a su hermana— cuando lo descubriera.

Luego, tras haber pasado las páginas de dos tercios del libro, comenzaron a aparecer las referencias. Al principio, los comentarios eran de cosas que ya sabía: Tz'arkan era un poderoso demonio que había caminado por la tierra en tiempos de la Primera Guerra, muchos milenios antes, pero lo habían engañado y lo habían sometido al servicio de cinco poderosos brujos del Caos. Con el poder y conocimiento del demonio a su disposición, los brujos se habían convertido en temibles conquistadores que hacían retroceder a los enemigos. Al final, no obstante, los diabólicos dones del demonio habían acabado siendo la perdición de los brujos, que, uno a uno, habían sido hechos pedazos por rivales enloquecidos por la codicia y la sed de sangre, o consumidos en conflagraciones mágicas demasiado poderosas para que ellos pudieran contenerlas.

Según el libro, el brujo Eradorius tenía el control del enigmático Idolo de Kolkuth, que ya en aquella época antigua era una reliquia de tiempos perdidos. Eradorius fue el primero en percibir el peligro de los dones del demonio y, como resultado, murió antes que los otros. Rodeado de tenientes traidores que ansiaban su poder, y temeroso de que sus compañeros brujos conspiraran para asesinarlo, Eradorius huyó de su enorme palacio y de sus legiones de soldados, y buscó refugio en una pequeña isla de los mares septentrionales, azotados por tempestades. Allí esperaba burlar la venganza del demonio al huir a un santuario que ningún enemigo —mortal ni demoníaco— podía expugnar.

El noble inspiró bruscamente y devolvió la atención al gran libro que descansaba, abierto, sobre la mesa baja que había junto al diván. Volvió cuidadosamente las páginas con las yemas de dos dedos y reparó, con alarma, en que el viejo pergamino crujía bajo su contacto.

En la Era de Ceniza y Carmesí, el brujo Eradorius, conocido por los hijos de Aenarion como uno de los terribles Señores de la Piedra Negra, abandonó el confinamiento de su ciudadela de Harash-Kam y viajó sobre los vientos cargados de ceniza como un gran wyrm. La oscuridad y el terror lo seguían, y los secuaces menores de los Poderes de Destrucción lanzaban lamentos y maldiciones cuando él pasaba.

El brujo viajó por los cielos durante siete días con sus noches, hasta que los mares color pizarra del norte se extendieron hasta donde llegaba la vista. Surcó el aire por encima de aquellas frías aguas violentas, hasta que, al fin, atisbo una rugosa silueta de piedra que se alzaba de las gélidas brumas: el islote llamado Morhaut, que en el idioma de los primeros hombres significaba «el altar de los perdidos».

Sobre esta encantada roca descendió el temido mago y extendió su mano como una garra para doblegar al islote maldito a su voluntad. Usó los secretos que le había entregado el Condenado y abrió profundos túneles en la roca, el aire y el paso de los años. Eradorius construyó una torre con poder y locura, que se alzaba hacia el cielo y penetraba en los mundos del más allá, hasta un lugar carente de paredes, corredores y puertas. Cavó en el lecho rocoso del mundo en busca del espacio vacío del otro lado, donde el demonio prisionero en la tierra no pudiera encontrarlo. Y allí desapareció del conocimiento de sus congéneres, escapó de las garras del Condenado y se perdió por todos los tiempos.

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