Había naufragios y naufragios, dijo el encargado, lo cual evidentemente era
au fait
.
Lo que él quería averiguar era por qué ese barco había ido a chocar contra el único escollo de la bahía de Galway cuando un tal señor Worthington o algo así puso en tela de juicio el proyecto del puerto de Galway, ¿eh? Pregúntenle a su capitán, les aconsejó, con cuánto le untó la mano el Gobierno Británico por su trabajo de ese día. El capitán John Lever, de la Lever Line.
—¿No tengo razón, patrón? —preguntó al marinero que volvía ya después de sus libaciones particulares y demás actividades.
Aquel digno hombre, cazando al vuelo la cola de la canción o de la letra, gruñó en lo que quería ser música, pero con ímpetu, una suerte de canturreo en segundas o terceras. Los agudos oídos del señor Bloom le oyeron entonces expectorar probablemente la mascada de tabaco (y así era), de modo que debía haberla alojado provisionalmente en el puño mientras que se ocupaba de las tareas de beber y hacer aguas y la había encontrado un tanto agriada después del fuego líquido aludido. En todo caso entró bamboleándose después de su feliz libación-cum-potación, introduciendo una atmósfera de taberna en la
soirée
, y aullando estrepitosamente como auténtico hijo de la mar:
—La galleta estaba dura como un mulo, la cecina tan salada como el culo de la mujer de Lot, ¡oh Johnny Lever, oh, oh Johnny Lever, oh! |
Tras de la cual efusión, el temible ejemplar volvió a entrar en escena como es debido, y, llegando otra vez a su asiento, se hundió más bien que se sentó pesadamente en el banco.
Desuellacabras, suponiendo que lo fuera, evidentemente con una cuenta que saldar, estaba poniendo de manifiesto sus agravios en una filípica tan esforzada como decaída en referencia a los recursos naturales, o algo parecido, de Irlanda, que él describía en su prolija disertación como el más rico de los países, sin exceptuar a ninguno, sobre la faz de toda la santa tierra, muy superior y por encima de Inglaterra, con carbón en grandes cantidades, seis millones de esterlinas de carne de cerdo exportadas al año, diez millones entre mantequilla y huevos, y todas las riquezas que le chupaba Inglaterra poniendo impuestos a los pobres que siempre pagaban a tocateja, y devorando la mejor carne en venta, y un montón más de exceso de vapor en la misma vena. En consecuencia la conversación se hizo general y todos estuvieron de acuerdo en que esa era la realidad. En la tierra de Irlanda se podía cultivar cualquier cosa del mundo, afirmó, y ahí en Cavan estaba el coronel Everard cultivando tabaco. ¿Dónde se podía encontrar nada semejante al tocino irlandés? Pero a la poderosa Inglaterra le estaba reservado, afirmó
in crescendo
con voz nada vacilante, un día de rendición de cuentas por sus delitos, a pesar del poderío de su metal. Habría una caída, la caída más grande de la historia. Los alemanes y los japonesitos iban a salirse con la suya, afirmó. Los bóers eran el principio del fin. La pretenciosa Inglaterra ya se estaba derrumbando y su ruina sería Irlanda, su talón de Aquiles, lo cual les explicó como el punto vulnerable de Aquiles, el héroe griego, un punto que sus oyentes captaron en seguida ya que él se hizo dueño de completo de su atención señalándoles el aludido tendón en la bota. Su consejo a todos los irlandeses era: quedaos en la tierra donde nacisteis y trabajad por Irlanda y vivid para Irlanda. Irlanda, ya dijo Parnell, no podía prescindir de uno solo de sus hijos.
Un silencio general señaló la terminación de su
finale
. El impertérrito navegante había oído esas terribles nuevas sin consternación.
—Se dice pronto, jefe —replicó ese diamante en bruto palpablemente un poco provocado en reacción a la precedente perogrullada.
A cuya ducha fría, aludiendo a la caída y esas cosas, el encargado asintió, ateniéndose no obstante a lo sustancial de su opinión.
—¿Cuáles son las mejores tropas en el ejército? —interrogó airadamente el encanecido veterano—. ¿Y los mejores en salto y carreras? ¿Y los mejores almirantes y generales que tenemos? Díganmelo.
—Los irlandeses, puestos a elegir —replicó el cochero parecido a Campbell, manchas faciales aparte.
—Eso es —corroboró el viejo lobo de mar—. El campesino católico irlandés. Él es la columna vertebral de nuestro imperio. ¿Conocen a Jem Mullins?
Aun respetándole sus opiniones personales, como a cada cual, el encargado añadió que no le importaba nada ningún imperio, el nuestro o el suyo, y consideraba que un irlandés que lo sirviera no merecía tal nombre. Entonces empezaron a cruzar unas pocas palabras irascibles, y la cosa se fue acalorando, ambos, ni que decir tiene, apelando a los oyentes, que seguían aquel paso de armas con interés en la medida en que no se entregaran a recriminaciones ni llegaran a las manos.
Por informaciones íntimas que se extendían a través de una serie de años, el señor Bloom más bien se inclinaba a tirar al cesto la sugerencia como absoluta majadería, pues, en tanto tuviera lugar aquella consumación, lo mismo si había de ser fervientemente deseada como si no, él tenía plena conciencia del hecho de que sus vecinos de al otro lado del Canal, a no ser que fueran mucho más estúpidos de lo que él suponía, más bien ocultaban su fuerza en vez de lo contrario. Ello estaba en concordancia con la quijotesca idea de ciertos círculos de que dentro de un centenar de millones de años el carbón de la isla hermana se agotaría y si, con el correr del tiempo, por ahí resultaba por donde saltaba la liebre, lo único que él podía decir personalmente sobre la cuestión era que, como hasta entonces podrían suceder un sinnúmero de contingencias igualmente importantes para el asunto, resultaba altamente aconsejable en el ínterin tratar de sacar el mayor partido posible de ambos países, por más que diametralmente opuestos. Otra pequeña cuestión de interés, los devaneos de las putas con los quintos, para decirlo en términos vulgares, le recordaba que los soldados irlandeses habían combatido a favor de Inglaterra con no menor frecuencia que contra ella, e incluso más, de hecho. Y ahora, ¿por qué? Así la escena entre esa pareja, el concesionario del lugar, de quien se rumoreaba que era o había sido Fitzharris, el famoso Invencible, y el otro, obviamente un impostor, le obligaba a pensar en el truco de los dos compadres, es decir, en la suposición de que estaban previamente de acuerdo; siendo el observador un estudioso del alma humana como pocos, mientras que los demás no veían bien el juego. Y en cuanto al gerente o encargado, que probablemente no era en absoluto aquella otra persona, él (B.) no podía menos de opinar, y con mucha razón, que era mejor mantenerse a distancia de gente así a no ser que uno fuera absolutamente un idiota sin remedio y negarse a tener que ver con ellos y con semejantes granujas como regla de oro en la vida privada, habiendo siempre una probabilidad de que alguno de esos bandidos se presentara a declarar a favor del fiscal de la reina, o ahora del rey, como Dennis o Peter Carey, idea que él repudiaba por completo. Muy aparte de eso, a él le desagradaban por principio esas carreras de delito y crimen. Sin embargo, aunque tales inclinaciones delictivas nunca se habían albergado en su pecho bajo ninguna forma o condición, ciertamente sí que sentía, sin que cupiera negarlo (aunque interiormente siguiera siendo lo que era) cierta especie de admiración por un hombre que realmente había blandido un cuchillo, el frío acero, con la valentía de sus convicciones políticas, aunque, personalmente, él nunca tomaría parte en cosas semejantes, que corren parejas con esas
vendettas
de amor en el Sur —conseguirla o hacerse ahorcar por ella— cuando el marido frecuentemente, tras unas palabras entre los dos en referencia a las relaciones de ella con el otro feliz mortal (habiendo hecho vigilar el marido a la pareja), infligía fatales lesiones a su adorada como resultado de una
liaison
postnupcial alternativa clavándole el cuchillo a ella, hasta que cayó en la cuenta de que Fitz, alias Desuellacabras, no había hecho más que conducir el coche para los efectivos perpetradores del ultraje, lo cual, en realidad, fue el punto gracias al cual le salvó el pellejo cierta lumbrera jurídica. En cualquier caso todo eso era ya historia muy antigua y en cuanto a nuestro amigo, el falso Desuellaetcétera, evidentemente había sobrevivido ya a su gloria. Debería haber muerto de modo natural o en lo alto del patíbulo. Como las actrices, siempre despedidas, absolutamente última actuación y luego reaparecen sonriendo. Generosas hasta el exceso, por supuesto, temperamentales, sin ahorrar y sin idea de nada por el estilo, siempre tomando el hueso por la sombra. De modo análogo tenía él una muy sutil sospecha de que el señor Johnny Lever se había desprendido de algún efectivo en el curso de sus deambulaciones por los muelles en la atmósfera congenial de la taberna
Old Ireland
, vuelve a Erín y demás. Luego, en cuanto a los demás, no hacía mucho que había oído la mismísima jerga idéntica, según contó a Stephen cómo había hecho callar al ofensor, de modo sencillo pero eficaz.
—Tomó a mal no sé qué cosa —dijo ese personaje tan ofendido pero en conjunto de tan buen carácter—, que se me había escapado. Me llamó judío, y de un modo acalorado, con ofensa. Entonces yo, sin desviarme en lo más mínimo de la simple realidad, le dije que su Dios, o sea Cristo, era también judío, y toda su familia, como yo, aunque en realidad yo no lo soy. Eso le dejó parado. Una respuesta suave desvía la ira. No tuvo una palabra que decir a su favor, como todo el mundo vio claramente. ¿No tengo razón?
Volvió hacia Stephen una larga mirada de no-tienes-razón con temeroso orgullo oscuro en su blanda acusación, con otra mirada también de súplica, pues le parecía entrever de algún modo que no era así exactamente.
—
Ex quibus
—murmuró Stephen en tono de no comprometerse, con sus dos o sus cuatro ojos conversando—,
Christus
o Bloom se llama, o, después de todo, de cualquier otra manera,
secundum carnem
.
—Por supuesto —continuó estipulando el señor Bloom—, hay que mirar los dos lados de la cuestión. Es difícil establecer reglas firmes y fijas en cuanto a la razón y la sinrazón, pero cierto que hay mucho margen para mejoras por todas partes aunque cada país, dicen, incluido el desventurado nuestro, tenga el gobierno que se merece. Pero con un poco de buena voluntad por parte de todos… Está muy bien presumir de superioridad mutua pero ¿y qué de la igualdad mutua? Aborrezco la violencia y la intolerancia en cualquier forma o manera. Nunca consigue nada ni impide nada. Una revolución tiene que establecerse a plazos. Es un absurdo patente que salta a los ojos odiar a otros porque viven a la vuelta de la esquina o porque hablan otra lengua vernácula, en la casa de al lado como quien dice.
—La memorable batalla sangrienta del puente, la guerra de los siete minutos, entre el callejón de Skinner y el mercado de Ormond.
—Sí —asintió el señor Bloom, respaldando enteramente la observación; aquello era absolutamente cierto y el mundo entero estaba absolutamente lleno de esa clase de cosas.
—Me ha quitado las palabras de la boca —dijo—. Un guirigay de declaraciones contradictorias que, con toda sinceridad, uno no podría ni remotamente…
Todas aquellas míseras disputas, en su humilde opinión, provocando malas voluntades —por el bulto craneal de la combatividad o alguna glándula de esa especie, erróneamente atribuidas a un puntillo de honor y una bandera— eran en buena medida una cuestión de dinero, cuestión que estaba en el fondo de todo, codicia y celos, sin que la gente sepa dónde detenerse.
—Acusan —hizo observar audiblemente.
Se volvió de espalda a los demás, que probablemente… y habló más cerca, de modo que los demás… en caso de que…
—A los judíos —comunicó en un soplo al oído de Stephen—, se les acusa de causar ruina. No hay ni vestigio de verdad en eso, puedo decirlo sin temor. La historia ¿le sorprende saberlo? demuestra hasta la saciedad que España decayó cuando la Inquisición echó fuera a los judíos mientras que Inglaterra prosperó cuando les importó Cromwell, un bribón extraordinariamente capaz que, en otros aspectos, tiene mucho de que responder. ¿Por qué? Porque son gente práctica y han demostrado serlo. Yo no quiero extenderme en… porque usted ya conoce las obras básicas sobre el tema, y además, siendo ortodoxo como es usted… Pero en economía, sin tocar a la religión, el cura significa pobreza. España, también, ya lo vio en la guerra, comparada con la progresiva América. Los turcos, está en el dogma. Porque si no creyeran que van derechos al cielo cuando mueren tratarían de vivir mejor… por lo menos, eso me parece. Esos son los juegos de manos con que los curas arman su tinglado bajo falsas pretensiones. Yo —continuó— soy tan buen irlandés como ese grosero de que le hablaba al principio y quiero ver a cada cual —concluyó—, todos los credos y clases a prorrateo recibiendo una cómoda renta de un tamaño decentito, y sin tacañerías tampoco, algo como alrededor de 300 libras al año. Esa es la cuestión vital en juego, y es factible, y daría lugar a mejores relaciones de amistad entre hombre y hombre. Por lo menos, esa es mi idea por lo que pueda valer. Yo a eso lo llamo patriotismo.
Ubi patria
, como aprendimos en aquel poco de barniz de estudios clásicos en la
Alma Mater, vita bene
. Donde uno puede vivir bien, ése es el sentido, si uno trabaja.
Por encima de su improbable sustitución de taza de café, oyendo esa sinopsis de las cosas en general, Stephen miraba pasmado hacia nada en particular. Oía, desde luego, toda clase de palabras cambiando de color como aquellos cangrejos por Ringsend por la mañana, hurgando rápidamente en todos los colores de diferentes clases de la misma arena donde tenían su refugio por algún sitio allá abajo o parecían tenerlo. Luego levantó los ojos y vio los ojos que decían o no decían las palabras que decía la voz que oía —si uno trabaja.
—No cuente conmigo —se las arregló para decir, aludiendo al trabajo.
Los ojos se sorprendieron ante esta observación porque él, como observó la persona que era su propietario interino, o mejor dicho la voz que hablaba observo: Todos deben trabajar, tienen que hacerlo, juntos.
—Me refiero, claro —se apresuró a afirmar el otro—, a trabajar en el sentido más amplio posible. También el esfuerzo literario, no por la mera gloria de la cosa. Escribir para los periódicos, que es hoy día el conducto más a mano. Eso es trabajo también. Trabajo importante. Al fin y al cabo, por lo poco que sé de usted, después de todo el dinero que se ha gastado en su educación, usted tiene derecho a recuperarse y a fijar su precio. Tiene tanto derecho, por completo, a vivir de su pluma la búsqueda de su filosofía como pueda tenerlo el campesino. ¿Cómo? Ambos pertenecen a Irlanda, el cerebro y el músculo. Ambos son igualmente importantes.