Ulises (106 page)

Read Ulises Online

Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
7.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era una lástima, mil veces, que un joven dotado de tan buena porción de inteligencia como era obviamente su vecino, desperdiciara su valioso tiempo con mujeres echadas a perder que podrían obsequiarle con un bonito regalo que le durara toda la vida. Siguiendo la naturaleza de la bienaventurada soltería él tomaría algún día para sí una esposa cuando entrara en escena la mujer de sus sueños pero en el ínterin la compañía femenina era una condición
sine qua non
aunque él tenía las más graves dudas, no porque quisiera en lo más mínimo sondear a Stephen sobre esa señorita Ferguson (quien muy posiblemente era el astro tutelar que le había atraído a Irishtown a tan tempranas horas de la madrugada) en cuanto a si él encontraría mucha satisfacción solazándose en la idea de un cortejamiento haciendo manitas y la compañía de alguna sonriente señorita sin un penique dos o tres veces por semana con el preliminar jugueteo ortodoxo de rendir cumplimientos y dar esos paseítos que llevan a tiernos cariñitos de enamorados, y flores y bombones. Pensarle sin casa ni hogar, a merced de cualquier patrona peor que una madrastra, era realmente demasiado malo para su edad. Las rarezas con que salía de repente atraían al hombre de más edad, el cual le llevaba varios años o podía ser su padre. Pero tenía que comer algo sustancioso, aunque sólo fuera un ponche de huevo hecho a base del alimento maternal sin adulterar, o, a falta de eso, el doméstico huevo duro.

—¿A qué hora ha comido? —preguntó el de la delgada figura y de fatigado aunque no arrugado rostro.

—Ayer no sé a qué hora —dijo Stephen.

—Ayer —exclamó Bloom, hasta que se acordó de que ya era mañana, viernes—. ¡Ah, quiere decir que ya son más de las doce!

—Anteayer —dijo Stephen, corrigiéndose.

Literalmente atónito ante esa información, Bloom reflexionó.

Aunque no fueran uña y carne en todo, había cierta analogía, no se sabe cómo, en cuanto que sus mentes viajaban, por decirlo así, siguiendo el mismo tren de pensamientos. A la edad de él, cuando enredaba en política, aproximadamente hacía unos veinte años, siendo
quasi
aspirante a los honores parlamentarios en los tiempos de Buckshot Foster, también él, recordaba retrospectivamente (lo cual por sí mismo era una fuente de profunda satisfacción), sentía un respeto furtivo hacia aquellas mismas ideas radicales. Por ejemplo, cuando la cuestión de los aparceros desposeídos, entonces en sus primeros comienzos, empezó a abrirse paso en la mente de la gente, aunque, ni que decir tiene, sin contribuir ni con una perra ni tomar como artículo de fe en absoluto aquellos principios, algunos de los cuales no se sostenían en absoluto de pie, él inicialmente y en principio, en todo caso, se sintió en plena simpatía con la posesión de los campesinos, una inclinación, sin embargo, de que, al darse cuenta de su error, se curó luego parcialmente, e incluso se le reprochó ir un paso más allá que Michael Davitt en las sorprendentes teorías que durante algún tiempo preconizó en favor de un retorno a la tierra, lo cual era una razón por la que ofendió intensamente la insinuación vertida sobre él de un modo tan descarado en la reunión de los clanes en Barney Kiernan de modo que, aunque a menudo considerablemente malentendido y el menos polémico de los mortales, nunca se repetirá bastante, se apartó de su habitual costumbre para darle (metafóricamente) una en los morros aunque, en la medida en que se refería a la política misma, se daba cuenta sobradamente de los destrozos producidos inevitablemente por la propaganda y las demostraciones de animosidad mutua y toda la desgracia y sufrimiento que ello entrañaba como resultado implícito en excelentes jóvenes, principalmente, en una palabra, la destrucción de los más capaces.

En todo caso, tras de pesar los pros y los contras, estando ya para dar la una, era más que hora de retirarse a descansar. El punto crítico era que resultaba un poco arriesgado llevársele a casa en cuanto que podrían ocurrir ciertas eventualidades (dado el humor a veces agresivo de cierta señora) y echarse a perder el asunto por completo como aquella noche en que temerariamente llevó a casa un perro (raza desconocida) con una pata herida, no es que los casos fueran idénticos ni lo contrario, en Ontario Terrace, como recordaba muy claramente, igual que si lo viera, como quien dice. Por otra parte era ya demasiado tarde para la idea de Sandymount o Sandycove de modo que estaba un tanto perplejo en cuanto a cuál de las dos alternativas… Todo apuntaba a la realidad de que le tocaba valerse al máximo de la oportunidad, considerándolo todo. Su impresión inicial era que el otro era un poco distanciado o no demasiado efusivo pero eso no se sabe cómo le iba atrayendo más. Por ejemplo, él podría muy bien haberse lanzado sobre la idea, una vez que se le planteaba, y lo que más le preocupaba era que no sabía cómo ir a parar a ella o formularla exactamente, suponiendo que el otro admitiera la propuesta, ya que a él le produciría el mayor placer personal si le fuera posible ayudarle a dar con algún dinero o prenda de vestir, si viniera a mano. En todo caso, terminó por concluir, eludiendo por el momento las fórmulas habituales, una taza de cacao Epps y un sitio donde echarse por la noche más el uso de un par de mantas y un abrigo doblado a modo de almohada. Por lo menos estaría en buenas manos y calentito como un pájaro en el nido. No veía por qué debía haber ninguna dosis importante de perjuicio en aquello siempre con la condición de que no se armara ninguna clase de follón. Había que tomar una determinación porque aquel viejo bromista, el viudo alegre en cuestión, que parecía estar pegado al sitio, no parecía tener prisa especial de poner rumbo a su casa, hacia su querida y amada Queenstown, y había muchas probabilidades de que la patrona sacacuartos de alguna mala casa de bellezas enclaustradas junto a la calle baja Sheriff sería la mejor referencia durante los próximos días en cuanto al paradero de aquel equívoco personaje, unas veces hiriendo sus sentimientos (los de las sirenas) con anécdotas de revólver de seis tiros rayanas en lo tropical y capaces de helar la médula en los huesos a cualquiera y otras veces maltratando a ratos sus encantos de tamaño extra con ásperos y gustosos revolcones, todo ello acompañado de amplios tragos de whisky irlandés y los acostumbrados camelos sobre sí mismo pues en cuanto a quién era él en realidad llamemos X y X a mi verdadero nombre y dirección como señala la señora Álgebra passim. Al mismo tiempo se reía para adentro a propósito de su réplica a aquel campeón en nombre de todo lo divino con lo de que su Dios era judío. La gente podía aguantar que les mordiera un lobo pero lo que verdaderamente les reventaba era que les mordiera un cordero. El punto más vulnerable también de la ternilla del tierno Aquiles, vuestro Dios era judío, porque muchos parece que se imaginan que era de Carrick-on-Shannon o de algún sitio del condado de Sligo.

—Propongo —sugirió por fin nuestro héroe, tras madura reflexión, mientras se embolsaba prudentemente la foto de ella—, como aquí al aire está muy cargado, que se venga usted conmigo simplemente y hablemos de estas cosas. Por aquí cerca, en el barrio, es donde vivo yo. No es usted capaz de beberse eso. Espere, yo pagaré todo esto.

Siendo claramente el mejor plan quitarse de en medio, tras de lo cual todo iría sobre ruedas, hizo una señal, mientras se embolsaba prudentemente la foto de ella, al encargado de la barraca, quien no pareció…

—Sí, eso es lo mejor —aseguró a Stephen, para quien, por lo que toca a aquello, la Cabeza de Bronce o la casa de Bloom o cualquier otro sitio le era más o menos…

Toda clase de planes utópicos relampagueaban por su atareado cerebro (el de B.). Educación (de clase genuina), literatura, periodismo, relatos premiados del
Titbits
, publicidad a la moda, balnearios y giras de conciertos en lugares de playa ingleses abundantes en teatros, entradas agotadas, dúos en italiano con acento absolutamente fiel a la realidad, sin necesidad por supuesto de pregonarlo a los cuatro vientos, sólo un poco de suerte. Una oportunidad era lo único que necesitaba. Porque él sospechaba que el otro tenía la voz de su padre en que fundar sus esperanzas lo cual era más que probable así que se podía contar con ello, nada se perdía con probar, orientando la conversación en dirección a esa determinada utopía.

El cochero leyó en el periódico de que se había apoderado que el ex–virrey, Conde de Cadogan, había presidido el banquete de la asociación de cocheros en alguna parte de Londres. El silencio más uno o dos bostezos acompañaron a ese emocionante anuncio. Luego el viejo ejemplar del rincón, a quien parecía quedarle alguna chispa de vitalidad, leyó en voz alta que Sir Anthony MacDonnell había dejado Euston dirigiéndose a la residencia del jefe de gabinete o algo por el estilo. Ante la cual absorbente información, el eco respondió por qué.

—Déjeme echar una ojeada a esa literatura, abuelo —intervino el anciano marinero, manifestando alguna impaciencia natural.

—No faltaba más —respondió el anciano personaje así interpelado.

El marinero sacó de un estuche que llevaba un par de gafas verdosas que se enganchó muy lentamente sobre la nariz y orejas.

—¿Tiene los ojos malos? —interrogó el comprensivo personaje parecido al secretario municipal.

—Bueno —contestó el navegante con barba de tartán, que al parecer tenía algo de literato a su modo y en pequeño, mirando a través de unas portas verdemar, como bien podrían describirse —yo gasto gafas para leer. La arena del Mar Rojo tiene la culpa. En otros tiempos podía leer un libro a oscuras, como quien dice.
Las mil y una noches
eran lo que más me gustaba, y
Roja como una rosa es ella
.

Tras de lo cual abrió el periódico de un zarpazo y escudriñó Dios sabe qué, encontrado ahogado o las hazañas del rey del cricket, Iremonger de los Notts que había marcado ciento y pico en el segundo wicket, sin un fallo, durante cuyo tiempo el encargado (completamente sin atención hacia Ire) estaba intensamente ocupado en aflojarse una bota al parecer nueva o de segunda mano que por lo que se ve le apretaba, mientras mascullaba contra quien se la hubiera vendido, mientras que todos los que estaban suficientemente despiertos como para ser reconocidos por sus expresiones faciales, como suele decirse, o bien simplemente miraban con aire sombrío o dejaban caer una observación trivial.

Para abreviar lo más posible, Bloom, dándose cuenta de la situación, fue el primero en ponerse de pie como para no hacerse pesado, habiendo tomado primero la precaución prudente, como hombre de palabra en cuanto a que se haría cargo de la cuenta en esa ocasión, de hacer un gesto disimulado al anfitrión como maniobra de despedida, una señal apenas perceptible cuando los demás no miraban, en sentido de que la suma debida estaba a su disposición, por una suma total de cuatro peniques (la cual cantidad él depositó sin ostentación en cuatro monedas de cobre, literalmente los últimos mohicanos) habiendo previamente localizado en la lista de precios impresa para todos los que desearan verla enfrente de él las cifras inconfundibles, café 2 peniques, panecillo id., y honradamente valiendo el doble de ese dinero por una vez, como solía decir Wetherup.

—Vamos —aconsejó, para levantar la sesión.

Viendo que funcionaba el truco y no había moros en la costa, dejaron el refugio o caseta así como a la selecta sociedad de impermeable y compañía a quien nada que no fuera un terremoto sacaría de su
dolce far niente
. Stephen, que confesó sentirse aún mal y fuera de quicio, se detuvo en la, por un momento, la puerta para…

—Una cosa que no he entendido nunca —dijo, siguiendo la inspiración del momento— es por qué ponen las mesas patas arriba por la noche, quiero decir, las sillas patas arriba sobre las mesas en los cafés.

A cuya ocurrencia el infalible Bloom replicó sin vacilar un momento, diciendo a bocajarro:

—Para barrer el suelo por la mañana.

Así diciendo, dio saltitos alrededor, considerando con franqueza a la vez que pidiendo excusas, si ponerse a la derecha de su compañero, una costumbre suya, por cierto, siendo la derecha, en la locución clásica, su tendón de Aquiles. El aire de la noche era ahora ciertamente una delicia de respirar aunque Stephen andaba un poco flojo de remos.

—Le sentará bien, el aire —dijo Bloom, queriendo decir también el caminar—, dentro de un momento. No hay cosa como caminar y se siente uno otro hombre. No es lejos. Apóyese en mí.

En consecuencia pasó su brazo izquierdo por el derecho de Stephen y le guió en consecuencia.

—Sí —dijo Stephen con incertidumbre, porque le parecía notar una extraña especie de carne de un hombre diferente acercándosele, sin tendones y floja y todo eso.

En todo caso, dejaron atrás la garita con las piedras, brasero, etcétera, donde el interino municipal, el ex Gumley, seguía a todo efecto en brazos de Murphy, o Morfeo, como dice el proverbio, soñando en campos nuevos y praderas recientes. Y a propósito de ataúd lleno de piedras, la analogía no estaba del todo mal, pues en efecto le habían apedreado hasta matarle aquellas setenta y dos de las ochenta circunscripciones que le traicionaron en el momento de la escisión y sobre todo la decantada clase campesina, probablemente los mismísimos aparceros desposeídos a quienes él había repuesto en sus tierras.

Así pasaron a charlar sobre música, una forma de arte hacia la cual Bloom, como puro amateur, sentía el mayor amor, mientras avanzaban del brazo a través de Beresford Place. La música wagneriana, aunque reconocidamente grandiosa a su manera, era un poco pesada para Bloom y difícil de seguir de buenas a primeras pero la música de
Los hugonotes
de Mercadante, de
Las siete palabras en la cruz
de Meyerbeer, y de la
Duodécima Misa
de Mozart, sencillamente le encantaba, siendo el
Gloria
de ésta, a su juicio, la cima de la música de primera clase en cuanto tal, dejando todo lo demás literalmente en el cesto de la basura. Prefería infinitamente la música sacra de la iglesia católica a todo lo que pudieran ofrecer en esa línea los de la acera de enfrente, como esos himnos de Moody y Sankey o
Mándame vivir y viviré, tu protestante para ser
. Tampoco cedía a nadie en admirar el
Stabat Mater
de Rossini, obra sencillamente rebosante de números inmortales, en que su esposa, Madam Marion Tweedy, dio el golpe, algo verdaderamente sensacional, podía decir sin peligro, que añadía mucho a sus laureles previos y dejaba totalmente en la sombra a las demás, en la iglesia de los padres jesuitas de la calle Upper Gardiner, estando el sagrado edificio atestado hasta las ventanas de virtuosos, o mejor dicho
virtuosi
, para escucharla. La opinión unánime fue que nadie llegaba a su altura, y baste decir que, en un lugar de culto y con música de carácter sacro, hubo deseo general, expresado en voz alta, de un bis. En conjunto, aunque prefiriendo la ópera ligera del tipo
Don Giovanni
, y
Martha
, una joya en su género, tenía un
penchant
, aunque sólo con un conocimiento superficial, hacia la severa escuela clásica como Mendelssohn. Y hablando de eso, y dando por supuesto que él lo sabría todo sobre esas viejas piezas favoritas, mencionó
par excellence
el aria de Lionel en
Martha
,
M’appari
, que curiosamente había oído, en realidad entreoído, ayer mismo, y, privilegio que estimaba altamente, de labios del respetado padre de Stephen, cantado a la perfección, un verdadero estudio de esa pieza, que dejaba a todos los demás en segunda fila. Stephen, en respuesta a una pregunta formulada cortésmente, dijo que no la conocía pero se lanzó a alabar las canciones de Shakespeare, o por lo menos de su época o alrededor, el laudista Dowland que vivió en Fetter Lane cerca del herborista Gerard, que
annos ludendo hausi
,
Doulandus
, un instrumento que pensaba adquirir al señor Arnold Dolmetsch, de quien Bloom no se acordaba exactamente, aunque el nombre le resultaba sin duda conocido, por sesenta y cinco guineas, y Farnaby e hijo con sus conceptos sobre dux y
comes
, y Byrd (William) que tocaba el virginal, dijo, en la Capilla de la Reina, o donde quiera que los encontrara y un tal Tomkins que hacía divertimentos o arias, y John Bull.

Other books

From Fed Up to Fabulous: Real stories to inspire and unite women worldwide by Mickey Roothman, Aen Turner, Kristine Overby, Regan Hillyer, Ruth Coetzee, Shuntella Richardson, Veronica Sosa
The Big Fear by Andrew Case
The Descent From Truth by Greer, Gaylon
Jane and the Man of the Cloth by Stephanie Barron
The Paper Bag Christmas by Kevin Alan Milne
Tangled Lives by Hilary Boyd
Tackling Her Heart by Alexandra O'Hurley