Ulises (105 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—Esa perra, esa puta inglesa acabó con él —comentó el dueño del tinglado—. Clavó el primer clavo en su ataúd.

—Buen pedazo de mujer, sin embargo —observó el sedicente secretario municipal, Campbell—, y abundante. He visto su retrato en la barbería. Su marido era un capitán o un oficial.

—Eso —añadió, divertido, Desuellacabras—. Lo era, de balas de algodón.

Esa contribución gratuita de carácter humorístico ocasionó una decente dosis de risas entre su
entourage
. Por lo que toca a Bloom, éste, sin la menor sospecha de sonrisa, se limitó a mirar hacia la puerta y reflexionó sobre aquel relato histórico que había provocado extraordinario interés en su tiempo, cuando los hechos, para más desgracia, se hicieron públicos, con las inevitables cartas amorosas intercambiadas, llenas de dulces naderías. Primero, era estrictamente platónico, hasta que intervino la naturaleza y surgió un vínculo entre ellos, y poco a poco las cosas llegaron a su apogeo y el asunto se hizo la comidilla de la ciudad hasta que llegó el golpe de gracia que sin embargo fue noticia bienvenida para no pocos malintencionados, que estaban decididos a contribuir a su ruina, por más que la cosa era de dominio público hacía tiempo aunque no en el grado sensacional que luego llegó a alcanzar. Puesto que sus nombres estaban emparejados, sin embargo, puesto que ella era su favorita reconocida, qué necesidad había de proclamarlo a voz en cuello ante tirios y troyanos, esto es, concretamente, el hecho de que él había compartido su alcoba, lo cual salió a relucir en las declaraciones ante el tribunal, cuando un escalofrío atravesó la atestada sala electrizando literalmente a todos en forma de testigos jurando haberle observado a él en tal o cual fecha determinada en el momento de escabullirse de un apartamento en el piso de arriba con ayuda de una escalerilla en indumentaria nocturna, habiendo obtenido entrada del mismo modo, un hecho con el que los semanarios, un poco adictos de lo lúbrico, ganaron dinero a carretadas. Cuando la simple verdad del asunto era sencillamente un caso de un marido que no está a la altura de las circunstancias y sin nada en común entre ellos más que el nombre y entonces un hombre de verdad que entra en escena, fuerte hasta el borde de la debilidad, siendo víctima de sus encantos de sirena y olvidando los vínculos del hogar. La acostumbrada consecuencia, vivir a la sombra de las sonrisas de la amada. Ni que decir tiene que se puso sobre el tapete la eterna cuestión de la vida conyugal. ¿Puede existir un amor de verdad entre casados, suponiendo que haya otro sujeto en el asunto? Aunque no era asunto de la incumbencia de ellos si él la miraba con afecto, arrastrado por una ráfaga de locura. Un espléndido ejemplar de masculinidad era él en verdad, realzado por dones de elevada condición si se comparaba con el otro, el comparsa militar, esto es (que era simplemente el acostumbrado tipo de
Adiós, mi valiente capitán
, en la caballería ligera, el 18.° de húsares para ser exactos), y sin duda inflamable (o sea, el jefe caído, no el otro) a su manera peculiar, que ella, claro, mujer al cabo, se dio cuenta en seguida de que tenía grandes probabilidades de esculpirse un camino hacia la fama, lo que ya estaba a punto de hacer en el momento en que los curas y ministros del evangelio en conjunto, sus firmes partidarios de antaño y sus amados aparceros desposeídos a favor de los cuales había prestado leales servicios en las regiones rurales del país batiéndose el cobre por ellos de un modo que superaba a sus más optimistas previsiones, con mucha eficacia le guisaron un pastel matrimonial, poniéndole así entre la espada y la pared, de modo muy parecido a la coz de la mula de la fábula. Volviendo atrás la mirada en una suerte de reorganización retrospectiva, todo eso parecía algo como un sueño. Y el regreso era lo peor que se podía hacer porque, ni que decir tenía, que uno se sentiría fuera de su sitio ya que las cosas siempre cambian con los tiempos. Incluso, ahora que lo pensaba, Irishtown Strand, una localidad donde no había estado hacía unos pocos años, tenía un aire diferente, no se sabe cómo, desde que, como ocurría, había ido a residir en la parte norte. Norte o sur, sin embargo, era simplemente el bien conocido caso de pasión acalorada, pura y simple, mandándolo todo a paseo, y eso no hacía más que confirmar lo mismo que estaba diciendo, como ella también era española o a medias, gente que no hace las cosas a medias, la apasionada entrega del sur, echando al agua hasta la última brizna de decencia.

—Eso simplemente confirma lo que estaba diciendo —dijo a Stephen el del refulgente seno—. Y, si no estoy muy equivocado, ella era española también.

—La hija del rey de España —contestó Stephen, añadiendo algo bastante confuso sobre adiós para siempre cebollas de España y esa primera tierra fue llamada el Muerto y desde a Ramshead a Scilly había tantas y tantas…

—¿De veras? —exclamó Bloom con sorpresa pero no estupefacto de ningún modo—. Nunca había oído ese rumor. Es posible, tanto más cuanto que lo había cuando ella vivía allí. Eso, España.

Cuidadosamente evitando en su bolsillo un libro
Dulzuras del
, que por cierto le recordó ese libro de fecha vencida en la biblioteca de la calle Capel, sacó su cartera, y pasando rápidamente revista a su contenido, finalmente…

—Por cierto, ¿no considera usted —dijo, seleccionando reflexivamente una foto que puso sobre la mesa— que ése es un tipo español?

Stephen, obviamente interpelado, miró la foto, que representaba una señora de gran tamaño, con sus encantos carnales en evidencia de manera patente, pues estaba en plena madurez de su feminidad, en traje de noche ostentosamente escotado para la ocasión ofreciendo una generosa exhibición de seno, con algo más que un atisbo de pechos, los labios carnosos entreabiertos, y unos dientes perfectos, con visible seriedad, de pie junto a un piano en cuyo atril estaba
En el viejo Madrid
, una romanza, bonita a su manera, que entonces estaba muy de moda. Sus ojos (los de la dama), oscuros, grandes, miraban a Stephen, a punto de sonreír sobre algo digno de admiración, siendo responsable de la ejecución estética Lafayette de la calle Westmoreland, primer fotógrafo artístico de Dublín.

—La señora Bloom, mi mujer, la
prima donna
, Madam Marion Tweedy —indicó Bloom—. Tomada hace unos cuantos años. En el 96 o por ahí. Muy como era ella entonces.

Al lado del joven, él también miraba la foto de la señora ahora su legítima esposa, quien, como indicó, era la bien dotada hija del Comandante Brian Tweedy y desde edad temprana había mostrado notables disposiciones para el canto habiendo hecho su debut ante el público cuando apenas contaba los dulces diecisiete años. En cuanto a la cara, estaba hablando por lo que toca a la expresión pero no hacía justicia a su figura que solía hacerse notar mucho y que no acababa de resultar bien con esa
toilette
. Sin dificultad, dijo él, podría haber posado de cuerpo entero, para no extenderse en ciertas opulentas curvas del… Se extendió, teniendo algo de artista en sus ratos libres, sobre la figura femenina en general en cuanto a su desarrollo porque, daba la casualidad, esa tarde sin ir más lejos, había estado viendo esas estatuas griegas, perfectamente desarrolladas como obras de arte, en el Museo Nacional. El mármol era capaz de dar el original, hombros, lo de atrás, toda la simetría, todo lo demás. Sí, puritanismo. Mientras que ninguna foto es capaz, porque simplemente no era arte, en una palabra.

Movido por el espíritu, le habría gustado mucho seguir el buen ejemplo del lobo de mar y dejar la imagen allí unos cuantos minutos para que hablara por sí misma con el pretexto de que él… para que el otro pudiera absorber por sí mismo la belleza, ya que su presencia en escena era, francamente, un regalo por sí misma a que la cámara no podía hacer justicia en absoluto. Pero no era precisamente etiqueta profesional, así que aunque era una noche más bien tibia y agradable ahora pero estupendamente fresca para la época del año, pues después de la tormenta sale el sol. Y sentía una determinada necesidad allí mismo que poner en práctica como una suerte de voz interior y satisfacer una posible necesidad poniéndose en movimiento. Sin embargo, se quedó sentado, nada más que observando la foto ligeramente manchada con surcos de opulentas curvas, no empeorada por el uso, sin embargo, y apartó los ojos, pensativo, con la intención de no aumentar más la posible cohibición del otro calibrando su simetría de palpitante opulencia. En realidad, las leves manchas más bien aumentaban el encanto, como en el caso de la ropa interior ligeramente manchada, tan buena como nueva, mucho mejor, de hecho, ya sin el almidonado. ¿Y si ella se hubiera ido cuando él…? Busqué la luz que ella me dijo, se le vino a la mente, pero meramente como un capricho pasajero suyo porque entonces se acordó de la cama de por la mañana llena de desperdicios etcétera y el libro sobre Ruby con métense cosas
(sic)
dentro que debía haberse caído de modo muy adecuado al lado del orinal doméstico con excusas para Lindley Murray.

Ciertamente disfrutaba de la vecindad del joven, educado, distinguido e impulsivo por si fuera poco, con mucho la flor y nata de sus iguales, aunque uno no pensaría que tuviera dentro… pero sí que lo tenía. Además decía que el retrato era bonito lo cual, dígase lo que se quiera, era verdad, aunque en este momento ella había engordado decididamente. ¿Y por qué no? Andaban por ahí un montón de mentiras sobre ese tipo de cosas que daban lugar a un enfangamiento para toda la vida con las acostumbradas salpicaduras de las crónicas sensacionales sobre el mismo viejo enredo matrimonial alegando una relación ilícita con jugador profesional de golf o el más reciente favorito de la escena, en vez de ser honrados y tratar todo el asunto con altura. Cómo era su destino encontrarse y un afecto surgió entre los dos de modo que sus nombres quedaban emparejados ante los ojos del público, se contaba ante el tribunal con cartas que contenían las habituales expresiones sensibleras y comprometedoras, sin dejar resquicio, demostrando que cohabitaban patentemente dos o tres veces por semana en algún conocido hotel de playa, y sus relaciones, una vez que las cosas entraron por su cauce natural, llegaron a ser íntimas en un momento dado. Entonces la sentencia judicial tras requisitoria del Procurador del Rey, y no habiendo podido él oponerse, la sentencia se hacía firme. Pero en cuanto a eso, los dos delincuentes, tan ampliamente absorbidos como estaban el uno en el otro, podían permitirse tranquilamente no hacer caso, como efectivamente ocurría en buena medida, hasta que el asunto se ponía en manos de un procurador, que presentaba una querella en momento oportuno en nombre de la parte ofendida. Él, Bloom, disfrutó de la distinción de estar cerca del rey sin corona de Erín en carne y hueso cuando ocurrió la cosa en aquel histórico escándalo en que los fieles acólitos del jefe caído, quien notoriamente se mantuvo en sus trece hasta la última gota aun después de revestido de la librea del adulterio, los fieles acólitos, en número de diez o doce o quizá incluso más, penetraron en la tipografía del
Insuprimible
o ¿no era
Irlanda Unida
? (por cierto, una denominación nada apropiada) y destrozaron las cajas con martillos o algo así por culpa de algunas efusiones de mal gusto por parte de las fáciles plumas de los escribas O’Brienistas en su acostumbrada tarea de lanzar fango, a propósito de la moral privada del ex tribuno. Aunque palpablemente fuera ya un hombre radicalmente alterado, seguía siendo una figura dominante, por más que de indumentaria descuidada como de costumbre, con ese aire de propósito decidido que impresionaba mucho a los indecisos hasta que descubrieron que su ídolo tenía pies de barro, después de ponerle en un pedestal, lo cual, sin embargo, ella fue la primera en percibir. Como los tiempos en general estaban bastante tormentosos, en la confusión general Bloom sufrió una lesión secundaria por la maligna metida del codo de un individuo de la multitud que por supuesto se congregó, no lejos de la boca del estómago, afortunadamente sin carácter grave. Su sombrero (el de Parnell) fue derribado inadvertidamente y, como materia estrictamente histórica, Bloom fue el hombre que lo recogió en la apretura después de presenciar el suceso con intención de devolvérselo (y sí que se lo devolvió con la mayor celeridad) a él, que jadeando y sin sombrero y con sus pensamientos a muchas millas del sombrero en ese momento, siendo un caballero por nacimiento con intereses en el país, pues él, en realidad había entrado en ello más por la gloria del asunto que por otra cosa, lo que se lleva en la sangre, instilado en él en su niñez sobre las rodillas de su madre en forma de saber lo que eran buenas formas, se echó de ver al momento, porque se volvió hacia el donador y le dio las gracias con perfecto aplomo, diciendo:
Gracias, señor
, aunque en un tono de voz muy diferente del de aquel ornamento de la profesión legal cuyo cubrecabezas había enderezado Bloom en una hora anterior del día, ya que la historia se repite pero con diferencias, tras el sepelio de un común amigo cuando le dejaron solo en su gloria después de la triste tarea de encomendar sus restos a la tumba.

Por otra parte lo que más le irritaba en su interior eran las desaforadas bromas de los cocheros y demás gente, que lo echaban todo a broma, riendo sin medida, fingiendo comprenderlo todo, el porqué y el para qué, y en realidad sin saber ni qué pensaban, tratándose de un asunto sólo para las dos partes interesadas a no ser que como resultado el legítimo marido llegara a estar al corriente de ello debido a alguna carta anónima del acostumbrado Fulanito que por casualidad se había tropezado con ellos en el momento crucial en posición amatoria enlazados el uno en brazos de la otra y que llamaba la atención sobre sus ilícitas actividades dando lugar a una tempestad doméstica con la bella extraviada pidiendo de rodillas el perdón de su dueño y señor y prometiendo cortar la relación y no recibir más sus visitas con tal de que el ofendido marido pasara por alto el asunto y dejara lo pasado pasado, con lágrimas en los ojos, aunque posiblemente al mismo tiempo con la lengua en la bella mejilla, ya que posiblemente habría varios otros. Él, personalmente, siendo propenso al escepticismo, creía, y no se andaba con chiquitas tampoco en decirlo, que algún hombre, u hombres en plural, siempre andaban rondando en la lista de espera en torno a una dama, aun suponiendo que ella fuera la mejor esposa del mundo y se llevasen los dos muy bien en amor y compaña, hasta que ella, descuidando sus deberes, decidía cansarse de la vida matrimonial, y concederse una pequeña emoción de depravación elegante atrayendo las atenciones de ellos con intenciones indebidas, siendo el saldo final que su afecto se centraba en otro, causa de muchas
liaisons
entre mujeres casadas aún atractivas frisando en sus buenos cuarenta y hombres más jóvenes, como sin duda probaban hasta la saciedad diversos casos famosos de infatuación femenina.

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