—Oh, oh, lo haremos —yodeleó jubilosamente Ben Dollard—. Vamos allá, Simon, una cancioncita. Hemos oído el piano.
El calvo Pat, fastidiado camarero, guardaba peticiones de bebida. Power para Richie. ¿Y Bloom? Vamos a ver. No le hagamos andar dos veces. Sus juanetes. Las cuatro horas. Qué calor da este negro. Claro los nervios un poco. Refracción (¿es eso?) del calor. Vamos a ver. Sidra. Sí, una botella de sidra.
—¿Qué es eso? —dijo el señor Dedalus—. Estaba sólo improvisando, hombre.
—Vamos, vamos —gritó Ben Dollard—. Alejaos de mí, sombríos cuidados. Vamos, Bob.
Dollard avanzó contoneándose, calzones enormes, ante ellos (sujeta a ese tipo de los: sujétale ahora) en el salón. Se desplomó, Dollard, en la banqueta. Sus dedos gotosos se desplomaron sobre acordes. Se desplomaron, se detuvieron de repente.
El calvo Pat en la entrada encontró a Oro sin té volviendo. Fastidiado quería Power y sidra. Bronce junto a la ventana observaba, bronce desde lejos.
Tintineó un tintineo de calesín.
Bloom oyó un tinc, un leve sonido. Se ha marchado. Leve sollozo de aliento. Bloom suspiró sobre las silenciosas flores de matiz azul. Tintineo. Se fue. Tintineo. Escucha.
—
Amor y guerra
, Ben —dijo el señor Dedalus—. ¡Vivan los buenos tiempos antiguos!
Los valientes ojos de la señorita Douce, inobservados, se volvieron desde las cortinillas, heridos por la luz del sol. Se fue. Pensativa (¿quién sabe?), herida (la luz hiriente) bajó la cortinilla con un cordón deslizante. Bajó pensativa (¿por qué se fue tan deprisa cuando yo?) por su bronce al otro lado de la barra donde Calvo estaba junto a su hermana Oro, contraste nada exquisito, contraste ni exquisito ni requisito, lenta fresca sombría verdemar deslizante profundidad de sombra,
eau de Nil
.
—El pobre viejo Goodwin era el pianista aquella noche —les recordó Padre Cowley—. Había una ligera diferencia de opinión entre él y el Collard de cola.
La había.
—Dominaba todo el convivio —dijo el señor Dedalus—. Ni el diablo le paraba. Se volvía un viejo insoportable en la fase primaria de la bebida.
—Dios mío, ¿os acordáis? —dijo Ben el gordo Dollard, volviéndose del castigado teclado—. Y, qué caray, yo no tenía el traje de bodas.
Se rieron los tres. No tenía el tra. Todo el trío se río. Traje de boda.
—Nuestro amigo Bloom resultó muy útil aquella noche —dijo el señor Dedalus—. Por cierto, ¿dónde tengo la pipa?
Volvió incierto a la barra a la pipa acorde perdido. El calvo Pat llevaba dos bebidas para el comedor, Richie y Poldy. Y Padre Cowley se volvió a reír.
—Yo salvé la situación, Ben, me parece.
—Es verdad —confirmó Ben Dollard—. Me acuerdo de aquellos pantalones apretados, también. Fue una idea brillante, Bob.
Padre Cowley se ruborizó hasta los brillantes lóbulos purpúreos. Salvó la situa. Pantalones apre. Idea bri.
—Sabía que estaba a la cuarta pregunta —dijo—. La mujer tocaba el piano en el Palacio del Café los sábados por un honorario insignificante y no sé quién me sopló que andaba en el otro negocio. ¿Os acordáis? Tuvimos que buscar por toda la calle Holles para encontrarles hasta que el tío de Keogh nos dio el número. ¿Os acordáis?
Ben se acordaba, con su ancho rostro interrogativo.
—Por Dios que ella tenía allí unos pocos abrigos de teatro y cosas de lujo.
El señor Dedalus volvió, incierto, pipa en mano.
—Estilo Merrion Square. Trajes de baile, ya lo creo, y trajes de ceremonia. Y él no quería recibir dinero, tampoco. ¿Qué? Y qué cantidad de sombreros de tricornio y boleros y calzones anchos. ¿Eh?
—Eso, eso —asintió el señor Dedalus—. La señora Marion Bloom siempre se ha quitado de encima toda clase de trajes.
Tintineo de calesín por los muelles abajo. Boyles arrellanado sobre gomas rebotantes.
Hígado con tocino. Filete y pastel de riñones. Muy bien, señor. Muy bien, Pat.
La señora Marion métense cosas. Olor de quemado de Paul de Kock. Un nombre bonito que tiene.
—¿Cómo se llamaba ella? Una moza bien de carnes. ¿Marion…?
—Tweedy.
—Sí. ¿Sigue viva?
—Y coleando…
—Era hija de…
—Hija del regimiento.
—Ah sí, caramba. Me acuerdo del viejo tambor mayor.
El señor Dedalus frotó, chisqueó, encendió, exhaló sabroso hálito después.
—¿Irlandesa? No lo sé, palabra. ¿Es irlandesa, Simon?
Exhaló duro, un hálito, fuerte, sabroso, crujiente.
—El músculo buccinador está… ¿Cómo?… Un poco enmohecido… Ah, ella es… Ah, mi Molly de Irlanda.
Exhaló una picante exhalación en penacho.
—Del peñón de Gibraltar… nada menos.
Languidecían las dos en la profundidad de la sombra oceánica, Oro junto a la bomba de la cerveza, Bronce junto al marrasquino, pensativas las dos, Mina Kennedy, Lismore Terrace 4, Drumcondra, con Aydolores, una reina, Dolores, silenciosa.
Pat sirvió platos destapados. Leopold cortó tajadas de hígado. Como se dijo antes, comía con deleite los órganos interiores, las mollejas, de sabor a nuez, las huevas de bacalao fritas, mientras Richie Goulding, Collis, Ward comía filete y riñón, filete y luego riñón, bocado tras bocado de pastel comía Bloom comía ellos comían.
Bloom con Goulding, casados en el silencio, comían. Menús dignos de un príncipe.
Por Bachelor’s Walk, el Paseo del Soltero, tintineaba en vaivén de calesín Blazes Boylan, soltero, soleado, encelado, la reluciente anca de la yegua al trote, con sacudida de fusta, sobre gomas rebotantes: arrellanado, sentado en caliente, boylando de impaciencia, osadoasado. Cuerno. ¿A dónde? Cuerno. ¿A dónde? Cocuerno.
Por encima de sus voces Ben Dollard contrabajó al ataque, retumbando sobre bombardeantes acordes.
—
Cuando el amor absorbe mi alma ardiente
…
Un trueno de Benalmabenjamín tronó hasta la temblorosa claraboya vibrante de amor.
—¡Guerra! ¡Guerra! —gritó Padre Cowley—. Tú eres el guerrero.
—Sí que lo soy —se río Ben Guerrero—. Pensaba en tu casero. Ni amor ni dinero.
Se detuvo. Agitó enorme barba, enorme cara sobre su enorme error.
—Seguro que a ella le debes romper el tímpano, hombre —dijo el señor Dedalus entre aroma de humo—, con un órgano como el tuyo.
En barbada risa abundante, Dollard se agitó sobre el teclado. Sí por cierto.
—Para no mencionar otra membrana —añadió Padre Cowley—. Fin de la primera parte, Ben.
Amoroso ma non troppo
. Déjame a mí.
La señorita Kennedy sirvió a dos caballeros unos jarros de cerveza fresca. Hizo una observación. Efectivamente, dijo el caballero primero, tiempo hermoso. Bebieron cerveza fresca. ¿Sabía ella a dónde iba el Lord Lugarteniente? Y oyó cascos acerados cascos resonantes resonar. No, ella no sabía decir. Pero estaría en el periódico. Oh, no hacía falta que se molestara. No era molestia. Ella ondeó el
Independent
extendido, buscando, el Lord Lugarteniente, sus pináculos de pelo moviéndose lentamente, Lord Lugarte. Demasiada molestia, dijo el caballero primero. De ninguna manera. Cómo miraba aquel. Lord Lugarteniente. Oro junto a Bronce oyeron hierro acero.
—............
mi alma ardiente
no me impo-orta el mañana
.
En salsa de hígado Bloom apuró puré de patata Amor y guerra hay uno que. El gran número de Ben Dollard. La noche que nos llegó corriendo a que le prestáramos un traje de etiqueta para aquel concierto. Los pantalones tensos como un tambor encima de él. Jamones musicales. Molly se río cuando él se marchó. Se tiró de espaldas en la cama, chillando, pataleando. Con todas sus pertenencias a la vista. ¡Ah, válgame Dios, estoy empapada! ¡Ah, las mujeres de la primera fila! ¡Ah, nunca me he reído tanto! Bueno, claro, eso es lo que le da el bajo barríltono. Por ejemplo los eunucos. No sé quién estará tocando. Buen toque. Debe ser Cowley. Sentido musical. Sabe qué nota es la que tocas. Mal aliento tiene, el pobre. Se paró.
La señorita Douce, invitante, Lydia Douce, se inclinó hacia el suave procurador, George Lidwell, un señor, que entraba. Buenas tardes. Ella entregó su húmeda mano, mano de señora, a su firme apretón. Buenas. Sí, había vuelto. Otra vez a la noria.
—Sus amigos están dentro, señor Lidwell.
Suave, procurado, George Lidwell la lidílica mano retuvo.
Tintineo.
Bloom comía híg como se dijo antes. Limpio aquí por lo menos. Aquel tipo del Burton, pegajoso de cartílagos. Nadie aquí: Goulding y yo. Limpias las mesas, flores, mitras de servilletas. Pat de acá para allá. El calvo Pat. Nada que hacer. Lo más arreglado de Dub.
El piano otra vez. Ahora es Cowley. La manera de sentarse delante, como de una pieza, comprensión mutua. Esos molestos rascatripas restregando violines, con el ojo en el extremo del arco, serrando el chelo, hacen pensar en un dolor de muelas. El roncar de ella, agudo y largo. La noche que estuvimos en el palco. El trombón abajo soplando como una marsopa, en los entreactos, otro tío del metal desatornillando, vaciando gargajos. Las piernas del director también, pantalones con bolsas, tacatán. Hacen bien en esconderlas.
Tacatán tintineante calesín tacatán.
Solamente el arpa. Hermosa luz difusa dorada. Una chica la tocaba. Popa de una hermosa. La salsa es digna de un. Nave dorada. Erín. El arpa que una vez o dos. Manos frías. Ben Howth, los rododendros. Somos sus arpas. Yo. Él. Viejo. Joven.
—Ah, yo no sabría, hombre —dijo el señor Dedalus, huraño, desganado.
Con energía.
—Vamos allá, maldita sea —gruñó Ben Dollard—. Desembúchalo poco a poco.
—
M’appari
, Simon —dijo Padre Cowley.
Hacia las candilejas avanzó unos pasos, grave, alto en su aflicción, con sus largos brazos extendidos. Roncamente su nuez roncó suavemente. Suavemente cantó hacia un polvoriento paisaje marino, enfrente:
Un último adiós
. Un promontorio, un barco, una vela sobre las ondas. Adiós. Una bella muchacha, su velo ondulante sobre el viento sobre el promontorio, el viento en torno.
Cowley cantó:
—
M’appari tutt’amor
.
Il mio sguardo l’incontr
…
Ella ondeaba, sin oír a Cowley, su velo hacia uno que partía, amado, al viento, amor, vela fugitiva, regresa.
—Adelante, Simon.
—Ah, me parece que se han acabado mis días de juerga, Ben… Bueno…
El señor Dedalus dejó descansar la pipa junto al diapasón y, sentándose, tocó las obedientes teclas.
—No, Simon —dijo Padre Cowley volviéndose—. Tócalo en la versión original. Un bemol.
Las teclas, obedientes, subieron más, dijeron, vacilaron, confesaron, se confundieron.
Se alejó de las candilejas Padre Cowley.
—Vamos, Simon. Yo te acompañaré. Levántate.
Por delante de la roca de piña de Graham Lemon, por delante del elefante de Elvery, tacatán de calesín. Filete, riñón, hígado, puré de yantar digno de un príncipe, estaban sentados los príncipes Bloom y Goulding. Príncipes en yantar empinaban y bebían, Power y sidra.
La más hermosa aria de tenor jamás escrita, dijo Richie:
Sonnambula
. Se la oyó cantar una noche a Joe Maas. ¡Ah, qué MacGuckin! Sí. A su manera. Estilo de monaguillo. El bueno era Maas. Maas y mejor. Un tenor lírico, si usted quiere. Nunca olvidarlo. Nunca.
Tiernamente Bloom sobre el tocino sin hígado vio esforzarse las facciones tensas. Dolor de riñones él. Ojos malos del mal de Bright. El siguiente número del programa. Pagar la música. Píldoras, pan machacado, al precio de una guinea la caja. Aplazarlo un poco. También canta:
Allá abajo entre los muertos
. Apropiado. Pastel de riñones. Dulzuras a la. No se saca mucho de eso. Lo más arreglado en. Típico de él. Power. Exigente en la bebida. Una mota en el vaso, otra agua de Vartry. Arrambla con cerillas en los mostradores para ahorrar. Luego despilfarra una libra en tonterías. Y cuando hace falta, ni una perra. Borracho, se negaba a pagar al cochero.
Tipos curiosos.
Nunca olvidaría Richie esa noche. Mientras viviera, nunca. En el gallinero del viejo Royal con el pequeño Peake. Y cuando la primera nota.
Las palabras se detuvieron en los labios de Richie.
Saliendo ahora con un cuento. Rapsodias sobre cualquier cosa. Se cree sus propias mentiras. De veras. Embustero prodigioso. Pero hace falta buena memoria.
—¿Qué aria es esa? —preguntó Leopold Bloom.
—
Todo está perdido ya
.
Richie empujó los labios en hocico. Una nota baja incipiente dulce hada murmuraba todo. Un tordo. Un tordo cantor. Su aliento, dulce de ave, buenos dientes de que está orgulloso, flautearon con quejumbrosa aflicción. Está perdido. Sonido lleno. Dos notas en una ahí. El mirlo que oí en el valle del espino. Tomando mis melodías las entrelazaba y cambiaba. Todo clamor nuevo todo está perdido en todo. ¿Cómo se hace eso? Todo perdido ya. Fúnebre silbaba. Caída, rendición, caída.
Bloom aguzaba orejas de leopoldo, plegando una franja del centro de mesa bajo el vaso de flores. Orden. Sí, recuerdo. Deliciosa aria. Dormida se acercó a él. Inocencia a la luna. Sin embargo la sujeta. Valientes, no conocen su peligro. Llamar por el nombre. Tocar agua. Tintinear calesín. Demasiado tarde. Ella quería marcharse. Por eso es por lo que. Mujer. Más fácil sería parar el mar. Sí: todo está perdido.
—Una hermosa aria —dijo Bloom, leoperdido—. La conozco bien.
Nunca en su vida había Richie Goulding.
También él la conoce bien. O la siente. Siempre machacando con su hija. Sabe mucho la hija que conoce a su padre, dijo Dedalus. ¿A mí?
Bloom al soslayo sobre sin hígado vio. Cara del todo está perdido. En otros tiempos, el juerguista Richie. Chistes viejos y pasados ahora. Moviendo las orejas. El servilletero en el ojo. Ahora cartas pedigüeñas con que manda a su hijo. El bizco Walter señor yo he señor. No querría molestarle pero esperaba un dinero. Excusarse.
Otra vez el piano. Suena mejor que la última vez que lo oí. Probablemente afinado. Se detuvo otra vez.
Dollard y Cowley seguían apremiando al reacio cantor, desembuchar.
—Desembucha, Simon.
—Anda, Simon.
—Señoras y caballeros, me siento profundamente agradecido por su bondadosa solicitud.
—Anda, Simon.
—No tengo dinero, pero si me prestan un poco de atención intentaré cantarles sobre un corazón quebrantado.