Pym dijo que la había admirado en un escaparate de una tienda de High Street llamada
Hall Brothers.
–Bueno, yo la guardaría en el armario por un tiempo. Siempre puedes sacarla cuando te elijan. -Descuidadamente colocó una mano en el hombro de Pym-. Y ya que hablamos de esto, haz que tu
scout
te cosa unos botones normales en esa chaqueta. No querrás que la gente piense que eres pretendiente al trono húngaro, ¿verdad?
Una vez más, Pym participaba en todo, lo amaba todo, estiraba todos los tendones para descollar. Se afiliaba a las sociedades, pagaba más suscripciones que clubs había, se convirtió en secretario de cualquier cosa, desde la Filatelia hasta la Eutanasia. Escribió artículos delicados para publicaciones universitarias, cortejó a oradores distinguidos, fue a recibirles a la estación, les invitó a cenar a expensas de la sociedad y les condujo sanos y salvos a auditorios vacíos. Jugó al rugby y al cricket, remó con el equipo de ocho miembros de la trainera de su facultad, se emborrachó en el bar universitario y fue por turnos desarraigadamente cínico con la sociedad e incondicionalmente inglés y protector de la misma, según la persona con la que estuviese Se consagró de nuevo a la musa alemana y apenas desmayó cuando descubrió que en Oxford era unos quinientos años más vieja que en Berna, y que todo lo escrito y recordado por la memoria viva era erróneo. Pero en seguida superó su desengaño. Esto es calidad, razonó. Esto es academia. En un abrir y cerrar de ojos estaba sumergido en los textos mutilados de trovadores medievales, con la misma energía que, en una época anterior, había dispensado a Thomas Mann. Hacia finales de su primer trimestre era un estudiante entusiasta de alemán medio y alto alemán antiguo. Al final del segundo podía recitar el
Hildebrandslied
y declamar en el bar, para deleite de su modesta corte, la traducción gótica que de la Biblia hizo el obispo Ulfila. A mediados del tercero retozaba por los campos parnasianos de la filología comparativa y putativa, en donde la creatividad juvenil ha echado siempre una cana al aire. Y cuando se encontró brevemente transportado a los modernismos peligrosos del siglo xvii, le complació poder informar, en un ataque de veinte páginas contra el arribista Grimmelshausen, que el poeta había arruinado su obra con moralismo popular y socavado su validez luchando en ambos bandos durante la guerra de los Treinta Años. Como remate sugirió que la obsesión de Grimmelshausen por los seudónimos arrojaba dudas sobre su autoría.
Me quedaré aquí para siempre, decidió. Llegaré a ser catedrático y seré un héroe para mis alumnos. Para apuntalar esta ambición desarrolló un tartamudeo selectivo y una sonrisa abnegada, y de noche pasaba largas horas sentado ante su mesa, manteniéndose despierto a base de Nescafé. Al amanecer bajaba sin afeitar para que todos pudiesen ver las arrugas del estudio grabadas en su cara ansiosa. Una de esas mañanas le sorprendió encontrar esperándole una caja de oporto de marca, acompañada de una nota del profesor de Derecho por designación real.
Querido señor Pym:
El establecimiento «Harrods» me entregó ayer lo que adjunto, así como una carta encantadora de su padre que parece encomendarle a usted como mi alumno. Aunque no es mi costumbre rechazar tal generosidad, me temo que sería mejor destinarla a mi colega de la escuela de lenguas modernas, ya que tengo entendido, a través de su tutor, que usted estudia alemán.
Durante la mitad del día Pym no supo qué hacer consigo mismo, subió el cuello, erró desdichadamente por los prados de Christ Church hizo novillos por miedo a ser arrestado y escribió cartas a da, que trabajaba de secretaria sin sueldo para una sociedad benéfica londinense. Pasó la tarde en un cine oscuro. Por la noche, aún desesperado, acarreó su paquete culpable hasta Balliol, resuelto a contárselo todo a Sefton Boyd. Pero para cuando llegó allí ya se le había ocurrido una historia mejor.
–Un cerdo ricachón de Merton está intentando que me meta en la cama con él -declaró, con el tono de sana exasperación que había estado practicando a lo largo de todo el camino hasta las verjas-. Me ha mandado una caja grande de oporto para comprarme.
Si Sefton Boyd dudó de esta versión no lo manifestó. Entre los dos transportaron su botín al club «Gridiron»
,
donde seis de los socios se lo bebieron de una sentada, brindando a rachas por la virginidad de Pym hasta la mañana. Unos días más tarde, Pym fue elegido socio. Al llegar las vacaciones encontró un empleo de vendedor de alfombras en una tienda de Watford. Unas vacaciones de abogado, le dijo a Rick. Parecidas a los seminarios estivales a los que había asistido en Suiza. Rick le envió en respuesta una homilía de cinco páginas poniéndole en guardia contra los intelectuales blandengues, y un cheque de cincuenta libras que se reveló sin fondos.
Dedicó enteramente a las mujeres un trimestre de verano. Pym no había estado nunca tan enamorado. Juraba amor a todas las chicas que conocía, tan ávido estaba de superar la pobre opinión de él que suponía que ellas tendrían. En cafés íntimos, en bancos de parque o paseando por la orilla del Isis en tardes gloriosas, Pym les cogía de la mano, les miraba fijamente a los ojos perplejos y les decía todo lo que siempre había soñado oír. Si hoy se sentía torpe con una, se juraba que mañana se sentiría mejor con la siguiente, porque las mujeres de su misma edad e inteligencia representaban una novedad para él y le desconcertaban cuando no asumían una actitud de subordinación. Si se sentía torpe con todas ellas escribía a Belinda, cuya contestación nunca fallaba. Nunca duplicaba su declaración de amor; no era un cínico. A una le hablaba de su ambición de volver a las tablas en Suiza, donde había cosechado un éxito abrumador. Ella debería aprender alemán e irse con él, le decía; actuarían juntos. Ante otra se presentaba como un poeta de lo infructuoso y le contaba la persecución que había sufrido a manos de la asesina policía suiza.
–¡Pero si yo creía que eran terriblemente neutrales y humanos! -exclamó ella, horrorizada por sus descripciones de las palizas que le habían propinado antes de conducirle a la frontera con Austria.
–No si eres distinto -respondió Pym severamente-. No si te niegas a amoldarte a la norma burguesa. Esos suizos tienen dos leyes que son las que cuentan de verdad allí. No serás pobre y no serás extranjero. Yo era las dos cosas.
–Y tú has pasado realmente por eso -dijo ella-. Es fantástico. Yo no he hecho absolutamente nada.
Y a una tercera le explicó que era un novelista de la vida torturada con una obra que todavía no había enseñado a los editores, escondida en su casa en un viejo fichero.
Un día llegó Jemima. Su madre le había enviado a un curso de secretariado impartido en Oxford para que aprendiese mecanografía V fuese a los bailes. Era zanquilarga y muy nerviosa, como alguien que siempre llega tarde. Estaba más bella que nunca.
–Te quiero -le dijo Pym, ofreciéndole pedazos de pastel de frutas en su habitación-. En todos los sitios donde he estado, y a pesar de lo que he tenido que soportar, te he querido en todo momento.
–Pero ¿qué has tenido que soportar? -preguntó Jemima.
Pues Jemima requería un tratamiento muy especial. La respuesta de Pym le sorprendió a él mismo. Posteriormente decidió que esa respuesta había estado al acecho en su fuero interno y había saltado antes de que pudiese impedirlo.
–Fue por Inglaterra -dijo-. Es una suerte que todavía esté vivo. Si se lo cuento a alguien me matarán.
–¿Por qué te matarán?
–Es un secreto. Juré no decirlo.
–¿Entonces por qué me lo dices a mí?
–Te quiero. Tuve que hacer cosas horribles a personas. No puedes imaginarte lo que es guardar a solas secretos así.
Mientras Pym se oía decir esto, recordó una frase que Axel le había dicho poco antes del fin:
No existe una vida que no retorne.
La siguiente vez que vio a Jemima le habló de una muchacha valerosa con quien había trabajado mientras realizaba su terrible actividad secreta. Tenía en mente una de aquellas embarradas fotos bélicas de hermosas mujeres que habían ganado medallas del rey Jorge por haberse lanzado en paracaídas semanalmente sobre Francia.
–Se llamaba Wendy. Cumplimos juntos misiones secretas en Rusia. Nos convertimos en compañeros.
–¿Hiciste eso con ella?
–No era esa clase de relación. Era una relación profesional.
Jemima estaba fascinada.
–¿Quieres decir que era una fulana?
–Pues claro que no. Era una agente secreta como yo.
–¿Alguna vez lo has hecho con una fulana?
–No.
–Kenneth sí. Con dos. Una en cada extremo.
¿Cada extremo de qué?, pensó Pym, con violenta indignación. ¡Me habla de sexo a mí, un héroe secreto! Desesperado, escribió a Belinda una carta de doce páginas sobre el amor platónico que sentía por ella, pero cuando recibió su respuesta había olvidado el contexto de sus sentimientos. A veces Jemima se presentaba sin haber sido invitada, sin maquillaje y con el pelo recogido detrás de las orejas. Se tumbaba de bruces en la cama y leía a Jane Austen mientras daba patadas en el aire con una pierna desnuda o bostezaba.
–Puedes subirme la mano por la falda si te apetece.
–Estoy bien, gracias -dijo Pym.
Demasiado cortés para molestarla más, se sentó en una silla y leyó
Manual de literatura antigua en alto alemán
hasta que ella hizo una mueca y se marchó. No volvió a visitarle durante una temporada. La vislumbraba en los cines, de los que había siete, y los recorrió gratamente a lo largo de una semana. Ella siempre estaba con otro chico, y en una ocasión, al igual que su hermano, estaba con dos. Una vez, durante este período, Belinda fue a pasar unos días con ella, pero le dijo a Pym que no podía verle porque no sería justo con Jem. La necesidad que Pym tenía de impresionar a Jemima cobró ahora dimensiones enormes. Comía solo y se fingía obsesionado, pero ella no se le acercaba. Una noche, al pasar por una pared de ladrillo, estrelló adrede los nudillos contra ella hasta que sangraron, y luego corrió al costoso alojamiento de Jemima en Merton Street, donde la encontró secándose su larga cabellera delante de la estufa eléctrica.
–¿Con quién te has peleado? -le preguntó ella mientras le aplicaba yodo.
–No puedo decírtelo. Ciertas cosas no desaparecen nunca.
Poniendo la estufa al revés, ella le preparó una tostada mientras seguía secándose el pelo y observando a Pym a través de las trenzas.
–Si
yo
fuera hombre -dijo-, no gastaría mis energías pegándome con nadie. No jugaría al rugby, no boxearía, no espiaría a gente. Ni siquiera montaría a caballo. Reservaría todas mis fuerzas para follar y follar todo el tiempo.
Pym se marchó, deplorando nuevamente la frivolidad de quienes no captaban que él había sido llamado para más altos destinos.
Queridísima Bel:
¿No puedes hacer nada por Jemima? Simplemente no soporto ver cómo se echa a perder de esa manera.
¿Sabía Pym que había tentado a Dios? Ahora lo sé, desde luego, esta noche ventosa al lado del mar en que trato de escribirlo tantos años después. ¿A quién, si no a su Creador, estaba provocando cuando hilaba sus estúpidas historias? Pym estaba invocando a su destino tan ciertamente como si lo estuviera suplicando por su nombre en sus oraciones, y Dios, como a menudo hacía, le otorgó el favor. La fantástica versión que Pym tenía de sí mismo esperaba allí como un señuelo que ningún ojo celestial podía no ver, y la respuesta divina estaba en su cuchitril, en la garita del bedel, menos de veinticuatro horas más tarde, cuando bajó a ver quién le amaba esa mañana de sábado, antes del desayuno. ¡Ah! ¡Una carta! ¡De color azul! ¿Quizá sea de Jemima, o es de la amiga de Jemima, la virtuosa Belinda? ¿Es de Lalage, quizá, o de Polly, de Prudence, de Anne? La respuesta, Jack, era que ninguna de ellas. Como tantas cosas malas, la carta procedía de ti. Escribías a Pym desde Omán, en la residencia de los
scouts
del emirato aunque el sello era genuinamente inglés y el matasellos de Whitehall, porque había llegado a Inglaterra en valija diplomática.
Mi querido Magnus:
Como verás por el encabezamiento de la carta, he abandonado los festines de Berna por una dieta más austera, y en este momento estoy destinado en la misión militar aquí, ¡donde la vida es sin duda un poco más excitante! Sigo a ratos perdidos con mi labor eclesial, y debo decir que algunos de estos árabes cantan bastante bien. El propósito de mi carta es doble:
1) Desearte lo mejor en tus estudios y reiterarte mi interés por tus progresos.
2) Decirte que he dado tu nombre a nuestra iglesia gemela en ese viejo país, porque presumo que hay una cierta escasez de tenores en tu región. De modo que si por casualidad tienes noticias de un muchacho llamado Rob Gaunt, que te dice que es amigo mío, confío en que le permitas que te invite a una comida en mi nombre, ¡y asegúrate de que te trata a cuerpo de rey! Dicho sea de paso, es teniente coronel, nominalmente artillero.
Pym no tuvo que esperar mucho tiempo, aunque cada minuto le pareció un año. El martes siguiente, al volver de una clase práctica sobre la teoría de Ablaut, encontró esperándole un segundo sobre. Este era marrón y extraordinariamente grueso, de un tipo que no he vuelto a ver en años posteriores. Lo surcaban finas rayas que le conferían la apariencia de cartón ondulado, aunque la textura era aceitosa y tersa. No había timbre en el dorso ni señas del remitente. Hasta el fabricante era secreto. Sin embargo, el nombre y la dirección de Pym estaban inmaculadamente mecanografiados y el sello perfectamente centrado, y cuando examinó la solapa en la seguridad de su cuarto, descubrió que estaba pegada con un pegamento cauchutado que olía a gotas de ácido y se separaba en hebras pegajosas como chicle. En el interior había una sola hoja de grueso papel blanco que estaba más planchado que plegado. Al desdoblar la hoja, el gran espía descubrió al instante la ausencia de filigrana. La letra era grande, como para un miope, y su alineación impecable:
Apartado de correos 777
Oficina de Guerra
Whitehall S.W. 1
Mi querido Pym:
Nuestro mutuo amigo Jack me ha dicho cosas excelentes de ti y me gustaría mucho tener la oportunidad de llegar a conocerte, puesto que hay importantes asuntos de interés recíproco en los que podrías prestarnos tu ayuda. Por desgracia tengo un programa completo en este momento, y estaré en el extranjero cuando recibas esta carta. Quisiera saber, por tanto, si en este ínterin estarías dispuesto a mantener una conversación con un colega mío que viajará por esa zona el lunes de la semana que viene. Si estás de acuerdo, ¿por qué no coges el autobús a Burford y estás en el salón interior del Monmouth Arms un poco antes del mediodía? Para facilitar el reconocimiento llevará en la mano un ejemplar del
Allan Quatermain
de Rider Haggard, y te sugiero que consigas un
Financial Times,
que tiene un distintivo color rosa. Se llama Michael y, como Jack, tuvo una actuación brillante en la guerra. No me cabe duda de que os entenderéis de maravilla.
Con mis mejores deseos,
te saluda atentamente
R. Gaunt
(T. Cor. retirado
Royal Artillery.)