–Lo hago por mi país -dijo Pym-. Es secreto.
–Los cojones -dijo Sefton Boyd.
–Es verdad. Recibo instrucciones de Londres todas las semanas. Estoy en el servicio secreto.
–Igual que estabas en el ejército alemán en el colegio de Grimble sugirió Sefton Boyd-. Igual que eras la tía de Himmler en el de Willow. Igual que te follaste a la mujer de Willow y que tu padre le llevaba mensajes a Winston Churchill.
Llegó el día, largamente hablado y con frecuencia pospuesto, en que Michael llevó a Pym a su casa para que conociera a su familia. «Material de primera fila -le advirtió Michael en una descripción anticipada de su esposa-. Mente como un dardo. Sin piedad.» La señora Michael resultó ser una mujer famélica y descolorida, que vestía una falda con abertura y una blusa escotada sobre un pecho poco apetecible. Mientras su marido hacía cosas en el cobertizo, donde parecía que vivía, Pym mezcló inexpertamente el
Yorkshire pudding
y rechazó sus abrazos hasta que no le quedó más remedio que refugiarse con los niños en el césped. Cuando empezó a llover los introdujo en el salón y les colocó alrededor, a modo de autodefensa, mientras manejaba sus delicados juguetes.
–Magnus, ¿cuáles son las iniciales de tu padre? -le preguntó la señora Michael, con voz mandona, desde la puerta. Recuerdo su voz, quejumbrosa e interrogante, como si yo acabara de comerme su último caramelo en lugar de haberme negado a subir al dormitorio para acostarme con ella.
–R. T. -respondió Pym.
Arrastraba en la mano un periódico del domingo y debía de haber estado leyéndolo en la cocina.
–Bueno, aquí dice que hay un R. T. Pym que se presenta como candidato liberal por Gulworth North. Dicen que es un filántropo y agente inmobiliario. No puede haber dos, ¿no?
Pym le cogió el periódico.
–No -admitió, mirando el autorretrato de Rick con un
setter
rojo-. No puede.
–Pues podías habérnoslo dicho. Quiero decir que eres riquísimo y superior, ya sé, pero una cosa así es de lo más emocionante para gente como nosotros.
Enfermo de aprensión, Pym regresó a Oxford y se obligó a leer, aunque fuera de soslayo, las cuatro últimas cartas de Rick, que había arrojado sin abrir al cajón de su mesa, al lado del ejemplar de Grimmelshausen que le había regalado Axel y de otras facturas impagadas.
Envuelto en su bata de pelo de camello, Pym estaba tiritando. Le había sobrevenido de repente, como a veces le ocurría, una fiebre sin calentura. Había estado escribiendo durante tanto tiempo como llevaba despierto, lo que a juzgar por su barba era mucho tiempo. La tiritona se convirtió en un estremecimiento, como normalmente sucedía. Le retorcía los músculos del cuello y le roía la cara posterior de los muslos. Empezó a estornudar. El primer estornudo fue largo y especulativo. El segundo le siguió como un disparo de réplica. Me están disparando, pensó: los buenos y los malos se están tiroteando en mi interior.
Atchís:
Oh, Dios, recibe mi alma.
Atchís:
Oh, señor, perdónale porque no sabía lo que hacía. Se levantó, se tapó con una mano la boca y con la otra aumentó la potencia de la estufa de gas. Agarrándose, emprendió un recorrido carcelario del perímetro de la habitación, metiendo las rodillas a cada paso. Desde una esquina de la alfombra de la señorita Dubber avanzó diez pies, giró en ángulo recto y recorrió otros ocho. Se detuvo y examinó el rectángulo que había medido. ¿Cómo lo aguantó Rick?, se preguntó. ¿Cómo pudo Axel? Alzó los brazos, comparando la anchura de la celda con la extensión abarcada. «Cristo -susurró en voz alta-. Cabré a duras penas.»
Recogió la cartera reforzada que todavía no había abierto, la trasladó hasta el fuego y se sentó allí, con las cejas arqueadas y mirando ceñudamente las llamas, mientras el temblor se hacía más violento. Rick debería haber muerto cuando yo le maté. Pym susurró las palabras en alto, atreviéndose a oírlas. «Deberías haber muerto cuando yo te maté.» Volvió al escritorio y cogió la pluma. Cada línea escrita es una línea que queda atrás. Lo haces una vez y luego te mueres. Escribía aprisa. Y mientras escribía empezó a sonreír otra vez. El amor es todo aquello a lo que puedes todavía traicionar, pensó. La traición sólo es posible si amas.
Mary también estaba rezando. Estaba arrodillada sobre su cojín escolar, con los ojos sumergidos en la negrura de sus palmas, y rezaba para no estar ya en el colegio, sino en la capillita sajona de Plush que formaba parte de la finca, con su padre y su hermano arrodillados protectoramente a ambos lados de ella y su coronel, el reverendo vicario anglicano, vociferando sus órdenes de fuego y agitando el incienso como un gong. O para estar arrodillada en camisón ante la cama de su propio dormitorio, con el pelo cepillado y el trasero sobresaliendo hacia fuera, pidiendo en su oración que nadie le obligara a volver al internado. No obstante, por mucho que Mary rezara y suplicase, sabía que no iba a ninguna parte, sino adonde estaba: en la iglesia inglesa de Viena, donde vengo todos los miércoles para el oficio temprano, que comparto con la banda habitual de cristianos en ascenso, encabezados por la embajadora británica y la mujer del ministro americano, y apoyados por Caroline Lumsden, Bee Lederer y un nutrido contingente de holandeses, noruegos y figurantes de la vecina embajada alemana. Fergus y Georgie están acomodados en el banco de detrás con un pensamiento piadoso entre ellos, y es Tom, no yo, quien está en el internado, y es Magnus, no Dios, quien es omnipresente y omnisciente y, sin embargo, invisible, y quien posee la llave de todos nuestros destinos. Así que Magnus, bastardo, si en ti queda un ápice de veracidad, hazme un favor, ¿quieres?: sal de tu armamento y aconséjame, con tu infinita bondad y sabiduría -por una vez, al menos, sin mentiras, evasivas ni adornos-, qué demonios se supone que debo hacer respecto a tu querido amigo del campo de cricket de Corfú, que está sentado, no rezando, en el mismo banco que yo, al otro lado del pasillo, en el lado de la novia, y que es flaco y encorvado, con un bigote entrecano y hombros estrangulados, exactamente como Tom lo describió hasta las patas de gallo de la risa en torno a los ojos y la gabardina gris que le cubre los hombros como una capa. Porque no es la primera aparición de tu ángel gris, ni tampoco la segunda. Es la tercera y la más imaginativa en dos días, y cada vez que no reaccionó ante su presencia noto que se me acerca un paso más, y si no vuelves pronto y me dices lo que debo hacer, es muy posible que nos encuentres juntos en la cama, porque al fin y al cabo, como solías asegurarme en Berlín, no hay nada como un poco de sexo para romper la tensión y eliminar las barreras sociales.
Giles Marriott, el capellán inglés, estaba invitando a aproximarse con fe a todos aquellos de corazón puro y mente humilde. Mary se levantó, se enderezó la falda y salió al pasillo. Caroline Lumsden y su marido estaban delante de ella, pero la ética de la piedad exigía que se saludasen después y no antes del sacramento. Georgie y Fergus permanecieron firmemente aposentados en su banco, demasiado íntegros para sacrificar su agnosticismo por una coartada. Lo más probable es que no sepan qué hacer, pensó Mary. Juntando las manos sobre la barbilla, agachó de nuevo la cabeza, orando. Oh Dios, oh Magnus, oh Jack, ¡decidme qué debo hacer ahora! Está detrás de mí, a un palmo, puedo notar su olor a humo rancio de puro. Tom también había mencionado eso. En el aeropuerto, como una idea tardía. «Fumaba puritos, mamá, como papá cuando estaba dejando de fumar cigarros.» Y ha
cojeado
a lo largo del banco. Ha
cojeado
al salir al pasillo. Una docena o más de personas caminan en pos de Mary, entre ellas la embajadora, su hija llena de granos y un rebaño de americanos. Un cojo es un cojo, sin embargo, y los buenos cristianos se detienen al verlo y sonríen y le ceden el paso, y él estaba ahora detrás de ella, el recipiendario privilegiado de la caridad de todos. Y cada vez que la cola avanza un paso más hacia el altar, él
cojea
tan íntimamente como si me estuviese dando unas palmaditas en el culo. Mary no había conocido en su vida una cojera más insinuante, impúdica, escandalosa. Podía sentir los ojos alegres del hombre quemándole la espalda. Sentía el cuello ardiendo y la cara calentándose a medida que se avecinaba el momento de la consumación divina. Ante la barandilla del altar, Jenny Forbes, la mujer del oficial de la administración, estaba ejecutando una genuflexión antes de retirarse a su sitio. Ya puede hacerlo, después de la aventura que se trae con el guarda de la cancillería. Mary se adelantó, agradecida, y se arrodilló en su puesto. Fuera de mi espalda, miserable, quédate donde estás. El miserable lo hizo, pero para entonces sus palabras suavemente murmuradas estaban bramando dentro de la cabeza de Mary como un megáfono.
–Puedo ayudarla a encontrarle. Le mandaré un mensaje a su casa.
En unión coral, las preguntas chillaban en el interior de la cabeza de Mary. ¿Mandar cómo? ¿Un mensaje diciendo qué? ¿Para instruirla acerca de las causas de su deslealtad? ¿Para explicarle por qué, cuando salía ayer del té de Mujeres Internacionales, no había alargado un brazo acusador hacia él cuando él le sonreía desde el otro lado de la calle? ¿Por qué no les había gritado: «¡Detengan a ese hombre!» a Georgie y Fergus, que estaban aparcados a menos de doce metros de la puerta por la que él había aparecido… airosamente, como ningún criminal habría hecho? ¿O después, cuando resurgió a unos seis metros de ella en el supermercado Swab?
Giles Marriott la estaba mirando con perplejidad, ofreciéndole por segunda vez el cuerpo de Cristo que se había inmolado por ella. Apresuradamente, Mary colocó las manos como le habían enseñado a hacer desde la infancia, la diestra sobre la siniestra, y trazó una cruz con ellas. Él depositó la oblea sobre su palma. Ella se la llevó a los labios y notó que se le pegaba y que luego caía como un leño sobre su lengua seca. No, no soy digna, pensó, desdichadamente, mientras aguardaba al cáliz. Es cierto. No soy digna de venir a Tu mesa, ni a la mesa de nadie tampoco. Cada instante que transcurre sin que le denuncie es otro momento de deslealtad. Me está tentando y yo le estoy escuchando con todas mis fuerzas. Me está atrayendo hacia él y yo le estoy diciendo «sí, por favor». Le estoy diciendo: «Iré con usted por el bien de Magnus y de mi hijo.» Le estoy diciendo: «Iré con usted si me ofrece claridad, aun cuando sea usted malo. Porque estoy buscando una luz, cualquier clase de luz, y estoy perdiendo el juicio en la oscuridad. Iré con usted porque es la otra mitad de Magnus, y por consiguiente la otra mitad de mí.»
Cuando regresaba hacia su asiento sorprendió la mirada de Bee Lederer. Intercambiaron sonrisas piadosas.
Nunca hubo una elección parcial semejante, Tom, jamás hubo una elección parecida. Nacemos, nos casamos, nos divorciamos, morimos. Pero en algún momento del camino, si disponemos de la oportunidad, deberíamos también presentarnos como candidato liberal por la antigua circunscripción pesquera y textil de Gulworth North, situada en los pantanos más remotos de la Anglia oriental, en los años oscuros de posguerra, antes de que la televisión remplazase a la Sede Antialcohólica, y en que las comunicaciones se hallaban en una fase tal que el carácter de un hombre podía renacer si se le trasladaba a ciento cincuenta millas al noroeste de Londres. Si no tenemos la suerte de presentarnos nosotros mismos, entonces lo menos que podemos hacer es abandonarlo todo, desde el criptocomunismo a la exploración sexual inacabada y, olvidando el más reciente
Minnesänger,
correr a ponernos del lado de nuestro padre en la hora de su más ardua prueba y tiritar por su causa en umbrales helados, seducir a ancianas para que le den su voto a la manera en que él nos lo ha indicado, y encargarnos de su bienestar aunque nos cueste el pellejo, y decir al mundo por el altavoz que es un tipo fabuloso y que nunca volverá a faltarles de nada, y comprometernos, diciéndolo en serio, a que tan pronto como termine la jornada electoral, renegaremos de todas nuestras vidas anteriores y ocuparemos nuestro puesto entre las clases trabajadoras, con las que ha estado siempre nuestro corazón y nuestros orígenes, como testimonia nuestro abrazo clandestino de la causa proletaria durante los años de formación como estudiantes.
Era lo más recio del invierno cuando Pym llegó, y es invierno aún, porque nunca he regresado, nunca me atreví. La misma nieve cubre los pantanos y marismas y paraliza los molinos de viento del Quijote contra el flamenco cielo ceniciento. Las mismas ciudades con campanario penden del horizonte marino, las caras de Brueghel de nuestro electorado muestran el mismo ardor rosado que las de tres decenios antes. El convoy de nuestro candidato, dirigido por Cudlove, el liberal de toda la vida, y su precioso cargamento, todavía divulga el mensaje desde el aula de tiza hasta la sala con calefacción de parafina, patinando y maldiciendo por los caminos rurales mientras nuestro candidato medita y envasa un nuevo trago y Sylvia y el comandante Maxwell Cavendish luchan sordamente sobre el mapa de estado mayor. En mi recuerdo, nuestra campaña es una gira dramática del teatro de lo políticamente absurdo a medida que avanzamos a través de la nieve y terrenos cenagosos hacia el majestuoso ayuntamiento de Gulworth -alquilado contra la opinión de quienes decían que no llegaríamos a ocuparlo, pero lo alquilamos- para la ultimísima aparición de nuestro candidato. Allí la comedia concluye de golpe. Las máscaras y cascabeles de los bufones salen estruendosamente al escenario cuando Dios, con una simple pregunta, nos presenta Su factura por todos los buenos ratos que hemos pasado hasta entonces.
Pruebas, Tom. Hechos.
Aquí tenemos el rosetón de seda amarilla que Rick lució en su gran noche. Fue confeccionado para él por el mismo sastre sin fortuna que eligió sus colores hípicos. Aquí tenemos abierta la página central del
Gulworth Mercury
del día siguiente. Léela tú mismo. EL CANDIDATO DEFIENDE SU HONOR, DICE QUE GULWORTH NORTH SEA EL JUEZ. ¿Ves la foto del podio, con los tubos del órgano iluminados y la escalera en curva? Lo único que necesitamos es a Makepeace Watermaster. ¿Ves a tu abuelo, Tom, en el centro del escenario, acuchillando los rayos de los focos, salpicados de partículas, y a tu padre que asoma tímidamente detrás, con el flequillo al sesgo? ¿No oyes el trueno de la piedad del gran santo elevándose hacia el techo del vagón? Pym se sabe de memoria cada palabra del discurso de Rick, cada inflexión y gesto exagerado. Rick se describe como un honrado comerciante que consagrará «lo que me quede de vida, y por el tiempo que vuestra sabiduría estime que me necesite», al servicio de la circunscripción, y tarda unos cinco segundos en ejecutar con el antebrazo izquierdo un giro que siega la cabeza de los escépticos. Con los dedos cerrados y ligeramente curvados, como siempre. Nos dice que es un humilde cristiano, un padre de familia y un mercader recto, y que va a erradicar de Gulworth North las herejías gemelas del alto conservadurismo y el bajo socialismo, aunque a veces, en su fervor abstemio, confunde el orden de ambos adjetivos. Odia asimismo el exceso. Realmente le indigna. Ahora viene la buena noticia. La fe que hay en su voz la anuncia. Con Rick en el Parlamento, Gulworth North conocerá un renacimiento que supera sus sueños. Su moribunda industria del arenque se levantará de su lecho y empezará a andar. Su decadente industria textil producirá leche y miel. Sus granjas se liberarán de la burocracia socialista y llegarán a ser la envidia del mundo. Sus canales y líneas férreas decrépitas se verán milagrosamente exoneradas de las fatigas de la revolución industrial. Sus calles desbordarán de liquidez. Sus ancianos tendrán sus ahorros protegidos contra la confiscación por parte del estado, y sus hombres no conocerán las ignominias del alistamiento. Desaparecerá el impuesto de paga-cuanto-ganas, así como las demás iniquidades enumeradas en el manifiesto liberal, que Rick sólo ha leído en parte pero en el que cree totalmente.