Un espia perfecto (40 page)

Read Un espia perfecto Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
9.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Brotherhood se encaminó hacia la puerta.

–Si le encuentras, dile que no vuelva a telefonear. Y… ¿Jack?

Brotherhood se detuvo. La expresión de Belinda era de nuevo suave y esperanzada.

–¿Escribió aquel libro del que siempre estaba hablando?

–¿Qué libro era?

–La gran novela autobiográfica que iba a cambiar el mundo.

–¿Debería haberlo escrito?

–«Un día voy a enclaustrarme y a contar la verdad.» «¿Por qué tienes que enclaustrarte? Dila ahora», le dije. Parecía pensar que no podía. No voy a permitir que Lucy se case temprano. Ni tampoco Paul. Vamos a darle la píldora y a dejarle que tenga aventuras.

–¿Enclaustrarse
dónde,
Belinda?

Una vez más, la luz desapareció de la cara de ella.

–Lo lleváis encima, Jack. Todos vosotros. A él no le habría ocurrido nada si no hubiera conocido a gente como vosotros.

«Espera -se dijo Grant Lederer-. Todos te odian. Tú odias a casi todos. Sé un chico listo y espera tu turno.» Once hombres estaban sentados en una habitación dentro de otra. Falsas ventanas, en las paredes falsas, daban a flores de plástico. Desde sitios así, pensó Lederer, Norteamérica perdía sus guerras contra los hombrecillos marrones de pijama negro. Desde sitios así, pensó -desde habitaciones de cristal ahumado, aisladas de la Humanidad-, Norteamérica perderá todas sus guerras la última. Pocos metros más allá de las paredes se extendían los plácidos remansos diplomáticos de St. John’s Wood. Pero allí dentro podrían haber estado en Langley o en Saigón.

–Harry, con el mayor respeto
posible
-dijo Mountjoy, miembro del gobierno, mostrando muy poco-, un adversario escrupuloso podría habernos endilgado esos tempranos indicadores tuyos, como algunos de nosotros hemos venido diciendo continuamente. ¿Es realmente acertado sacarlos otra vez al ruedo? Creí que habíamos despachado ese expediente en agosto.

Wexler miró las gafas que estaba sujetando con las dos manos. Y «Son demasiado pesadas para él -pensó Lederer-. Ve demasiado claro con ellas.» Wexler las bajó hasta la mesa y se rascó su pelo al rape de veterano con la punta de sus dedos rechonchos. «¿Qué te detiene? -le preguntó Lederer en silencio-. ¿Estás traduciendo del inglés al inglés? ¿Te han paralizado los efectos del desfase horario después de volar en el Concorde desde Washington? ¿O te atemorizan estos caballeros ingleses que nunca se cansan de decirnos cómo organizaron en primer lugar nuestro servicio y generosamente nos invitaron a cenar en su selecta mesa? Por los clavos de Cristo, eres un alto funcionario de la mejor agencia de espionaje del mundo. Eres mi jefe. ¿Por qué no te pones de pie y te impones?» Como en respuesta a la súplica silenciosa de Lederer, la voz de Wexler empezó a funcionar de nuevo, pero con la confianza y la animación de una báscula que te dice el peso.

–Caballeros -comenzó Wexler, salvo que dijo «cabelleros». «Recarga, vuelve a apuntar, tómate tu tiempo», pensó Lederer-. Nuestra situación, Sir Eric -prosiguió Wexler, con algo desagradablemente parecido a una reverencia en dirección a Mountjoy, que poseía el tratamiento de «Sir»-, es decir, la… esto… situación global de la agencia en este asunto, en esta importante reunión y en este momento concreto, es que tenemos aquí una acumulación de indicadores de una amplia gama de fuentes por un lado, y por el otro algo que consideramos bastante más concluyente a propósito de nuestra inquietud.

Se humedeció los labios. «Yo también lo haría -pensó Lederer Si yo hubiera soltado esa parrafada, escupiría, cuando menos.»

–Estimamos, por consiguiente, que la… ah… logística exige aquí que desandemos… ah… una corta distancia y, una vez hecho esto, que pongamos… ah… el nuevo material donde todos podamos echarle un buen vistazo a la luz de lo que… ah… ha ocurrido últimamente.

Se volvió hacia Brammel y su cara arrugada pero inocente esbozó una sonrisa de disculpa.

–Tú quieres hacerlo de un modo distinto en todos los aspectos, Bo. ¿Por qué no lo dices claramente y vemos si podemos complacerte?

–Mi querido amigo, debes hacer exactamente lo que más te complazca -dijo Brammel hospitalariamente, que era lo que se había pasado la vida diciendo a todo el mundo. Wexler, pues, continuó su exposición, primero centrando su carpeta ante él encima la mesa y luego ladeándola ligeramente hacia la derecha, como si tomara tierra sobre la punta de un ala. Y Grant Lederer III, que tiene la impresión de que la comezón de su sarpullido le está mordiendo las superficies internas de la piel, trata de reducir sus pulsaciones y el calor de su sangre y creer en el alto nivel de esta reunión. En algún sitio, se dice, existe un servicio de espionaje digno, secreto y omnisciente. Lo único malo es que está en el cielo.

Los ingleses habían presentado su equipo habitual de negociadores intratables. Hobsbawn, delegado del Servicio de Seguridad, Mountjoy, miembro del gabinete, y Dorney, de Asuntos Exteriores, todos ellos atrincherados en diversas posturas de incredulidad o franco desprecio. Lederer advirtió que sólo la colocación había cambiado: mientras que hasta entonces Jack Brotherhood había sido colocado simbólicamente al lado de Brammel, esta posición la ocupaba hoy su recaudador, Nigel, y Brotherhood había sido promovido a la cabecera de la mesa, donde presidía la asamblea como una vieja ave gris que, amenazadora, observa su presa. En el lado americano de la mesa solamente cuatro. «Qué típico que en nuestras Relaciones Especiales los británicos superen en número a los americanos -pensó Lederer. En el dominio de la acción la agencia supera a esos bastardos en una proporción de casi noventa a uno. Aquí dentro somos una minoría perseguida.» A la derecha de Lederer, Harry Wexler, tras haberse aclarado la garganta a tiempo, había empezado por fin a forcejear con las complejidades de lo que insistió en denominar «la… ah… situación aún vigente». A la izquierda de Lederer estaba repantigado Mick Carver, jefe de la oficina de Londres, un millonario mimado de Boston que tenía reputación de brillante en base a unos méritos que Lederer no veía por ninguna parte. Debajo de él, el insigne Artelli, un matemático angustiado, perteneciente al espionaje de señales, parecía como si hubiese sido transportado desde Langley agarrado por los pelos. «Y entre ellos estoy sentado yo, Grant Lederer Tercero, inquerible incluso para mí mismo, el abogado emprendedor de la South Bend Indiana, cuyos esfuerzos incansables en pro de su propio ascenso han obligado a todos a reunirse una vez más para demostrar que lo que habría podido demostrarse seis meses antes: a saber, que las computadoras no fabrican inteligencia, que no hay que aproximarse al adversario a cambio de favores, que no hay que inventar calumnias voluntariamente contra hombres que ocupan altos cargos en el servicio inglés.» Dicen la verdad deshonrosa sin tener en cuenta encanto, raza o tradición, y se la dice a Grant Lederer Tercero, que está atareado haciéndose lo más impopular posible.

Cuando Lederer escuchaba impotente los tropiezos de Wexler, decidió que era él mismo, no Wexler, el extraño allí. «Ahí está E. Wexler -razonó-, que en Langley se sienta a la mano derecha de Dios. Que en el
Time Magazine
ha sido presentado como el aventurero legendario de América. Que desempeñó un papel estelar en la Bahía de los Cochinos y engendró alguna de las mejores putadas del espionaje en la guerra de Vietnam. Que ha desestabilizado más economías en bancarrota de Centroamérica de lo que pueda pensarse, y conspirado con la flor y nata, desde los jefes de la Mafia para abajo. Y aquí estoy yo, un gilipollas ambicioso. ¿Y qué estoy pensando? Estoy pensando que un hombre que no puede hablar claro no puede pensar claro. Estoy pensando que la capacidad de expresarse es compañera de la lógica, y que Harry E. Wexler, de acuerdo con este criterio, está circuncidado desde el cuello para arriba, aunque tenga mi precioso futuro en sus manos.»

Para alivio de Lederer, la voz de Wexler cobró nueva confianza. Era porque estaba leyendo directamente del informe de Lederer.
En marzo del 81 un desertor digno de crédito informó que…
Nombre de guerra Dumbo, recordó Lederer automáticamente, transformándose en una computadora: reinstalado en París con una furcia proporcionada por la sección de recursos. Un año después desertó la furcia.
En marzo del 81 el espionaje de señales informó que…
Lederer lanzó una mirada a Artelli, esperando encontrar la suya, pero Artelli estaba escuchando señales propias.
Nuevamente en marzo del 82, a una fuente
introducida en el espionaje polaco, en el curso de una visita de enlace a Moscú, le aconsejaron que…
Nombre falso Mustafá, recordó Lederer con un escalofrío delicado: murió por exceso de entusiasmo mientras auxiliaba en sus investigaciones a la seguridad polaca. Con un titubeo y un traspiés, el gran Wexler sirvió el primer plato fuerte de la mañana y consiguió no estropearlo. Y el sentido de esos indicadores,
caballeros,
es en todos los casos el mismo, declaró: a saber,
«que la campaña balcánica íntegra de un servicio de espionaje occidental innominado está siendo orquestada por el espionaje checo en Praga, y que la filtración se está produciendo ante las mismas narices de la hermandad del espionaje angloamericana».
Pero nadie da un salto en el aire. El coronel Carruthers no se quita el monóculo para exclamar: «¡Dios santo, qué diabólica astucia!» La fuerza sensacional de la revelación de Wexler tiene seis meses de antigüedad. El junco de la caja se ha marchitado y ningún pájaro canta.

Lederer decidió escuchar, en cambio, lo que Wexler no dice. «Nada sobre mi entrenamiento de tenis interrumpido, por ejemplo. Nada sobre mi matrimonio en peligro, mi vida sexual truncada, mi absoluta inoperancia como padre, a partir del día en que me eximieron de todos los demás deberes y me asignaron la función de superesclavo del gran Wexler veinticinco horas al día.» «Tienes formación de abogado, hablas el checo y tienes la pericia checa -le había dicho el departamento de personal con estas mismas palabras-. Más concretamente tienes una mente enormemente brillante. Aplícala, Lederer. Esperamos maravillas de ti.» Nada sobre las horas nocturnas delante de mi computadora, gastando los dedos en pulsar malditas teclas y alimentar acres de datos inconexos. ¿Por qué lo hice? ¿Qué me ocurrió? Mamá, simplemente sentí que mi talento crecía en mi interior y entonces me monté en su lomo y me puse en marcha hacia mi destino. Nombres e historial de todos los oficiales pasados o presentes de los servicios de espionaje occidentales con sede en Washington y acceso al objetivo checo, sean consumidores centrales o periféricos: Lederer envasa en cuatro días toda esta información ridícula. Nombres de todos sus contactos, detalles de sus desplazamientos, sus pautas de conducta, sus apetitos sexuales y sus esparcimientos: Lederer lo asimila todo en una sesión maniática de viernes-a-lunes mientras Bee reza por los dos. Nombres de todos los correos checos, funcionarios, viajeros legales o ilegales que entran y salen de Estados Unidos, además de descripciones personales en reseñas separadas para contrarrestar los pasaportes falsos. Fechas y propósito aparente de esos viajes, frecuencia y duración de la estancia. Lederer lo entrega todo atado y amordazado al cabo de tres cortos días y noches mientras Bee se convence de que le está engañando con Maisie Morse, de la Cantina, a quien el humo de marihuana le sale por las orejas.

Desdeñando todavía éste y otros muchos sacrificios de su subordinado, Wexler se ha embarcado en un párrafo desastroso sobre «incorporar nuestro conocimiento general de la metodología checa en lo referente a la atención de y a la comunicación
con
sus agentes en activo». Sigue un silencio expectante mientras la reunión parafrasea mentalmente.

–Ah, quieres decir
mañas del oficio,
Harry -dice Bo Brammel, que nunca podía resistirse a una agudeza si pensaba que adornaría su reputación, y el pequeño Nigel, a su lado, contiene la risa alisándose el pelo.

–Pues sí, señor, supongo que es eso lo que quiero decir -confiesa Wexler, y Lederer, para su propia sorpresa, siente que un bostezo de excitación nerviosa le recorre cuando el desaliñado Artelli ocupa la tribuna.

Artelli no utiliza notas y posee una frugalidad verbal de matemático. A pesar de su apellido, habla con un ligero acento francés que disimula debajo de un tono gangoso y cansino del Bronx. Como los indicadores continuaban multiplicándose, dice, mi sección recibió la orden de efectuar una revalorización de las transmisiones de radio clandestinas emitidas desde el tejado de la embajada checa en Washington, así como desde ciertos edificios checos identificados en Estados Unidos a lo largo de los años 81 y 82, en especial su consulado de San Francisco.

–Nuestra gente reconsideró las distancias del rebote, variaciones de frecuencias y zonas de recepción probables. Repasó todas las emisiones interceptadas de ese período, aunque no habíamos podido interceptarlas en el momento de su transmisión original. Preparó un horario de dichas transmisiones para poder confrontarlas con los movimientos de sospechosos verosímiles.

–Espere un minuto, ¿quiere?

La cabeza del pequeño Nigel gira como una veleta en una tormenta. Hasta Brammel muestra signos visibles de interés humano. Desde su exilio en el extremo de la mesa, Jack Brotherhood apunta con un índice calibre 45 directamente al ombligo de Artelli. Y es sintomático de todas las paradojas de la vida de Lederer que, de todas las personas presentes en la habitación, Jack Brotherhood es a la que más desearía servir, si alguna vez tuviera la oportunidad y a pesar -o quizá porque- sus ocasionales esfuerzos por congraciarse con su héroe adoptado han merecido un repudio férreo.

–Escuche, Artelli -dice Brotherhood-. Ustedes han insistido mucho en el punto de que cada vez que Pym abandonaba las oficinas de Washington, ya fuese de permiso o para visitar otra ciudad, cesaba una serie particular de transmisiones cifradas desde la embajada checa. Sospecho que va a repetirnos eso mismo ahora.

–Con más detalle, sí -responde Artelli, bastante complacido.

El dedo índice de Brotherhood continúa apuntando a su blanco. Artelli mantiene las manos apoyadas en la mesa.

–¿La presunción es que al estar Pym fuera del alcance de su transmisor de Washington, los checos no se molestarían en hablar con él?-inquiere Brotherhood.

–Así es.

–Entonces cada vez que volvía a la capital reanudaban el contacto. «Hola, ¿eres tú? Bienvenido a casa.» ¿Es así?

Other books

How to Manage a Marquess by Sally MacKenzie
The All-Star Joker by David A. Kelly
The File by Timothy Garton Ash
There's Always Plan B by Susan Mallery
The Returning by Ann Tatlock
A Hire Love by Candice Dow
Pastures New by Julia Williams
Second Chance Ranch by Audra Harders