Un espia perfecto (21 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–¿Mamá?

–Sí, cariño.

–Están ahí, mamá.

–¿Quiénes?

–Aquellos dos campistas de Plomari. Están sentados en la moto, en el aparcamiento, vigilando a papá.

–Escucha, cariño, ya
basta
-replica Mary firmemente, resuelta a disipar esas sombras de una vez por todas-. Olvídate de eso completamente, ¿de acuerdo?

–Sólo que les he reconocido, ¿ves? Lo he descubierto esta mañana. Me he acordado. Son los hombres que iban en el coche que daba vueltas por fuera del campo de cricket de Corfú mientras el amigo de papá trataba de convencerle de que subiera al coche con ellos.

Por un momento, aunque Mary ya ha pasado por este procedimiento angustioso una docena de veces, tiene ganas de gritar: «Quédate. No te vayas. Me importa un pepino tu educación. Quédate conmigo.» Pero en vez de eso le despide con la mano desde el otro lado de la barrera y reserva sus lágrimas para el trayecto de regreso, en que Magnus, como siempre, está absolutamente encantador con ella. Y ahora es ya la mañana siguiente, Tom está a punto de llegar a su colegio y Mary mira fijamente los barrotes carcelarios de los postigos carcomidos de Kyria Katina, y el cielo clarea sin remordimiento por entre los resquicios, y ella procura no oír el ruido metálico de las cañerías debajo y el torrente de agua que cae libremente sobre las baldosas cuando Magnus ejecuta su ducha matutina.

–¡Cristo! ¿Estás despierta, chica? ¡Está helada, créeme!

Te creo, repite ella para sí misma, y se arrebuja con la ropa de cama. En quince años nunca me ha llamado chica. Ahora de repente es chica a todas horas, como si él acabara de enterarse de su sexo. Tan sólo le separa de él la anchura de una tabla del suelo, y si se atreve a mirar por el costado de la cama vislumbrará su cuerpo desnudo de desconocido a través de las grietas entre los tablones. Al no recibir respuesta de Mary, Pym empieza a cantar una canción de Gilbert y Sullivan al tiempo que chapotea en el agua.


Por la mañana temprano procederemos a encender el fuego…
¿Qué tal lo hago? -grita, cuando ha cantado todo lo que sabe.

En otros tiempos Mary tenía una pequeña reputación musical. En Plush dirigía un grupo pasable de madrigales. Cuando estaba realizando su tarea en la oficina central, cantó de solista en el coro de la Casa. Es simplemente que nadie te puso nunca discos, solía decirle a Magnus, en una crítica velada a su primera mujer, Belinda. Un día tu voz será tan buena cantando como cuando hablas, querido.

Mary junta aire.

–¡Mejor que Caruso! -grita.

Tras este intercambio, Magnus puede reanudar su ducha.

–Fue bien, Mabs. Realmente bien. Siete páginas de prosa inmortal. Primera versión, pero buena.

–Estupendo.

Él ha empezado a afeitarse. Le oye vaciar la tetera en la palangana de plástico del fregadero. Hojas Contour, piensa ella: Oh, Dios, me he olvidado de comprarle sus malditas hojas Contour. Durante todo el trayecto de ida al aeropuerto, y también en el de vuelta, sabía que había olvidado algo, porque en estos días las pequeñeces son para ella tan espantosas como las cosas grandes. Ahora compraré queso para el almuerzo. Ahora compraré pan para el queso. Cierra los ojos e inhala otra bocanada enorme.

–¿Has dormido?

–Como un tronco. ¿No te has dado cuenta?

Sí, me he dado cuenta. Te he sentido salir de la cama a las dos de la mañana y bajar silenciosamente a tu cuarto de trabajo. Te he oído andar de un lado para otro y detenerte. He oído el crujido de tu silla y el susurro de tu pluma cuando empezabas a escribir. ¿A quién? ¿Con qué voz? ¿Cuál de ellas?

Un estallido de música ahoga el rumor de su afeitado. Ha encendido la radio para escuchar el noticiario de la BBC. Magnus sabe la hora exacta en todo momento del día y de la noche. Si consulta a su reloj es sólo para confirmar los horarios que hay en su cerebro. Mary escucha entumecida una enumeración de sucesos que nadie puede controlar. Ha estallado una bomba en Beirut. Una ciudad ha sido destruida en El Salvador. La libra ha caído. O subido. Los rusos se excluyen de las próximas olimpíadas o participan, después todo. Magnus sigue la política como un jugador demasiado sabio para apostar. El ruido crece progresivamente a medida que Magnus transporta la radio arriba,
plop, plop,
desnudo salvo por las sandalias. Se inclina sobre ella y ella huele el jabón de afeitar y los insípidos cigarros griegos que se ha aficionado a fumar mientras escribe.

–¿Todavía con sueño?

–Un poco.

–¿Cómo está Rata?

Mary está cuidando a una rata medio destripada que encontró en el jardín. Está metida en un cajón de paja en la habitación de Tom.

–No he mirado -contesta.

Él la besa cerca de la oreja, una explosión, y comienza a acariciarle el pecho como una señal para que ella le abrace, pero ella gruñe un desmañado «luego» y se da media vuelta en la cama. Le oye chapotear hasta el ropero, oye a la puerta vieja resistir y abrirse de golpe. Si elige pantalones cortos se va de paseo. Si escoge unos vaqueros se va a la ciudad a beber con los gorrones. El coronel Parker -llámeme Parkie, con mi chulo griego y mi terrier
Sealyham
que llevo de la correa como a una tetera. Elsie y Ethel, las maestras jubiladas y tortilleras de Liverpool. Un tipo escocés, tengo un negocio minúsculo en Dundee. Magnus saca una camisa y se la pone. Mary le oye abrocharse los pantalones cortos.

–¿Dónde vas? -pregunta.

–A dar un paseo.

¿Quién era la que hablaba así de pronto, aquella mujer madura y que iba derecha al grano?

–Espérame. Te acompaño. Puedes hablarme de eso.

Magnus está tan sorprendido como ella:

–¿De qué, por Dios?

–De lo que te preocupa, querido. Me da igual. Hablame de ello, sea lo que sea, para que no tenga que…

–¿No tengas qué?

–Reprimirlo. No darme por enterada.

–Tonterías. No pasa nada. Simplemente estamos un poco tristones sin Tom.

La recuesta en la almohada como si fuese una inválida.

–Se te pasará durmiendo y a mí paseando. Te veo en la taberna hacia las tres.

Sólo Magnus es capaz de cerrar con tanto sigilo la puerta delantera de Kyria Katina.

De pronto Mary es fuerte. La partida de Magnus la ha liberado. Respira. Va a la ventana norte, todo planeado. Ha hecho estas cosas antes y ahora recuerda que las hace bien, muchas veces con más calma que los hombres. En Berlín, cuando Jack necesitaba una chica disponible, Mary había montado guardia, escamoteado llaves de habitaciones a porteras, restituido documentos robados a escritorios peligrosos, conducido a agentes asustados a apartamentos seguros. Conocía el juego mejor de lo que creía, pensó. Jack solía elogiar mi frialdad y mi vista aguda. Por la ventana ve la carretera nueva alquitranada que serpentea hacia las colinas. A veces va por ahí, pero hoy no. Abre la ventana y se asoma por ella como saboreando el lugar y la mañana. Esa bruja, Katina, ha ordeñado temprano a sus cabras, eso significa que se ha ido al mercado. Mary solamente se permite una mirada fugaz hacia el lecho fluvial seco donde, a la sombra del puente de piedra, los dos jóvenes de siempre están molestando con su motocicleta de matrícula alemana. Si hubieran aparecido así delante de la puerta en Viena, Mary se lo habría comunicado a Magnus al instante: le habría telefoneado a la embajada, de ser preciso. «Parece que los ángeles vuelan hoy bastante bajo», habría dicho. Y Magnus hubiera hecho lo que fuere menester: avisar a la patrulla diplomática, enviar a sus hombres a identificarlos. Pero ahora, en sus vidas separadas, es como si hubieran acordado entre ellos que no hay que hacer comentarios sobre los ángeles, ni siquiera sobre los sospechosos.

Su cuarto de trabajo está en la planta baja. Él no le cierra la puerta con llave, pero entre ellos existe el pacto ético de que ella no entre a menos que él la llame expresamente. Gira la manilla y entra. Los postigos están cerrados, pero no tapan los cristales superiores de la ventana y hay luz suficiente para que ella vea. Pisa fuerte, se dice a sí misma, recordando su adiestramiento. Si tienes que hacer un ruido, que sea acentuado. El cuarto es austero, como a Magnus le gusta. Una mesa, una silla, una cama individual donde desplomarse entre ráfagas de redacción creativa de borradores. Retira hacia atrás la silla y hace tambalearse a una botella de vodka. La mesa está cubierta de libros y papeles, pero no toca nada. El viejo ejemplar de
Simplicissimus,
encuadernado en ante, ocupa un lugar de honor, como de costumbre. Es su mascota. Su no sé qué. Es un motivo de permanente afrenta para Mary el hecho de que nunca le permitirá encuadernarlo. Porque me gusta así, dice él tercamente. Así me lo dieron. Una mujer, sin duda. «Para Sir Magnus, que nunca será mi enemigo», reza la inscripción en alemán. Que la follen. Y también a los apodos estrafalarios.

Brotherhood le ha interrumpido de nuevo.

–¿Dónde está ahora ese libro?

Con dificultad y un ligero rencor ella retornó al tiempo presente. Pero Brotherhood insistió:

–No está en su escritorio de abajo. Tampoco lo he visto en el salón. No está en el dormitorio ni en el cuarto de Tom. ¿Dónde está?

–Ya te lo he dicho -dijo ella-. Se lo lleva a todas partes.

–No me lo habías dicho, pero gracias -respondió Brotherhood.

Ella lleva un par de guantes de algodón contra las marcas de sudor y de mugre. Él usará un truco. Hace esas cosas instintivamente. Su vieja cartera descansa en el suelo, abierta de par en par, pero ella tampoco la toca. Otros libros están esparcidos como pisapapeles para sujetar el manuscrito, y aparentemente al azar. Mary lee un título. Está en alemán:
Libertad y conciencia,
de un autor cuyo nombre nunca ha oído. Junto a él, un ejemplar de
El buen soldado
de Madox Ford, que Magnus lee incesantemente en los últimos tiempos, se ha convertido en su Biblia. Junto a este ejemplar, un viejo álbum de fotos. Levanta con suavidad la tapa desconocida y sin moverla pasa varias páginas. Magnus a los ocho años vestido de futbolista, la foto de un equipo. Magnus a los cinco en un escenario alpino, sosteniendo un tobogán. Magnus a la edad de Tom ya con su sonrisa excesivamente complaciente, invitándote a entrar pero sin esperar que a él le inviten. Magnus de luna de miel con Belinda, sin que ninguno de los dos parezca tener más que unos doce años. Es la primera vez que ve estas fotos. Mary deja caer la tapa, retrocede unos pasos e inspecciona de nuevo la disposición de los objetos sobre la mesa. Al nacerlo descubre la argucia que ha utilizado Magnus. Cada uno de los tres libros, al parecer colocados a la ventura encima de los papeles, está alineado con respecto a la punta de las tijeras que ocupan su centro. Mary va a la cocina, coge el mantel, lo pone en el suelo, al lado del escritorio, y a continuación, con la mano enguantada, mide las distancias entre cada objeto de la mesa. Con tanta suavidad como si estuviera levantando vendas de una herida, los coloca en el mismo orden encima del mantel. Ahora los papeles de la mesa permanecen expuestos ante su mirada. No ha contado con la aparición de tanto polvo. Con sólo cruzar la puerta ha levantado nubes polvorientas. Soy una ladrona de tumbas, piensa cuando el polvo le abrasa la garganta. Está examinando el fajo de un manuscrito. La página superior está oscurecida por las tachaduras. Levanta el fajo de papeles y deja todo lo demás en su sitio. Lo lleva a la cama pequeña, se sienta. En Plush, cuando era una muchacha, lo llamaba el juego de Kim y lo jugaban todas las Nocheviejas, junto con números de teatro y asesinato y bobinas de cine. En el centro de adiestramiento, cuando supuestamente ella era un adulta, lo llamaban Observación y lo jugaban por los pueblos dormidos de Dedham, Manningtree y Bergholt: ¿Quién ha pintado su puerta esta mañana, podado las rosas, comprado un coche nuevo, cuántas botellas de leche había en el umbral del número dieciocho? Pero jugaran donde jugasen Mary siempre ganaba con mucha diferencia, tiene la maldición de una memoria fotográfica a la que muy poco escapa.

Fragmentos de novela, dijo a Brotherhood, todos ellos comienzos.

Una docena de capítulos 1, algunos a máquina y otros a mano, todos plagados de tachaduras. Principalmente hablaban de la infancia de un huérfano llamado Ben.

Garabatos. Dibujos de un brazo extendido para robar. La entrepierna de una mujer.

Notas personales, todas injuriosas: «basura sentimental»; «reescribir o destruir»; «has omitido el estigma que transmitimos de hombre a niño»; «un día un Wentworth nos atrapará a todos».

Una carpeta rosa con la rúbrica: «Pasajes sueltos.» Ben se entrega a las autoridades. Ben descubre que existe otro servicio secreto, el auténtico, y se incorpora a él en el momento preciso. Una carpeta azul titulada «Escenas finales», varias de ellas dirigidas a Poppy, su querida y puñetera Poppy. Una cartulina de dibujo sustraída del cuaderno de bocetos de Mary y en la cual Magnus ha dibujado un diseño de bocadillos de diálogo unidos para formar un diagrama de sus ideas, exactamente lo que le enseñan a Tom para preparar sus redacciones escolares. Bocadillo: «Si toda naturaleza aborrece el vacío, ¿qué opina un vacío sobre toda naturaleza?» Otro: «Duplicidad es cuando complaces a una persona a expensas de otra.» Otro más: «Somos patriotas porque tenemos miedo de ser cosmopolitas, y cosmopolitas porque tememos ser patriotas.»

Llamaron a la puerta, pero Brotherhood hizo una señal con la cabeza a Georgie, indicándole que no hiciera caso.

–No era su escritura de verdad -dijo Mary-. Era todo puntiagudo. Funcionó por un tiempo y luego se atascó. Era como si le doliera seguir.

A Brotherhood le importaba un bledo a quién le doliera.

–Más -dijo-. Más. De prisa.

–Soy yo, señor -gritó Fergus al otro lado de la puerta-. Un mensaje urgente, señor. Muy urgente.

–He dicho que espere -ordenó Brotherhood.

–«Los sistemas de la vida de Ben se están derrumbando» -continuó Mary-. «Se ha pasado la vida inventando versiones de sí mismo que no son ciertas. Ahora la verdad se le echa encima y está huyendo. Su Wentworth espera en la puerta.»

–Más -dijo Brotherhood, vigilando a Mary.

–«Rick me inventó, Rick se está muriendo. ¿Qué ocurrirá cuando Rick suelte el cabo de la cuerda?»

–Sigue.

–Una cita de San Lucas. No le vi abrir una Biblia en mi vida. «Quien es fiel en muy poco también es fiel en mucho.»

–¿Y?

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