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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto

BOOK: Un espia perfecto
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Magnus Pym, paradigma de espías, llega al límite de su resistencia y se aísla en un refugio secreto para analizar su vida en una larga carta dirigida a su hijo. Mientras, en el exterior, suenan las señales de alerta, y los recelos, sospechas y desconfianzas que forman el mundo del espionaje se centran en Magnus Pym, que deja de ser un espía perfecto para convertirse en un traidor despreciable al que hay que cazar, porque sólo puede ser perfecto el espia atrapado, retirado o muerto.

John Le Carré

Un espia perfecto

ePUB v1.0

NitoStrad
23.02.12

Título: Un espia perfecto

Autor: John Le Carré

Traducción: Jaime Zulaica

Lengua de traducción: Inglés

Lengua: Español

Edición: septiembre 1986

ISBN 10: 84-226-2166-5

A R.,
que compartió el viaje,
me prestó a su perro
y me brindó algunos pasajes de su vida.

Un hombre que tiene dos mujeres pierde su alma. Pero un hombre que tiene dos casas pierde la cabeza.

Proverbio.

Prólogo

John le Carre es el seudónimo de David J M Cornwell, nacido en Poole, Inglaterra, en 1931 Estudió en las universidades de Berna y Oxford y fue profesor en Eton A fines de los años cuarenta fue miembro de los servicios secretos británicos en Austria y de 1961 a 1964 fue funcionario del Foreign Office Su primera novela.
Llamada para el muerto,
fue publicada en 1961 pero fue la tercera,
El espía que surgió del frío,
la que le dio fama internacional. Entre sus obras posteriores destacan
Una pequeña ciudad de Alemania, El amante ingenuo y sentimental, La chica del tambor, Un espía perfecto, La casa Rusia, El infiltrado
y las protagonizadas por el celebre agente
Smiley El topo, El honorable colegial y La gente de Smiley
Algunas de ellas han sido llevadas al cine con éxito

1

A primeras horas de una mañana tormentosa de octubre, en una ciudad costera del sur de Devon que parecía haber sido abandonada por sus habitantes, Magnus Pym se apeó de un viejo taxi rural y, tras haber pagado al taxista y aguardado hasta que se fue, comenzó a atravesar la plaza de la iglesia. Su destino era una hilera de pensiones victorianas mal iluminadas y con nombres como
Bel-a-Vista, The Commodore
y
Eureka.
Era un hombre de constitución robusta pero majestuosa, la personificación de algo. Su zancada era ágil, y su cuerpo inclinado hacia delante encarnaba la mejor tradición de la clase administrativa anglosajona. Con el mismo porte, ya fuese estático o en movimiento, los ingleses habían izado banderas en colonias lejanas, descubierto el nacimiento de grandes ríos, permanecido en la cubierta de barcos que se hundían. Hacía dieciséis horas que viajaba en uno u otro medio de transporte, pero no llevaba abrigo ni sombrero. Transportaba en una mano una gruesa cartera negra de estilo oficial y en la otra una bolsa verde de
Harrods
. Un fuerte viento marino azotaba su traje de ciudad, lluvia salada le irritaba los ojos, bolas de espuma cabrilleaban a su paso. Pym no les prestó atención. Al llegar al pórtico de una casa con el letrero «Completo», apretó el timbre y esperó, primero a que se encendiera la luz de fuera, y luego a que desatasen las cadenas de dentro. Mientras esperaba, el reloj de una iglesia empezó a dar las cinco. Como en respuesta a sus campanadas, Pym giró sobre sus talones y contempló la plaza. La aguja sin gracia de la iglesia baptista alardeando contra las nubes presurosas. Las retorcidas araucarias, orgullo de los jardines ornamentales. El quiosco de la música vacío. La marquesina del autobús. Las manchas oscuras de las calles laterales. La puerta de las casas, una por una.

–Vaya, señor Canterbury, es usted -objetó la voz aguda de una anciana cuando la puerta se abrió a la espalda de Pym-. Malvado. Ha cogido otra vez el tren de noche, ya veo. ¿Por qué no telefonea nunca?

–Hola, señorita Dubber -dijo Pym-. ¿Cómo está?

–No importa cómo estoy, señor Canterbury. Entre, deprisa. Va a atrapar un resfriado.

Pero la fea plaza barrida por el viento parecía haber cautivado a Pym como un sortilegio.

–Creí que Sea View estaba en venta, señorita D -comentó, mientras ella trataba de introducirle en la casa-. Usted me dijo que el señor Cook se mudó cuando murió su mujer. Que no quería poner el pie en esa casa, dijo.

–Pues claro que no. Tenía alergia. Entre ahora mismo, señor Canterbury, y séquese los pies antes de que le prepare el té.

–¿Entonces qué hace esa luz encendida en la ventana del dormitorio de arriba? -preguntó Pym mientras se dejaba remolcar por la escalera.

Como muchos tiranos, la señorita Dubber era de baja estatura. Era asimismo vieja, quebradiza y torcida, con una espalda encorvada que le arrugaba la bata y hacía que todo a su alrededor pareciese igualmente ladeado.

–El señor Cook ha alquilado el piso de arriba. Celia Venn lo ha cogido para pintar ahí. Cien por cien propio de usted. -Pasó un cerrojo-. Desaparece tres meses, vuelve en mitad de la noche y se preocupa por la luz de una ventana. -Corrió otro-. No cambiará nunca, señor Canterbury. No sé por qué me inquieto.

–¿Quién es esa Celia Venn?

–La hija del doctor Venn, tonto. Quiere ver el mar y pintarlo. -Su voz cambió bruscamente-. ¿Pero cómo se atreve, señor Canterbury? Quítese eso inmediatamente.

Pasado el último cerrojo, la señorita Dubber se había enderezado lo mejor que podía y se estaba preparando para un desganado abrazo. Pero en vez de su ceño acostumbrado, en el que nadie creía ni por un momento, su carita minúscula había contraído una mueca de espanto.

–Su horrible corbata negra, señor Canterbury. No permitiré la muerte en mi casa, no permitiré que lleve eso. ¿Por quién la lleva?

Pym era un hombre guapo, juvenil pero distinguido. Recién rebasada la cincuentena estaba en la flor de la edad, lleno de brío y urgencia en un lugar donde no existían. Pero, a juicio de la señorita Dubber, lo mejor de él era su sonrisa encantadora, que expresaba un gran calor y verdad y que a ella le infundía bienestar.

–Por un antiguo colega de Whitehall, señorita Dubber. Nadie a quien llorar. Nadie próximo.

–A mi edad todo el mundo es próximo, señor Canterbury. ¿Cómo se llamaba?

–Apenas le conocía -respondió Pym enfáticamente, quitándose la corbata y guardándola en el bolsillo-. Y evidentemente no voy a decirle su nombre para que usted empiece a rebuscar en esas esquelas.

Al decir esto dirigió la mirada al registro de huéspedes, que estaba abierto sobre la mesa del recibidor, debajo de la lamparilla anaranjada que él le había instalado en el techo durante su última visita.

–¿Ningún huésped de paso, señorita D? -preguntó al propio tiempo que examinaba la lista-. ¿Parejas fugitivas, princesas misteriosas? ¿Qué pasó con los dos tortolitos que vinieron en Pascua?

–Aquellos dos muchachos no eran tortolitos -le corrigió la señorita Dubber mientras cojeaba hacia la cocina-. Cogieron habitaciones individuales y por las noches veían el fútbol en la televisión. ¿Qué ha dicho usted, señor Canterbury?

Pero Pym no había hablado. A veces sus ráfagas de comunicación eran como llamadas telefónicas cortadas por una censura interna antes de completarse. Pasó una página y después otra.

–Creo que ya no voy a admitir a más huéspedes de paso -dijo la señorita Dubber a través de la puerta abierta de la cocina, mientras encendía el gas-. Hay veces en que suena el timbre y yo estoy sentada aquí con
Toby
y digo: «Contesta tú,
Toby.»
No lo hace, claro. Un gato de color carey no puede contestar a una llamada. Así que seguimos sentados aquí. Esperamos y oímos los pasos que se van. -Le lanzó una mirada astuta-. Tú no crees que nuestro señor Canterbury está enamoriscado, ¿verdad que no,
Toby
? -preguntó maliciosamente al gato-. Somos muy
listos
esta mañana. Muy
brillantes.
El señor Canterbury está diez años más joven. -Al no recibir tampoco respuesta de él, se dirigió al canario-. Aunque nunca nos lo diría a nosotros, ¿eh,
Dickie?
Seríamos los últimos en enterarnos. ¿Chuc-chuc? ¿Chuc-chuc?

–John y Sylvia ilegibles, de Wimbledon -dijo Pym, consultando todavía el registro.

–John hace computadoras, Sylvia las programa y se van mañana -le dijo ella, malhumorada. Porque la señorita Dubber tenía que reconocer que en su mundo no había nadie más que su querido Canterbury-. ¿Y ahora qué ha hecho? -exclamó enfadada-. No lo aceptaré. Devuélvalo.

Pero no estaba enfadada, lo aceptaría y Pym no iba a devolverlo: un chal de Cachemira de punto grueso y color blanco y oro, todavía en su caja de
Harrods
y envuelto en su papel de seda original, que pareció que ella valoraba más que el contenido. En efecto, tras haber desenvuelto el chal, primero alisó el papel y lo dobló por sus pliegues antes de reponerlo en la caja, y luego la puso en el estante del armario donde guardaba sus mayores tesoros. Sólo entonces consintió que Pym le envolviera los hombros en el chal y la abrazara mientras ella le recriminaba el despilfarro.

Pym tomó té con la señorita Dubber, Pym la apaciguó, Pym comió un pedazo de su mantecada y la puso por las nubes a pesar de que ella le dijo que estaba quemada. Pym le prometió arreglar el tapón del fregadero y desatascar el tubo del desagüe y echar una ojeada a la cisterna durante su estancia. Pym era rápido y sumamente atento, y la inteligencia que ella había comentado sagazmente no le abandonaba. Levantó a
Toby
hasta sus rodillas y le acarició, cosa que nunca había hecho antes, y que no proporcionó al gato un placer visible. Escuchó las últimas noticias de la anciana Al, la tía de la señorita Dubber, pese a que normalmente la sola mención de la tía Al bastaba para que él se fuera precipitadamente a la cama. Pym la interrogó, como siempre hacía, sobre los tejemanejes locales desde su última visita, y escuchó con aprobación el catálogo de quejas de la señorita Dubber. Y bastantes veces, mientras asentía al oír sus respuestas, o bien se sonreía sin motivo claro o bien mostraba somnolencia y bostezaba por detrás de la mano. Hasta que de pronto posó su taza de té y se levantó como si tuviera que coger otro tren.

–Voy a quedarme una temporada, si a usted le parece bien, señorita D. Tengo que escribir un buen montón de cuartillas.

–Eso es lo que dice siempre. La última vez iba a quedarse aquí para siempre. Luego surge cualquier cosa y otra vez a Whitehall sin haber puesto el huevo.

–Quizá unas dos semanas. Me han dado un permiso para que pueda trabajar en paz.

La señorita Dubber fingió horrorizarse.

–¿Pero qué será del país? ¿Cómo estaremos a salvo
Toby
y yo sin el señor Canterbury al timón para guiarnos?

–¿Entonces qué planes tiene la señorita D? -preguntó él, seductoramente, extendiendo la mano hacia su cartera, que por el esfuerzo que le costó levantarla parecía tan pesada como un lingote de plomo.

–¿Planes? -repitió la señorita Dubber, con una sonrisa embellecida por su perplejidad-. A mi edad no hago planes, señor Canterbury. Dejo que los haga Dios. Los hace mejor que yo, ¿verdad,
Toby?
Es más de fiar.

–¿Y el crucero del que siempre estaba hablando? Ya es hora de que se decida.

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