Un espia perfecto (50 page)

Read Un espia perfecto Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¿Qué tal he estado, hijo?

–¡Fantástico!

–Y tú también, hijo. Dios, aunque viva cien años nunca llegaría a estar más orgulloso. ¿Quién te ha cortado el pelo?

Hace mucho tiempo que no se lo han cortado, pero Pym no se lo dice. Están cruzando el aparcamiento con dificultad, porque Rick sujeta el brazo de Pym con una férrea presión ambulante y avanzan escorados, como un par de abrigos torcidos en su percha. Cudlove mantiene abierta la puerta del «Bentley» y vierte lágrimas orgullosas de maestro de escuela.

–Precioso, señor Magnus -dice-. Ha sido Karl Marx resucitado, señor. No lo olvidaremos nunca.

Pym le da las gracias distraídamente. Como tan a menudo, cuando se halla en la cresta de un falso triunfo, le atenaza la sensación imprecisa del inminente castigo divino. ¿Qué mal le he hecho a esa mujer?, se pregunta repetidamente. Soy joven, elocuente y el hijo de Rick. Llevo un traje nuevo e impagado del sastre de Hall Brothers. ¿Por qué ella no me quiere como los demás? Está pensando, como todos los artistas anteriores o posteriores a él, en la única persona del auditorio que no le ha aplaudido.

Es el sábado siguiente, cerca de la medianoche. La fiebre de la campaña crece de prisa. Dentro de unos minutos será la víspera del día de elecciones menos tres. Un nuevo cartel que reza «TE NECESITA EL SÁBADO» está pegado a la ventana de Pym, y una estameña amarilla con idéntico mensaje cuelga desde el marco, a través de la calle, hasta la ventana del prestamista. Pero Pym está tumbado en la cama, totalmente vestido y sonriente, y ni un solo pensamiento acerca de la campaña pasa por su mente. Está en el paraíso con una muchacha llamada Judy, la hija de un granjero liberal que nos la ha prestado para que conduzca a las abuelas a las cabinas de voto, y el paraíso es la parte delantera de su furgoneta aparcada en el camino a Little Kimble. El sabor de la piel de Judy perdura en sus labios, el olor de su cabello en las ventanillas nasales. Y cuando curva las manos sobre los ojos son las mismas manos que por primera vez en la historia han abarcado los pechos de una chica. El dormitorio se encuentra en el primer piso de una casa destartalada que hace esquina y se llama
Reposo abstemio de la señora Searle,
aunque descanso y abstinencia sean las últimas cosas que vende. Las tabernas han cerrado, los gritos y suspiros se han trasladado a otra parte de la localidad. Una voz de mujer chilla desde el callejón:

–¿Tienes una cama, Mattie? Soy Tessie. Vamos, viejo cabrón, nos estamos helando.

Una ventana superior se abre de golpe y la voz confusa del señor Searle aconseja a Tessie que lleve a su cliente detrás de la marquesina del autobús.

–¿Qué te has pensado que somos, Tessie? -protesta-. ¿Una pensión de mala muerte?

Por supuesto que no. Somos el cuartel general de la campaña del candidato liberal, y el bueno de Mattie Searle, nuestro casero, aunque no lo sabía hasta hace un mes, ha sido liberal toda su vida.

Cuidando de no despertar de su ensueño erótico, Pym va de puntillas a la ventana y mira de soslayo, a pico desde su altura, el patio del hotel. En un lado la cocina. En el otro, el comedor de los huéspedes, ahora la sede del comité de la campaña. En su ventana iluminada, Pym distingue las cabezas grises e inclinadas de la señora Alcock y la señora Catermole, nuestras ayudantes incansables, que resueltamente sellan los últimos sobres del día.

Vuelve a la cama. Espera, piensa. No pueden estar levantadas toda la noche. Nunca lo hacen. Su conquista en un campo le está inspirando otra conquista en otro. Como mañana es domingo, nuestro candidato licencia a sus tropas y se conforma con piadosas apariciones en las iglesias baptistas más concurridas, donde está dispuesto a predicar sobre la simplicidad y el servicio. Mañana, a las ocho en punto, Pym estará en la parada del autobús a Nether Wheatly y Judy se reunirá con él allí, en la furgoneta de su padre, y el maletero contendrá el tobogán que el guardabosque construyó para ella cuando tenía diez años. Ella conoce la colina, conoce el cobertizo que hay al lado, y han acordado sin ninguna reserva que alrededor de las diez y media, según el uso que hayan hecho del tobogán, Judy Barker llevará a Magnus Pym al cobertizo y le nombrará su amante pleno y consumado.

Por entretanto Pym tiene una pendiente distinta que escalar o descender. Mas allá del comedor que ahora ocupa el comité hay una escalera que conduce al sótano, y en el sótano -Pym lo ha visto- se encuentra el fichero verde y mellado por el que ha suspirado durante las tres cuartas partes de su vida y que con tanta frecuencia ha tratado de explorar en vano. En la cartera de Pym, debajo de la almohada, descansa el compás azul de puntas de acero con que los Michaels le han enseñado a descerrajar candados baratos. En la cabeza de Pym, inflamada por voluptuosas ambiciones, late la convicción serena de que un hombre que puede acceder a los pechos de Judy puede forzar el baluarte de los secretos de Rick.

Tapándose de nuevo la cara con las manos revive cada momento delicioso del día. Le han despertado abruptamente, como de costumbre, Syd y Muspole, que han empezado a gritarle obscenidades a la Loca Pandilla a través de la puerta de la alcoba.

–Vamos, Magnus, dale un respiro. Te vas a quedar ciego, ya sabes.

–Se te caerá, Magnus querido, si no la dejas crecer. El médico tendrá que atártela con el palo de una cerilla. ¿Qué dirá Judy entonces?

Durante el temprano desayuno, el comandante Maxwell Cavendish vocea las órdenes del sábado a la corte. Los panfletos son obsoletos, anuncia. La única cosa con que podemos asaltarles ahora son altavoces y más altavoces, apoyados por ataques frontales a domicilio.

–Saben que estamos aquí. Saben que vamos en serio. Saben que tenemos el mejor candidato y la mejor política para Gulworth. Lo que buscamos ahora es cada voto individual. Vamos a recogerlos uno por uno y a llevarlos a rastras a las urnas por pura fuerza de voluntad. Gracias.

Ahora los detalles. Syd llevará el altavoz número uno y a dos mujeres -risas- a esa zona de monte bajo que hay al lado del hipódromo, donde viven los gitanos; los gitanos tienen voto, como cualquier cristiano. Gritos de «Apuéstanos de paso uno de cinco pavos por
Príncipe Magnus».
Muspole y otra de las mujeres se llevarán el altavoz número dos y recogerán a las nueve en el ayuntamiento al comandante Blenkinsop y a nuestro miserable agente. Magnus irá otra vez con Judy Barker y cubrirá Little Kimble y los cinco pueblos aislados.

–De paso puedes cubrir también a Judy -dice Morrie Washington. El chiste, aunque brillante, merece tan sólo una risa simbólica. La corte está intranquila con respecto a Judy. Desconfían de su calma, y les ofende su pretensión de ser su mascota. Barker te mira por encima del hombro, se quejan a sus espaldas. Barker no es la buena
scout
que creíamos que era. Pero en esos tiempos Pym concede menos importancia de lo que solía a la opinión de la corte. Sus pullas le resbalan y, cuando la sede del comité está sin vigilancia, baja a hurtadillas la escalera del sótano e inserta el compás de Michael en la cerradura del fichero verde. Un diente para sujetar el muelle, el otro para girar la recámara. El cerrojo salta. Estoy en presencia de un milagro y el milagro soy yo. Volveré. Vuelve a cerrar aprisa el fichero, regresa corriendo arriba y un minuto después de haber establecido su dominio sobre los secretos de la vida está inocentemente en el umbral del hotel, a tiempo de ver la furgoneta de Judy que aparca a su lado, con el altavoz amarrado al techo por hilos de bramante. Ella sonríe, pero no habla. Es la tercera mañana que pasan juntos, pero en la primera les acompañaba una de las ayudantes. Sin embargo, Pym se las ingenió en varias ocasiones para rozar la mano de Judy cuando ella cambiaba de marcha o le pasaba el micrófono, y cuando se separaron a la hora del almuerzo y él hizo ademán de besarle la mejilla, ella osadamente dirigió la boca hacia sus labios, colocándole en la nuca una mano larga. Es una chica alta y risueña, de piel blanca y voz agreste. Tiene una boca alargada y ojos juguetones detrás de sus gafas serias.

«Vota a Pym, el hombre del pueblo», ruge Pym por el altavoz mientras atraviesan los arrabales de Gulworth rumbo al campo abierto. Tiene asida la mano de Judy con bastante soltura, primero sobre el regazo de ella y ahora, a instigación de Judy, sobre el suyo. «Salva a Gulworth del azote de los partidos políticos.» Después recita una quintilla sobre Lakin, el candidato conservador, compuesta por el gran poeta Morrie Washington, y que el comandante jura que está ganando votos por doquier.

Hay un tal Lakin, mandón y majadero,

que utiliza su talante, zalamero.

Si piensa que a Pym, empero,

le barrerá del tablero,

en llevarse un chasco va a ser el primero.

Judy extiende la mano por delante de él y desconecta el artefacto.

–Creo que tu padre es un caradura -dice alegremente, cuando la ciudad queda felizmente atrás-. ¿Qué se habrá creído? ¿Que somos idiotas?

Dirigiendo el vehículo hacia una vereda desierta, Judy apaga el motor y se desabrocha la chaqueta y después la blusa. Y en donde Pym había esperado más impedimentos descubre sus senos menudos y perfectos, con pezones tiesos por el frío. Ella le observa con orgullo cuando él posa las manos sobre ellos.

Durante el resto del día, Pym caminó sobre nubes de luz. Judy tuvo que regresar a la granja para ayudar a su padre a ordeñar al ganado, y le dejó en una posada de la carretera a Norwich, donde Pym había acordado reunirse con Syd, Morrie y Muspole para un trago discreto en territorio neutral, fuera de la circunscripción electoral. Estando tan cerca el día de elecciones, una hilaridad de fin de curso ha contagiado al grupo y, tras haber logrado mantenerse erguidos hasta la hora del cierre, los cuatro se hacinan en el coche de Syd y cantan «Debajo de los arcos» por el altavoz durante todo el trayecto hasta el lindero, donde nuevamente se ponen la chaqueta y adoptan expresión devota. A primera hora de la noche del sábado, Pym asistió a la arenga final que Rick lanzó a sus auxiliares. Enrique V no hubiera estado mejor la víspera de Agincourt. No debían arredrarse ante el asalto postrero. Acordaos de Hitler. Tenían que llevar un bate recto hasta la victoria, mantener el codo izquierdo levantado a lo largo de la vida, alabar a Dios y asestar el latigazo en la última recta. Con estas exhortaciones resonando en sus oídos, el equipo corrió a la desbandada hacia los coches. El discurso de Magnus constituye ya un número totalmente incorporado al programa. Los votantes le aman y en el seno de la corte posee el prestigio de una estrella. En el «Bentley», los dos adalides se estrujan la mano y cambian impresiones tomando una copa de champán caliente para ir tirando entre triunfo y triunfo.

–Esa mujer tétrica estaba allí otra vez -dijo Pym-. Creo que nos está siguiendo.

–¿Qué mujer es ésa, hijo? -preguntó Rick.

–No lo sé. Lleva un velo.

Y en algún momento, en medio de estas presiones y actividades, Pym consiguió realizar la expedición más peligrosa de su carrera sexual hasta entonces. Habiendo localizado en Ribsdale, al otro lado de la ciudad, una farmacia que permanecía abierta toda la noche, fue allí en tranvía y efectuó una serie de pases para vigilar la retaguardia antes de plantarse intrépidamente ante el mostrador y comprar un paquete de tres preservativos a un viejo réprobo que no le arrestó ni le preguntó si estaba casado. Y ahí tiene ahora su premio, que le lanza guiños en su envoltura blanca y malva desde su escondrijo en el centro de un rimero de octavillas «Vota a Pym», cuando una vez más se acerca de puntillas a la ventana de su dormitorio y mira abajo.

El comedor requisado por el comité está a oscuras. Vamos.

No hay moros en la costa, pero Pym es ya perro viejo para dirigirse derecho hacia su objetivo. El tiempo dedicado a reconocimiento no es nunca tiempo perdido, solía decir Jack Brotherhood. Lograré abrirme camino hasta el corazón del enemigo y lo conquistaré. Empieza en el recibidor, fingiendo que lee los avisos del día. La planta baja está ahora desierta. El despacho sucio de Mattie está vacío, la puerta de la calle cerrada con cadena. Inicia su ascensión lenta. Dos puertas más allá de la suya, en el primer piso, se encuentra la sala de estar de los residentes. Pym abre la puerta y esboza una sonrisa. Syd Lemon y Morrie Washington están jugando una partida de
snooker
contra una pareja de queridos amigos de Mattie Searle que tienen aspecto de cuatreros, pero que también podrían ser ladrones de ovejas. Syd lleva su sombrero. Dos beldades reclutadas en el pueblo ponen tiza en los tacos y procuran confort. Los ánimos están caldeados.

–¿A qué estáis jugando? -dice Pym, como si quisiera participar.

–Al polo -dice Syd-. Ahueca el ala, Titch, y no te hagas el gracioso.

–Quería decir a cuántos triángulos.

–Al mejor de nueve -dice Morrie Washington.

Syd falla su tacada y lanza un juramento. Pym cierra la puerta. Están entretenidos. No hay peligro durante por lo menos una hora. Prosigue su ronda. Otro tramo de escaleras más arriba la atmósfera se tensa, como sucederá en cualquier edificio secreto. Aquí está la habitación tranquila donde los huéspedes invitados pueden descalzarse y participar de una relajadora mano de pócker con nuestro candidato y su círculo. Pym entra sin llamar. Ante una mesa repleta de dinero y copas de brandy, Rick y Perce Loft están enzarzados en una fuerte puja con Mattie Searle. Hay en juego una pila de cupones de gasolina, que la corte prefiere como moneda dura. Mattie sube la apuesta y Rick quiere. Rick hace gala de dominio de sí mismo cuando Mattie recoge todo el plato.

–Me han dicho que tú y la coronela Barker habéis recorrido Little Kimble esta mañana, hijo.

No recuerdo exactamente por qué Rick llamaba coronela a Judy. Tengo idea de que era una referencia a una famosa lesbiana que había estado involucrada en un caso judicial. Fuera cual fuese el motivo, a Pym le tenía sin cuidado.

–El chico les ha hecho besar el suelo, Rickie -confirma Perce Loft.

–Parece ser que no es lo único que ha besado -dice Rick, y todos se ríen porque es un chiste suyo.

Pym se inclina para el abrazo de las buenas noches y oye que Rick le olfatea la mejilla, sobre la cual perdura el olor de Judy.

–Pero concentra esa cabeza tuya en las elecciones, hijo -dice, dando unas palmaditas en esa misma mejilla a manera de advertencia.

Other books

Crystal's Song by Millie Gray
Hot Water Music by Charles Bukowski
The Silent Oligarch: A Novel by Christopher Morgan Jones
Korval's Game by Sharon Lee, Steve Miller