–No lo sé. No le conocí. ¿Y usted?
–Yo le vi muchas veces. En Suiza, cuando Magnus era estudiante, su padre era un gran capitán de la marina inglesa que se había hundido con su barco.
Ella se rió. «Que el cielo me ayude, me estoy riendo. Ahora soy yo la que ha encontrado el estilo.»
–Ah, sí. Después, lo siguiente que supimos de él fue que era un gran barón de las finanzas. Sus tentáculos se extendían por todos los bancos de Europa. Se había salvado milagrosamente de morir ahogado.
–Oh, Cristo -dijo ella. Y rompió de nuevo en una carcajada catártica e incontrolable.
–Puesto que yo era alemán en aquella época sentí, naturalmente, un gran alivio. Hasta entonces había tenido muy mala conciencia por haber hundido a su padre. ¿Qué le pasa a su marido, dígame, que nos produce tan mala, tan mala conciencia?
–Su voltaje -dijo ella, sin pensar, y sorbió un largo trago de vodka. Estaba temblando y le ardían las mejillas. Él la observó en calma, ayudándole a serenarse.
–Usted es su otra vida -dijo Mary.
–Siempre me decía que yo era su amigo más antiguo. Si usted sabe otra cosa, por favor no destruya mis ilusiones.
Ella la estaba recuperando. La cabeza. La habitación se estaba despejando y su cabeza con ella.
–Tenía entendido que ese puesto estaba reservado para una persona llamada Poppy -dijo ella.
–¿Dónde ha oído ese nombre?
–Aparece en el gran libro que está escribiendo. «Poppy, mi más querida, mi más antigua amistad.»
–¿Eso es todo?
–Oh, no. Hay mucho más. Poppy llena mucho espacio cada cinco páginas. Poppy esto, Poppy lo otro. Cuando encontraron la cámara y el libro de claves encontraron también amapolas secas
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, como recuerdo.
Ella había esperado desconcertarle, pero lo único que consiguió sacarle fue una sonrisa de gratificación.
–Me halaga. Poppy es el fantasioso nombre en clave que él me asignó hace muchos años. He sido Poppy durante la mayor parte de la vida de ambos.
Por alguna razón, ella se quedaba allí, combativa.
–¿Entonces qué es él? -exigió- ¿Es comunista? No puede serlo. Es demasiado ridículo.
Él abrió sus largas manos. Sonrió de nuevo, contagiosamente, ofreciendo un bono inmediato de su desconcierto. Era invulnerable.
–Me he preguntado eso mismo muchas veces. Y entonces pienso… ¿quién cree en el matrimonio en estos tiempos? Es un buscador. ¿Le parece poco? Estoy seguro de que en nuestra profesión no deberíamos pedir nada más. ¿Se imagina estar casada con un ideólogo sedentario? Tuve un tío que era pastor luterano. Nos aburría a todos mortalmente.
Ella se sentía más fuerte. Menos enloquecida. Más indignada.
–¿Qué hacía Magnus para usted? -preguntó.
–Espiaba. Selectivamente, es cierto. Pero traidoramente, lo cual también es cierto. Y a menudo muy enérgicamente… algo que usted comprenderá en él. Cuando vive feliz cree en Dios y quiere que todo el mundo reciba un regalo. Cuando está decaído tiene mal genio y se niega a ir a la iglesia. Los que le controlamos tenemos que transigir con eso.
Nada le había sucedido a Mary. Estaba erguida y bebiendo vodka en el apartamento de un desconocido. «Ha pronunciado la sentencia», pensó, calmosamente, como si estuviera asistiendo al juicio de otra persona. Magnus ha muerto. Mary ha muerto. Su matrimonio ha muerto. Tom es un huérfano cuyo padre es un traidor. Todo el mundo está perfectamente.
–Pero yo no le controlo -objetó ella, respondiendo a su frase con bastante calma.
Él no pareció notar la nueva frialdad de su voz.
–Permítame explicarme un poco. Quiero a su marido.
«Tienes que quererle -pensó ella-. Al fin y al cabo, nos ha sacrificado a todos por ti.»
–Yo también le debo mucho -continuó él-. Puedo darle lo que quiera para el resto de sus días. Le estoy sumamente agradecido de que me prefiera a Jack Brotherhood y a su servicio.
«No te prefiere -pensó-. En absoluto.»
–¿Ha dicho algo? -preguntó él.
Ella sonrió, entristecida por él, y negó con la cabeza.
–Brotherhood quiere atrapar a su marido y castigarle. Yo, lo contrario. Yo quiero encontrarle para recompensarle. Le daremos todo lo que nos permita darle.
Dio una chupada a su puro.
«Eres un impostor -pensó ella-. Seduces a mi marido y te llamas amigo suyo y mío.»
–Usted conoce este oficio, Mary. No necesito decirle que un hombre en su situación es una mercancía muy deseable. Dicho con mayor franqueza, no podemos permitirnos el lujo de perderle. Lo último que queremos es que pase lo que le quede de vida útil en una cárcel inglesa, contando a las autoridades lo que ha estado haciendo durante estos treinta y pico años. Tampoco queremos particularmente que escriba un libro.
«Queréis -pensó ella-. ¿Y qué pasa con nosotros?»
–Preferiríamos con mucho que disfrutase de un retiro bien ganado con nosotros… Con distinción, medallas y su familia alrededor si lo desea: donde todavía podamos consultarle si fuera necesario. No puedo garantizarle que le consintamos llevar la doble vida a la que está acostumbrado, pero en todo lo demás haremos lo posible por satisfacer sus necesidades.
–Pero él no quiere volver a verle, ¿no? Por eso se ha escondido.
Él lanzó una bocanada y agitó una mano entre ellos dos para impedir que el humo molestara a Mary. Le molestó, sin embargo. Aquello le avergonzaría, le repugnaría y le acusaría durante el resto de su vida. Él hablaba de nuevo. Razonablemente.
–No sé lo que hacer, para ser franco. He hecho todo lo que he podido para desorientar a Brotherhood y a todos los demás y para encontrar a su marido antes que ellos. Sigo sin tener la menor idea de dónde está y me siento completamente estúpido.
–¿Qué ocurrió con las personas a quienes ha traicionado?
–¿Magnus? Oh, él odia la efusión de sangre. Siempre lo dejó bien claro.
–Eso todavía no ha impedido a nadie derramar sangre.
Una vez más, él hizo una pausa para recobrar su gravedad personal.
–Tiene razón -asintió-. Y eligió una profesión dura. Me temo que es un poco tarde para meditar sobre nuestra ética.
–Para algunos la ética es casi una novedad -dijo ella. Pero no pudo conmoverle-. ¿Por qué me ha pedido que venga aquí?
Ella encontró la mirada de él y vio que, aunque nada había cambiado en su expresión, su cara era distinta, cosa que le acontecía a veces cuando miraba a Magnus.
–Antes de que viniese, acaricié la idea de que a usted y a su hijo pudiera apetecerles empezar una nueva vida en Checoslovaquia, y de que Magnus, por consiguiente, se viera fuertemente tentado de reunirse con ustedes. -Señaló una cartera que tenía a su lado-. Traje pasaportes para usted y todas esas bobadas. Absurdo. Después de conocerle comprendo que no tiene pasta de desertora. No obstante, todavía barajo la posibilidad de que usted sepa dónde está y, de que haya conseguido, puesto que es una mujer capaz, no decírselo a nadie. No puede usted suponer que él está mejor con sus perseguidores de lo que estaría conmigo. Así que si lo sabe, creo que debería decírmelo ahora.
–No sé dónde está -respondió Mary. Y cerró la boca para no añadir: «Y si lo supiera, serías la última persona del mundo a quien se lo dijera.»
–Pero tiene teorías. Tiene ideas. Seguramente no ha pensado en otra cosa noche y día desde que él se marchó. «Magnus, ¿dónde estás?» Es su único pensamiento, ¿verdad?
–No lo sé. Usted sabe más cosas de él que yo.
Mary empezaba a odiar su beatería. Su manera de meditar antes de hablarle, como preguntándose si ella entendería su pregunta siguiente.
–¿Alguna vez le habló de una mujer llamada Lippsie? -preguntó él.
–No.
–Ella murió cuando él era joven. Era judía. Todos sus amigos y familiares habían muerto a manos de los alemanes. Parece ser que adoptó a Magnus como una especie de apoyo. Luego cambió de opinión y optó por suicidarse. Los motivos, como de costumbre en el caso de Magnus, son oscuros. Fue un ejemplo curioso para un niño, sin embargo. Magnus es un gran imitador, aunque él no lo sepa. Realmente pienso a veces que está compuesto totalmente de piezas de otras personas, pobrecillo.
–Nunca me habló de ella -repitió Mary, obstinadamente.
Él se iluminó. Exactamente igual que haría Magnus.
–Vamos, Mary. ¿No tiene la sensación consoladora de que hay alguien que le cuida? Estoy seguro. Mi conocimiento de él ha sido siempre que le atraen sólo los seres humanos, no las ideas. Odia estar solo porque entonces su mundo está vacío. Así, pues, ¿quién le está cuidando? Vamos a intentar pensar quién le gustaría a él que le cuidara… No estoy hablando de mujeres. Sólo de amigos.
Mary estaba alisándose la falda, buscando su abrigo.
–Cogeré un taxi -dijo-. No hace falta que lo llame por teléfono. Hay una parada en la misma esquina. La he visto al venir.
–¿Por qué no su madre? Sería una buena persona.
Ella le mira fijamente, incapaz por un momento de dar crédito a sus oídos.
–No hace mucho me habló de su madre por primera vez -explicó él-. Dijo que había empezado a visitarla otra vez. Me sentí sorprendido. Halagado también, lo confieso. La localizó en algún sitio y la instaló en una casa. ¿La ve a menudo?
Ella se serenó. En un momento todavía oportuno sintió que su astucia volvía arrolladoramente a tomar posesión de ella. «Magnus no tiene madre, idiota. Ha muerto, apenas la conoció y le importa un bledo. La única cosa que sé con certeza, y que juraré sobre él hasta el día del juicio, es que Magnus Pym no es ahora ni ha sido nunca el hijo adulto de ninguna mujer.» Pero Mary no perdió la cabeza. No le cubrió de insultos ni se burló de él ni lanzó carcajadas de alivio porque Magnus había mentido a su amigo más antiguo y más querido con la misma precisión con que había mentido a su mujer, a su hijo y a su país. Habló razonable y juiciosamente, como hace siempre una buena espía.
–Le gusta charlar con ella de vez en cuando, sin duda -admitió. Recogió su bolso y miró en su interior, como para asegurarse de que tenía dinero para el taxi.
–¿Entonces no podría haberse ido él también a Devon para estar con ella? Ella agradeció mucho poder respirar por fin un poco de aire de mar. Y Magnus estaba muy orgulloso de haber podido obrar un milagro para ella. Habló interminablemente de los paseos maravillosos que daban juntos por la playa. Dijo que la llevaba a la iglesia los domingos y que le cuidaba el jardín. ¿Estará haciendo quizás algo tan inocente como eso?
–La casa de ella fue el primer lugar donde miraron -mintió Mary, cerrando su bolso-. Le dieron un susto de muerte a la pobre anciana. ¿Cómo me pongo en contacto con usted si le necesito? ¿Tiro un periódico por encima de la tapia?
Mary se levantó. Él también lo hizo, aunque no con tanta facilidad. Conservaba la sonrisa en los labios y sus ojos destilaban todavía la expresión tan sabia, tan triste y tan alegre que Magnus envidiaba tanto.
–No creo que me necesite, Mary. Y quizá tenga razón en lo de que Magnus no quiera volver a verme. Con tal que al menos quiera ver a alguien. Es lo que más nos preocupa a quienes le queremos. Hay muchas maneras de vengarse del mundo. A veces no basta con la literatura.
La alteración que había sufrido su tono frenó momentáneamente la prisa de Mary por marcharse.
–Encontrará una respuesta -dijo, despreocupadamente-. Siempre la encuentra.
–Eso es lo que temo.
Caminaron hacia la puerta despacio, debido a su cojera. Él llamó al ascensor para Mary y abrió la rejilla. Ella entró. Le vio por última vez a través de los barrotes: mirándola todavía. En ese momento él volvió a gustarle, y sintió un miedo cerval.
Mary había planeado lo que pensaba hacer. Tenía su pasaporte y su tarjeta de crédito. Lo había comprobado al examinar el interior de su bolso. Había concebido el plan porque era el único que había utilizado en los ejercicios prácticos en pequeñas ciudades inglesas, y más tarde, con modificaciones, en Berlín. En el mundo de los mortales ordinarios había oscurecido. En el patio, dos curas estaban hablando en voz baja, con las cabezas juntas, balanceando sus rosarios a la espalda. La calle estaba atestada de compradores. Cien personas podrían haber estado observándola, y cuando ella empezó a calcular mentalmente sus posibilidades, cien le pareció la cifra probable. Imaginó una especie de
Quorn
vienés, con Nigel como jefe y Georgie y Fergus como cocheros y el pequeño y barbudo Lederer dirigiendo al grupo, y equipos de matones checos en loca persecución. Y el pobre Jack, sin caballo, avanzando lentamente por el horizonte en pos de ellos.
Escogió el
Imperial
, que a Magnus le encantaba por su pompa.
–No tengo equipaje, me temo, pero quisiera una habitación por una noche -dijo al recepcionista de pelo plateado, tendiéndole la tarjeta de crédito, y el hombre, que la reconoció al instante, le preguntó:
–¿Cómo está su marido, señora?
Un botones la condujo a un dormitorio suntuoso del primer piso. «La 121, la habitación que todo el mundo pide -pensó-; la misma a la que le traje el día de su cumpleaños para una cena y una noche de amor.» El recuerdo no le conmovió lo más mínimo. Telefoneó al mismo recepcionista y le pidió que le reservara un pasaje para el vuelo a Londres de la mañana siguiente: «Desde luego, Frau Pym.» «Humo -recordó-. Al engaño le llamábamos humo.» Se sentó en la cama, escuchando las pisadas que se iban acallando en el pasillo a medida que se acercaba la hora de cenar. Puertas de doble jamba, de tres metros y medio de altura. Un cuadro titulado
Atardecer en el Bósforo
de Eckenbrecher. «Te amaré hasta que seamos demasiado viejos -había dicho él, con la cabeza sobre aquella misma almohada-. Y entonces seguiré queriéndote.» Sonó el teléfono. Era el conserje, para informarle de que sólo quedaban billetes de clase turista. «Pues coja turista», dijo Mary. Se quitó los zapatos y los sostuvo en la mano mientras abría la puerta suavemente y se asomaba al pasillo. «Si creo que me observan, dejaré los zapatos fuera para que los limpien.» Parloteo y música grabada desde el bar. Una vaharada de salsa de eneldo desde el comedor. Pescado. «Tienen un pescado buenísimo.» Salió al rellano y aguardó, pero tampoco apareció nadie. Estatuas de mármol. Retrato de un noble patilludo. Se puso los zapatos, subió una escalera, llamó al ascensor y bajó a la planta baja, saliendo a un pasillo lateral que no se veía desde la recepción. Un pasaje en penumbras conducía hacia la parte trasera del hotel. Lo recorrió, rumbo a una puerta de servicio que había en el fondo. La puerta estaba entornada. La empujó, sonriendo casi a modo de disculpa. Un camarero de edad estaba dando los toques finales a una mesa privada. A su espalda había otra puerta abierta que daba a una callejuela. Con un jovial
«guíen Abend»
dirigido al camarero, Mary salió rápidamente al aire libre y llamó a un taxi. «Wienerwald», indicó al taxista, «Wienerwald», y le oyó anunciar al conductor por el interfono: «Wienerwald.» Nadie les seguía. Al acercarse al Ring dio al taxista cien
schillings,
se apeó en un cruce peatonal y cogió un segundo taxi al aeropuerto, donde estuvo leyendo una hora sentada en los lavabos de señoras a la espera del último vuelo a Frankfurt.